Las bonitas casas de la entrada de Nantes se quedaban atrás rápidamente mientras entraba en el túnel formado por los árboles; era la peor parte del viaje a Machecoul. Lejos de la luz, en la oscuridad. No puedes evitar sentirte muy pequeña entre estos gigantes revestidos de cortezas, con aquellas nudosas ramas que podían extenderse en cualquier momento, como los dedos del diablo, para introducirte en el oscuro perfil de algún agujero, donde me fundiría en la eterna agonía de mis propios pecados.
Como siempre, recé, porque poco más se puede hacer. Dios Todopoderoso, no dejes que me quiten los pulgares, porque sin mis pulgares no podré sujetar la aguja, y una vida donde no pueda coser no vale la pena ser vivida.
Con cada nuevo paso, hundía las manos más profundamente en los pliegues de las mangas. Mis preciosos dedos quedaron ocultos por completo, de nuevo a salvo.
Encontraron la carta. Las yemas de mis dedos notaron las pequeñas irregularidades a lo largo de los pliegues del pergamino, a pesar de lo relativamente reciente de su llegada desde Aviñón. Llegó con otros documentos importantes enviados por Su Santidad a mi propio maître, Jean de Malestroit, quien como obispo de Nantes conoce tantos de los más profundos secretos de Dios. Aunque soy su compañera más cercana, ni siquiera puedo comenzar a entender los muy importantes temas que Su Santidad somete a la consideración de Su Eminencia, y en honor a la verdad tampoco lo deseo. Me siento impulsada por una desesperada urgencia maternal a pasar por alto las preocupaciones del mundo en favor de los preciosos pensamientos sobre mi primogénito. La fecha, escrita con la mano fuerte y cariñosa de mi hijo en una esquina, correspondía a siete días atrás: 10 de marzo de 1440. Me salto la larga bendición del comienzo —después de todo, él es un sacerdote— y repito el resto en mi mente mientras camino.
Estas son excelentes noticias, bruscas e inesperadas. Ahora soy amanuense en toda regla de Su Gracia; ya no debo trabajar a las órdenes de otro hermano, sino que respondo directamente al propio Cardenal. Cada vez con mayor frecuencia soy llamado a sus habitaciones para tomar nota de asuntos importantes. Pareciera como si por obra de algún milagro hubiese decidido ponerme bajo su protección, aunque no consigo entender por qué me encuentra apropiado para tanto honor. Me abre la puerta a la esperanza de que pueda ser ungido con un ascenso oficial antes de lo que podía esperar…
Cuán maravilloso, cuán precioso, cuán… cuán abismalmente poco; preferiría muchísimo más tener al hombre en persona a mi lado. Pero Su Eminencia Jean de Malestroit aborrece las quejas, así que no me entregaré a ellas, Dios no quiere que él me aborrezca por tal debilidad. Continúo con mi recitación, que quizá no sea muy del agrado de las ardillas y los zorros, mis únicos oyentes. Da a mis pasos una tranquilizadora firmeza, por muy falsa que pueda ser.
Pienso en ti todos los días y me regocijo al saber que tú estarás aquí, en Aviñón, dentro de no muchos meses, para ver de primera mano lo preciosa que ha llegado a ser mi vida. Estoy profundamente agradecido a mi señor Gilles por su influencia, que permitió conseguir esta posición para mí cuando no era más que un joven hermano con unas perspectivas muy limitadas.
Mi propia gratitud está teñida de una cierta amargura; la bondad del barón Gilles de Rais era tal que yo, en un tiempo su aya, debo permanecer aquí en Bretaña, y mi hijo, prácticamente su propio hermano, está a muchos días de viaje en Aviñón. Es casi como si tuviese algún propósito al tenernos separados.
Sin embargo, ¿cómo podría ser algo así?
Tienes que informarme más de lo que pasa en Nantes en tu próxima carta, maman; no hace mucho hemos tenido por aquí a un peregrino que habló de sucesos en el norte, de las tribulaciones de este gentilhombre, de los triunfos de dicho señor y de los amoríos de aquella dama; estamos ansiosos por conocer todas estas noticias. Pero yo mismo me siento especialmente intrigado por saber el significado de una cantinela que recito; no recuerdo la totalidad de la letra, pero una parte decía: «Sur ce, l'on lui dit, en se merveillant, qu'on y mangeout les petits enfants».[1]
No sé lo que significa, ni, en honor a la verdad, deseo saberlo. Desde luego no en este momento, cuando estoy en evidente peligro de ser devorada yo misma por Dios sabe qué vil y monstruosa bestia. Sé mejor que la mayoría que tales bestias están aquí, a menudo invisibles, con sus malvadas mandíbulas pacientemente abiertas.
Un bendito rayo de luz se filtra entre las copas de los árboles y titila. ¿Se ha posado un pájaro en una rama, o ha sido mi aliento, largamente contenido, expulsado con excesiva rapidez? Siempre estoy desesperada por la luz; todo el mundo habla con ilusión de un tiempo después del final de las guerras, como si alguna vez se acabaran, cuando la iluminación dejará de ser un lujo como es ahora. Pocas veces desperdiciamos la luz no natural en mirarnos los unos a los otros cuando queda lo más mínimo de luz del día, porque hay usos más sabios; siempre los hay para las pequeñas gracias de la vida más que para las tonterías que escogemos para gastarlas.
