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Aquella aguda sirena no podía ser otra cosa. Era la alarma, reverberando por toda la nave. Travis tuvo una visión de innumerables cosechadores vestidos de negro portando subyugadores.

Parecía que el factor sorpresa iba a ser incluso más breve de lo que habían temido.

Entonces será mejor que le saquemos partido.

—¡Ahora! ¡Ahora! —dijo, conduciendo a la gente hacia el pasillo.

* * *

Se toparon con dos guardias que parecían recién incorporados a su turno, sorprendidos por el estridente alboroto primero, por la aparición de docenas de terrícolas corriendo en masa hacia ellos después. Los arrollaron. Travis estaba encima de uno de los guardias antes de que este pudiese sacar su subyugador de la funda. Propinó un puñetazo a aquella cara de enfermizo color blanco impulsado por la inercia de su cuerpo y la rabia que corría por su sangre, derribando al alienígena y haciendo que se precipitase contra el suelo. Siguió golpeando una y otra vez aquella carne, pálida hasta la náusea, hasta que de la nariz manó sangre del color de los ojos del cosechador, que ni siquiera pudo hacer uso de la protuberancia de su frente para defenderse. La rabia y el desprecio alimentaban el deseo de venganza de Travis, fortaleciéndolo. Parte de él quería seguir golpeando al guardián por placer, por pura satisfacción. Sin embargo, su parte más racional concluyó que una paliza prolongada resultaría contraproducente para la oportunidad de escapar que se presentaba ante los muchachos y, en cualquier caso, era innecesaria. El cosechador se había golpeado la cabeza contra el suelo de metal al caer. Ya estaba inconsciente.

También lo estaba su compañero, golpeado hasta perder el sentido por un grupo de miembros de Harrington. Antony se apropió del subyugador del segundo guardia. Travis se hizo con el de su víctima.

El arma le proporcionó una inyección de confianza. Se puso en pie y miró a ambos lados del pasillo. No había cosechadores a la vista. Pero Simon y los otros ausentes podrían encontrarse en algún lugar cercano. O puede que estuviesen en otra planta. ¿Habría abierto Darion las puertas de todas las celdas? Simon quizá se encontrase libre, pero asustado, en el pasillo del piso superior, o quizá del inferior. No había forma de saberlo. No había forma de ayudarlos. Travis le había prometido a Simon que no lo dejaría atrás. Nunca lo he hecho hasta ahora, ¿verdad?

Lo acababa de hacer.

—Travis, ¿adónde? ¿Adónde tenemos que ir? —le preguntó Antony con premura.

Simon no era el único que dependía de él: había gente a su cargo, gente que en aquel instante tenía más posibilidades de salvarse de los criotubos y la esclavitud. Travis esperó que Simon entendiese lo ocurrido, si algún día lo descubría, y pudiese perdonarlo. En ocasiones, no quedaba más alternativa que la traición.

—Muy bien, ¡en marcha! —Travis vio la puerta de la celda cerrarse de forma inocente tras él. Darion no mintió cuando dijo que solo podría tener la puerta abierta durante unos segundos, pero con eso era suficiente. Él ya había cumplido con su parte. Ahora eran ellos los que tenían que hacer la suya.

La escalera de mantenimiento más cercana estaba al fondo y a la izquierda de la sección de las celdas.

Justo donde había cuatro guardias cosechadores. No estaban lo que se puede llamar distraídos, sino corriendo hacia los fugitivos. Armados. Y mucho más acostumbrados a manejar un subyugador que Travis y Antony.

La primera andanada redujo el número de los jóvenes en cuatro.

Rayos blancos. Seguían sin querer dañar el cargamento. Puede que eso le dé una ventaja a la mercancía, pensó Travis con amargura. Apuntó con su subyugador y disparó. El arma no retrocedió lo más mínimo. Su rayo, preciso y uniforme, alcanzó la armadura negra de su objetivo. Y parecía que los cosechadores eran tan vulnerables a sus propias armas como cualquier otra especie.

Antony también abatió a un guardia. Los supervivientes devolvieron el fuego disparando a los dos adolescentes armados. Travis se tiró al suelo y el rayo de energía pasó sobre él, dejando inconsciente a un chico al que él mismo había convencido para que se uniese a Harrington hace una semana, un chico que confiaba en él. Más remordimientos para luego. Travis no le dio al cosechador otra oportunidad de causar bajas.

* * *

Al otro lado del pasillo, Antony fue apartado de la línea de fuego del último guardia gracias a un empujón de Oliver Dalton-Booth, el estudiante de Harrington que quería ser médico. Mientras se desplomaba, ignorando que su sacrificio había permitido a Antony acabar con su último enemigo, le pareció que en lugar de médico debería contentarse con ser esclavo el resto de su vida.

—¡No! —protestó Antony—. Oliver.

—Lo sé —dijo Travis—. Pero Antony, no podemos ayudarlos.

De pronto, desde la retaguardia del grupo, se escucharon gritos y restallidos de los subyugadores simultáneamente. Más cosechadores se aproximaban a los jóvenes, abatiéndolos. Enebrina y los demás niños chillaron. Tilo avanzó sin separarse de ellos, esperando sentir en cualquier momento el frío y paralizante impacto del subyugador, que era el nombre por el que Travis se había referido a las armas. Entonces Travis dio media vuelta y, con ayuda de Antony, intentó abatir a los alienígenas que se aproximaban… pero era imposible apuntar en condiciones con los niños aterrados corriendo hacia ellos y chocando contra sus cuerpos, atropellándolos mientras intentaban huir, presos del pánico, del alcance de los cosechadores. Algunos no lo consiguieron.

