8

Imagen

Había pasado la mayor parte de la noche en vela hasta tomar aquella decisión, pero por la mañana, Darion había concluido que no haría nada en absoluto. Habría quien encontraría irónica aquella situación: horas de deliberación y, al final de todas ellas, despreocupación. Pero quienes así pensasen no estarían familiarizados con Darion, nacido del linaje de Ayrion de las Mil Familias. El joven alienólogo era de naturaleza reservada y reflexiva, no era un hombre de acción; su crianza había tenido como objetivo enseñarle a valorar y preservar las cosas tal y como estaban, a no cuestionarlas y a no plantearse cambiarlas. A Darion le había costado un esfuerzo monumental ayudar a los terrícolas. Alterar su conducta habitual otra vez estaba, probablemente, más allá de sus posibilidades.

Además, quedarse quieto donde estaba y seguir con su vida tenía sentido desde el punto de vista táctico. Shurion podría interpretar cualquier cambio súbito en su ya establecida rutina como un acto incriminatorio… Darion estaba seguro de que el comandante sospechaba de él y creía que era el traidor, así lo deseaba. Permanecer a bordo de la Furion también le permitía seguir de cerca las operaciones esclavistas, para comprobar meticulosamente si entre los terrícolas cosechados por los recolectores se encontraba Travis Naughton.

Resultaba útil que los terrícolas tuviesen pelo, al contrario que su propia raza, para la que un aspecto hirsuto denotaba salvajismo y era una muestra clara de inferioridad. También era de gran ayuda que el pelo de los terrícolas fuese de una gama tan amplia de colores, de lo contrario Darion apenas hubiese podido distinguir a los alienígenas entre ellos. Aún no había visto a Travis, de pelo castaño, aunque eso no significaba necesariamente que el chico no hubiese sido capturado, con o sin sus compañeros de fuga. La cifra de prisioneros continuaba subiendo, hasta aproximarse al centenar. El procesamiento continuaba sin pausa y la información que proporcionaba iba a parar a los voraces bancos de datos de la Furion. Los criotubos no paraban de ocuparse y las celdas estaban llenas. En las proximidades estaba construyéndose un complejo para contener a los terrícolas hasta que fuese su turno de ser procesados. Por lo que Darion sabía, Travis podía encontrarse languideciendo en su interior.

Pero lo dudaba. Creía en lo que afirmaban los datos del procesamiento. Si la tecnología de los cosechadores había determinado que Travis Naughton era un líder, aceptaba sin rechistar la veracidad de aquella estimación. No es que dependiese por completo de los ordenadores: su evaluación personal del terrícola respaldaba aquel análisis. Aun en cautividad, Travis había demostrado ciertas cualidades que Darion reconoció como propias de un líder: rebeldía, confianza en sí mismo, fuerza de voluntad. Cualidades que envidiaba, cualidades que temía no poseer. Así que tenía fe en que Travis no se dejaría capturar de nuevo, hasta confiaba en que sería más listo que el agente de Shurion, aunque el espía se las apañase para entrar en contacto con él. Darion no tenía nada que temer a ese respecto. Una vez descartada la amenaza del traidor, no tenía nada que temer en absoluto. Shurion… Estaba en la puerta, activando el sistema de comunicación y solicitando permiso para entrar.

La confianza del alienólogo se evaporó como el agua en un desierto. Shurion nunca había entrado antes en sus aposentos. Dudaba que se tratase de una visita de cortesía. Si aparecía escoltado por guardias, significaba que todo había terminado.

Sin embargo, no podía dejar al comandante esperando en el pasillo. Ordenó a la puerta que se abriese.

—Comandante Shurion. Qué sorpresa. —Darion dejó escapar una risa nerviosa, aliviado. Shurion estaba solo.

—Pero no muy agradable, ¿no es así, lord Darion? —El cosechador, ataviado de negro, se adentró en la habitación. Su gesto era casi tan oscuro como su armadura.