En una ocasión se suministró luz en abundancia para el placer del barón De Rais en su residencia de Champtocé, y yo —en aquellos días, madame Guillemette La Drappière, esposa de Étienne, el leal servidor de mi señor— me podía bañar en ella casi a placer. Ahora dependo de Dios para que me suministre luz, aunque en estos días me gusta tanto Dios como antes de que me convirtiera en la Madre Superiora, o, como al severo Jean de Malestroit le complace llamarme, ma soeur en Dieu. Una mujer mejor que yo podría apreciar el refugio de una adecuada —no, incluso pródiga— existencia. Con tantas mujeres que se quedan sin dientes por falta de comida, tendría que estar muy agradecida por mi buena fortuna. Pero no es la vida que anhelo, ni la vida que tenía y quería. Sin embargo, cuando mi amado marido falleció, prácticamente todos excepto yo misma estuvieron de acuerdo en que era lo mejor para mí.
Mi dulce Étienne luchó bravamente con el barón De Rais bajo el estandarte de la Doncella en la gran batalla de Orleans en una jornada donde se perdieron muchos hombres valientes. Una flecha disparada por un arquero inglés le traspasó el muslo, Dios maldiga su diabólica puntería. Su pierna se infectó, como a menudo ocurre con las heridas profundas. La comadrona —desgraciadamente, no teníamos un médico, aunque nadie hubiese dudado en afirmar que ella era casi tan buena como cualquier físico— insistió en que para salvarle la vida había que amputar el miembro. Él se negó en redondo.
—¿Cómo puedo yo, un soldado y un leñador, servir adecuadamente a mi señor De Rais si soy un inválido? —me preguntó.
La suya no fue la honrosa muerte en el campo de batalla que todos los guerreros desean en lo más profundo de sus corazones, sino un lento deslizarse en el dolor y la degradación. Cuando finalmente fue llamado para recibir la recompensa del soldado, mi desatendido puesto en el servicio de la casa del barón De Rais ya había sido confiado a una mujer más atenta a sus obligaciones. De haber heredado propiedades, hubiese tenido la seguridad de conseguir un nuevo esposo. En cambio me aceptó Dios.
Ahora pongo todo mi empeño en ser útil, porque no podría soportar que me desplazaran de nuevo. Soy la discreta sombra de Su Eminencia, quien como obispo de Nantes y canciller de Bretaña sirve a dos amos muy exigentes: uno absolutamente divino, el otro brutalmente mortal. Quién de los dos amos le gobierna más es algo que a menudo está determinado por los intereses de cada uno más compatibles con los suyos en el preciso momento, pero en los trece años de servicios que llevo aquí he llegado a respetarlo profundamente a pesar de este lamentable fallo de su carácter, que pocos aparte de mí pueden apreciar.
De todas maneras, no es la vida que anhelo.
—Debo ir a Machecoul —le dije aquella mañana—. Debo atender algunas pequeñas tareas, algunas compras… —le expliqué—. Cosas que solo se pueden encontrar en aquel mercado.
—El viaje hasta Machecoul no es muy largo, pero quizá tendría que considerar si no sería más conveniente que fuera una de las jóvenes.
Hice bien en disimular mi enfado.
—Es una buena caminata, pero todo apunta a que será un día muy bonito y estaré muy bien, estoy segura. Además prefiero escoger las cosas que necesito yo misma en vez de confiar en los ojos de otro.
—El hermano Damien puede desatender sus obligaciones por un día… Quizá podría ayudarle a cargar las compras.
Tengo faltriqueras suficientes para todo aquello que quizá compre.
—Le molestará que lo aparten de sus árboles. Y nada de lo que compre será pesado; necesito agujas, y unos cuantos hilos. Algunas de sus sobrepellizas necesitan zurcidos con hilos de colores, aquellos que no conseguimos teñir correctamente nosotros mismos.
—Ah, bueno, de acuerdo, esas son cosas de las que entiendo muy poco, alabado sea Dios. Se las cedo muy alegremente. —Enarcó las cejas—. Y también cualquier otro asunto que tenga más allá de las compras.
Esperó mi reacción. Su deseo de presionarme en este punto era tan fuerte que lo percibí claramente, pero le respondí con un gesto contenido.
—Bien, creo que no hay nada más que decir al respecto, pero tenga cuidado y no se esfuerce demasiado.
—Por supuesto, Eminencia. No haré nada que pueda perjudicar mis obligaciones.
—Desde luego —murmuró. Entendí que podía marcharme cuando reanudó la lectura del texto que tenía sobre la mesa, pero cuando ya estaba a punto de salir, añadió—: Que Dios la acompañe.
La bendición me hizo sonreír.