—¡Travis, vete! —le gritó Antony—. Tienes que irte. Yo los contendré.

—No seas idiota, te…

—Largaos de aquí los dos. —Era Leo Milton. Él y otros estudiantes de Harrington se habían armado gracias al segundo grupo de guardias caídos—. Los demás os necesitan. —Disparó hacia los cosechadores—. A mí no me necesitáis. Los contendremos todo el tiempo que podamos.

—Leo…

—Eres el delegado, Clive —afirmó Leo Milton—. Siempre lo has sido.

—Gracias. Buena suerte, Leo —dijo Antony.

—Sí, gracias, Leo —añadió Travis. Porque en aquel momento no importaba que el pelirrojo le cayese bien, o viceversa. Leo Milton estaba plantando cara y aquello siempre era admirable. Asintió hacia Leo con respeto. Pero solo por un instante.

El sonido de los rayos de los subyugadores se fue alejando conforme el resto de los fugitivos, unos veinte, corría hasta tomar la curva del pasillo. Ante ellos, lo que solo podían ser unos ascensores; al lado de estos, una puerta con palabras escritas en la lengua de los cosechadores.

—Las escaleras —dijo Travis—. O eso espero. —Apretó el botón y la puerta se hizo a un lado, revelando unas escaleras de metal que se extendían hasta conducir a las plantas superior e inferior—. Gracias a Dios. —O a Darion. Hasta entonces, el cosechador había cumplido su palabra—. Venga, adentro. Rápido. Rápido —dijo mientras conducía al grupo al rellano.

—¿No iríamos más rápido cogiendo el ascensor? —preguntó alguien.

—Solo conseguiríamos que nos capturasen antes —respondió Travis de inmediato—. Aunque cupiésemos todos, seríamos como patos de feria ahí dentro. Seguimos adelante con el plan. No esperarán que tomemos las escaleras porque creen que ni siquiera sabemos cuál es la puerta que conduce a ellas. Las indicaciones están escritas en cosechador. —Travis cerró la puerta cuando todos la hubieron cruzado.

—Pero ¿estás seguro de que estas son las escaleras correctas, Trav? —inquirió Mel—. Como has dicho, las indicaciones están en cosechador.

—Estoy seguro. Las de bajada llevan a las plantas de mantenimiento. A los estabilizadores.

—¿Los qué?

—Las cosas que mantienen anclada la nave. Hay compuertas de acceso al exterior para los técnicos. Al contrario que las salidas principales, en teoría no están vigiladas.

—En teoría —repitió Mel, sin parecer muy convencida.

—¿Qué está pasando? —exigió saber el comandante Shurion desde el puente. Había abandonado su sillón de mando para amenazar hasta casi llegar a las manos a una de las pantallas. Su ira se reflejaba en cada una de las profundas arrugas que surcaban su abultada frente.

El guardia que informaba al comandante desde la celda de los esclavos parecía querer estar mucho más lejos de lo que se encontraba, de vuelta en el mundo natal de los cosechadores, quizá.

—Ha habido un problema con la seguridad de la celda de contención principal, señor. Ha debido de ser una especie de corte de energía. Los esclavos terrícolas han escapado.

—Soy consciente de eso, Clyrion —gruñó Shurion—. Como también lo soy de que aún no los has vuelto a poner bajo vigilancia.

—Hemos detenido a algunos… a muchos de ellos, señor —se atrevió a decir el guardia.

—Ni «algunos» ni «muchos» significa «todos», Clyrion —observó Shurion, ácido—. Espero que, por lo menos, no haya habido problemas con la celda de desechos.

—Todos los sistemas han vuelto a la normalidad, señor. Parece que el corte fue extremadamente localizado. La celda de desechos no se vio afectada.

—Bien, Clyrion —dijo Shurion mientras le lanzaba una mirada fulminante—, pues a menos que quieras unirte a quienes están encarcelados en ella, te sugiero que busques y vuelvas a capturar a los prisioneros terrícolas que aún siguen libres.

—Sí, señor. Ahora mismo, comandante Shurion —concluyó, aliviado de poner fin a la transmisión.

—Mientras tanto… —Shurion dio la espalda a la pantalla para dirigirse hacia el puente—. Pasamos al nivel dos de alerta defensiva. —Entrecerró los párpados hasta que sus ojos se convirtieron en finos hilos de sangre—. Hay algo que está claro: los terrícolas no han actuado solos.

Cuando los el resto de los jóvenes llegaron al final de la escalera, la alarma cambió de tono y pasó a sonar solo cada cinco segundos.

—¿Eso significa algo, Travis? —preguntó Tilo.

—Puede —dijo Travis—. Pero no pienso pararme a preguntárselo al próximo cosechador que veamos. —El grupo se aproximó al unísono a una puerta cerrada que había ante ellos. Todos bajaron la voz por instinto—. Escuchad, ya casi estamos. Al otro lado de la puerta debería de estar el área de mantenimiento de los estabilizadores. Solo habrá técnicos, de los que visten de rojo. Puede que no haya guardias. Con suerte, los técnicos ni siquiera irán armados.