Era evidente que Darion aún tenía que ser cauteloso. Sintió sus músculos tensarse, sus dedos temblar.

—No sé a qué se refiere.

—¿Quizá esperaba otra visita? Por ejemplo, la del visitante de la que se me ha informado esta mañana que vendría de un momento a otro a la Furion, procedente de la Ayrion III.

—¿Ah, sí? —Ya tardaba en llegar—. Bien, en ese caso, comandante Shurion, agradecería que me explicase qué hace aquí, ya que tengo preparativos que hacer.

—Seré breve, lord Darion —dijo Shurion, lacónico—, y seré franco. No apruebo la presencia a bordo de cualquier nave, mucho menos a bordo de una a mi mando, de un visitante como el que estamos a punto de recibir. No creo que sea apropiado y si tuviese alguna autoridad a ese respecto, la impediría.

—Pero mi padre le supera en rango.

—Es mi deber y un honor seguir las órdenes del comandante de la flota Gyrion —dijo Shurion, como si le hubiesen arrancado aquellas palabras bajo tortura—. No obstante, puede que tanto usted, lord Darion, como su compañero quieran pasar su tiempo juntos en otro lugar que no sea esta nave.

Vaya que sí, pensó Darion. Aquella podía ser una inesperada ventaja.

—¿Tiene alguna ubicación en mente, comandante Shurion? —preguntó.

—Hay un emplazamiento terrícola de considerable tamaño, para los primitivos estándares de este planeta, claro, cerca del campamento de esclavos. Pertenecía a una familia de aristócratas terrícolas, por lo que tengo entendido. Ya hemos retirado los cadáveres. Pueden dirigirse ahí. —Shurion pronunció la última frase con todo el desdén que se atrevió a transmitir—. Ningún cosechador decente se plantearía siquiera residir entre los miserables y escuálidos muros de una cultura atrasada, por supuesto, pero por algún motivo dudo que a dos alienólogos como ustedes les preocupe lo más mínimo ese detalle. De hecho, imagino que se sentirán como en casa —dijo mientras miraba con condescendencia las obras de arte alienígenas, las miniaturas de formas de vida ajenas a los cosechadores, las vasijas cambiantes—, dada la malsana decoración con la que encuentra aceptable adornar este sitio.

—Estos artefactos son una parte vital de mis estudios —se defendió Darion—, como ya sabe, comandante Shurion.

El comandante dirigió su mirada hacia el yelmo de los recuerdos de Lacrima. Cruzó la habitación hasta llegar a él.

—Estas abominaciones —masculló—, son los restos sucios y viciados de sociedades conquistadas e impuras. Me ofende el mero hecho de mirarlos. Tocarlos —dijo mientras levantaba el brillante cristal verde con expresión de asco— me pone enfermo.

Alarmado, Darion mostró sus manos a modo de advertencia.

—Por favor, comandante Shurion, ese objeto es extraordinario.

—¿Extraordinario? Estas atrocidades deberían estar extintas. ¿Cómo puede rodearse de semejante corrupción, lord Darion? Creo que hasta constituiría una ofensa criminal, un acto contra los cosechadores.

—Tonterías, comandante Shurion. Le he dicho que, por mi trabajo como alienólogo, necesito…

—No necesita acumular esta vil chatarra en sus aposentos, lord Darion, eso lo sé. —Shurion entrecerró sus ojos escarlata y lo miró como un depredador—. Guarda estos objetos porque así lo quiere. Podría decirse que tal acto está motivado por una retorcida admiración hacia estos miserables y grotescos ornamentos…

—Tonterías. Y ahora, por favor, comandante Shurion, el yelmo de los recuerdos…

Shurion sonrió sin una pizca de humor.