Nuestra abadía es un edificio antiguo, y cuando se construyó las personas tenían los miembros un poco más pequeños que los nuestros, o al menos eso es lo que se puede deducir de los esqueletos enterrados en nuestras criptas. Se aprenden muchas cosas de los huesos, y de los dientes; uno de mis hijos tiene un diente roto que reconocería en cualquier parte. El caso es que las proporciones de mi habitación, y dentro de ella, la cama, son muy pequeñas. La escogí porque está situada en la parte del patio, porque la luz siempre es intensa. En el invierno uno de los hermanos coloca un pergamino aceitado en la ventana para evitar las corrientes, porque no puedo soportar verla tapada con una cortina durante tantos meses. La verdad es que no hay mucho que ver, pero hay luz, y no tengo que sufrir el traqueteo de los carros antes del alba cuando los campesinos pasan por el otro lado del muro, camino del mercado.
Pero no son siempre las intrusiones del exterior las que estorban nuestro sueño. Cosas en las que no deseaba pensar habían perturbado mi descanso durante los minutos de una larga e inquieta noche —fantasmas, demonios, horribles monstruos en el bosque oscuro—, las pesadillas de una niña en las garras de una bruja imaginaria. He dejado muy atrás el tiempo cuando las menstruaciones que se agostan obligan a una mujer a levantarse con los ojos muy abiertos en plena madrugada para después caminar arriba y abajo en un estado de agitación hasta que canta el gallo; aquellas indignidades vinieron y pasaron, y ahora mi sueño pocas veces se ve interrumpido, ya sea por la desvela o los sueños. Pero cuando me desperté esta mañana, tenía los párpados pegados. Sin duda había llorado durante lo poco que había dormido, pero no recordaba haberlo hecho.
A menudo me arrodillo junto a mi camastro a la hora de dormir, cierro los ojos muy fuerte y uno las manos como haría una niña. Dejo abierta la puerta de mi habitación, así si alguien pasa creerá que estoy sumida en lo que pareciera un ferviente éxtasis religioso. La mayoría de las veces lo hago solo por las apariencias, pero anoche mi devoción bordeó el frenesí mientras suplicaba a Dios que permitiera a madame Le Barbier encontrar a su hijo, si Dios no es la cruel burla que últimamente creo que es.
Mientras guío a la columna de mis hermanas de regreso al convento para desayunar, el padre Damien me alcanza.
—Dios la bendiga, madre.
Siempre me llama madre como si lo dijera de verdad. Le estoy infinitamente agradecida.
—Y a ti, hermano.
—Hace un día precioso, ¿verdad? Aunque un poco frío. La noche fue fresca.
Tiene un entusiasmo un tanto irritante, pero no es más que una manifestación de su vitalidad juvenil, y por lo tanto absolutamente comprensible. A menudo me olvido de que es un sacerdote; sin los hábitos sería un joven caballero en la flor de la edad; de haber tenido algo más que heredar de su familia, quizá ahora tendría una pequeña finca de su propiedad. Para ser un hombre que no había escogido su propia vocación, realizaba sus tareas admirablemente, y con un vigor exasperante.
—Cuando tengas la edad que tengo yo, no te agradará tanto como ahora el helor de la mañana —le prometí—. Pero el sol no tardará mucho en calentar.
—Es algo de agradecer. Su Eminencia dice que hoy iréis a Saint-Honoré. Una parroquia muy bonita. Pero me sorprendió que nuestro maître os concediera el permiso.
Así que Jean de Malestroit ya había ordenado a este joven que me acompañara. Aunque fuera extraño, me sentí complacida por un momento, es decir, hasta que me dominó el enfado.
—Esta es una toca, no una cadena —repliqué—. ¿Es que no puedo ir de viaje allí donde escoja?
—Bueno, con la paz tan cerca, me preguntaba la razón.
—No hay ninguna razón más allá de la compra de algunas cosas necesarias —respondí después de una pausa.
—Ah. —Esbozó una sonrisa cómplice—. Solo preguntaba por qué esta mañana parecéis… sin fuerzas. Cansada, quizá. Como si cargarais con un peso.
No me había mirado en nuestro único espejo, pero supuse que las lágrimas derramadas mientras dormía habían dejado sus huellas en mi rostro. Agaché la cabeza y me mantuve en silencio mientras caminábamos.
—¿Hay algo de lo que os querríais confesar, madre?
«Bendíceme, hermano, aunque seas más joven que mi hijo, porque he cometido la grave transgresión del exceso de curiosidad, y también el pecado de un exceso de emociones».
—No, hermano, muchas gracias. Mis pecados no son hoy demasiado urgentes.
—El día es joven —replicó.
—Y todavía queda tiempo para pecar. —Nos despedimos con una carcajada.
A partir de aquel momento, me encargué como todas las mañanas de vigilar las tareas de la limpieza. Mi energía provocó un sinnúmero de miradas de malhumor por parte de las jóvenes novias de Dios que trabajaban para beneficio de la Iglesia bajo mis órdenes. Mientras daba una vuelta por los mercados antes de dejar la ciudad, vi que todo aquello que supuestamente necesitaba estaba disponible aquí mismo, probablemente en mucha más abundancia y surtido que en Machecoul. Sin duda Jean de Malestroit lo sabía, a pesar de su declaración de feliz ignorancia. Tendría que haber sido más astuta, me reproché a mí misma.
