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Los misiles aparecieron de la nada.

En un instante, la nave de los cosechadores se perfilaba ante el cielo despejado bañada por el sol a las afueras de un pueblecito vacío, como si fuese parte del paisaje de la campiña inglesa. Al siguiente, la calma matinal quedaba hecha pedazos por el estruendo de los misiles, que surgieron de improviso en su viaje hacia el suelo.

Solo tenían un objetivo.

Pero la nave de los cosechadores no parecía inmutarse por la destrucción que pudiesen causar. Mantuvo su altanero silencio mientras los misiles se aproximaban cada vez más, rechazando la oportunidad de defenderse. Se limitó a esperar, con su argenta estructura brillando bajo el sol.

Quienes programaron los misiles hicieron un buen trabajo. Ninguno de ellos iba a fallar su objetivo.

* * *

Y así fue. La salva golpeó a la nave con una andanada de detonaciones tan potente que la tierra tembló y los edificios colindantes explotaron, como si quisiesen mostrar su solidaridad con la nave alienígena. Resultó ser un gesto innecesario.

Los misiles, tan llenos de ruido y furia, no causaron el menor efecto. Ni siquiera hicieron una muesca en la poderosa hoz de la nave de los cosechadores, ni una marca, ni un rasguño. Quizá el titilante y crepitante brillo azul que cubría toda su superficie tuviese algo que ver.

—Es un escudo de energía —dijo la doctora June Mowatt, aunque los seis adolescentes ya habían llegado a la misma conclusión—. Hace que la nave sea completamente invulnerable, inmune a todo daño. —Eso también lo habían visto con sus propios ojos. La doctora Mowatt cruzó los dedos ante la gran pantalla de la sala de reuniones, ante la cual estaban reunidos los siete, acompañados por el capitán Taber—. Poco después de que el bombardeo fracasase, los cosechadores enviaron varios de sus… ¿dijiste que se llamaban recolectores? Eso, sus recolectores. Asumiremos que rastrearon el origen de los misiles y se vengaron. También supondremos, a juzgar por el hecho de que ya apenas se llevan a cabo ataques contra los alienígenas, que las ofensivas de estos han resultado ser mucho más eficaces que las de nuestros compatriotas. —Apagó la pantalla y orientó su asiento hacia la mesa—. Cuando ayer os conté que no hemos restablecido las comunicaciones con ninguno de los otros Enclaves, omití explicaros que nuestros motivos van más allá de los puramente técnicos. Somos bastante reacios a restaurar la comunicación por si el Enclave con el que contactemos resulta estar tomado por los cosechadores, que de este modo sabrían de nuestra existencia. Aún no estamos listos para combatirlos.

—Pues más vale que lo estéis… con todo respeto —dijo Travis, a quien los demás encontraron un poco más tenso de lo habitual aquella mañana—. Y pronto. O no tendremos nada por lo que pelear porque ya será demasiado tarde. Ni siquiera acabaremos en criotubos.

—Señor Naughton, sería una locura entablar combate con el enemigo cuando nuestras armas no pueden penetrar su escudo defensivo —dijo el capitán Taber—. Sería un desperdicio de hombres y municiones. Los sacrificios sin propósito no ganan guerras.

—Tampoco quedarse sentado sin hacer nada —dijo Travis con brusquedad.

—Tranquilo, Trav. —Mel le masajeó la espalda. Le sorprendía que Tilo no estuviese sentada al lado de Travis, pero la pelirroja había optado por sentarse al lado de Richie Coker, al otro lado de la mesa—. Al capitán Taber tampoco le falta razón, ¿no te parece?

—Ah, ¿y a mí? —replicó Travis—. La nave de la grabación no era en la que estuvimos capturados. ¿Cómo sabemos si la nave de Shurion también tiene esos escudos?

—Si me permites, Travis —intervino Antony—, creo que la respuesta del capitán Taber sería: «¿Y cómo sabemos que no los tiene? ¿Qué sentido tiene equipar unas naves con escudos y otras no? Hasta la última de ellas debe de estar esperando un posible ataque».

Travis resopló con escepticismo.

—Pues tal y como están las cosas por aquí, el comandante Shurion se va a llevar una decepción.

—Entiendo sus sentimientos, señor Naughton —dijo Taber—, pero no puedo autorizar una acción y poner en peligro las vidas de mis hombres sin saber de antemano cómo neutralizar el escudo de los alienígenas.

—Imagino que eso es algo en lo que ya estarán trabajando sus científicos, ¿no es así, doctora Mowatt?

—Mis científicos están trabajando en muchas cosas —aseguró la doctora con orgullo—. En turnos, las veinticuatro horas del día. Entre otras, intentando identificar la naturaleza de la energía empleada por los cosechadores en sus escudos. Buscando el modo de devolverles el golpe. —Miró a Travis por el rabillo del ojo—. Incluso intentando encontrar una cura para la enfermedad. Contamos con información que nos enviaron unos compañeros que trabajaban en una instalación del desierto… antes de morir. Encontraron cerca de la base uno de los cilindros que ahora sabemos que trajeron el virus a la Tierra. Sus descubrimientos nos han sido de ayuda pero, salvo por momentos como el «eureka» de Arquímedes, el progreso científico lleva tiempo.