—Por supuesto que son tonterías, lord Darion, porque si no lo fuesen, también me vería tentado a pensar que su dueño podría ser lo bastante tonto e iluso como para llegar a simpatizar con razas impuras e inferiores como la de los terrícolas. Y si llegase a creer eso…

—Tenga cuidado con lo que dice, comandante Shurion —protestó Darion a la desesperada, con el corazón bombeando a toda velocidad a causa del miedo—. Recuerde quién soy. Pertenezco a las Mil Familias, al linaje de Ayrion el Temerario. No olvide su lugar.

—Oh, nunca olvido mi lugar, lord Darion —dijo Shurion, críptico—. Y disculpe mis especulaciones. No tenía intención de acusarlo a usted personalmente, por supuesto. Sé perfectamente que las Mil Familias están más allá de toda crítica.

—Sí, bueno, acepto sus disculpas. Pero, por favor, comandante, si pudiese soltar el yelmo de los recuerdos…

—¿Esto? ¿Que lo suelte? Por supuesto, lord Darion —dijo Shurion, complaciente, antes de liberar el yelmo de sus manos.

—¡No! —gritó Darion.

Pero las leyes de la gravedad no obedecieron siquiera a la orden de un descendiente del gran Ayrion. El yelmo de los recuerdos de Lacrima cayó sobre el suelo de metal con un estrépito, convirtiéndose en mil añicos, mil esquirlas de cristal, como lágrimas de jade.

—¡No! —protestó Darion.

—Oh, qué patoso soy. —Shurion negó con la cabeza, fingiendo arrepentimiento—. Pero al menos ya tiene algo con lo que entretenerse hasta que llegue su visita, lord Darion: volverlo a juntar. Disculpe.

El comandante se marchó, pero Darion apenas se dio cuenta. Adoraba el yelmo de los recuerdos. Se lo había puesto en muchas ocasiones, esperando que las almas de los lacrimeses muertos hablasen con él a través de su brillante cristal. Hasta entonces, nunca lo habían hecho. Ya nunca lo harían.

Cayó al suelo de rodillas. Sintió que temblaba de forma incontrolable, poseído por una furia desmedida hacia la insolencia e ignorancia de Shurion, aterrado ante la hostilidad y sed de venganza del comandante. No podía haber el menor atisbo de duda. Shurion jamás se hubiese atrevido a hablarle del modo en el que lo había hecho a menos que tuviese serias sospechas de que Darion era el traidor. Solo su rango protegía al joven cosechador de un interrogatorio formal. Pero su antagonista no tenía pruebas. Mientras todo siguiese así, Darion estaba a salvo. Aunque tampoco es que se sintiese seguro en aquel momento, postrado en el suelo de sus aposentos con los fragmentos del yelmo de los recuerdos esparcidos a su alrededor.

El intercomunicador volvió a sonar. Había alguien fuera. ¿Sería Shurion, que habría regresado con pruebas, guardias y una orden de arresto? ¿Habría estado jugando con él antes?

Darion se puso en pie tambaleándose. Tenía la garganta seca.

—Puerta, abrir. —Y cuando la puerta obedeció, gritó. Pero no de miedo. De alegría. Porque la silueta que estaba en el umbral no era la del comandante Shurion sino la de otra persona, aquella a la que esperaba ver.

Dyona.

* * *

En el Enclave, la respuesta de Jessica al encontrar a Mel en la puerta fue menos entusiasta.

—Oh. Eres tú. No esperaba… Después de lo de ayer… ¿Qué quieres?

—Hablar. Explicarme, a poder ser. —Había buenas noticias y malas noticias. Buenas noticias: Antony no estaba en la habitación de Jessica con ella; estaba sola. Malas noticias: la expresión en el rostro de Jessica, sombría, cerrada, a la defensiva. Mel apenas podía soportar aquel gesto—. ¿Por favor?

—No tenemos tiempo. Mowatt y Taber quieren que vayamos a la sala de reuniones.

—En media hora. Creo que es tiempo suficiente.

—Puede que sí, pero la verdad es que últimamente crees unas cosas rarísimas sobre según qué cosas, ¿no te parece, Mel? Como sobre la amistad, por ejemplo.