El trozo de queso y la rebanada de pan que había guardado en la faltriquera comenzó a golpear contra mi pierna. Abandoné el recitado de la carta de mi hijo Jean y comencé a canturrear una tonadilla al ritmo de los golpes. Una variedad de sonidos sonaban entre los árboles: crujidos de ramitas, el rumor de las hojas, el gorjeo de algún pájaro. Con cada paso, casi esperaba que lo desconocido que acechaba entre los matorrales a cada lado del camino saltara sobre mí para cogerme. Pensé en madame Le Barbier, que debía de haber atravesado este bosque la noche anterior después de su inútil súplica a Jean de Malestroit; los alojamientos a lo largo de esta ruta eran escasos y seguramente muy caros incluso para una próspera tendera. Había dejado la abadía cuando ya estaba muy oscuro, alumbrada con la luz de una tea. Sin duda el brazo le debía de doler muchísimo cuando llegó a este punto.
Tenía miedo; el miedo en este bosque era algo razonable y correcto, porque hay bestias por todas partes. No los legendarios leones dorados de Etiopía, ni tampoco los osos blancos de las tierras del norte que nuestros valientes caballeros habían matado con sus rutilantes espadas, según contaban los relatos que nos emocionaban junto a la chimenea en las noches de invierno. Aquí en el bosque hay bestias horribles con largos colmillos y cerdas hirsutas, que gruñen y escarban la tierra, cuya terrible furia brilla en sus ojos demasiado pequeños por sus enormes cabezas deformes.
Había sido en unos matorrales como estos cerca del palacio de Champtocé donde Guy de Laval, padre de mi señor Gilles de Rais, se había topado con el jabalí que lo había matado.
Aquel día su excursión por el bosque había estado marcada por el infortunio desde el primer momento, o al menos eso fue lo que Étienne me dijo después. Su caballo preferido se había lesionado un tobillo, y su ojeador habitual había pillado la gripe y no podía salir de la letrina el tiempo suficiente para rezar por su curación, y ya no digamos para ir de cacería. Con el paso del tiempo llegamos a creer que todas estas crueles circunstancias, habían sido obra del diablo. Como tuvo que serlo su asaltante, un belicoso jabalí. Se trataba de un animal de piel gruesa, plagado de cicatrices, que Guy de Laval ansiaba cazar, dado que la bestia le había eludido desde hacía tanto tiempo que abatirla se había convertido en una cuestión de honor. De no haber sido porque mi señor Guy se sintió dominado por el deseo de sacar algún partido de un día funesto, quizá no hubiese cometido la tontería que ni siquiera un cazador novato hubiese hecho: permitir que el jabalí le atacara de frente con sus largos colmillos y así convertirse él mismo en la presa.
Sus dos infortunados ojeadores le habían arrastrado por el áspero terreno en unas improvisadas angarillas mientras él mismo se sujetaba las vísceras para que no se escaparan por la herida. «¡Se negaba a apartar las manos del vientre! No pudimos montarlo en el caballo…» Nunca olvidaré su visión, el sufrimiento y el terror en su rostro, desconocidos para un valiente cazador que siempre había mantenido nuestras mesas tan bien surtidas con suculentos tesoros. Circularon mil rumores y hubo muchísimas culpas por repartir, pero no hombros sobre los cuales echarlas.
«Étienne —dije cuando nos encontramos en mitad del escándalo—. ¿Puede ser verdad lo que dicen? ¿Pudo Jean de Craon haber arreglado todo esto?»
No hubiese sido de extrañar en aquel viejo brutal y codicioso cuya hija, Marie, había tenido la desgracia de ver morir a su marido. Escuché decir cosas que no quería creer, susurros de traición. «Jean de Craon untó las palmas de los ojeadores con un poco de oro, y cuando se presentó el momento oportuno, miraron en otra dirección».
A Gilles le correspondía heredar las enormes posesiones de su padre, salvo las aportadas al matrimonio por su madre, quien, como complaciente hija de Jean de Craon, haría aquello que le mandara hacer su padre con las propiedades en ausencia del marido. Mi señor Jean de Craon era un amo cruel que sabía muy bien que le resultaría muchísimo más fácil controlar al joven e inexperto Gilles de Rais que al maduro e inteligente padre del muchacho. Las especulaciones, los susurros, las veladas acusaciones se multiplicaban; nadie entre nosotros sabía qué creer excepto que el poder dentro de Champtocé no tardaría en cambiar de manos, un conocimiento que resultaba inquietante.
Resultaba difícil no llegar a la conclusión de que Jean de Craon había tenido efectivamente algo que ver en la muerte de Guy de Laval y que todo tipo de maldades pueden anidar en el corazón de un hombre. ¿Cómo si no se podía explicar que esos ojeadores y escuderos, siempre tan leales y cumplidores en todos sus años de servicio, se encontraran de pronto demasiado lejos para acudir en su ayuda?
De todas maneras, el animal era un demonio y sin duda sabía que el dolor de sus viejas heridas había sido provocado por mi señor Guy.
«Como si hubiese estado poseído por un demonio de la más terrible calaña, la bestia se ensañó con los intestinos de mi señor Guy y movió los colmillos con verdadera furia hasta sacar una buena parte de las entrañas… que mi señor Guy intentó volver a meter desesperadamente».
