Era extraño. Tras haber demostrado que tenía la capacidad de hablar, hasta entonces insospechada por Tilo, el ojo volvió a permanecer en silencio y no dijo ni media palabra. Parecía como si pensase que alejarse de los adolescentes y dirigirse hacia el bosque para luego detenerse, expectante, era un acto que hablaba por sí solo.
—¿Qué hacemos, Trav? —preguntó Mel—. ¿Lo seguimos?
—Sí, claro. Derechitos a la trampa de los alienígenas —gruñó Richie.
—No sabemos si es de los cosechadores. Si saben dónde estamos, ¿por qué iban a molestarse en tendernos una trampa pudiendo atacarnos? —Tilo estaba atónita—. Cuando lo vi por primera vez, no sé si a este o a otro igual, cuando lo vieron Brina y los demás niños, no atacó. Solo se quedó mirando.
—¿Tú qué piensas, Antony? —intervino Jessica.
—No lo sé.
—Pues yo sí —decidió Travis—. Cuando le hablé de ojos voladores a nuestro aliado cosechador, parecía no tener ni idea de lo que le estaba diciendo. No creo que supiese nada. Ese ojo no es alienígena. Deberíamos hacer lo que quiere y seguirlo.
—Si tú lo dices, Trav —dijo Mel—. Pero vamos a tener los subyugadores estos a mano, ¿verdad?
El grupo se acercó con precaución a la esfera y en cuanto lo hizo, esta siguió avanzando, atrayéndolos. Los adolescentes permanecieron en un silencio absoluto mientras el ojo los conducía a través del bosque, lejos de las ruinas del colegio Harrington y, por suerte, en la dirección opuesta a la colina Vernham. Pasó el tiempo. Cayó la noche. Los árboles se convirtieron en figuras siniestras y amenazadoras en la oscuridad, pero el orbe brilló con una intensa luz verde, como una estrella de guía.
* * *
Tras varias horas, e incluso más kilómetros de extenuante caminata, el globo de metal se detuvo ante una colina despejada. Al no verse bloqueada por follaje alguno, la luz de la luna bastaba para revelar que no había nada de extraordinario en aquella ubicación…
—¿Para qué demonios se ha parado? —protestó Richie.
—Igual se ha quedado sin gasolina —dijo Mel.
Hasta que la propia colina empezó a dividirse en dos.
—Dios mío. —Travis dio un involuntario paso atrás. Le vinieron a la mente imágenes de tumbas y del día del Juicio Final, en el que la tierra se abriría de par en par para liberar a los muertos por el mundo. En el interior de la colina había una abrumadora oscuridad y, por un momento, le inspiró miedo.
Tilo le estrechó la mano con fuerza mientras la tierra temblaba. Ella pensó en el rey Arturo. Su madre le había contado aquella leyenda en muchas ocasiones, narrándole que Arturo y los gloriosos caballeros de la Mesa Redonda no estaban muertos ni perdidos, sino dormidos, vagando bajo una colina como la que tenían ante ellos, esperando a que tuviese lugar la hora más oscura de Albión para despertar y cabalgar juntos, brillando con la luz de la Justicia, para derrotar a todos los enemigos de Inglaterra. Por cómo se lo contaba su madre, Arturo y sus nobles compañeros regresarían como guerreros de la Madre Naturaleza, para librar a los hombres de la corrupción del materialismo y reunirlos con la pureza de la tierra, y la luz que irradiarían sería verde como el alma del bosque.
Pero cuando apareció, la luz de aquella colina resultó ser blanca y fruto de la electricidad, no de un espíritu. Tilo se sintió algo decepcionada, pero vio en el rostro de Travis que él se sentía aliviado.
Después, los seis pudieron ver el túnel.
—Nuestro pasaje al País de las Maravillas —suspiró Jessica.
—Pues como vea a un maldito conejo blanco —prometió Richie a la vez que apuntaba con su subyugador—, le pego un tiro que lo dejo frito.
—Esta unidad ha sido enviada por el Enclave —dijo el ojo—. Seguid a esta unidad para descontaminaros.
—¿Enclave? —Travis frunció el ceño—. ¿Qué es el Enclave?
Pero el ojo recordó una vez más que no era una boca.
* * *
Los adolescentes se adentraron en el túnel, un amplio anillo de cemento y acero con tubos de luz y gruesos cables como resbaladizas anacondas negras. La suave pendiente los conducía hacia abajo, tierra adentro. Tras ellos, la entrada volvió a tomar la apariencia de la colina. No podían regresar… y tampoco avanzar mucho. Al cabo de unos cien metros, el pasaje tocó a su fin, bloqueado por un muro hecho de una especie de cristal o plástico reforzado. Solo tenía una escotilla cerrada a cal y canto.
—Cuando se abra la escotilla primaria, esta unidad os solicitará que entréis —dijo el ojo—. Después se os darán más instrucciones.
—Fijo —refunfuñó Richie—. ¿No os da la impresión de que ya hemos pasado por esto antes?
—Se llama déjà vu, Richie —dijo Jessica.
—Sí, lo que tú digas…
—Escotilla primaria. Descontaminación. Enclave. —Travis se volvió, emocionado, hacia los demás—. Esto es una base. Una de nuestras bases. Tiene que serlo. Ya os conté que aún había unidades militares capaces de plantar cara a los cosechadores. Esta tiene que ser una de ellas. —Sonrió—. Tenemos una oportunidad.
—Así que es el Ejército —dijo Richie, preocupado—. El Ejército británico de toda la vida. —Su madre quería que se alistase en el Ejército… o en cualquier cuerpo, a decir verdad. Pensaba que un poco de disciplina militar podría enderezarlo y sacarlo del callejón sin salida al que se dirigía su vida: alcohol, violencia, drogas. Él le dijo lo que pensaba de aquel plan sin medias tintas. En una frase. Con dos palabras. Le había fallado a su madre y entonces, cuando ya era demasiado tarde, deseó no haberlo hecho. Lo deseó de todo corazón.
Antony y Jessica parecían contentos ante la perspectiva de que se fuese a restablecer la autoridad de los adultos, pero Tilo se acordó del joven soldado con el que Fresno y ella se encontraron en el bosque cuando vivían con los Hijos de la Naturaleza. Optó por pegarse un tiro antes que seguir vivo y afrontar aquello que se aproximaba… la enfermedad, como acabó descubriendo. Recordó a los otros soldados equipados con máscaras de gas llevándose el cuerpo en silencio. Puede que fuese un poco prematuro formarse grandes expectativas acerca de quienes residiesen en el Enclave.
Aun así, Tilo no tuvo ningún reparo en cruzar la escotilla en cuanto esta se abrió con un giro, como el tapón de una botella. Todos lo hicieron. A más de uno le preocupó el hecho de que el ojo no los acompañase. La voz que los instó a entrar en la esclusa secundaria (idéntica a la anterior) era masculina, menos mecánica, pero, de algún modo, también menos reconfortante. Sobre todo cuando les indicó que tendrían que quitarse la ropa.
—¿Otra vez? —protestó Mel, furiosa—. Pero bueno, ¿es que vivimos en un mundo de mirones o qué?
Pero en aquella ocasión la experiencia no fue tan desagradable. Era un sencillo protocolo de descontaminación. Los adolescentes debían pasar en turnos desde la esclusa secundaria hasta la cámara de descontaminación, donde dejarían todas sus ropas y efectos personales antes de recibir una vigorosa ducha con agua tratada químicamente. Después, les entregarían ropa nueva y estarían listos para entrar en el Enclave. No se mencionó la palabra «procesamiento» ni una sola vez. A Mel no le gustaba la idea de tener que entregar las armas, pero tampoco parecía tener otra opción. Uno a uno, el grupo al completo cruzó al otro lado.