—Por favor, Jessie. Precisamente porque somos amigas.

—O lo éramos —la corrigió Jessie. Suspiró—. Vale, puedes pasar, pero será mejor que merezca la pena, Mel.

Al menos sería la verdad. Se acabó tramar y engañar. Mel le había dado muchas vueltas, pero sentía que en aquel momento solo le quedaba ser honesta. Completamente honesta. Sin importar las consecuencias.

—Gracias, Jessie —dijo mientras entraba en el cuarto de su amiga. ¿Cómo iba a empeorar las cosas todavía más de lo que ya estaban? Quizá si Jessica supiese cuáles eran sus verdaderos sentimientos…

—¿Y bien?

—Perdón. Por lo de ayer. Por lo de Antony y yo. No tiene… no tiene nada que ver con él. Lo que dijo era todo cierto. Lo engañé para que me acompañase a mi cuarto. Le dije que viniese. Y lo preparé todo para que cuando llegases, nos pillases juntos.

Aquella confesión confundió a Jessica, más que sorprenderla. Pensaba que conocía a Mel mejor que a nadie, con la posible excepción de Travis, pero a la chica a la que había visto el día anterior con Antony, la chica que se encontraba ante ella rogándole, tenía el cuerpo de Mel, pero lo que estaba diciendo, cómo se estaba comportando… eso Jessica no lo podía entender.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué lo hiciste? ¿Es que te gusta Antony, después de todo?

Mel rio sin ganas.

—Daría igual si me gustase. No estaba interesado en mí. Y la única chica en la que está interesado, Jess, se encuentra en esta habitación. Pero no, no me gusta. Lo que ocurrió no tiene que ver con Antony y conmigo. Es entre tú y yo.

—¿Entre nosotras? —Jessica empezó a sentirse alarmada. Un poco.

—Sí, quería que Antony y tú os separaseis antes de empezar como pareja.

—¿Porque pensabas que me haría daño? Eso es lo que dijiste…

Y ojalá fuese así de sencillo, un deseo de sobreprotección mal entendido por parte de Mel y nada más; si solo fuese eso quizá podrían superarlo, pasar página, olvidar aquella escena de mal gusto que tuvo lugar el día anterior. Jessica así lo deseó, pero…

—Eso es lo que dije, sí, y lo decía en serio —reconoció Mel—. Pero esa no es la razón principal por la que no soportase veros a Antony y a ti juntos, Jessie, o pensar en vosotros como novio y novia. Con él, o con cualquiera. Con cualquier chico.

—No… no te sigo.

—¿No? Seguro que sí. —Estaba a punto de tener lugar el momento crítico. Mel sabía que en el próximo minuto, su vida cambiaría para siempre—. Estoy celosa, Jessie. Celosa de pensar en ti con cualquier otra persona.

—¿Por qué? —No es que quisiese saberlo, pero tenía que saberlo.

—¿No es obvio? ¿No lo has sabido siempre, en el fondo…? Porque quiero estar contigo, Jessie. Porque no puedo quitarte de mi cabeza. Siempre estoy pensando en ti. Porque mientras duermo, sueño contigo. Porque te adoro. Porque te quiero. Porque… no quiero conformarme con ser tu amiga, Jess, ni siquiera tu mejor amiga. Quiero ser algo más que eso. Quiero… —Y dio un tentativo paso al frente.

Jessica dio dos hacia atrás.

—¿Jessie?

—No, Mel.

—Mel.

