Es complicado tener la cabeza despejada con un guerrero alienígena encañonándole a uno en la espalda con un arma de energía, pero Travis hizo lo posible por ello. El conocimiento podía resultar clave para sobrevivir. Por lo tanto, mientras lord Darion lo conducía a través de los pasillos de la nave de los cosechadores, el adolescente tuvo los ojos bien abiertos y las ideas en su sitio.
Un par de cosas que considerar. Visto de cerca era evidente que, después de todo, lo que llevaban los alienígenas no eran armaduras como las del rey Arturo, no eran trajes de hierro. Si el material del que estaban hechas era metal, se trataba de una aleación desconocida en la Tierra. Ligera y flexible, se parecía más bien al kevlar, como las armaduras que llevaban los antidisturbios cuando los veía por las noticias o en programas de televisión. Estaba casi seguro de que los cosechadores llevaron protecciones de metal en algún punto de su historia antigua, pero los avances tecnológicos habían convertido aquellas primitivas protecciones en obsoletas mucho tiempo atrás. El hecho de que su actual indumentaria aún rindiese homenaje a la protección de antaño le pareció a Travis propio de una cultura militarista y obsesionada con la tradición y el legado, orgullosa de su pasado marcial. Sería una estupidez esperar compasión de los cosechadores.
* * *
Por otra parte, estaba empezando a ubicarse. Lord Darion lo estaba conduciendo en la misma dirección, y al rato la naturaleza de los pasillos cambió. Las duras superficies metálicas pasaron a estar teñidas de azul conforme dejaban las celdas atrás. Las puertas dejaron de aparecer y desaparecer al antojo de los cosechadores, pasando a comportarse de una forma mucho más convencional y quedándose quietas donde debían. Había anotaciones en lenguaje alienígena escritas en las paredes: Travis no entendía su significado, obviamente, pero reconoció su parecido con las marcas en el extraño cilindro que Antony le llevó a ver tras su llegada al colegio Harrington, el cilindro que había atravesado las paredes de la granja en su descenso a la tierra. Pensaron que provenía de una potencia extranjera; entonces Travis cayó en la cuenta de que en realidad era de origen extraterrestre.
Otros alienígenas pasaron ante ellos, vestidos de rojo la mayoría y unos pocos de negro; todos ellos saludaron a lord Darion llevándose el puño al pecho y bajando los ojos en señal de respeto, sin siquiera pensar en, o atreverse a, preguntar qué hacía un cosechador conduciendo a un esclavo terrícola por una zona de la nave que, evidentemente, ya no era la sección de las celdas. No se encontraron con ningún otro alienígena vestido de dorado.
* * *
Subieron en un ascensor que los conduciría, pensó Travis, al puente de la nave o a una especie de sala de interrogatorios. En cualquier caso, pudo ubicar las celdas de los esclavos en el centro y en torno a los niveles inferiores de la nave, lo cual era una buena noticia: cerca de la tierra había más posibilidades de escapar, en caso de que se presentase la oportunidad. Y así sería.
Las puertas del ascensor se abrieron a otro pasillo completamente desierto. Tenía menos puertas y estas se encontraban a más distancia unas de otras. Darion se detuvo ante una de ellas.
—Ábrete —dijo.
—Bienvenido, lord Darion —contestó la puerta, obedeciendo con diligencia.
—Entra, terrícola —dijo el cosechador, con un tono más propio de una solicitud que de una orden, por lo que le pareció a Travis.
—¿Adónde?
—A mis aposentos. Por favor.
Los cuales, por sorprendente que fuese, realmente invitaban a pasar. Travis esperaba una decoración espartana, una austeridad propia de barracones, pero la habitación en la que entró era cálida y acogedora. Tenía sillas cómodas, una mesa con comida y agua, un escritorio con un ordenador integrado, una ventana tintada que se extendía desde el suelo hasta el techo con vistas al valle… Travis incluso pudo ver una de las puntas de la nave asomando por la derecha. Varias puertas conducían a otras habitaciones, pero el aspecto más notable era la decoración. La estancia estaba llena de sorprendentes y hasta surrealistas objetos y obras de arte, pequeños la mayoría de ellos, pero todos intrincados y delicados, elaborados con precisión, sensibilidad y cariño. Un casco que podría haber llevado Aquiles, esculpido en cristal del color del jade. Miniaturas de criaturas que sin duda existían en algún lugar pero que jamás vivieron en la Tierra, algunas de ellas titilantes, como hechas a partir de luz insustancial. Jarrones que cambiaban de color y forma, buscando por sí mismos una perfección inalcanzable. Una de las paredes estaba cubierta de imágenes de mundos lejanos en los que se retrataban los distantes planetas que Travis había visitado brevemente a través del holograma durante el procesamiento. El cuadro central, animado, mostraba a dos soles gemelos trazando arcos por un cielo escarlata, condensando días en segundos, sobre un paisaje lleno de vida. Travis concluyó que ninguno de aquellos artefactos era el producto de la creatividad de los cosechadores, pues los esclavistas de la Tierra nunca habían sido famosos por su amor al arte, por lo que le resultaba incongruente que Darion hubiese convertido sus aposentos en una galería. Travis se preguntó por qué habría hecho algo así.