—Tiempo que los alienígenas emplean en cosechar esclavos —dijo Travis con mala cara—. Miren, puede que tengan razón en que no sería correcto montar una operación a gran escala ahora mismo, eso lo acepto, pero mientras tanto habrá algo que podamos hacer, ¿no? Miren todo el espacio que tenemos aquí abajo, los pasillos enteros llenos de habitaciones vacías en la planta de los dormitorios. ¿Por qué no las llenamos? ¿Por qué no hacemos que vuestros ojos vigía traigan a los jóvenes aquí para que podamos cuidar de ellos? Así los salvaríamos de convertirse en esclavos. Eso podemos hacerlo, ¿no?

—Es una idea estupenda, Trav. —Mel le dio unas palmaditas en el brazo.

—Sí que lo es —corroboró Jessica—. Aunque tengamos que compartir habitación.

—Pues en la mía que no se acople nadie —gruñó Richie, con los brazos cruzados a la defensiva.

—¿Quién iba a querer? —replicó Mel.

Antony no dijo nada.

Tilo miró a Travis con una expresión en la que se mezclaban la decepción y el resentimiento con el deseo físico y una reticente admiración, pero solo lo miró durante un instante antes de que sus ojos se dirigiesen hacia un punto de la mesa que, al parecer, merecía un estudio más detenido.

—Podríamos hacer lo que propone, señor Naughton —admitió Taber a regañadientes, pero a nadie le sorprendió la llegada del «pero», mucho menos a Travis—, pero el Enclave no está diseñado para acoger un influjo constante, infinito, a efectos prácticos, de refugiados, muchos de los cuales serían muy jóvenes y precisarían cuidados y atenciones que no podríamos proporcionar…

—O sea, que no —interrumpió Travis—. Está al mando, capitán Taber, no se corte y dígalo. No tiene por qué continuar. No va a salvar a los chicos de los cosechadores.

—Salvaremos a los chicos cuando podamos derrotar a los cosechadores —respondió Taber—. No antes. La presencia de niños en este momento sería una distracción que no podemos permitirnos.

Tilo se echó a reír por un instante, dejando escapar una carcajada amarga.

—Perdón —dijo—. Es que la palabra «distracción» me mata.

—¿Estás bien, Tilo? —preguntó Jessica.

Tilo asintió, aunque la muchacha rubia no las tenía todas consigo. Aquel día notaba mucha tensión en torno a la mesa, en el grupo. Para empezar, Travis no acostumbraba a comportarse de ese modo. El fondo del mensaje era genuinamente suyo, pero normalmente no buscaba tanto la confrontación. Y él y Tilo no hacían más que mirarse el uno al otro. ¿Habían cortado o algo así? Y Mel también parecía incómoda, como si tuviese otra cosa en la cabeza. Jessica llegó a dudar que su amiga se hubiese sentado a desayunar con ella y con Antony de no haberla llamado. Y Mel había abandonado su habitación minutos después de llegar, escasos minutos antes de que también lo hiciese Antony. Quizá quisiese hablar o algo así. En el otro extremo de la mesa, Richie seguía tan reservado como siempre, aunque Jessica sintió que la actitud del antiguo matón estaba exacerbada aquella mañana. Puede que Richie hubiera esperado que alguien llamase a su puerta para charlar la noche anterior y nadie lo hizo.

Solo Antony parecía igual que siempre. ¿O no? ¿Eran imaginaciones suyas o había un abismo abriéndose entre Antony y Travis? Esperó equivocarse. Travis y Antony eran los chicos más importantes de su vida. A uno lo quería como a un hermano. Al otro, Antony… ¿cómo se sentía con respecto a Antony? Jessica esbozó una débil sonrisa, prueba de que empezaba a aceptar algunas posibilidades que antes no hubiese admitido, y concluyó que sería mejor bajar de las nubes y centrarse de nuevo en lo que se estaba discutiendo en torno a la mesa.

—Le prometí que no revelaría su nombre. —Era Travis el que hablaba.

—Ni siquiera a nosotros —espetó Antony, con un cierto tono de crítica.

—Pero eso era para que, si capturasen a alguien durante la fuga, no le diese esa información a Shurion. La situación ha cambiado desde entonces. Supongo que es más importante que sepáis quién nos ayudó. Se llama Darion y puede que sea nuestra única esperanza.

—Así que Darion —dijo Antony—. ¿Es tu nuevo mejor amigo, Travis?

—Lord Darion, del linaje de Ayrion de las Mil Familias —apuntó Travis—, por si queréis utilizar su título completo. Y puede que sea el mejor amigo de cualquiera de nosotros, Antony.

—En ese caso, es vital que nos cuentes todo lo que sepas sobre este tal lord Darion, Travis, ¿no es así, capitán Taber?

—Desde luego, doctora Mowatt —dijo Taber—. Por lo tanto, sugiero que estos jóvenes nos presenten sus informes ahora mismo, empezando por el señor Naughton.

—Estupendo —celebró Richie—. Otra vez el primero, querido líder.

Y Jessica se fijó en que Antony frunció el ceño.

—Todos los demás podéis marcharos —dijo la doctora Mowatt—. Aprovechad para descansar un poco, ¿por qué no? Relajaos. O podéis utilizar las instalaciones de recreo, si así lo deseáis.

—¿Esta es una base militar y científica o un gimnasio con pretensiones? —le murmuró Mel a Jessica mientras abandonaban la sala.

—Os llamaremos cuando os necesitemos —les informó la doctora Mowatt.

—En ese caso, tómate tu tiempo, Trav. —Mel se despidió con un ademán.