Y Jessica recordó cuando vivía en su casa, en los días en los que la gente aún tenía casa, y padres, y tardes en familia enfrente de la tele. Y en el programa que estaban viendo había dos chicas besándose, y papá negó con la cabeza, desaprobando la escena y diciendo que aquello no debería estar permitido, que estaba mal, que no era natural. Lo llamó lesbianismo, lo llamó homosexualidad, y dijo que hoy en día no podías poner la televisión sin que los productores televisivos liberales (que no creían en los valores familiares y que seguramente fuesen homosexuales) te lo pusiesen en las narices para presentar aquella inmoralidad sexual como normal, como algo de lo que enorgullecerse. Pues bien, pues no lo era, dijo papá. Las parejas del mismo sexo, las relaciones del mismo sexo, eran algo de lo que avergonzarse; y la gente implicada en ellas también debería hacerlo. Mamá añadió que era una política intencionada del Gobierno para corromper las mentes de los jóvenes, para erosionar los estándares morales y para atacar el concepto de decencia, ¿y no sería mejor cambiar de canal para que Jessica no tuviese que ver eso?

—No digas que no, Jessie. —En el presente, Mel seguía rogando—. Te quiero.

—Deberías… —Dieciséis años de educación hicieron valer su autoridad—. Debería darte vergüenza, Mel.

—¿Qué? —Mel pareció doblarse, a punto de venirse abajo como si le hubiesen clavado un cuchillo en el corazón y lo hubiesen retorcido.

Jessica, sin embargo, se mantuvo firme.

—¿Por qué dices esas cosas? ¿Por qué tienes que decirlas?

—Porque son la verdad, Jessie.

—Eso es irrelevante. Me da igual. No lo sabía y estaba mejor así. Porque ahora que me has obligado a oír esas cosas no puedo olvidarlas y nos han cambiado, Mel. Nos cambian a las dos. Ahora tengo que tomar decisiones al respecto. Ya no podemos ser lo que siempre fuimos. Ojalá no hubieses abierto la boca.

—Por favor, no… no me mires así.

—¿Y cómo quieres que te mire? —objetó Jessica—. ¿Cómo voy a mirarte después de lo que me has dicho?

—No estoy avergonzada, Jessie. —Aunque, bueno, durante algunas noches oscuras que pasó despierta y sola…—. ¿Por qué iba a estarlo? Lo que siento por ti es maravilloso, es emocionante, es…

—Aberrante —concluyó Jessica por ella—. Es aberrante, Mel. —Aunque la verdad es que, vistas las cosas en su conjunto si es que tal cosa era posible, ¿sería un crimen si…?—. Me cuidaste, ¿verdad que sí? Mientras estaba en esa especie de trance.

—Por supuesto que lo hice. Jess, escúchame…

—Travis dijo que no me dejaste sola ni un momento, que no permitías que nadie más… ¿Por qué, Mel? ¿Me querías exclusivamente para ti? ¿Como una muñeca? ¿Como si fuese un juego?

—Jess, no fue así…

—Nunca había pensado en ello, pero después de esta pequeña revelación, tengo motivos para ver la situación de un modo muy distinto, ¿no te parece, Mel? Le da una nueva perspectiva. ¿Me dabas de comer, verdad? Atendías todas mis necesidades. ¿Me metías en la cama por las noches? A tu lado.

—Jessie, por favor…

—¿Me quitaste la ropa?

—Jess…

—No, no quiero saberlo. No quiero pensar en ello. Es… sucio.

—No es sucio.

—Pues yo creo que sí. —Y por un momento, en el rostro de Jess se dibujó una gran tristeza—. ¿Por qué has tenido que arruinar nuestra amistad, Mel? La has arruinado justo cuando más nos necesitábamos la una a la otra. Serás… imbécil.

—No. Jess. Escucha. —Le entró pánico. La situación empezaba a escapársele de las manos—. Siento que me hayas… Lo siento. No… escucha, olvida lo que he dicho. No he dicho nada. No quería… era una broma. Me alegra que te guste Antony. A mí también me gustan los chicos. No volveré a hablar de ello. Por favor… no me odies, Jessie. No me odies.

Pero, sin tener en cuenta los sentimientos de Mel, Jessie se dio media vuelta, protegiéndose de ella. Su voz era fría como la piedra.

—Ahora mismo no puedo mirarte. Me voy a la reunión. —Se dirigió hacia la puerta.