Se volvió hacia el alienígena. No podía estar seguro, obviamente, pero lord Darion le parecía joven, más joven que el comandante Shurion, más joven que los evaluadores, como de unos veintitantos años, si es que la edad de los cosechadores era comparable a la de los humanos. Los otros alienígenas con los que se había encontrado Travis le sacarían, como poco, diez o quince años. Así que pertenecían a generaciones distintas.
—Ahí tienes un cuarto de baño —le indicó el alienígena—. Puede que quieras utilizarlo. La comida que he hecho preparar también es para ti.
Travis se dio cuenta de lo sediento y hambriento que estaba, pero aun así fue cauteloso con respecto a las viandas.
—¿Por qué?
—¿Crees estar en posición de hacer tales preguntas, terrícola?
No le faltaba razón. Así que Travis aprovechó la hospitalidad de Darion. Bebió a tragos algo parecido a un zumo y se abalanzó sobre la comida, una carne similar a un filete. El alienígena no le quitó los ojos de encima y siguió apuntándolo con el arma, como si el castigo por no terminarse el contenido del plato fuese de lo más severo.
—¿Cómo te llamas, terrícola? —preguntó Darion cuando el prisionero hubo terminado.
—¿Quieres saber mi nombre? —Travis no pudo evitar ponerse a la defensiva.
—Yo soy Darion, del linaje de Ayrion de las Mil Familias.
—¿Qué es esto, una especie de truco? ¿Por qué me has traído aquí? ¿Querías ablandarme con esta comida? ¿Dónde están mis amigos?
—Tus amigos están en las celdas para esclavos —dijo Darion—, y tus sospechas son comprensibles. Sin embargo, esperaba que nuestra conversación fuese, al menos, civilizada.
—¿Civilizada? ¿Después de lo que nos habéis hecho? —Tener el estómago lleno alimentó la rabia de Travis—. O estás loco, o para los cosechadores esa palabra tiene otro significado.
El alienígena suspiró.
—Quizá, ya que estás tan preocupado por tus amigos, deberías volver con ellos.
Idiota, pensó Travis para sí. Tenía que controlar la ira, mantener sus emociones bajo control. Aprovecharse de aquella inesperada entrevista. Darion debía de tener sus motivos. Tenía que descubrir cuáles eran. Escuchar y aprender.
—Travis —dijo rápidamente—. Me llamo Travis Naughton.
—Travis Naughton. —Darion asintió, agradeciendo el gesto—. Si bajo mi subyugador, Travis —dijo, refiriéndose al arma de energía—, ¿puedo confiar en que no intentes nada imprevisible?
—¿Quieres decir, si intentaré escapar?
—Fracasarías.
—Ya he huido de ti antes. O de alguien como tú. En la colina.
—Pero ahora no estamos en la colina —dijo Darion—. Pantalla, muéstrame los criotubos.
* * *
La cuarta pared de la habitación, completamente desprovista no ya de arte alienígena, sino de cualquier tipo de adorno, demostró la razón de su sencillez. De pronto, Travis se encontró mirando a otra parte de la nave, una sección de carga, al parecer. Una ingente cantidad de cilindros largos y transparentes estaban alineados por cientos, conectados entre ellos por otros tubos más estrechos y unidos a altas paredes en las que parpadeaban instrumentos, los cuales a su vez monitorizaban los cilindros por algún motivo que Travis no podía imaginar. Todos aquellos receptáculos parecían vacíos. Pero no era así: con una orden de Darion, la pantalla los guio a través de aquel lugar. Varios tubos estaban ocupados.