Y eso pretendía. Puede que no estuviese bien, que fuese un gesto cobarde por su parte, pero dado lo tensa que había sido su despedida la noche anterior, Travis pensó que prefería retrasar todo lo posible el momento de encontrarse de nuevo a solas con Tilo.

—Bueno, capitán Taber, doctora Mowatt —dijo—. ¿Por dónde quieren que empiece?

* * *

Shurion informó al comandante de la flota Gyrion de que los prisioneros habían escapado de sus celdas. Normalmente, le gustaba estar sentado en su sillón de mando, en todo lo alto, ataviado con las vestiduras ceremoniales de los pies a la cabeza cada vez que tenía que entablar conversación con alguien que le superaba en rango. Pensaba que de ese modo estaba haciendo una afirmación ante su tripulación, demostrando que Shurion, del linaje de Tyrion, no se dejaba intimidar por nadie y que él mismo había conseguido, por sus propios medios, estar a la altura de cualquiera, independientemente de su nacimiento. Sin embargo, en aquella ocasión pensó que lo más aconsejable sería mantener el encuentro entre el comandante de la flota y él en privado. Si iba a ser amonestado, Shurion no quería que su tripulación fuese testigo.

Su decisión resultó ser acertada. La noticia no le gustó nada al comandante de la flota Gyrion. Su capa y armadura doradas brillaban a medida que su imagen llenaba la pantalla de la pared; el uniforme negro de Shurion parecía vulgar y ramplón a su lado.

—¿Una fuga? ¿Bajo nuestra supervisión? —Los ojos carmesíes de Gyrion brillaban de rabia.

—Intento de fuga, comandante de la flota —apuntó Shurion, restando gravedad a la situación—. Todos los esclavos terrícolas salvo seis fueron inmediatamente capturados y ya han sido dispuestos en los criotubos para su transpor…

—Entonces lo que me quieres decir es que aún hay seis alienígenas fugados, ¿no es así, Shurion? —preguntó Gyrion, hosco—. Seis motivos de vergüenza para ti y la Furion.

—Lord Gyrion, huyeron gracias a uno de los nuestros, un despreciable traidor que…

—Y por tu propia incompetencia, ¿no es así, Shurion?

—Rechazo la acusación de incompetencia, mi señor —dijo con toda la humildad que pudo.

—¿Por qué? Eres el comandante de la Furion, ¿no es así? —afirmó Gyrion—. De momento, al menos. —Shurion se tragó la rabia que le provocaban las implicaciones de aquella afirmación—. La responsabilidad de seleccionar la tripulación recae sobre ti, con la excepción de todo aquel que pertenezca a las Mil Familias, como mi hijo, por supuesto. Por ende, como comandante, has permitido que haya un traidor a bordo de tu nave, Shurion. Tuya es la responsabilidad.

—Sí —se vio obligado a admitir Shurion contra su voluntad, a regañadientes—, mi señor.

—Sea quien sea esa alimaña —murmuró Gyrion con una voz tan fría como el filo de una cuchilla—, ha debido de contactar con el movimiento disidente. Débiles, lamentables sensibleros hasta el último de ellos. Criminales y cobardes. Deberíamos arrancarles sus corazones, a ver si son tan grandes como ellos dicen. —Sus dedos blancos temblaban, como si desease llevar a cabo aquella amenaza él mismo—. ¿Qué medidas has adoptado para detener a este delincuente, Shurion?

—He reclutado a uno de los terrícolas, mi señor, como espía. Descubrirá el nombre del traidor del único esclavo que lo conoce, uno de los pocos que aún siguen en libertad. Parece que son amigos. El terrícola confiará en nuestro informador. Y además…

—Ya basta —bufó Gyrion—. Es suficiente. ¿Dices que has reclutado a uno de los terrícolas? ¿Depende la pura y orgullosa raza de los cosechadores de sucios alienígenas para dar con nuestros propios criminales? ¡Por los dioses de las Mil Familias…!

—Quizá haga falta un traidor para capturar a otro traidor, comandante de la flota —sugirió Shurion.

Gyrion gruñó, sarcástico.

—Puede que sí, Shurion. Ya puedes rogar porque así sea.

—¿Qué quiere decir, mi señor?

—Un comandante realmente honorable ya hubiese dimitido de su cargo después de la debacle que ha tenido lugar en la Furion. Hasta un oficial no perteneciente a las Mil Familias debería estar al corriente de ello, comandante Shurion.

—Soy consciente de mis responsabilidades, mi señor. —Y aunque una de ellas era tratar con el debido respeto a sus superiores, Shurion apenas podía contener su ira hacia el soberbio, petulante y condescendiente comandante de la flota—. Mi deber es enmendar la situación a bordo de mi nave. Ruego que me permita seguir en mi puesto para poder llevar a cabo esta tarea.

—Hmm… —Gyrion gruñó, poco impresionado—. En mis tiempos, cuando era joven, el puesto de comandante de una nave esclavista solo podía serle otorgado a un miembro de las Mil Familias. En aquellos días, la calidad se daba por supuesta. Por aquel entonces no había fugas en masa de alienígenas ni traidores entre nosotros. Esto es lo que pasa cuando se nos convence para relajar la justa rigidez de nuestra jerarquía social, aunque sea un poco.

Shurion apretó los puños. Deseó que Gyrion ni viese ni registrase el gesto.