Luego, según contaron esos testigos, el jabalí desapareció sin más, cumplida su malvada tarea.
Aunque también presencié la muerte de mi Étienne muchos años más tarde, debo confesar que no soy capaz de entender el terror de encontrarse a las puertas de la muerte hasta que no llegue mi hora. ¡Madre de Dios, ya fue bastante horrible tener que mirar! Durante los dos primeros días, Guy de Laval reclamó con desesperación los servicios de cualquiera que pudiese ayudarlo y envió jinetes en todas las direcciones. Él, que había tenido tanto poder, riquezas e influencia no conseguía ahora encontrar a nadie que pudiese darle la más mínima esperanza, ni por todo el oro de Bretaña. Nuestra maravillosa comadrona le suministró opio para mitigar su dolor, pero se negó a decir una falsedad: que el amo moriría, juró, era tan cierto como que el sol sale y se pone. Y que no habría para él muchos más amaneceres y ocasos.
A medida que la verdad de este juramento fue calando en él, comenzó a comportarse como el gran guerrero que siempre había demostrado ser. Mi señor Guy se ocupó de los preparativos de su propia muerte con gran decisión. A pesar de los terribles dolores, convocó a todos aquellos hombres en quien podía confiar para que cumplieran su voluntad respecto a sus hijos, incluidos los propios hijos.
El joven René de la Suze era todavía un niño y apenas si llegaba a comprender el significado de los acontecimientos que se producían a su alrededor. Hizo poco más aparte de mirar a su padre moribundo con una expresión vacua sin una comprensión verdadera de aquello que se avecinaba.
En cambio, el primogénito de Guy, Gilles de Rais, que entonces tenía once años, parecía asumirlo todo con una comprensión atribuible a alguien mayor. Mientras que René tenía miedo en presencia de su padre herido, su hermano mayor Gilles no permitía que lo apartaran sino que presenciaba incluso los momentos más terribles. Hizo saber que quería estar presente cuando cambiaban los vendajes de su padre y aplicaban nuevos ungüentos. Mientras todos los demás comenzaban a abandonar a Guy de Laval y a inclinarse por Jean de Craon, Gilles permaneció junto al lecho de su padre.
Yo, que le conocía tan bien, quizá fui la única en advertir que la noble devoción del hijo por su padre moribundo estaba manchada con una inquietante fascinación. A pesar de mi cariñosa tolerancia por lo que debía ser una interpretación equivocada de la gravedad de nuestra aflicción debida a la falta de experiencia, también me inquietaba haber observado este comportamiento.
«El chico está absolutamente cautivado por todo este horror, y temo por la pureza de su alma —le comenté a Étienne—. La comadrona se queja de que no la deja en paz a la hora de hacer su trabajo sino que incluso mete sus manos en la herida cuando ella cambia los vendajes».
Sentí un muy fuerte estremecimiento al recordar esta curiosidad en alguien de tan tierna edad, que tendría que haber sido todavía inocente de mórbidas preocupaciones. Todas las damas del castillo hablaban mal de Marie de Craon a su espalda, como si ella hubiese fomentado este extraño interés en su hijo.
Las habladurías continuaron hasta que también ella murió, repentinamente y sin ninguna explicación, cuando aún no había pasado un mes del fallecimiento de su esposo. Entonces ella se convirtió en una santa, y yo, la nodriza, en la arpía que había pervertido a su hijo.
De pronto me di cuenta de que me había detenido en pleno bosque. Me pregunté cuánto tiempo llevaba así. El seco y cristalino sonido de las hojas y el murmullo del viento hicieron que me estremeciera; la sacudida me libró de las garras de mis sombríos recuerdos. Las imágenes imborrables de aquel poderoso jabalí todavía desfilaban por mi mente: la pesada cabeza con su largo hocico rematado con un arma feroz, las afiladas pezuñas que podían arrancar grandes terrones de tierra con un solo golpe y hacer trizas la carne.
El rumor de las hojas, el crujir de las ramitas, los ruidos detrás de mí entre los árboles…
«Le dije que enviara a algunas de las jóvenes. —Eso es lo que diría Su Eminencia cuando finalmente encontraran mi cadáver destrozado y tinto en sangre—. Podría haber permitido que el hermano Damien la acompañara. Pero no quiso escuchar. Guillemette nunca escuchaba a nadie».
Pensar en él mientras se refocilaba en tal santurrona exactitud fue toda la inspiración que necesitaba para redescubrir el uso de mis piernas, que me llevaron sin problemas lejos de ese lugar de peligro hasta un pequeño claro donde los árboles estaban bien espaciados y el sol iluminaba con fuerza. Descansé en la seguridad de la bendita luz hasta que mi corazón se calmó y recuperé el aliento necesario para continuar, cosa que hice con renovada decisión. El sol ya estaba muy alto cuando salí por fin del camino del bosque y me encontré en el campo abierto frente a Machecoul. No muy lejos estaba la plaza del mercado, donde a estas horas reinaría la máxima actividad, y donde encontraría la seguridad de la muchedumbre: granjeros, labriegos, herreros, quincalleros y panaderos, todos anunciando sus productos a voz en cuello; las mujeres que regateaban para conseguir el mejor precio, la ocasional prostituta que supuestamente yo no debía ver. Cruzabas un lodazal para comprar una pastilla de jabón que más tarde utilizarías para limpiar aquel mismo barro del dobladillo de un vestido o de una capa, un inútil viaje circular que todas las esposas, salvo las de la nobleza, hacen en algún momento de sus vidas. Las mismas esposas que podrían estar cotilleando junto a una propicia ventana abierta, el mostrador de un tenderete o, más probablemente, junto al pozo. Tan agradable familiaridad siempre me hacía añorar los días del pasado cuando tenía algo que decir de mí misma: mi marido, mis hijos, las intrigas del castillo.