—Por favor, Jessie, no te vayas así. No me dejes…

Sola. En el silencio de la habitación de Jessica. Mel cerró los ojos, pero aun así las lágrimas encontraron el modo de salir. Sintió que le dolía el corazón. Cada respiración le suponía un esfuerzo que, en aquel momento, no estaba segura de que mereciese la pena. Había terminado. Del todo. Había hecho que Jessica se largase a la sala de reuniones cuando lo que quería era que cayese en sus brazos, algo que ya no ocurriría. Jamás. Si no podía estar con Jessie, no estaría con nadie.

Quizá no reinase el silencio en la habitación, después de todo. Porque Mel estaba segura de poder oír, desde algún lugar, la risa de su padre muerto.

Cuando Mel no apareció en la sala de reuniones a tiempo y el mensaje del capitán Taber a través del sistema de comunicaciones no obtuvo respuesta, Jessica dijo que quizá se había ido a dormir. Según ella, Mel no tenía muy buen aspecto la última vez que la vio. Estaría estresada. O sería «ese día del mes».

Taber carraspeó. Independientemente del paradero de la señorita Patrick y del motivo de su ausencia, deberían continuar sin ella. Él y la doctora Mowatt tenían algo que mostrar a los jóvenes, algo en lo que el señor Naughton, dada su impaciencia por devolverles el golpe a los cosechadores, estaría particularmente interesado.

Los Josués.

—Quizá debería ir a comprobar que Mel se encuentra bien —le propuso Travis a Jessica mientras se dirigían a la planta superior.

—Seguro que no le pasa nada —dijo la chica, enfadada porque la confesión de Mel (que era, sin duda, el motivo de su ausencia) la hubiese empujado a mentir a sus amigos. Mel tenía mucho de lo que responder—. Vamos a ver qué son esos Josués.

—¡Tanques! —Richie se mostró pletórico al verlos—. ¡Son puñeteros tanques, de los de verdad!

Los seis adolescentes se detuvieron, junto a Mowatt y Taber, cerca de dos hileras de vehículos idénticos.

—El vehículo de asalto Josué —declaró el capitán Taber con orgullo—, es mucho más que cualquier otro tanque con el que esté familiarizado, señor Coker.

—¡Joder, cómo mola! —exclamó Richie, entusiasmado—. Vamos a darles una buena a esos puñeteros alienígenas.

—¿Por qué se llaman «vehículo de asalto Josué», capitán Taber? —preguntó Antony con educación.

—¿Han leído la Biblia, no es así? —contestó el militar—. Con la ayuda de Dios, Josué derribó las murallas de Jericó. Gracias a la tecnología armamentística británica, nuestros Josués pueden derribar los muros de cualquier lugar, destrozar cualquier defensa, destruir cualquier barrera y derrotar a cualquier oposición, incluyendo a esas malditas naves de los cosechadores.

¿De verdad?, pensó Simon. Más información interesante para el comandante Shurion.

—¿Incluyendo los escudos que protegen las naves de los cosechadores? —preguntó Travis deliberadamente.

Taber ignoró la pregunta, también intencionadamente. Y Travis solo contó doce Josués, que deberían enfrentarse a cientos de naves esclavistas. ¿Cómo iban a suponer la menor diferencia aquellos tanques con ínfulas? Taber se estaba engañando a sí mismo si imaginaba que derrotaría a los cosechadores con unas cuantas escopetas de feria de mayor calibre. Pero entonces Travis recordó otro pasaje de la Biblia. El de David y Goliat. Quizá debería tener un poco de fe. Quizá los Josués serían sus hondas.