—Sí, y ya puestos, nos darán un apretón de manos y nos enseñarán la salida —murmuró Mel.

—Bueno, nosotros sí estamos armados. —Travis mostró su subyugador—. Y lo único que tenemos que hacer es abrirnos paso a través de la planta. Debería de haber una escotilla enfrente, a unos treinta metros, activada como cualquiera de estas puertas, así que el que llegue primero la abre y después echamos a correr hacia los árboles. Podemos conseguirlo.

—Travis y yo ya lo hemos hecho antes —añadió Antony para subir los ánimos.

Sí, y acabasteis aquí igualmente, pensó Mel. Miró a Jessica. Eso no iba a ocurrirles a ellas.

—Os cubriremos con los subyugadores —dijo Travis—. ¿Listos?

Jessica miró hacia arriba en dirección a la escalera.

—Supongo que no tiene sentido esperar a Leo.

—¿Os acordáis de lo que os dije sobre cogernos de la mano? —susurró Tilo a los niños—. Pues ahora es cuando más fuerte tenéis que sujetaros.

—Tilo, tengo miedo —gimió Enebrina.

Tilo sonrió, comprensiva. Ella también.

—Libertad —dijo Travis mientras apretaba con la palma de la mano el botón de la pared—, allá vamos.

Antony y él abrieron fuego en el instante en el que cruzaron el umbral, incluso antes de fijar un objetivo. Vieron de refilón bancos de ordenadores, equipos de seguimiento, maquinaria en varias fases de reparación, todo ello bañado por una luz roja que recordó a Travis a las inclemencias del procesamiento. Era tarea de la tripulación operar aquellos instrumentos y los técnicos se afanaban en ello. Eran un montón. Antony prácticamente chocó con uno cuando entró de golpe en la sala y el impacto del rayo de su subyugador catapultó a aquel desafortunado hasta dejarlo a medio camino de la compuerta, que estaba ahí, según lo prometido. A la vista. Travis estuvo a punto de querer a Darion. Y los técnicos no eran ni guardias ni guerreros. Reaccionaron con lentitud a aquella súbita invasión. Travis y Antony despacharon a un par más cada uno antes de que los cosechadores respondiesen con idéntica violencia.

Hasta los técnicos estaban armados con subyugadores.

Pero los jóvenes ya se encontraban en la sala de mantenimiento, corriendo a toda prisa hacia la salida. Richie se detuvo brevemente para agacharse y coger el arma de un alienígena caído; Mel hizo lo mismo. El fuego de cobertura de los fugitivos se multiplicó por dos.

—Quédate conmigo, Jessie —gritó Mel.

Los técnicos se escudaron tras la maquinaria, las estaciones de trabajo y los ordenadores. Pasaron a ser mucho más difíciles de alcanzar, aunque los adolescentes fuesen mejores tiradores que ellos.

Jodie, la músico, fue la primera en llegar a la compuerta. Tanteó en busca del mecanismo de apertura. El haz de un subyugador la encontró antes.

Jessica tuvo mejor suerte… y a Mel cubriéndole la espalda. La compuerta se abrió con un siseo quejoso. La luz pura y saludable del sol de primavera llenó la estancia, cegando a Jessica. El brillo. El cielo. La libertad, tan cercana.

—¡Corre, Jess, corre! —Mel no se limitó a protegerla sino que la sacó a empujones. Los haces de los subyugadores pasaban por encima de su cabeza hasta impactar en las paredes o el marco de la compuerta. Alguien cayó a su izquierda. Jessica echó a correr.

Y le encantó volver a sentir la tierra bajo sus pies, aunque estuviese calcinada y desprovista de hierba. Era como si le proporcionase fuerza, valor y coraje, como si la animase a escapar, como si quisiese que todos fuesen libres de los cosechadores. O quizá, como se le ocurrió a Jessica mientras corría (y fue una posibilidad que le sorprendió), la auténtica fuerza estuviese en su interior.

* * *

Tras ella, Tilo conducía a los cinco niños a través de la escotilla abierta mientras Travis, Antony, e incluso Richie, mantenían a los técnicos a distancia disparando sus subyugadores sin parar. Los niños gritaban, pero no se soltaban: Brina estaba aferrada a una mano, con Rosa y la pequeña Sauce a su izquierda; los chicos, Río y Zorro, pegados a su mano derecha. Travis les gritó que echasen a correr y eso mismo hicieron. Tilo vio a Jessica y a Mel correr hacia los árboles que cubrían la ladera de la colina Vernham, separada de sus amigas por un puñado de miembros de Harrington. Los chicos también se pusieron en marcha, disparando a sus espaldas para disuadir cualquier intento de persecución, pero sin molestarse mucho en apuntar, no fuesen a tropezar y caer.

—Que nadie se pare —dijo Travis—. Ya casi hemos llegado.

Pero Tilo no confiaba en los «casis». ¿Cuántas veces, a lo largo de su vida, había estado su madre «casi» segura de que habían encontrado un lugar adecuado en el que quedarse, cuántas veces se había sentido «casi» integrada en esta o aquella comunidad new age? ¿En cuántas ocasiones había decidido, antes o después, que aquel lugar no era exactamente lo que andaba buscando, que tenía que marcharse llevándose a Tilo con ella, dejando atrás a los amigos que estaba haciendo, conduciendo a su hija a la incertidumbre y la soledad? ¿Cuántas veces había estado «casi» a punto de confiar en alguien solo para perderlo de un modo u otro?