Me reproché la ilusión. Después de tantos años de reclusión, ya no me quedaba de esa clase de sociabilidad. Me detuve y permanecí totalmente sola en la hierba alta. No había nadie cerca, así que me quité la toca y retiré el broche de mi cabello. Cayó sobre mi espalda como una cascada del color de las nubes de tormenta. Eché la cabeza hacia atrás, cerré los ojos, y sacudí la cabeza hasta que mis cabellos quedaron sueltos.
«Ah, Guillemette —decía mi marido—, tus cabellos… pueden hacer que canten los pájaros».
Abrí los ojos y no vi ningún pájaro que cantara sino a un halcón que volaba lánguidamente muy alto. Se lanzó en picado para apresar a algún infortunado ratoncillo o musaraña, que nada sabía de su inminente encuentro con un afilado pico. Cómo podía Étienne soportar que una criatura asesina como un halcón se posara en su brazo era algo que me superaba, pero cuando mi señor Gilles se aficionó a la cetrería, le correspondió a Étienne acomodarse a los requerimientos de su pasión por aquella práctica.
Resultaba demasiado sencillo entretenerse con tales recuerdos cuando no tenía puesto el sombrero de Dios. Así que, a pesar de lo muy agradable que resultaba tener la cabeza descubierta, volví a ponerme la toca y arreglarme adecuadamente. Desaparecieron los recuerdos de las pasiones de mi señor y continué caminando hacia el pueblo.
El bullicio era evidente por todas partes, porque se aproximaba la Paz, y había que hacer una infinidad de preparativos. Hablé con el primer hombre de aspecto amistoso que se cruzó en mi camino, y le di los buenos días.
—Buenos días, madre —contestó, con mucha amabilidad.
—Busco a una mujer, una tal madame Le Barbier, una costurera de la parroquia de Saint-Honoré. ¿Podríais decirme, por favor, dónde la puedo encontrar?
El rostro del hombre enrojeció casi en el acto, y por su expresión me pareció que iba a santiguarse en cualquier momento.
—Allí —respondió tras un largo silencio. Señaló hacia el este y tuve que protegerme los ojos para ver algo porque el resplandor del sol era muy fuerte—. Pasad el pozo y luego entre las dos primeras casas que encontraréis a la izquierda. Un poco más allá hay una casa redonda. Ella vive allí.
Asentí con un gesto y comenzaba a darle las gracias, cuando él me interrumpió.
—Que Dios la guarde a ella —añadió—, y a vos.
Se alejó deprisa. Me dejó con la boca abierta y la mano levantada; un montón de palabras de gratitud y desconcierto escaparon de mis labios. Pero seguramente no las escuchó, porque susurraba algo nerviosamente, sonaba casi como una canción.
Algo sobre niños pequeños…
Había más cosas que quería preguntar; hice un intento, sin mucho entusiasmo, de llamarle, pero para entonces ya se había alejado en exceso y no sabía su nombre. Gritar «señor» para detenerlo hubiese hecho que se giraran una docena de cabezas, y yo no quería llamar la atención.
Sus indicaciones fueron óptimas. La casa redonda de la modista daba a un patio que compartían otras dos, aunque ambas eran construcciones alargadas que podían albergar animales además de personas. El oficio de madame Le Barbier podía ser tan lucrativo como cualquier otra actividad burguesa, y probablemente se podía permitir no tener animales dentro de su casa. La mujer que recordaba de tantos años atrás hubiese estado orgullosa de su prosperidad.
Sin embargo ese día tenía en su patio el mismo fango que todos sus otros vecinos del pueblo fuera de Machecoul; era una aflicción universal, sobre todo en estos días de la primavera. Me recogí las faldas y de puntillas crucé la charca. Llamé a la puerta de tablas, y luego esperé, sin soltar las faldas.
Seguí esperando.
—¿Quién llama? —respondió finalmente una voz desde el interior.
—¿Madame Le Barbier?
Después de una pausa, escuché repetida la pregunta, aunque esta vez más clara.
Me pareció una pérdida de tiempo andarme con rodeos.
—Soy la hermana Guillemette. Estaba presente cuando anoche acudisteis a visitar a Su Eminencia. Me gustaría hablar con vos sobre esa cuestión.
Se escuchó un claro bullicio en el interior, y luego se abrió la puerta. Madame Le Barbier estaba desaliñada, como si acabara de levantarse de su camastro; ¿había estado acostada en su jergón a una hora en que se suponía que el trabajo, no el dormir, era la norma? No pude menos que pensarlo.
—¿Qué queréis? —preguntó con un tono cargado de sospecha.