—Se habrán fijado —dijo Taber, enfrascado en su papel de comercial—, que los VAJ se desplazan sobre orugas, como otros modelos de tanques, aunque también habrán observado que las ruedas están ocultas bajo los faldones de acero reforzado del vehículo, por lo que son menos vulnerables. Las placas de la oruga tienen puntas de diamante retráctiles para que el Josué se aferre al terreno, independientemente de lo difícil o peligroso que este sea. El cuerpo —continuó, mientras le daba unas palmadas tan afectuosas que parecía estar mimando a un cachorro— está hecho de una aleación de acero al molibdeno, prácticamente imposible de penetrar con armamento convencional.

Travis se preguntó si resistiría igual de bien los letales rayos amarillos de las vainas de batalla, o los misiles o láseres que habían arrasado Harrington, o cualquier otra desagradable y potencialmente definitiva sorpresa que los alienígenas tuviesen guardada en su arsenal. La inmaculada y brillante armadura gris de los Josués tenía un aspecto formidable, el diseño de aquellos vehículos de asalto era más aerodinámico, menos anguloso que las máquinas que había visto arrasar Francia en las viejas películas bélicas, y cada torreta en forma de cúpula estaba equipada con armas duales de gran calibre y considerable diámetro, una montada encima de la otra. Pero, aun así, ¿cómo respondería el orgullo de Taber en el campo de batalla? Travis supuso que, al final, solo había un modo de comprobarlo.

—Los Josués pueden funcionar con un único piloto —dijo Taber—, aunque hay espacio para tres en la cabina de control de su interior, a la que se puede acceder desde unas escotillas frontales y traseras. Una batería de cámaras y sensores proporcionan un flujo constante de información a los operarios, convirtiéndose en sus ojos y sus oídos y evitando así la necesidad de que sean ellos los que tengan que otear el exterior, lo que los haría vulnerables al enemigo. Estas cañoneras que veis en las secciones frontal y trasera, así como en los laterales, una vez activados los sistemas de asalto del Josué, pueden funcionar como lanzacohetes, lanzallamas o ametralladoras, en función de lo que elija el operario. La torreta puede girar trescientos sesenta grados, y las dos armas —añadió, señalando los dos cañones que apuntaban hacia delante en perfecta armonía— pueden moverse y estacionarse de forma independiente. Incluso pueden apuntar hacia arriba para hacer frente a ataques aéreos, una capacidad muy útil dada la posibilidad de entablar combate con esas vainas de batalla, ¿eh?

—Muy impresionante, capitán Taber —aceptó Travis—. Me pregunto por qué no ha desplegado los Josués hasta ahora.

Taber reaccionó con cierta incomodidad a aquella crítica velada.

—Por dos motivos perfectamente válidos desde un punto de vista militar, señor Naughton.

—Mis científicos y yo ya nos hemos ocupado con éxito del primero de ellos —interrumpió la doctora Mowatt—. A la tripulación del Josué le resultaría engorroso llevar trajes protectores durante la operación y hasta comprometería su eficacia, poniendo en peligro sus vidas. Sin embargo, mientras el virus de la enfermedad aún flote en el aire, todo adulto que se aventure a la superficie no tiene otra opción que ponérselo. En vista de ello, lo que hemos hecho ha sido diseñar e instalar en la cabina de los VAJ una versión en miniatura del sistema medioambiental que protege el Enclave de un ataque biológico. Las cabinas de control son ahora completamente independientes, capaces de reciclar oxígeno e invulnerables a ataques biológicos. En otras palabras, nuestra tripulación será capaz de operar en la superficie con total seguridad, motivo por el cual hemos esperado hasta este momento para enseñaros los Josués, ahora que podemos desplegarlos, al menos en teoría.

—¿En teoría? —Travis reaccionó en cuanto oyó la palabra.

—Nuestro segundo problema —dijo Taber—, son los escudos de los alienígenas. No puedo enviar a los Josués mientras esos escudos sigan en pie.

Travis negó con la cabeza, frustrado.

—Pero ¿y los chicos que podríamos rescatar? Si los Josués son tan fantásticos… ¿por qué no hace nada por ellos?