—Retirarte del cargo sería una medida prematura, Shurion —afirmó el comandante de la flota, aunque no parecía del todo convencido—. Pero aun así, vas a ser puesto a prueba. Quiero que captures al traidor. Tenemos que dar un ejemplo tan sangriento con él que llenemos de miedo los cobardes y corruptos corazones de sus compañeros de la disidencia. Si tienes éxito y encuentras al renegado, Shurion, todo te irá bien.

—Prometo que le enviaré la cabeza del traidor si eso es lo que desea, mi señor.

—Más te vale, Shurion, si sabes lo que te conviene. Pues si fracasas, será la tuya la que envíe.

Shurion esperó con prudencia hasta que el comandante de la flota concluyó la entrevista antes de soltar todo lo que tenía guardado. Y cuando así fue, no se contuvo. Aulló de rabia, aporreó la mesa con los puños. Era blanca, así que podía valer como sustituta de la gorda e hinchada cara de Gyrion. ¿Cómo podía atreverse alguien a hablarle así? ¿Cómo se atrevía, aunque fuese un miembro de las Mil Familias, a reprenderlo y humillarlo de ese modo? A él, a Shurion del linaje de Tyrion, que había conseguido ascender hasta la posición de la que disfrutaba combatiendo con uñas y dientes. A él no le habían regalado su estatus, como al comandante de la flota. Se lo había ganado, con sangre y sudor, se había sacrificado por él, había dedicado cada fibra de su cuerpo a ello. Y Shurion sabía que era digno de él. Merecía estar donde estaba. De hecho, merecía más. Merecía ser comandante de la flota en lugar de Gyrion, no estar al mando de una nave esclavista, sino de diez, de cien, de mil. ¿Y qué derecho tenía un patán moribundo como Gyrion a negarle que hiciese realidad todas sus ambiciones?

Pues tenía todo el derecho, de acuerdo con la ley de los cosechadores. Derecho de nacimiento. Derecho de sangre. El derecho que todas las élites de los planetas que había visitado Shurion insistían en perpetuar para mantenerse en el poder y no tener que compartirlo con otros, independientemente de sus méritos personales. Shurion miró hacia abajo, a su armadura y sus ropas, el uniforme que indicaba a los otros cosechadores quién era y cuál era su posición. En el pasado le enorgullecía haber añadido a su uniforme negro la capa de comandante y que ambos hubiesen sido adornados con oro, el color de las Mil Familias, para simbolizar la alta estima en la que lo tenía su gente. Pero entonces, aquellos brillantes adornos parecían burlarse de él, rodeando su cuerpo como si fuesen cadenas. Porque indicaban que había llegado a la cima de su carrera; no podía subir más alto. Por encima de él solo estaban las Mil Familias, de posición inalcanzable y poder e influencia imposibles para alguien que no vistiese una armadura completamente dorada.

No era justo. No había derecho. Y además, gracias a las traicioneras artimañas de un maldito disidente, podían arrebatarle a Shurion todo lo que había conseguido. Bueno, pues se aseguraría de que eso no ocurriese. De un modo u otro, encontraría al traidor.

Y se lo haría pagar.

—Pareces preocupado, hijo —observó Gyrion desde la pared en la que extendía la pantalla—. ¿Te pasa algo?

—No, padre, por supuesto que no —mintió Darion—. Es solo que… me preocupa el incidente de los terrícolas, y con el traidor aún libre… ¿Qué más dijo el comandante Shurion acerca de ese espía terrícola?

* * *

La tarde estaba transcurriendo llena de desagradables sorpresas para Darion. Primero, su padre había interrumpido sus estudios en un intento por ser sociable después de haber terminado con Shurion. Después, supo que el comandante de la Furion iba a enviar a uno de los amigos de Travis en una misión para descubrir el nombre del cosechador renegado. Bueno, era un nombre con el que Darion estaba bastante familiarizado. Igual que su padre.

Darion sintió un escalofrío al enterarse de las noticias. La situación había dado un giro que no había anticipado ni sopesado. No era muy probable, pero ¿cuáles serían las consecuencias si el informador de Shurion conseguía dar con el grupo de Travis Naughton y descubría su nombre? La tortura. Y la muerte. Pero, por algún motivo, y si bien aún estaba asustado, Darion no se arrepintió de lo que había hecho. Seguía estando orgulloso.

—¿Padre? ¿Te ha dado el comandante Shurion detalles sobre ese espía?

Gyrion se encogió de hombros.

—No es más que un terrícola. ¿No es suficiente con esa información? ¿Por qué quieres saber más, Darion?

—Por nada —dijo con calma—. Solo esperaba que el comandante hubiese escogido bien a su agente, eso es todo.

—Imagino que Shurion deseará lo mismo —dijo Gyrion con una críptica risa—. ¿Seguro que no estás preocupado por nada? —Por lo que le respondió, Darion lo estaba—. Hmm. —Su padre inclinó la cabeza como si conociese lo bastante bien a su hijo como para saber que no era así—. Creo que no estás siendo del todo franco conmigo, Darion. Y creo conocer el motivo.

—¿Ah, sí? —Darion lo dudaba. Ojalá su padre se despidiese y lo dejase pensar.

—Necesitas compañía, ¿verdad? Tiene que ser duro estar recluido durante tanto tiempo, lejos de tus semejantes.

—Tienes razón, padre —dijo Darion, con una desganada sonrisa—. Tienes toda la razón. ¿Cómo lo has adivinado?