Por fin supo dónde estaban Giles, Hinkley-Jones, Tolliver y Shearsby.
Llevaban puesta una única prenda gris parecida a un mono de trabajo y descansaban bocarriba, con las manos cruzadas sobre el pecho, y los ojos y boca cerrados. Parecía que estuviesen en el interior de un ataúd. Con el tiempo, pensó amargamente, lo desearían.
—Pantalla, pausa —dijo Darion, con un tono casi piadoso.
—¿Qué les has hecho?
—Tus amigos están siendo almacenados en un estado de animación suspendida en el interior de los criotubos —explicó el cosechador—, listos para ser transferidos a una de nuestras naves esclavistas más grandes que orbitan la Tierra. Una vez llenas, esas naves los transportarán al mercado de esclavos de nuestro mundo natal para su venta. Ese es el destino final que os espera a todos vosotros. Observa cuántos criotubos quedan por llenar.
Travis lo vio. Y se estremeció.
—¿Por qué me enseñas esto?
—Es fundamental que reconozcas lo desesperado de vuestra situación, Travis Naughton.
Quiso responder que nunca había que perder la esperanza. Pero, como sospechaba, esa altiva afirmación no solo resultaría contraproducente sino que, dada su posición, no sonaría convincente en absoluto.
—¿Voy a necesitar mi subyugador? —El adolescente negó con la cabeza—. Me alegro. —Darion devolvió el arma a su funda.
—Van a… quiero decir, mis amigos, los que están en los criotubos… ¿van a estar bien?
—Para ellos es como si estuviesen durmiendo. No sufrirán ningún daño. A los cosechadores no les gusta estropear la mercancía.
—¿Mercancía? —Travis dejó entrever su amargura a través de su tono—. Somos personas, Darion. —Omitió el título del alienígena a propósito. Darion no pareció darse cuenta, o quizá no le importó.
—Para mi gente sois esclavos, y los esclavos son mercancía. Mercancía valiosa, cierto, pero al final, poco más que cargamento.
—Vosotros enviasteis la enfermedad, ¿no es así?
—Efectivamente.
—Entonces sois unos bastardos. Todos vosotros.
Darion miró hacia otra parte, como si sus ojos carmesíes no quisiesen entablar un debate sobre aquel asunto bajo la mirada azul de Travis.
—Pantalla, apágate.
—¿Sabes cuántas muertes habéis causado? ¿De cuánto dolor y sufrimiento sois responsables? ¿Cómo podéis…? Y esto ni siquiera es nuevo para ti, ¿verdad que no? Habéis hecho esto antes, ¿a que sí? —Travis, al menos durante aquel rato, ni siquiera estaba enfadado, sino horrorizado, incrédulo y atónito por la magnitud de los acontecimientos—. ¿Cuántas veces? ¿Cuántos mundos?
—Muchos —reconoció el cosechador—. Así funciona mi raza. Viajamos por la galaxia en busca de planetas cuyos habitantes son adecuados para la esclavitud. Una vez hemos identificado a nuestras víctimas, eliminamos a la población adulta con enfermedades, un método mucho más eficiente que las guerras abiertas en las que solíamos embarcarnos. Nuestros científicos diseñaron el núcleo biológico del virus cosechador… lo personalizaron, si lo prefieres, para que su virulencia estuviese limitada a la especie dominante de cada mundo objetivo; la enfermedad, como tu especie la llamó, solo afecta a la fisiología humana. —Darion hablaba lentamente, sin mostrar placer u orgullo—. Así, cuando consideramos que es el momento de descubrirnos y descender de las estrellas, los únicos supervivientes de la población indígena, los únicos que podrían resistir nuestra llegada, son jóvenes e inmaduros, están traumatizados, desorganizados e indefensos. Son esclavos, listos para ser cosechados por nuestros recolectores. Ya has visto cómo funcionan. Son las naves del rayo tractor que despliegan las vainas de batalla.
—Ah, sí, vaya si los vi —dijo Travis—. Seguro que estáis muy orgullosos.
Darion volvió a mirar al adolescente y en su mirada solo había vergüenza.
—Esclavitud y muerte, Travis —dijo, apesadumbrado—. Ese es nuestro camino.
—¿Y qué pasará cuando nosotros también empecemos a desarrollar la enfermedad y a morir? —Travis dejó escapar una socarrona carcajada—. Eso le quitaría valor a vuestra mercancía. ¿O es que vuestros fantásticos científicos ya han desarrollado algo para que no cumplamos los dieciocho? Pero me da que no lo han hecho, ¿verdad que no? Eso sería prolongar la vida y solo parecen interesados en eliminarla.