Simon miró a Travis con intensidad mientras escuchaba sus palabras. Porque, caramba, menuda labia gastaba Travis Naughton. Era de lo más convincente. ¡Pero qué indignado sonaba! No era de extrañar que él, Simon, se hubiese dejado llevar por su cantinela de ayudar a los demás, engañado por aquello de hacer lo correcto. Travis debería haber sido actor. Porque todo aquello no era más que una actuación. Simon estaba convencido de ello. Tenía que serlo, ¿verdad? Porque, ¿acaso no era el mismo muchacho de ojos azules que discutía entonces con Taber acerca de rescatar a unos chicos (chicos a los que, por cierto, no conocía, a los que nunca había visto y a los que nunca había hecho una promesa), el mismo Travis que había abandonado a Simon, su supuesto amigo, dejándolo a su suerte a bordo de la nave de los cosechadores, solo una vez más?

Vaya si lo era.

Había confiado en Travis. Había confiado en él más que en nadie. Eso era lo que le dolía. Y Travis le había fallado como todos los demás, como la vida, y Travis debía sufrir por ello, debía ser castigado por sus actos y darse cuenta de ellos. La guapa de Jessica también, y Mel, estuviese donde estuviese, y Tilo, y Clive y Coker, sobre todo Coker, todos ellos verían y comprenderían que Simon Satchwell no era solo el blandengue de las gafas, un debilucho, una víctima. Podía cambiar las cosas. Y no iba a permitir que nadie le tosiese, nunca más. Tenía nuevos y poderosos amigos. Tenían que verlo. Tenía que mostrárselo.

Sin embargo… ¿y si estaba equivocado con respecto a Travis?

Cabía la posibilidad de que la versión de su supuesto protector sobre los acontecimientos que tuvieron lugar a bordo de la nave de los cosechadores durante la fuga fuese, bueno, cierta. No era del todo imposible que Travis hubiese querido buscarlo pero que también hubiese otros que dependían de él. Podía haberse dado el caso de que sintiese genuina culpa y arrepentimiento por haber dejado atrás a Simon, al verse obligado a velar por los demás. El alivio y la alegría de Travis al ver a Simon de nuevo podían, era una posibilidad, ser auténticos.

Simon estaba confundido, hecho un lío. En la nave de los cosechadores se sentía totalmente convencido. La versión del comandante Shurion acerca de lo que había ocurrido le persuadió de la cabeza a los pies; todo debía ser tal y como lo describió el cosechador; y que Simon se las devolviese todas juntas a Travis y al resto era lo mínimo que estos merecían. No se puede traicionar a un traidor. Y lo que habían hecho era imperdonable. Sin embargo, lejos de la influencia de Shurion, rodeado por todos los demás, con Travis presente, diciendo lo que diría Travis, haciendo lo que haría Travis, siendo él mismo, Simon dudó. Aunque el hecho de que lo hubiesen abandonado lo dejó a las puertas de la muerte, parte de él quería volver a creer en Travis y estar integrado con sus iguales. Parte de él quería perdonar.

* * *

Se estaba librando una batalla en su interior. Por un lado, la amargura por el trato que había sufrido recientemente y durante años; por otra parte, la lealtad que había sentido hacia Travis desde antes de la llegada de la enfermedad. ¿Quién era el auténtico merecedor de su confianza, Travis o el comandante Shurion? ¿Cuál era su lugar? Tenía que estar seguro, convencido, antes de tomar una decisión que no podría deshacer. Así que miró a Travis con intensidad mientras escuchaba sus palabras.

—Entonces supongo que solo nos queda una opción, ¿no es así? —decía el muchacho de pelo castaño—. Es tan obvio que me sorprende que no lo hayamos hecho hasta ahora. —Todo el mundo, incluidos Mowatt y Taber, lo miraban con asombro—. Queremos dejar los escudos de los cosechadores fuera de combate para dar a los Josués la oportunidad de darles a las naves, ¿no es así? Pues muy sencillo, solo tengo que dejar que me vuelvan a capturar…