Su nueva indumentaria no era muy distinta de la anterior. Botas y ropa de combate color caqui.
—Es como si el color hubiese desaparecido del mundo —dijo Jessica, entristecida.
Mel se estaba oliendo las puntas húmedas de su cabello negro.
—No sé de qué estará hecho el champú que nos han obligado a echarnos, pero huele como… —Arrugó la nariz, asqueada—. Por decirlo con suavidad, no hubiesen conseguido venderlo antes de la enfermedad.
Travis no hizo ningún comentario. En la habitación en la que se encontraban había dos puertas, una que conducía a las cámaras de descontaminación y otra que, presumiblemente, llevaba al propio Enclave. Miró fijamente a la segunda. Recordó las palabras de Darion acerca de establecer contacto entre la resistencia humana y los rebeldes cosechadores. Si él, Travis, pudiese alcanzar ese objetivo, su libertad estaría justificada. Habría conseguido algo, marcar una diferencia. Y puede que la culpa que lo atormentaba por haber dejado a Simon y a los demás atrás desapareciese de una vez.
* * *
La segunda puerta se abrió. Un hombre escoltado por dos soldados y vestido con el uniforme de un capitán del Ejército apareció en la estancia lentamente, encorvado. Debía de tener sesenta años como mínimo, puede que mucho más. Su pelo era gris y lacio. Su bigote recordaba a una mancha de carbón. Profundas arrugas surcaban su rostro. Le recordó a Travis al mariscal de campo Montgomery, de la segunda guerra mundial, como si Monty nunca hubiese muerto, sino que solo hubiese envejecido, manteniéndose vivo gracias a los lejanos y desdibujados recuerdos de su glorioso pasado.
—Soy el capitán Gerald Taber, oficial del enlace militar —dijo el hombre—. Bienvenidos al Enclave.
El capitán Gerald Taber prosiguió:
—Somos una instalación científico-militar de alta seguridad, sellada herméticamente y completamente autosuficiente, parte de una red de bases parecidas a esta. Existimos para proporcionar soluciones militares y científicas y garantizar la continuidad de la administración en caso de catástrofes globales y cataclismos como el que ha tenido lugar.
Travis pensó que era como si estuviese leyendo un folleto o una orden memorizada durante años. ¿Habría imaginado el capitán Taber que llegaría el día en el que tendría que pronunciar aquellas palabras? Tras la enfermedad, con naves de los cosechadores sobrevolando los cielos, ¿tendría esperanza en las respuestas que se esperaban de él y sus colegas?
Porque, desde luego, el Enclave resultaba impresionante. Travis tuvo que admitirlo mientras Taber conducía a los adolescentes a través de la base. El techo abovedado, fruto de retirar tierra y roca; los brillantes arcos de acero que soportaban el peso de la colina; la enorme burbuja de cristal que garantizaba que el suministro de aire se mantuviese impoluto. El nivel superior seguía un diseño abierto, de modo que cuando los adolescentes cruzaron un pasillo central pudieron ver la prodigiosa cantidad de equipamiento militar que había a cada uno de los lados, incluyendo jeeps, camiones de transporte de suministros y algo parecido a tanques; sin embargo, cómo saldrían dichos vehículos al exterior en caso de que fuese necesario era un misterio. Travis se sentía como si hubiesen ido a parar al set de rodaje de la última película de Bond. Sí, la verdad es que tenía una apariencia impresionante.
* * *
Pero las apariencias engañan.
* * *
Había un montón de munición y muchísimas armas, pero por lo que parecía, no mucha gente para manejarlas. Un puñado de soldados aquí, otro grupo allá, jóvenes, y sin afeitar la mayoría, intrigados todos ellos por los recién llegados, intentando aparentar indiferencia, secretismo o confianza. Pero había miedo en sus ojos. Travis lo comprendió. No los criticaba por ello. Él tampoco era inmune al miedo. ¿Quién lo era? Pero… empezaba a pensar que acabar con los cosechadores no iba a ser una tarea tan sencilla como contarles a los militares supervivientes todo lo que sabía y sentarse a esperar mientras ellos hacían todo el trabajo. ¿Y si no estaban a la altura de las circunstancias? En el pasado tendía a pensar que como un adulto era mayor que él, tenía que ser necesariamente más sabio. Y puede que eso aún fuese cierto, en parte. Pero Travis también sabía que el hecho de que los adultos fuesen mayores no los hacía perfectos. No los hacía infalibles. Y, desde luego, no los hacía invulnerables.
Había aprendido todo aquello gracias a la enfermedad. Y al cuchillo entre las costillas de su padre.
Su mirada se fundió con la de Tilo. Sintió que su amiga tenía las mismas reservas.
Antony, por otra parte, parecía encantado de ver todo lo que Taber le mostraba. Travis pensó que quizá estuviese trasladando su lealtad hacia el colegio Harrington al Enclave.
—¿Y hay más niveles además de este, capitán Taber? —preguntaba el muchacho rubio.
—Así es, señor Clive —dijo Taber, que tras las presentaciones insistió en mantener las formalidades en el trato, algo que a Antony le pareció estupendo—. Hay otros dos niveles además de este. Aquí tenemos el arsenal y el área de entrenamiento. Por debajo de nosotros se encuentran las instalaciones científicas y de investigación, los laboratorios, la sala de reuniones y nuestro centro de monitorización y comunicaciones. Por último, sobre nosotros están los dormitorios y el área de descanso. Ya tenemos unas habitaciones preparadas para ustedes, pero antes de que les lleve a ellas quiero que conozcan a nuestra directora científica, la doctora June Mowatt.
Se trataba de una mujer que debió de ser joven allá por la década de los cincuenta, del mismo modo que sus ropas hubiesen estado de moda por aquel entonces. Su pelo estaba cubierto por una capa gris, como de polvo, y daba la impresión de que su piel hubiese ido perdiendo hidratación con el tiempo hasta conferirle una apariencia seca y marchita; pero sus ojos, protegidos tras unas gafas con montura de concha, aún conservaban la vivacidad. Su mirada dejaba entrever una actitud amistosa mientras estrechaba las manos de los adolescentes, a medida que entraban en la sala de reuniones.
—Sentaos, por favor —dijo ella, señalando una docena de sillas situadas en torno a una gran mesa circular—. Ya podéis descansar. Sé que ha sido un día muy duro.
—Ojalá solo hubiese sido un día —murmuró Mel.
La doctora Mowatt también se sentó, al igual que Taber.
—En primer lugar, debo disculparme por los rigores y las molestias causadas por nuestro protocolo de descontaminación. No es lo que se dice muy agradable, ¿verdad que no? No obstante, espero que entendáis por qué es necesario. La enfermedad es un virus. Tenemos que asegurarnos de que no encuentra el modo de llegar al interior del Enclave.
—Por supuesto —dijo Antony a la vez que asentía—. Lo entendemos, ¿no es así? Es una medida de precaución muy sensata.
—¿Pero nos van a devolver nuestras armas? —quiso saber Mel.
—El armamento alienígena está siendo estudiado por mi equipo de científicos. Obviamente, tenemos que aprender todo lo posible sobre la tecnología extraterrestre para, con suerte, poder contrarrestarla.