Odiaba los malditos «casis».

Y los técnicos cosechadores tampoco iban a dejarlos escapar. Abandonaron la nave, no para perseguirlos, sino para seguir disparando sus armas. Al no tener que correr podían escoger sus objetivos y apuntar con más precisión.

* * *

Un miembro de Harrington gritó y se quedó rígido al ser alcanzado por el haz de un subyugador. La última chica que no formaba parte del grupo de Travis sufrió el mismo destino; su brazo paralizado quedó extendido hacia el bosque que ya jamás alcanzaría.

Y Tilo había sido una tonta. Tenía que haber pensado en ello. Dejar que la pequeña Sauce, la más joven de los niños a su cargo (¿Cuántos años tenía? ¿Cinco? ¿Seis?) estuviese en uno de los extremos del grupo era una invitación al desastre. Sus piernas eran muy pequeñas. Apenas podía mantener el ritmo de los demás.

Fue tan inevitable como trágico: al final, Sauce tropezó. Cayó. Rosa soltó la mano de Enebrina para no dejar de estrechar la de Sauce. Enebrina chilló como si le hubiesen arrancado el brazo de cuajo. Tilo frenó, no sabiendo qué hacer.

—¡Sauce! ¡Rosa!

Los subyugadores dejaron a las dos niñas dormidas.

—Dios mío.

—Tilo, no puedes… —Travis no tenía por qué decirle lo que no podía hacer. Ya lo sabía.

No podía salvar a los niños. Solo podía «casi» salvarlos.

Las manos de Río y Enebrina se escurrieron de las suyas, por lo que se encontró agarrando aire. Los niños echaron a correr hacia las pequeñas, hacia las armas. Y fueron abatidos antes de haber recorrido diez metros. Sin embargo, Enebrina lo consiguió, y parecía a punto de arrodillarse al lado de los cuerpos inconscientes de su hermana y de la pequeña Sauce antes de que el impacto de un subyugador la cubriese de luz blanca, tras lo cual se desplomó sobre el resto.

Alguien cogió la mano de Tilo. Era Travis.

—No podemos hacer nada por ellos. Pero aún podemos salvarnos.

Y Travis tuvo que guiarla, ya que los ojos de Tilo estaban tan llenos de lágrimas que apenas podía distinguir aquello que la rodeaba. Solo podía ver a Enebrina, a Rosa, a Sauce, a Río y a Zorro postrados en el suelo, desamparados, perdidos. Y dudó que los volviese a ver.

—Vamos, ¡vamos! —gritaban Jessica y Mel a pleno pulmón desde la protección de los árboles, como si aquella fuga fuese una carrera y el bosque, la línea de meta. Pese a ello, Tilo no se sintió una ganadora cuando ella y Travis entraron como una exhalación en la arboleda, siendo recibidos por los brazos de las chicas. Antony no iba muy rezagado. Tras él, Richie Coker. Y eso era todo. Los seis. Todos con un subyugador, salvo Jess y ella.

—Estamos fuera de su alcance —observó Mel, sin aliento—. Y no vienen a por nosotros.

—Puede que de momento no —dijo Travis entre jadeos—, pero ¿y si envían un recolector o nos echan encima esas vainas? Será mejor que sigamos en marcha.

Seguir en marcha, pensó Tilo con amargura. Ya casi estamos. Era la historia de su vida.

* * *

Al principio Darion pensó que lo más sensato sería permanecer en sus aposentos durante la alerta defensiva, fuera del camino de Shurion; podía comprobar a través de la pantalla si Travis Naughton se encontraba entre los terrícolas que habían vuelto a capturar, y eso es lo que se disponía a hacer. Sin embargo, después de pensarlo, concluyó que sería más seguro, más apropiado para un miembro de las Mil Familias sin nada que ocultar, dirigirse derecho al puente y exigirle al comandante Shurion una explicación por aquel imperdonable e insólito fallo en la seguridad que había resultado en la pérdida de valiosa mercancía.

—Mi padre recibirá estas noticias con gran consternación —añadió cuando, poco después, se encontraba cara a cara con Shurion en el puente. No estaría de más recordarle al comandante su intachable linaje.

—Remitiré mi informe al comandante de la flota Gyrion en su debido momento, lord Darion —gruñó Shurion—. Delo por hecho.

—¿Incluirá garantías de que se están dando todos los pasos necesarios para recuperar a los terrícolas que aún están en libertad? —Entre los cuales, como comprobó Darion con gran alivio, se encontraba Travis Naughton.

—Solo nos queda por capturar a media docena de fugitivos —dijo Shurion, dirigiéndose al alienólogo con condescendencia—. Mi prioridad es garantizar la seguridad a bordo de la Furion.

—Me alegra oírlo —dijo Darion con sorna—. Asumo, por lo tanto, que en el futuro no tendrá lugar ninguna otra fuga en masa.

—Eso depende, lord Darion.

—¿Ah, sí? ¿De qué, comandante Shurion?