—Soy tu padre, Darion. No puedes ocultarme nada. Te dije que a ti, como representante único de las Mil Familias, te resultaría duro estar rodeado de inferiores durante meses.

—Efectivamente, padre —recordó Darion—. Debería haberte escuchado. —Pero lo que deseaba con toda su alma era dejar atrás hasta el último representante de las Mil Familias (salvo a uno), y, a poder ser, para siempre. Un detalle que consideró impropio de comentar a su padre en aquel momento—. Quizá debería ser transferido al Ayrion III.

—No, no. —Gyrion rechazó de plano la idea de que su hijo se le uniese a bordo de su buque insignia—. No tendría sentido en medio de una operación esclavista. Pero creo que puedo ayudarte. El Ayrion III está estacionado a las afueras de la ciudad terrícola conocida como Oxford, como bien sabes. La ciudad está a punto de ser cosechada mientras hablamos, así que aún no han empezado las operaciones de alienología. Lo que significa…

Pese a los peligros de su situación, Darion sintió que el corazón le daba un vuelco ante la expectativa.

—Que puedo prescindir de uno de mis alienólogos durante un tiempo, así que imagino que podría convencer a alguien para que te venga a visitar, para recordarte la civilizada sociedad de la que has estado alejado. —Gyrion hablaba con la indulgencia de un padre—. ¿Te gustaría eso, hijo?

—Desde luego —dijo Darion.

Y más valía que pronto. Si se retrasaba demasiado, Darion recibiría a las visitas en una celda.

Tenía que actuar con rapidez. Mientras Travis desglosaba su informe. Antes de que Mowatt y Taber llamasen a nadie más. Mientras pudiese contar con que Antony y Jessica estarían cerca.

Mel no estaba orgullosa de lo que planeaba hacer, pero sintió que no le quedaba otra opción. No podía permitir que Jessie se implicase con el antiguo delegado del colegio Harrington, no del modo en el que tenía todos los visos de que iba a suceder: de forma romántica.

Odiaba esa palabra, «romanticismo». Era un fraude, una mentira. El romanticismo en aquellos días (en los previos a la enfermedad, en todas partes) significaba un par de botellas de sidra barata y un chaval baboso y lleno de granos metiendo mano debajo de la camiseta o la falda… con el consentimiento de la chica. El romanticismo significaba olvidarse de quién eras realmente, abdicar tu independencia para consentirle los caprichos y las fantasías a alguien. El romanticismo era la antesala del desengaño y la infelicidad. Pero Mel estaba empezando a divagar.

No era que Antony fuese una mala persona. No lo conocía desde hacía mucho tiempo (aunque, por supuesto, tampoco Jessie), pero parecía majo, un chaval decente. Mel tenía que reconocer que no parecía dispuesto a hacer daño de forma deliberada a Jessica. Pero seguía siendo un varón. Seguía siendo un chico. Y los chicos se convertían en hombres, y los hombres en padres, en padres como el suyo, así que en lo que se refería a las relaciones con chicas, los chicos llevaban las malas noticias en el ADN. Mel solo quería hacerle un favor a Jessica, salvarla de sus impulsos. Solo esperaba que no fuese demasiado tarde. ¿Y si Antony se había quedado en el cuarto de Jessica el día anterior a pasar la noche, a aprovecharse de la naturaleza dulce y confiada de su mejor amiga? No. Lo dudaba. Por su experiencia con chicas que lo habían hecho con sus novios (o, como solía suceder después, exnovios), estas solían dar algunas señales características después, tenían una actitud un poco más altanera que antes, como si supiesen un secreto que tú no. Y Jessie no se había comportado de ese modo aquella mañana. Mel aún tenía la oportunidad de garantizar que su amiga no se comportaría de ese modo durante ninguna mañana en un futuro próximo.

Solo tenía que actuar con rapidez.

—¡Eh, Jessie! —Alcanzó a la chica rubia mientras regresaban a los dormitorios, tras abandonar la sala de reuniones—. ¿Podemos… —comenzó a preguntar en voz baja— hablar un rato?… —Después, articulando las sílabas en silencio—: En privado.

—Por supuesto. —Jessie tenía claro que a Mel le pasaba algo—. Te veo en un rato, Antony. —Él había estado acompañándola al mismo ritmo, con tanta precisión que parecían coreografiados—. ¿Qué pasa? —preguntó cuando las dos chicas se quedaron solas.

—Nada, es solo que… ¿podemos hablar? —Mel adoptó su expresión de pequeña niña desamparada, que había desarrollado expresamente para sus profesores masculinos cuando no había hecho los deberes—. Es que… no hemos hablado desde Harrington y necesito quitarme unas cuantas cosas de la cabeza.

—Tú y yo —dijo Jessica, mostrando su acuerdo—. ¿Quieres que vayamos a tu cuarto?

Estrechó la mano de su amiga y Mel se sintió pletórica y asqueada consigo misma al mismo tiempo, a partes iguales.

—Sí, pero escucha, debería… esta mañana no me ha dado tiempo a ducharme antes del desayuno.

Jessica olfateó el aire.

—Y yo que pensaba que solo era el aire reciclado del Enclave —bromeó.

—¿Me das un rato para darme una ducha primero? Pásate, no sé, en quince o veinte minutos.