—Subyugadores —dijo Travis. Y no le gustó nada el «con suerte» de la señora Mowatt—. Los cosechadores llamaron subyugadores a esas armas.
—Ah, ¿sí? —La científica y el militar intercambiaron miradas cómplices—. Entonces, Travis, ¿dices que los alienígenas se llaman cosechadores a sí mismos?
—Hablan inglés. —¿Los miembros del Enclave no habían llegado siquiera a descubrir eso?—. Hablan el idioma de la parte del mundo en la que han aterrizado, en función de dónde lleven a cabo sus operaciones para capturar esclavos.
El capitán Taber carraspeó y negó con la cabeza.
—¿Esclavos? —La doctora Mowatt parecía impresionada—. Dios mío.
—Sí, esclavos —continuó Travis—. Están esclavizando a todos los jóvenes del planeta… o ese es su objetivo, al menos. Quiero decir, no… ¿no lo sabían?
—Hemos visto naves pequeñas sobrevolando las ciudades y los pueblos —dijo el capitán Taber—. Y de esas naves salían vainas que abatían a los niños.
—Recolectores —matizó Travis—. Y vainas de batalla.
—Y también hemos visto a los alienígenas… a los cosechadores llevarse los cuerpos de los niños, pero no tenemos ni idea de qué hacen a continuación. Asumimos que estaban muertos.
—Eso pensamos nosotros al principio, ¿verdad, Travis? —dijo Antony, al rescate de Taber.
—Pero si los daban por muertos —razonó Tilo—, si creían que los cosechadores estaban matando a los niños, ¿por qué no intentaron detenerlos? Tienen munición y hombres.
—Tilo, no sabemos si la doctora Mowatt y el capitán Taber no lo han intentado ya —intervino Jessica.
—Por favor. Por favor. —La doctora Mowatt levantó las manos, pidiendo calma.
—No estoy seguro de si este lugar es mejor que el colegio para niños pijos —le susurró Richie a Mel.
—Tenéis que entender nuestra posición —dijo la directora científica—. Estoy segura de que el capitán Taber os habrá informado de nuestro cometido original. La existencia de los Enclaves, tanto este como el resto de instalaciones distribuidas por todo el país, era alto secreto, por supuesto. El objetivo era que, en caso de que tuviese lugar un desastre de semejante magnitud que amenazase con desestabilizar por completo la sociedad, las bases se comunicarían entre ellas y tomarían el mando, restablecerían el orden, prevendrían la anarquía y proporcionarían ayuda. Esa era la teoría.
—Ahora viene un «pero», ¿a que sí? —farfulló Mel.
—Me temo que sí, Melanie —reconoció la doctora Mowatt abiertamente—. Al final, el pánico que afectó a la población general también se infiltró en los Enclaves. Ni siquiera nuestros procesos de descontaminación nos aislaron de él. Varios de nuestros soldados perdieron los nervios…
—Cosa de la que me avergüenzo —apostilló Taber sin mostrar un ápice de empatía.
—Y huyeron de la base. Para estar con sus familias. Para alertar a los medios de lo que estaba ocurriendo. Tendrían sus motivos, pero por muy válidos que estos pudiesen parecer, no podíamos permitir que esa gente se pusiese en contacto con la sociedad. Nos vimos obligados a tomar medidas para traerlos de vuelta.
—¡Yo vi a uno de esos! —exclamó Tilo—. Cuando estaba con… apuesto a que era uno de ellos, alguien de aquí, porque no paraba de decir que se acercaba el fin. Y se suicidó.
—Hubo un incidente de esas características, efectivamente. Pero gracias a la disciplina impuesta por el capitán Taber y el sentido del deber entre mi equipo de científicos, salimos mejor parados que la mayoría. Durante el punto álgido de la enfermedad, varios Enclaves fueron pasto de la rebelión. No se llevaron a cabo los protocolos correctos de acceso. La integridad de esas bases se vio comprometida y el personal acabó contrayendo la enfermedad. Poco después, las comunicaciones entre nosotros y los demás Enclaves se cortaron. Por lo que sabemos, puede que seamos el único Enclave operativo.
—Pues sí que es una mala noticia —aceptó Mel—. Sobre todo, y no quiero sonar borde, si tenemos en cuenta que tampoco parecéis muy operativos, que se diga.
La doctora Mowatt asintió, comprensiva.
—Me temo que hemos sufrido ciertas… bajas —dijo—. Patrullas que no regresaron, individuos que abandonaron las instalaciones en secreto para no volver jamás… Ahora hemos establecido una rutina de vigilancia de todas las salidas para evitar futuras pérdidas de recursos humanos. La verdad es que ahora somos menos de cien, entre soldados y científicos, cuando deberíamos ser en torno a mil para poder funcionar a pleno rendimiento. Tenemos que adecuar nuestras ambiciones a ese hecho. Y nuestros problemas giran en torno a que ninguno de nosotros puede salir al exterior sin llevar un traje de protección.
—¿Así que por eso optáis por quedaros bajo tierra? —El tono de Travis tenía cierto componente acusador.
Pero la doctora Mowatt no pareció detectarlo.
—Ahora entendéis por qué disponemos de poca información. Si no fuese por los ojos vigía…
—¿Los qué? —Mel no estaba segura de haber oído correctamente.
—Los ojos voladores. Son robots de vigilancia. Los llamamos ojos vigía. De no ser por ellos, hubiésemos estado ciegos todo este tiempo. Pero ahora, gracias a vosotros seis —dijo la doctora Mowatt con una amplia sonrisa—, puede que tengamos un modo de ver más allá.
—Vimos cómo os capturaron —reveló Taber—. Y cómo escapasteis.
—¿Y no se os pasó por la cabeza, no sé, echarnos una mano o algo así? —Travis estaba francamente sorprendido.
—Los ojos vigía no tienen capacidad ofensiva —dijo Taber—. Y no tenía sentido enviar a nuestras tropas, a riesgo de sufrir bajas y de alertar a los alienígenas de nuestra presencia, sin tener garantías sólidas de éxito.
—¿Y no pensasteis sencillamente que lo correcto en esa situación era ofrecer ayuda a quienes la necesitan? —insistió Travis.
—Una posición muy idealista pero ingenua, señor Naughton —dijo Taber a la vez que movía su oscuro bigote—. Lo correcto y lo incorrecto no son consideraciones relevantes para un militar. La superioridad en el campo de batalla es el único factor determinante en la guerra.
—Y puede que vosotros seáis quienes nos proporcionen esa superioridad —apuntó la doctora Mowatt—. Todos vosotros. Por eso hicimos que el ojo vigía os siguiese y, cuando juzgamos que la situación era segura, que entrase en contacto con vosotros y os trajese aquí. Habéis estado en el interior de una nave alienígena. Tenéis información sobre los cosechadores que nosotros no poseemos. Podéis ayudarnos a hacer lo correcto. —Miró a Travis—. ¿Lo haréis?
—Pero si no hubiésemos escapado tras haber sido capturados —dijo—, si no pudieseis sacar ningún provecho inmediato de nosotros, si solo estuviésemos luchando por sobrevivir ahí fuera, nos hubieseis ignorado, ¿verdad que sí? Nos hubieseis dejado en las cariñosas manos de los cosechadores.
—No hubiésemos tenido otra elección —afirmó la doctora Mowatt.
Siempre hay elección, pensó Travis.
—¿Nos ayudaréis? —reiteró la directora científica.
Aunque en aquel momento no la tenían, independientemente de las deficiencias del Enclave. Travis esperó hablar por todos.