—La tecnología de los cosechadores no falla así como así —aseveró el comandante—. Se hicieron las pruebas pertinentes en los sistemas de seguridad de las celdas: funcionan a la perfección, lo que significa que fueron deshabilitados de forma temporal e intencionada por alguien a bordo de esta nave. Además, el hecho de que los esclavos hayan encontrado el camino hasta el área de mantenimiento por sí mismos, fruto del azar, resulta del todo increíble, ¿no es así, lord Darion?

—Puede —admitió Darion, sintiéndose a la defensiva.

—Lo que implica que contaron con ayuda. Lo que a su vez significa que hay un traidor en mi nave, lord Darion, un cosechador que ha optado por ponerse del lado de esos sucios y apestosos esclavos contra su propia gente, contra su propia raza. —Los ojos carmesíes del comandante brillaban de rabia—. ¿Quién podrá ser, me pregunto?

—No tengo ni idea, comandante Shurion —dijo Darion, intentando aparentar calma. El corazón le latía con fuerza. Con miedo, sí, pero por extraño que fuese, con renovadas fuerzas, con orgullo—. Pero estoy seguro de que no tardará en encontrar al villano.

—Puede contar con ello, lord Darion. —Y Shurion se volvió—. Y cuando descubra la identidad del traidor —añadió mientras miraba hacia atrás—, deseará no haber nacido.

Al final, acabaron por no poder correr más. La adrenalina podía retrasar los efectos de la fatiga, pero no anularlos.

—No hay señales de ellos…, no creo que nos estén siguiendo —jadeó Antony, lo que el resto del grupo interpretó como un permiso para desplomarse sobre el suelo a coger aire. Ni siquiera Travis se opuso.

—Descansaremos aquí. —Se encontraban en una exuberante floresta que, en las circunstancias previas a la enfermedad, hubiesen encontrado preciosa. La luz del sol se reflejaba en los abatidos rostros de los adolescentes; los insectos se afanaban en los quehaceres de sus cortas vidas, inconscientes de que la Tierra había pasado a tener nuevos amos—. Vamos a hacer… una pausita de nada. Solo unos minutos. Luego tenemos que ponernos otra vez en marcha.

—¿Adónde, Trav? —Mel estaba tumbada bocarriba con las piernas separadas—. ¿Adónde vamos a ir, si se puede saber?

—De vuelta a Harrington, por supuesto. —Apoyado en un árbol como un soldado herido, Antony aún tenía fuerzas para sostener su convicción—. ¿Adónde si no?

—No hay nadie en Harrington, Antony —observó Mel—. Salvo nosotros, todo el mundo está… —No pudo completar la frase. Nadie lo hizo por ella.

—Harrington es el último lugar al que esperarían que fuéramos después de haber sido capturados allí —dijo Antony, más para sí que para los demás—. Así que ahí es adonde iremos. Estaremos a salvo en Harrington. Podemos tomar decisiones, reagruparnos…

Travis estaba más ocupado pensando en el lugar del que venía el exhausto grupo que en cualquiera al que se fuese a dirigir. El recuerdo de aquellos a quienes había dejado atrás lo perseguía. Vio que Tilo se sentía igual. La pelirroja se había hecho un ovillo sobre el lecho del bosque. Como un animal frágil y asustado, pensó Travis. Sintió una inyección de ternura hacia ella, quizá incluso de algo más que ternura. Se arrastró hasta la chica y se tumbó a su lado, pegando su cuerpo al suyo, ajustándose a la curvatura de su espalda y envolviéndola con sus brazos. Tilo se acurrucó en él. Sus mejillas estaban cubiertas por rastros de lágrimas. Sin embargo, Travis seguía queriendo besarla.

—Siento lo que les ha pasado a Enebrina y al resto, Tilo —la consoló—. Sé lo mucho que significan para ti. No podías haber hecho más.

—Eso no hace que me sienta mejor, Travis —dijo, afligida, aunque agradecía tanto la compasión como el contacto físico—. Solo hace que sea más consciente de lo inútil que soy.

—Eso no es cierto. Para nada. Pero no podemos hacer milagros, por mucho que nos esforcemos. Solo podemos intentarlo. Puede que no ganemos, pero al menos no tiraremos la toalla. Seis de nosotros hemos conseguido escapar. Seis más de los que parecía al principio.

—¿Y qué les pasará a Brina, a Rosa y a Sauce, Travis? —Tilo tembló, no queriendo pensar en ello—. Las meterán en esos criotubos de los que nos hablaste, ¿verdad? Si no ahora, pronto. Y luego las llevarán al espacio, las condenarán a la esclavitud…

—No, Tilo. —Travis intentó consolarla.

—Puede que ni siquiera los mantengan juntos. Puede que despierten totalmente solos. Y todo porque no pude sujetarlos.

—No.

—Sí. Porque dejé que se soltaran. —El sufrimiento de Tilo la estaba destrozando—. Travis, no me sueltes nunca, ¿vale? Nunca.

—No lo haré —prometió. Y lo dijo en serio. Pero claro, eso también se lo había prometido a Simon.

—¿Qué crees que les habrá pasado a Simoncete y al resto? —dijo Richie, como si le hubiese leído la mente a Travis.

—Como si te importase —gruñó Mel sin levantarse—. No soportabas a Simon, Richie. En el colegio, abusabas de él día sí y día también.

Richie se puso colorado.