A Jessica le parecía bien esperar, ya fuesen quince minutos o veinte, pero claro, Mel no tenía intención de ducharse en ese tiempo. En lugar de eso, en cuanto cerrase la puerta, se pondría en contacto con Antony. Gracias a Dios por el sistema de comunicación interna del complejo. Y gracias a Dios también, Antony ya se encontraba en su cuarto aunque, a juzgar por el motivo por el que Mel agradecía aquel hecho, quizá Dios no tuviese nada que ver con ello.

Antony escuchó atentamente. ¿Así que Mel tenía algo importante que decirle? ¿Pero no por la comunicación interna? ¿Tan delicado era el asunto? ¿Sobre Jessica? ¿Y si podía pasarse inmediatamente por el cuarto de Mel?

Ya estaba de camino. Porque, como Mel comprobó con el corazón en un puño, se preocupaba honestamente por Jessica. Igual que ella.

—¿Qué pasa? ¿Dónde está Jess? —preguntó el chico rubio en cuanto Mel le dejó pasar a su cuarto. Estaba ansioso, lo cual ayudaba. Significaba que no se había dado cuenta en absoluto de que su huésped no cerró la puerta del todo, dejándola sensiblemente entornada.

Jessica no tardaría en llegar.

—Ven y siéntate conmigo, Antony. —Mel lo condujo de la mano—. A la cama. A mi lado.

—Pero ¿Jessica está bien? No querría que estuviese… no sé, mal. ¿Qué era eso importante que tenías que decirme, Mel?

—Es algo sobre lo que ocurrió en Harrington, Antony —dijo Mel, haciendo que el chico frunciese el ceño, confundido—. ¿Te acuerdas de la fiesta? ¿La noche que llegaron los cosechadores?

—Claro que la recuerdo, por supuesto, pero no… —«No me siento cómodo», podría haber dicho. No se sentía a gusto sentándose en la cama al lado de Melanie Patrick, sintiendo sus rodillas tocando las suyas, aunque el cabello de Mel parecía más lustroso y oscuro que nunca, y sus ojos eran de un azul cautivador, y su túnica estaba dispuesta de un modo que revelaba su pálida piel, como crema, y en el pasado, no hace mucho tiempo, hubiese dado su brazo derecho (o el izquierdo, estaba dispuesto a negociar) para encontrarse en aquella posición… como en la fiesta.

—Me pediste salir a bailar, ¿te acuerdas? —preguntó Mel—. Y yo te rechacé.

Y Antony lo recordaba, vaya que sí; la mayoría de chicos reservaban su lóbulo frontal exclusivamente para catalogar los rechazos…, pero que le mencionase aquel momento lo dejó aún más perplejo.

—Pensé que querías contarme algo sobre Jessica.

—Mentí —admitió Mel—. Es sobre mí. Y sobre ti, Antony.

—Pero no pensé qué… ¿de qué estás hablando? —Empezaba a sentirse incómodo.

—Debería haber bailado contigo. Fue una estupidez por mi parte decirte que no. Ahora me doy cuenta. Me doy cuenta de muchas cosas.

—¿Ah, sí? —Y cuando Mel apretó las rodillas y deslizó la mano sobre su muslo, mientras se inclinaba hacia él hasta el punto de sentir su cálido aliento sobre la piel y no poder ver más allá de sus ojos, fue entonces cuando se sintió realmente incómodo.

—Te quiero, Antony.

—Pero… —Retrocedió—. Me siento halagado, Mel, pero…

—¿Te ha dicho alguien alguna vez que tienes unos labios muy apetecibles, Antony?

—Pues es demasiado tarde, Mel.

—¿Demasiado tarde para decirte que tienes unos labios muy apetecibles?

—Demasiado tarde —dijo mientras le quitaba la mano de encima de su pierna— para hacer algo así. Lo siento. Lo siento de verdad, pero no… ya no siento hacia ti lo mismo que en aquel momento.

—¿Ah, no? —preguntó Mel, haciéndose la despistada. Por supuesto que no lo sentía. Y ella sabía por qué.

—No. Eres una chica fantástica, Mel, muy guapa y todo eso, pero… —Puede que en el pasado hubiese soñado con encontrarse en esa situación, pero la chica con la que quería estar entonces era rubia y tenía los ojos verdes, y en cualquier caso había mucho más en ella que un físico bonito, mucho más, y quería explorar y descubrir todos sus matices. Así que Mel, en realidad, no había mentido. Realmente, aquello tenía que ver con Jessica—. Mira, será mejor que me vaya. —Y empezó a ponerse en pie.

—No puedes. Todavía no. —Mel se levantó antes que él y lo sujetó por los hombros—. No hasta que…

Alguien llamó a la puerta.

—¿Mel? Soy yo. —Una voz procedente de la puerta. Los quince o veinte minutos ya habían pasado.

Y era demasiado tarde para echarse atrás. Mel estaba decidida. Envolvió a Antony en un sofocante abrazo de oso, juntó sus labios a los suyos como si estuviesen pegados con cola y tumbó al sorprendido chico sobre la cama. Y cerró los ojos para no tener que ver la expresión de dolor y desolación de su mejor amiga cuando Jessica abriese la puerta.

Mel lamentó no haberse podido tapar las orejas, además. El grito de su sorprendida amiga no le sentó nada bien a su autoestima.

—Mel, ¿qué estás haciendo? —Tampoco sus palabras. Mel esperaba que hubiese empezado con un «Antony, ¿qué estás haciendo?». Había una diferencia—. ¿Qué está pasando aquí?