—Por supuesto —dijo.
* * *
Simon no podía creerlo. En un momento se encontraba languideciendo en una celda, esperando ser ejecutado, y al siguiente estaba allí, disfrutando de la clase de comodidades que solo imaginaba que existiesen en el Savoy u otro hotel de lujo, no a bordo de una nave alienígena, especialmente para el disfrute exclusivo de alguien que ni siquiera había llegado a la categoría de esclavo. Tenía que tocarlo todo continuamente (la silla acolchada, la decorada mesa en la que habían dispuesto un suculento banquete para su deleite) para asegurarse de que lo que lo rodeaba era sólido, sustancioso, y no una ilusión o una extensión de los hologramas que había visto durante el procesamiento. Todo era real.
Y era al comandante Shurion al que debía agradecer aquel súbito cambio en su suerte.
Fue él quien admitió que había sido un error por su parte haber dejado a Simon con el resto. Simon no tenía que estar en aquellas celdas y deseó que pudiese perdonarlo por su error y que se pusiese cómodo en los nuevos aposentos a los que lo habían acompañado, donde podría comer algo y relajarse. El comandante le dijo que hablaría más tarde con él.
Y lo cierto es que había sido tan razonable, tan cercano, que Simon empezó a pensar que los oficiales de los cosechadores no eran los únicos que habían emitido un juicio equivocado. Quizá el comandante Shurion tuviese razón, después de todo.
Simon se sentó a la mesa y probó unos cuantos platos. Solo fue plenamente consciente del hambre que tenía cuando empezó a comer. También tenía mucho sobre lo que pensar y una imperiosa pregunta que responder. ¿Por qué? ¿Por qué lo habían llevado allí?
Quizá los cosechadores tratasen a los seres humanos de un modo distinto. Quizá los alienígenas no estuviesen tan obsesionados con aspectos superficiales como la apariencia, el desarrollo físico, el hecho de llevar gafas o el haber besado, o no, alguna vez a una chica. Quizá fuesen capaces de ir más allá de los aspectos superficiales y ver lo que subyace.
Quizá el comandante Shurion apreciase más a Simon que el resto de los adolescentes. Quizá por eso lo había llevado a aquel lugar, para negociar algún acuerdo entre los humanos y los cosechadores. Quizá los rigores que había tenido que sufrir hasta entonces no eran más que un malentendido y, después de todo, había sido escogido para ayudar a restablecer la situación.
Eso estaría bien, ¿verdad? Simon Satchwell restableciendo la situación. El pobre Simoncete, salvándolos a todos. Simon el Simplón elevado de perdedor a líder. Simon empezó a sentir cierto orgullo mientras seguía comiendo y bebiendo aquel líquido que sabía un poco a champán. Haría que Coker mordiese el polvo. Y Travis, Travis lo miraría con agradecimiento y admiración. Porque ellos seguían en las celdas; pero él, Simon, no. Había sido elegido.
Merecía respeto, siempre lo había merecido y, por lo que parecía, al fin iba a tener aquello que tanto había anhelado.
Prácticamente los mandaron a la cama, como si fuese parte de un ritual.
—¿No es hora de que te acuestes, Melanie?
Mel había dado aquella costumbre por perdida, como los demás aspectos del viejo mundo. Pero en cuanto Travis decidió por todos que harían lo correcto y ayudarían al Enclave en la medida de lo posible (¿Le sorprendió que lo hiciese? Por supuesto que no), la doctora Mowatt les dijo que ya podían marcharse y que habría una reunión a la mañana siguiente, ya que, como afirmó: «Seguro que os vendrá de maravilla una buena noche de descanso». Hora de acostarse, vaya.
Pero Mel jamás podría pasar una buena noche.
No era que la cama, que se encontraba en una pequeña habitación en la tercera planta del Enclave, no fuese cómoda. Estaba tumbada sobre ella, completamente vestida, y lo cierto es que lo era; al igual que la cama del dormitorio de Harrington, que también era bastante aceptable. Lo que no le permitía caer rendida era su mente, sus recuerdos. Un recuerdo en concreto.
Ella, en las escaleras de su casa. Su padre, el viejo Gerry Patrick, aquel grosero y violento mamarracho, respirando con dificultad a causa de la enfermedad. Su padre, persiguiéndola escaleras arriba. Agarrándola de la muñeca… Lo había hecho tantas veces, eso de sujetarla hasta dejarle marcas. Se giró, se volvió, dio un manotazo para liberarse. Y lo consiguió. Y su padre se inclinó hacia atrás, perdió el equilibrio, se escurrió, cayó, se desplomó sobre el recibidor. Se rompió el cuello. Murió.
* * *
En el mundo real estaba muerto, pero seguía vivo en sus sueños, como Freddy Krueger pero sin los cuchillos en los dedos. Las acusaciones que su padre le lanzaba eran más afiladas que cualquier cuchillo: «Me dejaste morir, Melanie. Querías que muriese. Me mataste, acabaste con tu propio padre». No le permitiría dormir. No podía dormir. Especialmente cuando, que Dios la ayudase, aquellas palabras fantasmales tenían algo de verdad. No lo mató deliberadamente, no lo empujó. La muerte de su padre había sido un accidente. Pero… se alegraba de que hubiese muerto. Y lo más deprimente de todo era que, si su mente seguía viéndose plagada de recuerdos de su padre, al que aborrecía, ¿por qué apenas recordaba a su madre, a la que amaba?
Qué injusto podía llegar a ser el mundo.
Mel rodó hasta quedar de lado, flexionó las rodillas y las abrazó. En el pasado, en momentos solitarios como aquel, hubiese encontrado consuelo en la fotografía en la que salían Jessica y ella, que tenía escondida y a salvo en su dormitorio, como una carta de amor. La fotografía en la que ambas se abrazaban en una fiesta. La fotografía en la que ambas sonreían, reían, felices (o en su caso, olvidando temporalmente la tristeza). La que podría ser de un novio con su novia, si ella o Jessie fuesen un chico. Y Mel agradecía que Jessie no lo fuese.
Chicos. Los chicos se parecían demasiado a su padre. Ellos también le podían hacer mucho daño. Con una o dos excepciones, por supuesto. Como Travis. Porque confiaba en Travis… aún lo quería, como en el pasado. Lo intentó con él. Salieron juntos. Lo besó, pero no funcionó. No se sentía bien. Hasta las manos de Travis le recordaban a las de su padre cuando la tocaba. A veces pensaba cómo sería que fuese Jessie la que la tocara de ese modo… Jessie tampoco tenía novio pese… pese a ser preciosa. ¿Por qué sería?
Mel deseó tener la foto con ella, pero la había perdido. Estaba en el bolsillo de sus pantalones vaqueros, de los que se deshizo antes del procesamiento. Seguían allí, por supuesto, a menos que los cosechadores hubiesen quemado las ropas de los cautivos (cosa que resultaba bastante probable). Incinerada, perdida para siempre como el mundo que le habían arrebatado, despojándole de su última esperanza de ser feliz.
Pero Jessica seguía allí. Jessica estaba a tan solo unos metros de distancia, saliendo de su habitación. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué estaría haciendo en aquel momento, sola? ¿Ya se habría quedado dormida? ¿O estaría despierta, tumbada al igual que Mel, o dando vueltas por la habitación, o sentada, con la mirada perdida y sus ojos verdes apagados? ¿Estaría sola? ¿Estaría triste? ¿Cómo no iba a estarlo?