—Quiero hablar con vos del tema que os llevó anoche a la abadía.
Estábamos preparándolo todo para vísperas aunque todavía no habíamos encendido las antorchas en la catedral cuando se presentó madame Le Barbier; el obispo no encenderá ni una sola vela en la casa de Dios hasta que no se vea las manos, porque insiste en que Dios lo ve todo incluso en la oscuridad. Cuán diferente de mi señor Gilles que adora ser visto y proyecta sobre sí mismo la luz más brillante durante toda la noche a pesar de su gran coste. Su inmensa fortuna le permite comportarse con tal imprudencia, una cualidad que desapruebo claramente. Incluso ahora que ya es un hombre hecho y derecho, aprovecho cualquier oportunidad para reprocharle sus despilfarros. Él siempre se ríe afectuosamente sin hacer el menor caso de mi preocupación. Siente una curiosa afinidad con las personas humildes como yo misma, aunque no es de extrañar, porque cuando vino a este mundo lo recibieron manos plebeyas, que eran precisamente las mías. La señora Marie no podía contener las convulsiones; habían llamado a la comadrona demasiado tarde. De no haber estado yo allí para cogerlo, hubiese hecho una entrada mucho menos digna de la que correspondía a un infante que crecería para poseer más de Francia y Bretaña que sus respectivos gobernantes.
Fue uno de los nacimientos más violentos que había presenciado; todas lo consideramos como un terrible portento. Cuando finalmente llegó la comadrona, tuvo trabajo más que de sobra con la pobre madre exhausta. Sin embargo, él tenía tan buen aspecto como se podía esperar de cualquier bebé, el miembro unificador de dos poderosas familias cuyas riquezas y posesiones superaban todo lo imaginable.
El mío fue el primer rostro que vio, y mía la primera teta de la que mamó su boquita hambrienta. Recuerdo que en aquel momento pensé al ver sus ojos tan oscuros y profundos, que si la naturaleza hacía lo debido, llegaría a ser un muchacho apuesto como correspondía a su elevada posición. Aquellos fueron días de felicidad y grandes promesas.
«Madame Agathe Le Barbier», había dicho el hermano Damien cuando la anunció.
Inmediatamente había recordado a una mujer robusta, campechana, de considerable ingenio. Pero la mujer que entró era pequeña comparada con lo que recordaba y cualquier cosa menos campechana e ingeniosa. Vestía unas prendas astrosas, algo del todo incomprensible para alguien que había sido una próspera modista. Era puro hueso debajo de los voluminosos pliegues de su vestido.
Cuando yo amamantaba —me pareció que habían pasado muchos años desde que había amamantado a mis dos hijos además de a mi señor Gilles— era incapaz de conservar una onza de carne en mis huesos dado el esfuerzo que representaba. Mis caderas parecían haberse consumido sin más, y mis propias faldas arrastrarían de no haberlas ajustado todo lo que pude. Étienne había conseguido engordarme un poco con cerveza. Dios le bendiga; le gustaba que estuviese rellenita. En cambio, madame Le Barbier ya no tenía edad para amamantar niños.
Me sentí obligada a hablar. «Su Eminencia, si me permitís una palabra antes de comenzar…»
Él había enarcado su magnífica ceja, sin duda la manifestación de su poder, en un gesto de franca desaprobación. Estos gestos eran un triste desperdicio en un clérigo; él tendría que haber sido un cortesano.
—Conozco a esta mujer —le había susurrado sin que ella nos escuchara—. Una costurera muy hábil en su oficio, lo suficiente como para confeccionar las prendas de mi señor, que se enorgullece mucho de su apariencia.
—Demasiado orgullo —afirmó él con un tono agrio.
—Ha envejecido mucho más de lo que sería propio de su edad —añadí—. Era una mujer apuesta y lozana. No puedo menos que preguntarme si…
Entonces pudo más la impaciencia del obispo.
—Guillemette, si no tienes nada más sustancial que decirme además de chismes, escucharé lo que ella tenga que decirme.
Aporté sin que nadie me lo pidiera más información sobre el propósito declarado de su visita.
—Su hijo debe de tener ahora unos quince o dieciséis años. —Por un instante lamenté que el tiempo nos separara de nuestros más queridos recuerdos—. Era un bebé precioso y, oh, ¡tan saludable! Si disfrutó de una buena infancia, tiene que ser un muchacho apuesto, quizá más de lo habitual.
La modista iba con mucha frecuencia a las habitaciones del barón De Rais con piezas de telas, muestras de botones y otros complementos, porque como Su Eminencia se había apresurado a señalar, y no sin aprobación, a mi señor le encantaba vestir con elegancia. Una de aquellas ocasiones permanece en mi memoria y todavía me acosa. Mi señor llegaba tarde a la cita que tenía con el patrón de madame, una ocurrencia bastante habitual, dado el alboroto que se producía cuando hacía su entrada en el momento más inesperado. Madame había dejado a su bebé con una niña para que lo cuidara, pero en aquel momento el niño estaba enfermo y no dejaba de llorar. La niña se había visto obligada a dárselo. La madre acababa de calmarlo cuando el barón De Rais entró en la habitación con paso enérgico. Ella se volvió para ocultar al niño de su vista para no ofenderle, pero mi señor Gilles vio al pequeño. Se acercó sin más a madame y se lo quitó de los brazos. El bebé comenzó a llorar de nuevo, esta vez como si le estuviesen torturando.