Antony se la quitó de encima de un empujón y Mel rodó sobre la cama hasta quedar bocarriba. El chico intentó ponerse en pie por segunda vez y, en aquella ocasión, lo consiguió.

—Jessica…

—Jessie, no ha sido culpa mía. —Mel adoptó una actitud de mancillada inocencia—. Apareció de la nada diciendo que tenía algo importante que decirme…

—¿Qué? —preguntó Antony con incredulidad—. Eso fue lo que me dijiste tú a mí.

—Y después se me echó encima, Jess. No paraba de sobarme.

—Me trajiste aquí mintiéndome y luego fuiste tú la que se me echó encima.

—Está mintiendo, Jessie. No puedes confiar en él. —Mel se incorporó en la cama—. Ya has visto por ti misma lo que estaba pasando, ¿no?

Jessica negó con la cabeza y parpadeó como si quisiese quitarse una mota del ojo.

—Ojalá no lo hubiera hecho.

Antony miró hacia Mel, enfadado y dolido.

—¿Qué estás tramando, Mel? ¿Qué clase de juego…? —Después se volvió hacia Jessica, suplicante—. Todo esto es… no entiendo a qué está jugando Mel, Jessica, pero te prometo que no había venido por ella. No haría algo así.

—Vaya que sí. Es un chico, ¿no? —Mel también se puso en pie—. Son todos iguales. Van a por todo lo que lleve falda… o pantalones, siempre y cuando sea una mujer. No puedes confiar en ninguno de ellos, Jess. Sabes que siempre le he gustado.

—Pensaba… —dijo Jessica sin alterar su tono de voz, a la vez que dejaba de mirar a Mel para volver sus ojos hacia Antony— que estabas empezando a sentir algo por mí.

—Y así es —declaró el chico—. Es lo que siento. Y esperaba que tú sintieses lo mismo, así que, ¿por qué iba a fastidiarlo haciendo algo así, Jessica, liándome por las buenas con alguien que pensaba que era tu amiga? —Recalcó la última parte, acusando a Mel—. Jamás te haría daño. Esto es una especie de trampa retorcida. No has aparecido justo ahora por accidente, ¿verdad que no? Dime.

—No lo escuches, Jess —dijo Mel, burlona—. Está mintiendo. No lo necesitas ni a él ni a ningún chico…

—Jessica, créeme.

—¡Ya vale! Los dos. —La voz de Jessica restalló como el chasquido de un látigo. Era firme, autoritaria. Sonaba como si supiese exactamente lo que quería. Mel pensó que aquel tono no era propio de Jessica. En sus ojos brillaba una confianza que en el pasado, cuando Jessie vivía en su cómoda y segura casa con sus agradables y protectores padres, no llegaba ni a destello. Las circunstancias habían cambiado y Jessica Lane había cambiado con ellas—. No pasa nada, Antony. Te creo.

Mel sintió que le daba un vuelco el corazón.

—¿Que lo crees a él? Jessica, ¿antes que a mí? Pero… no, no puedes. Hemos sido amigas durante años.

—Y precisamente por eso sé cuándo estás mintiendo, Mel —dijo Jessica, grave—. Y por eso no entiendo lo que estabas intentando hacer aquí. ¿Querías separarnos? ¿Por qué querrías hacer algo así? ¿Por qué no iba una amiga a querer ver feliz a la otra?

—Y quiero que seas feliz, Jessie. —Las lágrimas empezaron a asomar por los ojos de Mel—. Por eso… No puedes ser feliz con Antony. No es su culpa. Los chicos…

—Mel. —Jessica pronunció su nombre como si fuese el de alguien que hubiese muerto recientemente—. Han pasado muchas cosas terribles. Ha habido muchos cambios. Pero jamás pensé que tú cambiarías. Pensé que estarías ahí para mí. Pensé que seríamos amigas para siempre. Pero parece que «para siempre» no dura tanto como parece.

—No digas eso, Jess. Lo siento…

—Antony, creo que ninguno de los dos debemos estar aquí. —Y se dirigieron hacia la puerta. Juntos.

—Tienes que aclararte, Mel —le recomendó Antony, sin el menor atisbo de odio en su voz. Mel deseó que lo hubiese. Se lo merecía.

—Jessie, por favor, no te vayas. No te vayas con él…

Pero lo hizo.

* * *

Mel se quedó tumbada sobre la cama durante lo que pudieron ser horas. Su gran plan había resultado ser un rotundo y sonado fracaso. En vez de separar a Jessica de Antony, sin pretenderlo, los había unido aún más. La ironía era una auténtica perra. Ella, Mel, era a la que Jessica había dado la espalda, y no estaba segura de cómo iba a afrontarlo. Sin Jessica en su vida, tendría que buscar a fondo otros motivos para seguir adelante.

Cuando la puerta tembló al recibir una serie de golpes, deseó que fuese Jess la que llamaba. Pero no lo era. Era Tilo.

—Mel, ¿estás ahí dentro?

—No.

—Venga. Mueve el culo, perezosa. ¿A que no sabes quién ha venido?

—El puñetero Winston Churchill.

—Simon Satchwell, recién fugado de la nave de los cosechadores.

Mel se puso en pie, salió y fue con Tilo a la sala de reuniones, donde los demás se encontraban ya a la espera de que Simon concluyese el proceso de descontaminación. Ella no podía esconderse en su habitación indefinidamente, por mucho que así lo quisiese, y por lo menos el centro de atención sería Simon y no ella. Se preguntó si sería capaz de mirar a Jessica a los ojos, si Jessica la miraría a ella y, de ser así, si lo haría con asco.