¿Le gustaría que llamasen a la puerta y que fuese su amiga?
Quizá la pérdida de la fotografía le hubiese hecho un favor a Mel. ¿Qué sentido tenía mirar como alma en pena un retrato del pasado, una imagen plana y sin vida hecha de productos químicos y tinta de colores? Jessie, la auténtica, estaba cerca. Mel solo tenía que dar, ¿cuántos, cien pasos? Y podría verla. ¿Por qué no? ¿Por qué esperar? Sonaba muy agorero, pero mañana podían estar todos muertos.
Mel bajó los pies de la cama y se levantó. Sintió que le temblaban un poco las piernas.
Jessie se alegraría de verla. Su rostro se iluminaría, como hacía siempre que algo le agradaba. E invitaría a Mel a pasar y a sentarse. En las sillas. O en la cama.
Mel salió al pasillo. La luz eléctrica desprendía un brillo cegador, como el de un interrogatorio. Mel se sentía vulnerable bajo ella.
Y Jessie se sentiría infeliz, visiblemente dolida, y diría algo como que no podía seguir adelante, que no podía afrontar sola la cruda realidad de aquel angustioso mundo. Y Mel le diría que no tenía por qué hacerlo. Que no estaba sola.
Por lo rápido que le iba el pulso, se diría que los cien pasos que separaban su dormitorio del de Jessica eran cien mil.
Y abrazaría a Jessica y Jessie se lo permitiría. Y Jessie apoyaría la cabeza sobre su hombro y sus cabellos; negro y rubio, parecerían muy distintos cuando sus mechones se entrelazasen, pero no importaría. Y Mel pronunciaría el nombre de Jessica y Jessie la miraría a los ojos y se verían con toda claridad la una a la otra y entonces lo sabría. Jessie lo sabría.
Mel se detuvo ante la puerta de Jessica. Le costaba respirar. Llamó. Le temblaba la mano.
Y en su fantasía, Mel la besaría. Y Jessica…
Pero claro, puede que ya estuviese dormida. Puede que hubiese echado el cerrojo.
—¿Quién es? —No estaba dormida.
—Mel.
—Pasa.
El cerrojo no estaba echado.
Y Mel entró y Jessie estaba sentada en la cama, sola.
—Mel. —Su rostro no se iluminó—. Parece que esta noche soy de lo más popular.
Porque no estaba sola en la habitación. Alguien estaba sentado en la silla.
Y Mel sintió que el corazón le dio un vuelco y no pudo contener las lágrimas, tan amargas como fútiles.
—Hola, Mel —dijo Antony Clive.
Si Mel hubiese estado en el pasillo unos minutos antes, se hubiese topado con Tilo dirigiéndose hacia la habitación de Travis y hubiese visto la expresión de desconcierto en el rostro de la chica. Tilo había decidido ir a visitar a Travis a aquellas horas, una decisión que no esperaba tener que tomar por sí misma. Esperaba que fuese él quien la hubiese invitado.
Aún había muchas cosas que no sabía, o que no alcanzaba a comprender, acerca de su novio. Cosa que tampoco es que le sorprendiese. Solo lo conocía desde hacía unas semanas y, teniendo en cuenta los rigores de la vida desde la enfermedad, especialmente tras la llegada de los cosechadores, no habían tenido mucho tiempo para charlar con tranquilidad y despejar incógnitas. Cuando recordó que la primera reacción de Travis al encontrarla en la casita de sus abuelos fue pegarle un puñetazo en la boca, pensó que era sorprendente no ya que se llevasen bien, sino que fuesen pareja. Pero, al fin y al cabo, estaban juntos porque Tilo sabía de Travis todo lo que necesitaba para mantener aquella relación: que lo quería.
De hecho, lo quiso desde el primer momento.
En Harrington le dijo que tendría que esperar y ella accedió, aunque a regañadientes. En Harrington. Antes de que llegasen los alienígenas. Antes de que estos redujesen el colegio a cenizas. Tilo no veía ningún motivo por el que esperar. No había tiempo que perder. Era lo que sintió durante el procesamiento, que la vida era misteriosa, fascinante, valiosa. Había que vivir la vida y disfrutar del momento. Tenía que estar con Travis ahora mismo. En todos los sentidos. Seguro que él sentiría lo mismo.
Vale, ya sabía que Travis podía llegar a ser un poco intenso. Era plenamente consciente de que el asesinato de su padre lo había marcado de forma más permanente que cualquier herida física, del mismo modo que la enfermedad los había marcado a todos. Por ello, Travis lo veía todo en términos absolutos, en blanco y negro. Conceptos abstractos como la moralidad eran muy importantes para él (aunque ella tampoco se desvivía por ser mala, ni nada de eso). Poseía convicciones y el valor para defenderlas. No es que a Tilo le volviese loca su cuerpo: era el sentido del deber de Travis, su fuerza interior, lo que más le atraía de él, las cualidades que más apreciaba. Quizá fuese porque a ella también le gustaría tenerlas. Pero ir a por él con tanta decisión tampoco es que fuese de cobardes, ¿verdad? ¿Cómo iba a estar mal lo que quería hacer? La noche anterior, en la celda, necesitaba consuelo y Travis se lo proporcionó. Pues aquella noche era ella la que quería proporcionarle algo a cambio, y con creces.
Solo que no hubo respuesta cuando llamó a la puerta.
—Travis, ¿estás ahí? Soy yo, Tilo. —Empujó la puerta y esta se abrió; Travis no la había cerrado correctamente. Y supo la razón por la que no respondió a su llamada en cuanto oyó el susurro de la ducha, procedente del baño. Tilo cerró la puerta con una sonrisa en los labios hasta que oyó el clic; interrumpirlo no sería una buena idea. Ofrecerse a frotarle la espalda, por otra parte…
Incluso sin la cascada de agua manando de la ducha y el repiqueteo que producía contra las paredes transparentes del cubículo, Travis no hubiese reparado en la llegada de Tilo. Estaba pensando en otra cosa.
En la nave de los cosechadores. En aquellos a quienes había dejado atrás. En aquellos a quienes había fallado.
Darion lo había escogido a él, en teoría, por su potencial para el liderazgo. Bueno, pues quizá el juicio del alienólogo fuese tan escaso como su valor. Quizá debería haber buscado más a fondo para dar con un aliado que lo ayudase a llevar a cabo con éxito su versión de ciencia ficción de La gran evasión. Antony, quizá, o incluso Leo Milton. O Mel; no había ningún motivo por el que imponer limitaciones sexistas sobre los candidatos. Alguien que fuese capaz de huir llevando consigo a más de cinco compañeros.
Travis pensó en el rastro de cuerpos inconscientes que se formó desde la celda hasta los bosques. Pensó en Simon y en aquellos que habían sido dejados atrás sin una oportunidad de conseguir la libertad. Debería haberlo hecho mejor. Su padre lo hubiese hecho mejor. Él, Travis, había decepcionado a su padre, a su recuerdo. Se sentía avergonzado.
De ahí que se estuviese dando una ducha. No es que le hiciese falta por higiene; tras el proceso de descontaminación del Enclave, estaba más limpio que nunca. Había otra clase de manchas en él que necesitaban otro tipo de limpieza, pero aquel sentimiento de culpa no podía irse con agua y jabón. Travis lo intentó de todos modos. No estaba funcionando.