—No es necesario manteneros jóvenes —dijo Darion—. La enfermedad no os supone ningún peligro.
—¿Ni siquiera cuando tengamos edad para contraerla?
—No entiendes cómo funciona, Travis. Deja que te lo explique… La enfermedad es, básicamente, un virus aerotransportado que se adhiere a las células del huésped, como cualquier otro, como el de vuestra gripe, por ejemplo. Sin embargo, mientras que otros virus no disciernen entre huéspedes y atacan a todas las células con las que entran en contacto, el virus cosechador se comporta de otro modo. Ha sido diseñado a nivel biológico…
—Por vuestros científicos —interrumpió Travis, socarrón—. Les gusta mantenerse ocupados, ¿eh?
—Por nuestros científicos, sí. —Si el sarcasmo fuese una enfermedad, Darion sería inmune a ella—. Diseñados a nivel biológico para atacar exclusivamente a aquellas células que igualen o excedan una determinada edad.
—¿Y cómo hace eso? ¿Le pregunta educadamente a la célula cuántos años tiene?
—El envejecimiento de cualquier organismo se debe a un deterioro celular. El virus cosechador ha sido programado mediante nanotecnología para medir el grado de degradación de las células con las que entra en contacto. Vuestros cromosomas, las estructuras que transportan vuestros genes, están protegidos en los extremos por lo que vosotros llamáis telómeros.
—Esto es como volver al colegio —protestó Travis, como si no le interesasen las explicaciones del alienígena—. También nos explicaron lo que era la esclavitud. —Pero en realidad estaba escuchando atentamente, absorbiendo cada palabra.
—Con el paso del tiempo, los telómeros se desgastan y acumulan daños, de modo que la célula pasa a ser más vulnerable y menos saludable… provocando el envejecimiento del organismo. El objetivo inicial del virus cosechador es examinar el estado de los telómeros de su huésped: su grado de decadencia revela la edad del objetivo, de modo que si estos se han deteriorado a partir de cierto punto, el virus está programado para atacar la célula, infectándola, dando lugar a los síntomas de la enfermedad y conduciendo, de forma inevitable, a la muerte. Ni siquiera nosotros poseemos una cura. Como ya habéis aprendido, la edad aproximada a la que las células humanas se vuelven vulnerables a la enfermedad es de dieciocho años. Pero, como te he dicho, Travis, no tenéis que preocuparos sobre qué os ocurrirá cuando seáis vosotros los que cumpláis dieciocho. Si los telómeros del huésped son lo bastante sanos como para resistir el primer contacto con la enfermedad, el virus deja de ser letal, permitiendo al cuerpo desarrollar una inmunidad del mismo modo que vuestras vacunas os ayudan a defenderos de las enfermedades nativas de vuestro planeta.
—Entonces puedo seguir preparando la fiesta de mi decimoctavo cumpleaños —dijo Travis—. Pero deja que te diga una cosa: a ti no te pienso invitar.
—No espero que hagas otra cosa que odiarme, Travis —dijo Darion—. Yo sentiría lo mismo, de estar en tu lugar.
Esa no era la reacción que Travis esperaba. Aún tenía sus reservas con respecto a Darion, pero parecía existir la posibilidad de que aquel cosechador vestido de oro fuese distinto al resto en algo más que el color de su armadura.
—Parece que sabes un montón de cosas sobre la Tierra —dijo Travis.
—Por necesidad. Una vez seleccionamos un mundo para esclavizar, nos preparamos durante años, años de estudio y observación desde el espacio antes de estar listos para golpear. Por ejemplo, hablo fluidamente doce idiomas terrestres.
—¿Y cómo sabéis tanto de la biología humana? Eso no podéis aprenderlo desde el espacio.
—Mediante abducciones —dijo Darion—. Y experimentos.
Travis se estremeció.
—Y supongo que enviasteis la enfermedad a la Tierra en cilindros. Encontramos uno.
—Correcto. Son dispositivos lo bastante pequeños como para no llamar la atención de vuestras autoridades hasta que fuese demasiado tarde.