—Sí, pero… —Debería haberle dado una bofetada a Morticia por faltarle al respeto en público de esa manera, recordándoles a todos lo que había sido. Los demás lo miraron con asco, como si fuese un pedazo de mierda o algo parecido, como si no quisiesen tenerlo cerca. Por una vez, hasta Naughton.

—Es un poco tarde para hacerse la Madre Teresa, grandullón —se burló Mel—. Para empezar, eres del sexo opuesto.

—Cállate, Morticia. —Se puso en pie de golpe. No era un pedazo de mierda. No lo sería—. Cierra esa bocaza o… —Y no lo hizo a propósito, pero lanzó su mano derecha hacia ella, como si quisiese apuntarle con el dedo índice o algo por el estilo. Aún sostenía el subyugador.

—¿O qué? —Mel se incorporó hasta quedar sentada, enfrentándose a él—. ¿Vas a hacerles el trabajo a los cosechadores y dispararme? Qué bien. Eh, ¿y si tiro mi arma y pongo las manos en alto para ponértelo más fácil?

—Mel, no seas tonta —dijo Jessica de pronto, para desilusión de la chica morena.

—Jessie tiene razón —añadió Travis—. Nada de broncas. No creo que Richie quisiese…

—Eh, Naughton —replicó Richie—. No hace falta que me defiendas.

Y se marchó sin mediar palabra, enrabietado y con el ceño fruncido. ¿Por qué estaba saliendo todo mal? Pensaba que había hecho un buen papel durante la fuga. Había cogido un arma cuando podía haberse limitado a huir. Había contenido a los cosechadores junto a Naughton y ese niño pijo de Clive. Había ayudado. Y pensaba que lo mínimo que podían hacer los demás era mostrar un poco de agradecimiento, mostrar algo de gratitud hacia Richie Coker, algo de respeto. Había pensado que hasta Travis le daría las gracias. Pero, por algún motivo, las cosas no habían salido según lo previsto. Todas las buenas acciones de las últimas horas no conseguían compensar los últimos años de Richie Coker. Era culpa de Satchwell. Estuviese donde estuviese en aquel momento, el bueno de Simoncete se las estaba cobrando todas juntas.

* * *

Simon escuchó la alarma, por supuesto, pero no tenía ningún modo de saber qué estaba ocurriendo fuera de la celda… aunque seguramente fuese algo malo. Varios de sus compañeros empezaron a gemir o a llorar como mascotas asustadas por unos fuegos artificiales; el gordito de Digby se tapó las orejas. Simon no se hubiese sentido más abandonado ni aunque se encontrase solo en la celda.

¿Y si aquella incesante cacofonía no era una alarma, después de todo? ¿Y si era la señal que daba comienzo a la ejecución de los ocupantes de aquella celda, a la que los cosechadores habían condenado a Simon el día anterior? ¿Y si era eso? Simon no había dormido ni un minuto desde que apagaron las luces, no atreviéndose siquiera a cerrar los ojos por si los alienígenas escogían aquel momento para entrar en la celda con intención de ejecutarlo. Pero entonces no apareció ningún cosechador, como tampoco apareció en aquella ocasión. Quizá se habían pensado dos veces el destino de los fracasados. Pero el hecho de que no les hubiesen dado ni comida ni agua desde el procesamiento parecía indicar lo contrario.

Aún no estaban muertos. Simon tenía la certeza de que, si Travis estuviese con él, hubiese sacado alguna conclusión inspiradora de ello. Seguían vivos y mientras hay vida, hay esperanza, o algo parecido. Travis hubiese creído en aquella afirmación y hubiese actuado en consonancia, pero la vida de Simon había sido un poco diferente. Él nunca había tenido esperanza.

¿Y dónde estaba Travis? Debería estar de camino, al rescate. Lo había prometido…

* * *

Al cabo de un rato, la alarma cambió de tono y pasó a sonar con menos frecuencia. Después, se detuvo por completo. De algún modo, el silencio era peor que el ruido. Inspiraba terror y desesperación, y proyectaba sobre ellos la sombra de la muerte.

Simon se sentó con la espalda apoyada contra la pared, con las rodillas flexionadas y los brazos rodeándolas, agachando la cabeza, desconsolado. ¿Cuánto tiempo les quedaba? ¿Los matarían en grupo o uno a uno, mientras el resto miraba y esperaba su turno? Quizá los cosechadores fuesen tacaños y quisiesen ahorrar munición y comida matando de hambre a sus indeseados prisioneros. En algunos casos, pensó Simon con crudeza mientras miraba a las dos chicas delgadas, no pasará mucho tiempo hasta que suceda.

La puerta se abrió. Entraron dos guardias cosechadores con las armas desenfundadas.

Simon dejó escapar un quejido de terror, se puso en pie y se alejó junto al resto de los cautivos hasta que sus espaldas tocaron la pared más alejada de la celda, que les impedía seguir huyendo. Había llegado. El último instante de sus vidas. Pensó en sus abuelos, a quienes había dejado muertos en sus camas; en sus padres, a los que nunca conoció; en el sufrimiento y la soledad que había padecido durante años. Simon sollozó.

Quizá lo mejor fuese que los cosechadores disparasen y…

—Tú. —Uno de los guardias estaba señalándolo a él—. Tú, esclavo.

—¿Yo? —Simon apenas podía hablar.

—Ven con nosotros.

Iban a matarlos uno a uno. Y en otro lugar. Quizá tenían una celda diseñada para ese propósito. No tardaría en descubrirlo.