Pero, al menos, quizá tuviese la oportunidad de redimirse. El Enclave tenía armamento capaz de hacer daño a los cosechadores. Lo que parecía faltarles a sus miembros era la voluntad de hacerlo. Daba la impresión de que Taber y Mowatt se conformaban con guarecerse en su fortaleza subterránea y observar la cacería de los cosechadores desde una distancia segura mientras lamentaban su suerte. Quizá se debía a que eran mayores, a que habían vivido más de medio siglo en un mundo que había desaparecido y los había dejado varados. El tiempo y las circunstancias limitaban su futuro. Pero Travis aún tenía décadas por delante, al igual que los demás, y no estaba dispuesto a pasar esos años siendo un esclavo. Pelearía por ellos. El Enclave proporcionaría las armas; él, la voluntad para usarlas.
* * *
De pronto, alguien entró en el baño. Una sombra se perfiló al otro lado de la pared del cubículo.
—¿Quién…? —Travis abrió la puerta con brusquedad.
—¿Hay sitio para alguien más ahí dentro? —dijo Tilo con una sonrisa.
—Tilo, pero ¿qué…? —Ella no le quitaba los ojos de encima.
—Ya veo que estoy demasiado vestida, pero eso tiene arreglo. —Y empezó a desabotonarse la túnica.
—Tilo, ¿qué crees que estás haciendo?
Y cuando vio a Travis coger una toalla y enrollársela en torno a la cintura, Tilo supo que las cosas no iban a ir según lo previsto. Deseó que fuese con ella con quien se estuviese enrollando.
Él cerró el grifo de la ducha.
—¿Cómo que qué estoy haciendo? Vaya, la verdad es que no es la bienvenida que esperaba, Travis.
—Venga, vamos a la otra habitación. —Travis la condujo hasta allí, goteando—. ¿Cómo has entrado?
—La puerta estaba abierta. ¿Quieres que me vaya?
—No, claro que no. —Travis supo por su tono de voz que Tilo estaba molesta, lo cual no era justo. No debería haberle sorprendido de ese modo. Tenía cosas en las que pensar—. Solo que no te esperaba… es tarde.
—Hora de irse a la cama —dijo Tilo—. Ya lo sé. ¿Quieres que te ayude a secarte, Trav?
Extendió la mano para tocarle el pecho. Travis le cogió de la muñeca antes de que lo alcanzase.
—Es una oferta tentadora, Tilo, pero ahora no es el momento.
—¿Que no es el momento? —Si lo que quería aquella noche era repetir las palabras de Travis, lo estaba haciendo de maravilla—. Pero contigo nunca es el momento, ¿verdad que no, Travis? ¿Cuándo va a ser un buen momento para ti y para mí? ¿Quieres que pida cita?
—No seas infantil, Tilo —contestó Travis, molesto.
—¿Que no sea infantil? Recuerdo que me prometiste que nunca me dejarías. —Liberó la mano—. ¿En qué ha quedado eso, eh? Es como si no quisieses que nos tocásemos.
—Eso no es verdad.
—Y justo cuando podemos, resulta que no es el momento…
—Pero es que no lo es, Tilo —replicó Travis—. No es el momento. No lo será mientras nuestros amigos estén presos en esa nave de los cosechadores. No lo será mientras podamos salvarlos si actuamos con rapidez. Puede que aún no los hayan metido en los criotubos. Antes les fallé, pero…
Tilo negó con la cabeza, enfatizando el gesto.
—No le has fallado a nadie, Travis. Lo hiciste lo mejor que pudiste.
—¿Sí? Pues si eso es lo mejor que puedo hacer, menuda mierda.
—No digas chorradas. Sin ti, Trav, ninguno de nosotros lo hubiese conseguido. Venga, no tienes que machacarte tanto. No es sano. Mira, déjame… —En aquella ocasión extendió las dos manos hasta depositarlas sobre sus hombros y apretó, acercó su cuerpo al suyo, rozó sus labios con los de él.
Y él dio un paso atrás.
—No puedo, Tilo. Ahora no. No debemos… ¿Cómo podemos pensar en nosotros cuando los cosechadores están ahí fuera capturando y esclavizando a jóvenes como nosotros? Tenemos que combatirlos. Tenemos que detenerlos.
—Y estoy de acuerdo, pero…
—No podemos andar con distracciones personales, Tilo. Tengo que… tenemos que dedicar todos nuestros esfuerzos a lo que de verdad importa.
—O sea, a salvar el mundo, ¿no? —Tilo se rio con sorna—. ¿Es eso, Travis? ¿Quieres salvar el mundo? No creo que haya nada más importante. Sé muy bien qué es eso de querer salvar el mundo. He vivido la mayor parte de mi vida con gente que no quería otra cosa. Con los Hijos de la Naturaleza, para empezar. La mayoría quería conseguirlo sentándose en mitad del bosque mientras les crecía la barba, comiendo bayas y pidiendo subvenciones. No cambiaban nada y jamás lo harían, pero te diré una cosa de ellos, Trav, al menos sabían para qué querían salvar el mundo.
—No he…
—Por la gente, Travis. Les preocupaba la gente. Es la gente la que da forma al mundo. Y lo que sienten las personas cuando están enamoradas, lo que hacen dos personas por amor, eso es lo que hace que el mundo sea bueno, lo que hace que merezca la pena salvarlo. El amor… Que tú y yo, Trav, estemos juntos esta noche, que es lo que quiero y por lo que estoy aquí, es algo más que una distracción personal, ¿no? Quiero decir, si le das la espalda a ese deseo, ¿qué sentido tiene combatir a los cosechadores? Por favor, Travis, quiero estar contigo. No hagas que me marche.
Bajó la mirada, pero su voz era firme e inflexible.
—No estaría bien, Tilo. No me sentiría… lo siento.
—¿Que lo sientes? —dijo ella con un suspiro mientras se abotonaba la túnica—. Ya. Yo también. Nos vemos mañana, Trav.
No quería que se marchase así, sin entenderlo. Quería explicarle la situación y que se pusiese en su lugar. Tenía que pensar en los demás, antes incluso que en sí mismo. Tenía responsabilidades. Tenía que ser un líder. Era cuestión de prioridades. La quería, pero…
Ella ya no estaba ahí para escucharlo.
Cuando la puerta se abrió, Simon esperaba que se tratase de un miembro de la tripulación de la nave trayéndole el desayuno. No fue así. Era el comandante Shurion.
—Buenos días, Simon —dijo el cosechador—. Espero que hayas dormido bien.
—Sí, señor, muchas gracias, señor. —Simon parpadeó tras sus gafas. Shurion aún conservaba una pátina de educación pero había algo distinto en él aquella mañana, su tono de voz era más frío y su mirada tenía un brillo metálico.
—Si estabas esperando el desayuno, me temo que antes tengo que enseñarte algo. Pensé que no sería una buena idea que comieses antes de verlo.
Aquello no terminaba de sonar bien. Simon tragó saliva.
—Pantalla, celda de desechos, un minuto antes de la eliminación.
El muchacho tragó saliva una vez más cuando, a la orden de Shurion, una de las paredes mostró el interior del lugar en el que estuvo recluido. ¿La celda de «desechos»? En su interior se encontraba Digby, andando en círculos como alma en pena. El chico de la esquina seguía tosiendo… también podía oírlo. Las dos chicas delgaduchas seguían abrazadas la una a la otra. Aunque, quizá, no por mucho tiempo. ¿Un minuto antes de la eliminación?
—Vas a ser testigo de lo que ocurrió ayer por la tarde —dijo Shurion—. Mientras comías aquí mismo. Agradece, mi joven amigo, no haberte encontrado allí cuando ocurrió. —Y señaló con su dedo, blanco como un hueso, la pantalla.