—¿Y los ojos voladores? —Recordó la historia de Tilo, que afirmó haber visto un globo volador de metal mientras buscaba provisiones en Willowstock, un ojo que flotaba en el aire, observándola. No la creyó entonces; ahora, sí—. ¿Qué son, instrumentos de vigilancia?
Darion parecía sorprendido.
—Me temo que no te entiendo, Travis —afirmó llanamente.
Lo cual también dejó confundido al adolescente. Asumiendo que el ojo existía, si no lo habían fabricado los cosechadores, ¿quién, entonces?
—¿A qué te refieres? —preguntó Darion.
—No es… no es nada. —Cambia de tema—. Todavía… con tantas distracciones, todavía no sé qué hago aquí. ¿Qué quieres de mí, Darion?
—No quiero nada, Travis. —El cosechador miró con nerviosismo hacia la puerta—. Estás aquí por la misma razón por la que permití, deliberadamente, que escapases de mi vaina de batalla.
Así que después de todo había sido Darion el que disparó. Falló a propósito.
—¿Y cuál es esa razón? —preguntó Travis, con el corazón desbocado.
—Que quiero ayudarte.
—Nací en una de las Mil Familias de la raza de los cosechadores —dijo Darion—. La élite social y política de mi gente. Crecí en un mundo privilegiado y próspero, con el derecho a llevar la armadura dorada, que es el símbolo visible de la clase gobernante. Como puedes comprobar, Travis, en nuestra sociedad la posición es hereditaria, pero no porque queramos mantener el poder en manos de una minoría privilegiada como hace vuestra aristocracia. Creemos que todas las cualidades que conforman nuestro carácter son hereditarias, que las llevamos en los genes, en el linaje. Creemos que somos nosotros los que damos forma a la sociedad y no al revés. O por lo menos, eso es lo que nos enseñan a creer. Estas son las ortodoxias que se espera que todo cosechador acepte como verdades evidentes y supremas.
»En tu cultura, los filósofos debaten acerca de si los individuos son el producto de la naturaleza o de la crianza, ¿no es así? Si cada ser humano tiene su destino predeterminado desde el momento en el que nace, si su comportamiento y su personalidad están escritos en un plan divino, o quizá en vuestro ADN, inmutable e ineludible; o si, en vez de eso, sois moldeados por la miríada de influencias aleatorias a la que la vida os somete: las personas, los lugares, los acontecimientos, como una escultura tallada por un artista que no tiene ningún objetivo particular en mente. Bueno, en la cultura de los cosechadores tales discusiones serían consideradas sacrílegas. El primer artículo de nuestra fe es que hay personas superiores e inferiores… así como pueblos. No nacemos iguales. Ese nunca fue el objetivo. El universo se divide en gobernantes y gobernados, amos y esclavos, y el nacimiento dicta a qué clase pertenece el individuo por derecho.
»Las Mil Familias son las descendientes de los primeros héroes de nuestra raza, los grandes guerreros que fundaron la nación de los cosechadores hace milenios. Su fuerza, nobleza y valor viven en nosotros, fluyendo por nuestras venas… estas venas. Eso dicen. Mi venerada sangre es la de Ayrion, del que cuenta la leyenda que, en lugar de morir a causa de una enfermedad o de viejo, cabalgó solo hasta el campamento enemigo y acabó con doscientos de ellos por sí mismo antes de verse abrumado por su número y morir. Como ves, Travis, se espera mucho de mí.
»Mi nacimiento me sitúa en la senda de convertirme en un guerrero orgulloso y despiadado, pero si bien en ocasiones solo me queda la opción de combatir y he sido adiestrado en las artes de la batalla al igual que el resto de cosechadores, cuando peleo ni me enorgullezco ni, eso espero, me muestro despiadado. Reniego de aquello que se espera de mí. Preferiría vivir en paz que en guerra, prefiero crear a matar y he elegido un rumbo distinto para mi vida del que se esperaría de un descendiente del gran Ayrion. Soy alienólogo, Travis, dedicado al estudio de las culturas que mi raza de saqueadores ha conquistado. Pero la alienología no está libre de prejuicios, por supuesto; no fue creada para perseguir el conocimiento o beneficiarse de un entendimiento superior. Mi labor es meramente política. Mis descubrimientos e investigaciones deben estar de acuerdo con la percepción de superioridad de los cosechadores sobre otras especies inteligentes. En otras palabras, yo y mis compañeros alienólogos tenemos la tarea de demostrar científicamente la inferioridad cultural, social y racial de los pueblos que esclavizamos, reafirmando por lo tanto el derecho de los cosechadores a considerarse la auténtica raza dominante.