Tilo no paraba de hablar mientras caminaban.

—Pues eso, que el ojo vigía encontró a un chico vagando por las ruinas de Harrington y envió las imágenes al centro de seguimiento y resulta que llevaba las mismas ropas que nosotros antes de llegar aquí, el uniforme gris de esclavo de los cosechadores. Así que Mowatt y Taber se interesaron y le enseñaron la grabación a Travis, que seguía dando el parte, y Travis les dijo que era Simon y lo dejaron entrar en el Enclave porque creían que uno de nosotros podría darles información valiosa. Pero Taber no estaba convencido, así que Travis le dijo que o dejaba entrar a Simon o se largaría, y que estaba seguro de que los demás lo seguiríamos. Igual fue un poco presuntuoso.

—Lo dudo —dijo Mel.

—Vamos, que Taber cedió y el ojo vigía se puso en marcha y guio a Simon hasta aquí. Parece que estaremos todos juntos de nuevo otra vez.

—Me alegro tantísimo.

—Mel, ¿puedo preguntarte algo? Conoces a Travis desde hace mucho, ¿verdad?

—Desde antes que a nadie —afirmó Mel—, excepto a Jessica.

—¿Alguna vez te has enfadado con él?

—Un montón de veces.

—¿Y has seguido enfadada?

Mel sonrió, pese a sus problemas.

—Nunca.

Tilo suspiró, como si admitiese una especie de derrota.

—Eso pensaba.

Travis pensó que Simon, a cuyo alrededor se congregó todo el mundo en la sala de reuniones, tenía buen aspecto. Se alegraba de volverlo a ver. Se quitó un peso de encima; era como si alguien hubiese atendido a sus ruegos.

—Después de ser procesado —narró Simon—, me devolvieron las gafas y me encerraron en una celda a mí solo, no sé por qué. Eso de estar aislado no me gustó un pelo, la verdad. Entonces, la puerta se abrió de pronto y empezó a sonar la alarma, y yo no sabía qué hacer. Así que salí al pasillo y vi que no había nadie, ni guardias, ni cosechadores, ni vosotros.

—Estaríamos en otra planta o algo así —dijo Travis—. Nuestro amigo cosechador, Darion, desconectó los sistemas de seguridad.

Simon esbozó una débil sonrisa.

—Viene bien tener amigos en las altas esferas, Travis. Así que Darion, ¿eh?

—Queríamos encontraros a ti y al resto, Simon, de verdad. Pero, como ya te hemos dicho, no teníamos tiempo. Desde entonces, no ha pasado un minuto en el que no me haya sentido fatal por no poder buscarte. No sé si podrás perdonarme.

Simon pensó que Travis sonaba algo desesperado. Debía de estar cargando con una gran culpa. Merecía cargar con ella. Lo que había hecho era imperdonable.

—Te entiendo, Travis —dijo, sin embargo, como concediéndole su perdón—. Todos tenemos que tomar decisiones, ¿verdad? Y a veces, esas decisiones son duras. No creo que haga falta que pidas disculpas. Al final conseguí salir, ¿no? Aquí estoy.

—Sí. —Richie miraba a Simon como con incredulidad, sintiendo una admiración que hasta entonces había considerado inconcebible—. ¿Cómo te las apañaste para escapar, Simoncete? Y encima, solo. No me puedo creer que lo hayas conseguido.

Porque eres un pedazo de mierda sin cerebro, pensó Simon.

—Estoy seguro de que tú también hubieses podido, Richie —dijo—, si te lo hubieses propuesto. —Si alguna vez te propusieses algo, pedazo de imbécil—. Sencillamente, me alejé de los cosechadores. Se me da bien eso de alejarme de la gente. Tuve un montón de práctica en el colegio. Debo admitir que esperaba que hubiese guardias, pero debían de estar persiguiéndoos. Así que, de algún modo, me ayudasteis a escapar, Travis.

—Es muy generoso por tu parte que lo veas así, Simon —dijo Travis, a la vez que asentía.

—Me escondí en una especie de almacén —dijo Simon, siguiendo con su mentira—. Y en la pared había un plano de la nave. Lo utilicé para encontrar la salida. Me llevó tiempo y, obviamente, no quería correr el riesgo de que me encontrasen, pero por suerte estaba oscuro y finalmente encontré la escotilla de salida o lo que fuese. Regresé a Harrington. Y ya sabéis el resto.

—Increíble —dijo Richie con una sonrisa—. Simon, nunca pensé que diría esto, pero estás hecho un todo un hombre.

Cierra la maldita boca.

—En ningún momento —continuó Simon— dejé de pensar en vosotros. Quería volver a veros. —Y agradecía que el comandante Shurion no le hubiese entregado aquel dispositivo de comunicaciones para contactar con él, como quería al principio: hubiese aparecido durante el proceso de descontaminación, revelando a quién debía lealtad. Pero ya tenía el nombre. Darion. Descubriría más si fuese necesario y después, lo único que tenía que hacer era buscar el modo de contactar con el comandante de los cosechadores. No debería de ser muy difícil. Después de todo…

—Simon, eres tan valiente. —Jessica le dio un abrazo y lo besó, pero no en los labios—. No sabía que…

—Ah, Jessica… —Simon guiñó los ojos tras sus gafas—, hay un montón de cosas de mí que no sabes.