—Lo agradezco, comandante Shurion, señor. —Simon asintió, enérgico, como si intentase sacudirse las gafas de encima—. Vaya si lo agradezco. —Empezó a frotarse los pulgares y los índices con nerviosismo, en silencio, temeroso, mientras contaba los segundos de la cuenta atrás—. ¿Qué…? Bueno, si se me permite la pregunta, ¿qué ocurrió ayer por la tarde? —Pensó que le gustaría estar preparado.
—Observa —le ordenó el comandante Shurion.
Entonces empezó a sonar un zumbido constante en la celda de desechos. Aquel imprevisto sonido sorprendió a los ocho internos tanto como a Simon, al que la resonancia le recordó a un motor en marcha. Aumentó de volumen, poco a poco, en un ominoso crescendo.
Los internos intercambiaron palabras entre ellos. Simon no pudo entender qué decían exactamente, pero sí el tono. Ansiedad. Pánico. Alarma. Digby caminó más deprisa, recorriendo aquel círculo perpetuo con más agitación. El chico de la esquina se puso en pie como pudo. Las chicas se abrazaron aún más fuerte.
—¿Qué… qué va a…? —A Simon el miedo le había dejado la boca seca.
Todos los paneles que componían la celda empezaron a brillar y a adquirir color, luciendo un tono rosado como el de una chica en su primera cita. A Simon le pareció que aquel incesante y cada vez más intenso zumbido se concentraba en dichos paneles, como si procediese de ellos.
Y el tono rosado se convirtió en un rojo escarlata, como si algo en su interior estuviese sangrando.
Los prisioneros empezaron a gritar. Tenían motivos para ello. E incluso entonces le parecieron ridículos a Simon: eran como mimos escenificando terror, representando desesperación. Solo que ninguno estaba fingiendo. Y por lo que parecía… estaban sudando. Sudaban como si los paneles fuesen soles. Aparecieron oscuras manchas de humedad en sus ropas. El chico que tosía empezó a jadear. Y Digby aporreó la puerta con los puños.
Sus ropas se estaban quemando.
El zumbido sordo golpeó los oídos de Simon como si fuese una infinita secuencia de golpes, hasta el punto de ensordecerlo. Miró hacia el comandante Shurion. El alienígena estaba contemplando los acontecimientos de la celda de desechos sin mostrar ninguna emoción, como si estuviese viendo una colonia de hormigas rociada con insecticida.
Digby, pensó Simon. Dios mío. Porque sabía lo que iba a ocurrir. Los paneles carmesíes brillaban con intensidad, haciéndole daño a los ojos. El apoteósico estruendo advertía de una liberación inminente de energía. Estaban muertos en la celda de desechos. Llevaban muertos horas mientras él, Simon, dormía. Y, aunque deseó no haberlo hecho, pensó: Mejor ellos que yo.
Y Digby murió una vez más en la pantalla, que inmortalizó su inmolación. Su túnica y pantalones grises ardieron súbitamente, envueltos en llamas, y su pelo prendió, al igual que sus extremidades y su cabeza. Digby estaba ardiendo. Y el chico que tosía. Y las chicas, quemándose juntas como dos muñecos gemelos en una fogata. Todos ellos resplandecían en llamas. Y gritaron hasta que sus cuerdas vocales acabaron incineradas, pero Simon agradeció no poder oírlos.
Se le revolvió el estómago. Shurion había tenido una buena idea al guardar el desayuno para después.
Pero al menos le ahorraron el macabro espectáculo de ver ocho cadáveres calcinados. A medida que las llamas se disipaban, sus cuerpos siguieron el mismo camino, disolviéndose hasta desaparecer, desintegrados. Digby y los demás se convirtieron en borrones oscuros cuyas formas apenas recordaban a las de seres humanos, en sombras y humo. En átomos flotando en el aire.
Se habían ido.
Simon se quedó mirando la celda de desechos, que quedó vacía. El color de los paneles desapareció. Pudo oír su propia respiración entrecortada y el bombeo de su ajetreado corazón, pues una vez hecho su trabajo, el zumbido había dejado de sonar. Hasta entonces, Simon creía saber lo que era el terror, pero como todas las desgracias de la vida, el terror era ladino, versátil e ingenioso hasta el extremo: podía tomar infinidad de formas. Y todas y cada una de ellas eran más de lo que Simon Satchwell podía soportar.
—Eliminación —resumió el comandante Shurion—. Es el destino de los alienígenas para los que no podemos encontrar ningún uso. Pensé que querrías estar al corriente de ello antes de que empecemos a charlar, Simon. Pantalla, apagar.
—Pero… comandante Shurion, señor, ¿y mis otros amigos? —preguntó Simon. Si le hubiese ocurrido lo mismo a Travis…
—Tus otros… ¿amigos? —dijo Shurion, con un tono de voz que dejaba entrever que sabía algo que aún no quería revelar—. Siéntate, Simon. Y no tengas miedo. El destino de tus compañeros no será el mismo que el tuyo.
Gracias a Dios, pensó Simon. Gracias a Dios. Haría cualquier cosa por no morir así. Lo que fuese.
—Seguramente estés pensando que los cosechadores son una raza cruel, despiadada y atroz, ¿verdad?
—Eh… —¿Cómo iba a contestar a eso y seguir vivo al día siguiente?
Por suerte, parecía que el cosechador le había formulado una pregunta retórica.
—De ser así, es que no comprendes la naturaleza del universo. Los sistemas de creencias que han adquirido el nombre de moralidad, conceptos como el bien o el mal, lo justo o lo injusto, no suelen ser más que falsas justificaciones de un grupo para imponerse sobre otro. Así ha sido en incontables ocasiones en tu propio planeta, ¿verdad que sí, Simon? Ocurre lo mismo por toda la galaxia. La realidad, no obstante, es que si un pueblo quiere sobrevivir y prosperar, solo hay una cualidad relevante y esa cualidad es la fuerza. La única diferencia que divide a toda la creación es la que separa a los fuertes de los débiles. Toda especie, toda raza, todo ser vivo nace para ser o uno u otro, cazador o presa, amo o esclavo. Los cosechadores no tardamos en aceptar aquella ineludible e innegable verdad en una etapa temprana de nuestra historia y nos hicimos fuertes. Aceptamos la realidad y nos convertimos en amos. Somos vuestros amos, Simon.
Este inclinó la cabeza. No estaba en posición de contradecir al alienígena. Nunca había estado en posición de contradecir a nadie.
—La raza humana ha demostrado ser genéticamente inferior a nosotros. Sois débiles y habéis sido conquistados. Habéis demostrado que solo servís para ser esclavos y en esclavos os convertiréis. Con contadas excepciones. Como las de quienes resultan ser demasiado débiles hasta para llevar a cabo sus funciones de esclavos… Estos son eliminados, como has podido comprobar. Pero otros prosperarán, aquellos en los que percibimos un potencial, aquellos en los que nuestros instrumentos detectan una serie de características que encontramos positivas, cualidades que pueden llegar a convencernos, con el tiempo, de que quien las posee no se cuenta entre los débiles, sino entre los fuertes, como nosotros. Solo un reducido grupo de afortunados se encuentra en esa posición privilegiada y tú eres uno de ellos.
—¿Qué? —¿Y aquello era bueno? Desde luego, sonaba bien. «Privilegiado» siempre sonaba bien. ¿Significaba eso que iba a vivir? ¿Qué tenía que hacer para seguir vivo?