Simon avanzó a duras penas, con las piernas atenazadas por el miedo hasta casi quedar inmóviles. Sus sollozos casi se habían convertido en una lúgubre risa nerviosa. La primera vez que lo elegían el primero para algo e iba a ser para acabar con su vida. Con eso estaba todo dicho.

No miró atrás cuando los guardias lo condujeron al pasillo. No conocía a la gente con la que compartía celda.

—¿Adónde… adónde me lleváis? —Su voz temblaba tanto como su cuerpo.

Los cosechadores ni se dignaron a contestar. Quizá pensaron que le harían un favor permaneciendo en silencio. Quizá pensaron que aún no había deducido que lo conducían a su muerte.

Pese a verlo todo borroso por no llevar las gafas puestas, Simon se fijó en que los pasillos habían pasado a ser de color azul, distintos a los de la zona en la que se encontraban las celdas. Lo metieron en un ascensor, que los condujo hasta una planta superior. Por algún motivo, sin saber muy bien por qué, imaginó que las ejecuciones tendrían lugar en las plantas inferiores. Otro pasillo, algo distinto. Una puerta ante la que detuvieron a Simon.

¿Le aguardaría la muerte al otro lado?

—Guerreros Myrion y Varion con el esclavo terrícola, señor —anunció uno de los guardias, y la puerta se abrió.

Al otro lado no había ningún instrumento de ejecución. No había horcas, sillas eléctricas ni rayos desintegradores. Era una habitación, amueblada y decorada con un estilo minimalista, como si sus ocupantes rechazaran el concepto de esparcimiento. Simon creyó reconocer al cosechador de la túnica que se encontraba en aquella estancia. Su corazón se saltó un latido.

—Pasa, muchacho —le dijo el comandante Shurion, acompañando sus palabras con un gesto.

Una invitación a la que, evidentemente, Simon no se podía negar. Los guardias no lo acompañaron al interior. La puerta se cerró, dejándolo solo con el comandante de los cosechadores.

—¿Sabes quién soy? —preguntó este con naturalidad.

—Com… eres el… comandante Shurion.

—Exacto. —Y, por extraño que fuese, el cosechador sonrió, separando los labios hasta revelar un surco carmesí—. Pero yo no sé quién eres.

—Soy… soy Simon. Simon Satchwell.

—Simon Satchwell. Bien —dijo el comandante Shurion con aprobación—. Y esto es tuyo, ¿verdad, Simon Satchwell? —Sujetaba las gafas de Simon—. Por favor, póntelas. —Esperó mientras el adolescente obedecía—. Quiero que, de ahora en adelante, lo veas todo con claridad.

—No sé… —Simon estaba confundido, pero confundido era mejor que muerto.

—Crees que soy tu enemigo, ¿verdad, Simon? —dijo Shurion con un gesto de decepción.

—No… no…

—Me temes, ¿verdad? Pero no tienes que tenerme miedo. —Volvió a sonreír, mostrando su boca escarlata—. No soy tu enemigo, Simon. Soy tu amigo.

* * *

Los cosechadores habían vuelto a visitar el colegio Harrington. Tenían que haber sido ellos. ¿Quién si no hubiese sido capaz de reducirlo a escombros?

Vieron las columnas de humo desde la lejanía, brotando de un espacio vacío en el que antes se erigían sólidas rocas hasta formar la imagen de un castillo, una figura que proclamaba la intención del colegio de resistir el asedio del cambio y sobrevivir, prevalecer, mantener intactos los valores que se transmitían en el interior de sus muros. Pero esos muros habían caído. La roca había sido hecha pedazos. El sol se ponía tras las colinas.

Antony profirió un grito indefinido, a medio camino entre la sorpresa y la incredulidad.

—No. ¡No! —Y echó a correr hacia lo que en el pasado fueron los terrenos del colegio.

—¡Antony, espera! —le gritó Travis—. Puede que aún haya cosechadores…

Pero al muchacho rubio no le importó. No tenía otra opción que hacer exactamente lo que estaba haciendo. Los demás podían quedarse donde estaban o seguirlo.

Optaron por lo segundo.

Y encontraron el colegio reducido a humeantes ruinas, saqueado de arriba abajo. Su tejado había cedido, doblándose en los extremos, bajo la tremenda presión que tuvo que soportar. Sus orgullosas ventanas estaban hechas añicos. El arco de la entrada, de poderosa presencia, estaba roto y desmoronado. Los libros de la biblioteca habían sido incinerados, las camas de los dormitorios hechas astillas, las escaleras machacadas, la sala de fiestas devastada. En el despacho del director, los retratos de quienes ocuparon el cargo en el pasado estaban esparcidos por el suelo, dañados más allá de cualquier posible restauración. En todo el colegio Harrington no quedaba nada que se pudiese salvar.

Antony Clive, su último delegado, cayó de rodillas ante los escombros, desolado, asestando puñetazos al montón de grava en el que se había convertido la carretera. Travis y los demás se detuvieron a poca distancia de él. Travis pudo oírlo gemir, como si estuviese de duelo por la muerte de un padre. Quizá, de algún modo, así fuese. Echó a andar hacia su amigo. Jessica lo detuvo.

—Déjame a mí —dijo ella.

—¿Jess? —Mel frunció el ceño sin moverse de su sitio.