El barón De Rais lanzó al niño al aire varias veces con una fascinación que me inquietó, aunque no puedo decir exactamente el motivo.
—Vaya, ángel mío —dijo—. ¿De qué tienes miedo? No soy un demonio.
Luego se echó a reír y acarició los cabellos rubios del pequeño.
Qué poco adecuada resultaba aquella atención si se pensaba un poco: un gran señor en la plenitud de su virilidad, que se entretenía en jugar con el bebé de una modista, cuando otros muchos asuntos le esperaban. Pero en aquel momento no le dediqué más atención, porque la niña se llevó al hijo de madame, y, después de todo, ¿no había hecho yo lo mismo con aquel señor cuando solo era un bebé? Me atrevería a decir que mucho más que su madre. Luego nos vimos envueltas en el bullicio de la tarea: medir, probar, seleccionar los detalles; todo era tan absorbente que me olvidé de mis preocupaciones. También había que ocuparse del vestuario de la señora Catherine; no hubiera estado bien que nuestro señor vistiera con tanta elegancia mientras que su esposa parecía una pordiosera, aunque ni yo ni nadie podíamos decir que él se fijara en la señora.
Como solía ser habitual, madame y yo charlábamos amablemente mientras trabajábamos; me refiero a después de que ella se recuperó de la agitación por el incidente. No le impresionaban mucho aquellos que estaban por encima de ella quizá porque había visto a tantos nobles desnudos, y eso le permitía estar en su presencia con una cierta naturalidad. Ahora, transcurridos tantos años, aparentemente había perdido aquella naturalidad. Tartamudeó un poco cuando le dijeron que hablara.
—Mi hijo es un muchacho que cumplió los dieciséis años el mes pasado.
Había acertado al calcular su edad.
El obispo se había mostrado perplejo, y con razón; ese no era un tema de su incumbencia, sino del magistrado.
—¿Cuál es el problema con el muchacho? —le preguntó.
—No puedo responder, porque simplemente ha desaparecido. Hace trece días lo envié a que llevara unos calzones y no ha vuelto.
Abrí la boca dispuesta a intervenir, pero la severa mirada de Jean de Malestroit me lo impidió. Sabía lo que estaba pensando, que el muchacho se había escapado como algunas veces hacen los muchachos, o que el dinero que debía cobrar lo había derrochado o perdido. Permanecí quieta y en silencio, en contra de mis inclinaciones. Luego él hizo exactamente lo que debía hacer: le aconsejó que fuera a ver al magistrado.
Ella ya estaba en la puerta cuando se volvió para decir:
—Han desaparecido otros niños y él no ha atendido las denuncias de los padres.
«Allí comen niños pequeños», había escrito Jean.
Durante unos momentos, el obispo y yo habíamos permanecido callados.
Por fin, reuní el coraje para hablar. Sin embargo, antes de que pudiera pronunciar mis palabras, él se me adelantó.
—No paso por alto, Guillemette, que debes sentir una gran simpatía por esta mujer. Pero ella debe seguir mi consejo. Tú lo sabes mejor que nadie. Ahora, continuemos, porque Dios está impaciente.
No se puede hacer esperar a una deidad.
Transcurrió otro momento de inquietante silencio, esta vez en la puerta de madame Le Barbier. Después preguntó:
—¿Tenéis alguna autoridad que no pusisteis de manifiesto anoche?
—Me apena responder que ninguna. Vengo por caridad y con el deseo de ayudar si puedo.
—Que Dios perdone mi impertinencia, madre, pero ya tuvisteis la ocasión para ayudarme y no lo hicisteis. —Sus palabras eran duras y su expresión furiosa, y muy poco podía decirle en mi defensa. También me enojó haberme quedado muda durante su súplica.
—Soy una humilde subordinada de Su Eminencia, como cualquier otro. Pero sí que hablé en vuestro favor después de marcharos.
Era un pobre consuelo, pero su expresión se suavizó al escucharlo.
—¿Habéis tenido éxito?
—Bueno… no mucho.
—Entonces, ¿para qué habéis venido? ¿Solo para aumentar mi sufrimiento?
—No, madame, juro que no era ese mi propósito. Eso sería una crueldad.
No nos habíamos movido de nuestras posiciones relativas, ella en el umbral, yo con los pies en el barro.
—Por favor —le supliqué—, ¿puedo entrar y hablar con vos?
Pareció dominarla una profunda amargura; me miró con dureza.
—¿De qué serviría? Vos, una abadesa, acabáis de decir que podéis hacer muy poco por mí, y podéis comprender lo bastante cómo se me rompe el corazón para ofrecerme un verdadero consuelo. —Hizo el gesto de cerrar la puerta.
Tendí la mano para detenerla y, para mi propia sorpresa, lo conseguí. El dobladillo de mis faldas se hundió en el fango.
—Estáis en un error, madame —repliqué—. Estoy aquí porque lo comprendo y porque hay cosas que me gustaría saber.