Shurion esbozó una débil sonrisa.
—El procesamiento nos enseñó mucho sobre ti, Simon. Sospecho que has tenido una vida difícil, ¿no es así? Sospecho que tus iguales nunca te apreciaron o te comprendieron, ¿cierto? Puedo ver la lucha continua que ha sido tu vida, Simon. Infravalorado. Subestimado. ¿Puede que incluso convertido en víctima? ¿Atormentado? El objetivo de todas las burlas. De todas las bromas.
Tenía razón en todo, por supuesto. Y Simon no quería echarse a llorar allí mismo, no en aquel momento, delante del comandante Shurion, pero hasta sus propias lágrimas ignoraban sus deseos.
—Te has visto obligado a recorrer un camino solitario, ¿no es así, mi joven amigo? Y durante muchos años. Los demás te excluyeron, ¿me equivoco? Te convirtieron en un apestado, tus iguales te rechazaron sin llegar a conocer tu auténtica valía. Pero yo sí la veo, Simon Satchwell, y te ofrezco la oportunidad de unirte.
—¿A… vosotros? —Simon estaba confundido. Su mente era un caos de emociones, amargura, dolor, odio, compañeros a cuya presencia ya estaba acostumbrado—. No entiendo.
—Demuestra tu lealtad hacia nosotros, Simon, y nosotros te seremos leales.
—¿Cómo? Quiero decir… —Era un truco. Tenía que serlo. Shurion quería aprovecharse de su debilidad y engañarlo. Travis se hubiese negado a escuchar una palabra más. Tenía que hacer lo que Travis. Travis jamás lo hubiese abandonado. Era a Travis a quien debía lealtad—. No puedo… —gimió Simon. Pero ¿y si la única alternativa era la celda de desechos?
—Ah, qué valiente por tu parte decir que no puedes, Simon —reconoció Shurion, asintiendo con su blanca cabeza en señal de admiración—. Qué noble. Hice bien en escogerte. Crees que has de ser leal a quienes llamabas amigos en el pasado, ¿no es así?
—Sí.
—Crees que si te alías con nosotros habrás traicionado a tus amigos, ¿no es así?
—Sí… sí.
—Pero no son tus amigos, Simon. Y son ellos los que te han traicionado a ti.
Simon no le creyó. No quería creer lo que el comandante Shurion pasó a contarle. El problema no era que hubiesen tramado una fuga. Era lo esperado. Y no le extrañó que hubiese sido Travis quien la instigó e inspiró. Pero que hubiesen buscado su propia libertad abandonando a Digby y al resto a su suerte era algo que no pudo aceptar. Al principio. Pero el comandante Shurion insistió en que así había sido. Le dijo a Simon que habían contado con ayuda. Un cosechador traidor les había enseñado cómo huir de su celda. Sabiendo eso, podrían haber buscado en otras celdas hasta dar con la de Simon y sus fallecidos compañeros. Si hubiesen querido. Si se hubiesen molestado. Pero no fue así. Huyeron para salvar su propio pellejo. No se preocuparon por Simon. Así lo habían demostrado.
—No… no —se resistió Simon—. No me lo creo. —Travis no lo abandonaría. Le había prometido que no lo haría. Y si había incumplido su promesa, bueno, entonces no sería mejor que el resto. No sería mejor que Coker. ¿Qué haría Simon si todo aquello era cierto?
Entonces Shurion le mostró fragmentos de la fuga en la pantalla, en la que vio a gente que él reconocía; a Mel, a Jessica, a Travis, a Tilo, a Antony Clive y a Coker, fuera de la nave y corriendo hacia el bosque. Otros caían abatidos mientras aquellos a quienes él había considerado erróneamente sus amigos, sus únicos amigos, conseguían escapar. Y Travis, Mel, Coker y Clive estaban armados. Deberían haberlo rescatado. Los subyugadores les hubiesen dado tiempo suficiente para ello. Eso dijo el comandante Shurion.
—O quizá el traidor que tengo entre mi tripulación le sugirió liberar a quienes se encontraban en la celda de despojos y tus… —Hizo una pausa—. Tus amigos rechazaron la oferta. Quizá pensaron que solo los retrasarías. Independientemente de cuál fuese el curso de los acontecimientos, sus acciones hablan por sí mismas, mucho más alto que sus proclamas de lealtad, mi joven amigo. La verdad es que te abandonaron. No les debes nada.
Y después de todo, Travis se había llevado a Richie Coker consigo. Una vez más había preferido a Coker. Aquello sí que era grave. No tenía perdón. Travis tenía que descubrir la magnitud de su error.
—Aún no hemos capturado al cosechador traidor del que te he hablado —aseguró Shurion con los ojos llenos de rabia—. He interrogado a los terrícolas que capturamos de nuevo, pero afirman que solo el llamado Travis Naughton conoce su identidad.
Por supuesto, pensó Simon con amargura. Travis lo sabía todo. Incluyendo cómo comportarse como un amigo… siempre que le conviniese. Y eso era imperdonable.
—Así es como puedes ayudarme, Simon. —La voz de Shurion se adentró en la conciencia de Simon como una serpiente—. Y como puedes ayudarte a ti mismo. Así es como puedes demostrar que eres lo bastante fuerte para ser amigo de los cosechadores. Necesito saber el nombre del traidor.
—Pero ¿cómo voy a descubrirlo si…?
—Voy a liberarte, Simon. Encuentra a Travis Naughton. Haz que te dé su nombre. Tu recompensa por llevar a cabo este pequeño cometido será grande, pues si finalizas la misión con éxito te libraré del cautiverio que aguarda a tu especie y pasarás de esclavo a amo.
Eso sí que sería un cambio, ¿verdad? Nada menos que de esclavo a amo. Eso le supondría una gran lección a Travis. Se la supondría a todos. La tarde anterior estaba en lo cierto: el comandante Shurion había visto lo que él era realmente. Pero, pese a ello…
—Quiere que sea un espía —dijo Simon. Dicho así, sonaba muy mal.
—Nuestro agente —le corrigió Shurion, y la verdad es que sonaba mejor—. Mi agente. Nadie conoce nuestro pequeño plan salvo tú y yo, así que nadie puede advertir al joven Travis. Estoy depositando mi confianza en ti, Simon. ¿Cuándo fue la última vez que uno de tus mal llamados amigos hizo eso?
No le faltaba razón. Lo habían dejado atrás para que muriese. No tenían perdón. Deberían haberlo sabido, deberían haber sabido qué suerte lo esperaba. Cabrones. Coker. Clive. Las chicas. Chicas a las que nunca había gustado, no, ni siquiera a Jessica Lane. Cabrones.
—¿Qué me dices, Simon?
Y Travis. Travis por encima de todos. Travis más que cualquiera de ellos. Dijo una cosa. Hizo otra. Le hizo promesas que no tenía intención de mantener, promesas que en realidad eran mentiras. Cabrón. Maldito cabrón.
—¿Jurarás una nueva lealtad? ¿Te convertirás en agente de los cosechadores?
Simon ya había experimentado suficiente dolor y sufrimiento en su vida. Ahora le tocaba a otro. Le tocaba a Travis. Lo que había hecho era imperdonable. No quería morir y no moriría. Miró al comandante Shurion fijamente a los ojos, sacando algo parecido al coraje del dolor y la rabia que le provocaba aquella injusticia. Y con un sencillo y simple ademán, aceptó.
Desde aquel momento, Simon Satchwell sería un aliado de los cosechadores.