Pero Jessica había visto a Travis consolando a Tilo mientras los demás descansaban. Entonces quiso ir con Antony, abrazarlo, pero temía que pudiese parecer presuntuoso y le preocupaba hacer algo mal. En aquel momento, nada de eso le parecía importante. Y aunque así fuese, en su interior bullían sentimientos que nunca antes había experimentado, sentimientos a los que no podía resistirse, que la apremiaban a ir con Antony.

Se arrodilló a su lado, lo abrazó, oprimió su mejilla contra la suya, sus cabellos rubios a juego.

—Antony, lo siento muchísimo.

—Se acabó, Jess —dijo el chico con frialdad—. Se acabó. Lo han destruido todo.

—Antony…

—Harrington no era solo un colegio para mí. No era solo un edificio. Era algo más. Era… —A Antony le costaba encontrar las palabras—. Era lo que significaba, lo que defendía. Un modo de vida íntegro. Certeza. Moralidad. Decencia. Una visión de cómo tenían que ser las cosas. Y me lo han arrebatado, me han quitado todo aquello en lo que creía. No me queda nada. —Suspiró—. No espero que lo entiendas.

—Pero te entiendo, Antony. Más de lo que piensas. Yo me sentí igual cuando vi a mi madre y a mi padre tumbados en su… cuando vi lo que les había hecho la enfermedad. La enfermedad violó mi casa y los mató, a mi madre y a mi padre, y me robó la vida que ellos me habían proporcionado y me sentí como si no pudiese seguir adelante. Sentí que no me quedaba nada. Me sentí como tú.

—¿Sí? —Antony miró a Jessica, suplicante.

—Si Travis y Mel no hubiesen estado a mi lado, no sé qué hubiese… pero lo estuvieron. Y ahora soy yo la que está a tu lado, Antony. Quiero ayudarte. Deja que te ayude. —Extendió su mano abierta. Antony la tomó, la estrechó. Le gustó sentirla—. Porque ahora creo que nada de lo que tenemos puede perderse del todo. Mis padres están muertos, pero al mismo tiempo siguen conmigo. Aquí. —Y oprimió las dos manos sobre su corazón.

—Hablas de gente, Jessie —dijo Antony con prudencia—, y de recuerdos.

—Es más que eso. Quiero vivir de acuerdo con lo que mis padres me enseñaron. Me enseñaron un buen camino. Y si tú vives de acuerdo con lo que te enseñaron en Harrington, entonces Harrington tampoco se habrá perdido, ¿verdad que no?

Antony esbozó una débil sonrisa.

—Eres muy especial, Jessica Lane, ¿lo sabías?

Mel los observaba mientras pensaba: ¿Qué? Jessie estaba abrazando a Antony Clive. Pero bueno, solo lo estaba consolando. Nada más. Consolarlo entraba dentro de lo aceptable. Al menos no se estaban besando. Todavía.

Richie negaba con la cabeza, perplejo. Nunca le había gustado aquel colegio para niños pijos, críos de papá con sus americanas grises, pero ahora que se encontraba en ruinas sentía una especie de vergüenza, como si hubiese contribuido a su destrucción. Sobre lo que antaño fue el patio de juegos yacían los cadáveres del ganado de la comunidad, ennegrecidos y quemados. Aquello no era necesario. Cabrones alienígenas. ¿Y los patos que nadaban en el estanque del patio interior, Romeo y Julieta, y sus amigos palmípedos, con aquellos nombres pomposos que les habían puesto los niños pijos? Tenían que estar calcinados. Richie había bromeado acerca de comérselos en el pasado. Entonces deseó no haberlo hecho.

—No tenemos nada que hacer aquí —dijo Travis, apesadumbrado, con Tilo a su lado. Pensó en todas las películas de invasiones alienígenas que había visto en el cine, en las que la Casa Blanca, el Big Ben, el parlamento y la torre Eiffel eran destruidos. Escogidos por el director del film por su valor simbólico, evidentemente. Pero una invasión alienígena de verdad no era cuestión de símbolos, sino de sufrimiento y pérdida, de contemplar la devastación de aquellos lugares que conoces y amas, lugares en los que podías sentirte seguro. De no volver a casa, de no volver a casa jamás—. Antony, no podemos quedarnos…

—No tenemos que quedarnos aquí, Travis. —Antony se puso en pie con renovadas fuerzas y Jessica a su lado—. Podemos llevarnos este lugar con nosotros.

—¿Por qué no vamos a Willowstock? —propuso Tilo, mirando al horizonte en busca de la dirección adecuada—. Travis, podríamos escondernos en casa de tus abuelos hasta que… —Pero sus palabras se vieron interrumpidas por un súbito alarido.

—¿Tilo? —Travis siguió su mirada. Todos los hicieron.

Tilo no mentía acerca del globo volador con forma de ojo. Todos podían verlo.

Flotaba a unos cuatro metros de distancia de Tilo y a algo más de dos del suelo. Era una esfera metálica del tamaño aproximado de una pelota de fútbol y brillaba con los últimos rayos de sol. La lente circular devolvió la confundida mirada a los adolescentes, tal como Tilo había descrito.

Travis le debía una disculpa a su amiga. Pero tendría que esperar.

—Esta unidad ha sido enviada para convocaros —dijo el ojo con una voz robótica femenina—. Venid conmigo si queréis sobrevivir.