Travis había permanecido en silencio durante el discurso de Darion hasta entonces, pero se vio en la necesidad de hablar.
—¿Y eso te hace feliz? —Él creía que no.
—No, pero de no ser por las aplicaciones propagandísticas de la alienología, mi padre nunca me hubiese permitido dedicarme enteramente a ella. Mi padre es un comandante de la flota, Travis. Es quien dirige toda la operación en esta zona. Es un hombre importante. Sin su permiso, nunca hubiese llegado a conocer tan bien el arte, la literatura y la cultura, los sistemas de creencias de los mundos que he visitado. Y nunca hubiese podido aprender lo que estos me han enseñado.
—¿Y qué te han enseñado, Darion? —dijo Travis.
—Que toda vida es hermosa. Que todas las culturas son dignas de existir. Que no hay absolutos. Que la diversidad nos enriquece. Que estar expuestos a nuevas ideas, a nuevas perspectivas, a nuevos puntos de vista, aumenta y mejora nuestra capacidad de entendernos a nosotros mismos. Toda vida es preciosa… bajo ningún concepto debería ser erradicada como si tal cosa.
Travis estudió al cosechador con curiosidad, a conciencia. Por primera vez, con su piel blanca como un cráneo y sus ojos rojos, Darion, del linaje de Ayrion, parecía un poco menos alienígena y un poco más humano.
—He aprendido a respetar y a admirar a quienes hemos esclavizado —continuó—. Fíjate en este fantástico objeto, por ejemplo. —Cogió el cristal del color del jade, parecido a un antiguo casco griego, de la estantería y se lo entregó al muchacho.
—Muy bonito. —Travis quiso decir algo diplomático, pues el arte nunca le había llamado demasiado la atención. El objeto era muy ligero.
—Es un yelmo de los recuerdos del planeta Lacrima, empleado durante la meditación y la oración. Según la tradición de Lacrima, quien lo lleve puede entrar en comunión con los espíritus de los seres queridos muertos, cuyas almas residen en el cristal.
—¿Sí? —Travis reaccionó con escepticismo. Su experiencia le decía que los muertos seguían donde se los dejaba, ya fuese en la tierra, en una urna para cenizas o en un ataúd, vestidos con sus últimas ropas. No hubiese tenido que ir muy lejos para encontrar a un montón de seres queridos muertos, descansando allí donde la enfermedad los había dejado—. Bueno, cada uno que piense lo que quiera —dijo mientras devolvía el artefacto al cosechador.
—Una creación hermosa para simbolizar una creencia hermosa. —El tono de Darion se tornó amargo—. Pero ¿cuántas almas habrá enviado entre gritos mi propia gente al interior del cristal? —Devolvió el yelmo de los recuerdos a su estante—. Pero no todos somos asesinos despiadados. Entre nosotros existe un movimiento disidente, opuesto a la esclavitud y al militarismo. De momento es pequeño y sus actividades se limitan a pequeños actos de protesta en los rincones más remotos del imperio de los cosechadores, pero cada vez contamos con más apoyos entre los jóvenes, incluso en círculos influyentes. Un día, quizá, el movimiento sea lo bastante fuerte como para dar comienzo a una revolución y terminar con las injusticias y los inmorales principios sobre los que se asienta la civilización de los cosechadores.
—Entonces, lo que me estás queriendo decir… —Travis se inclinó hacia delante—. ¿Es que eres parte de ese movimiento?
—Me gustaría, pero… —La voz de Darion se quebró a causa de la vergüenza—. Simpatizo con él. Estoy de acuerdo con sus loables objetivos, especialmente la abolición de la esclavitud, pero… me temo que no soy lo bastante valiente como para entregarme en pleno a la causa. No soy propenso a la acción, pese a mi linaje. No concibo la idea de entrar en un conflicto directo con mi propia gente.
—Entonces, ¿por qué estamos hablando? —preguntó Travis, consternado.
—Porque tampoco puedo quedarme de brazos cruzados viendo sufrir a los inocentes. Travis, estamos hablando porque tengo que ayudaros a ti y a tus compañeros terrícolas a escapar.
—Te escucho.
—He estado comprobando los datos del procesamiento mientras los iban recabando. De entre todos los prisioneros, Travis, eres el que ha sido identificado como aquel con más madera de líder. Por eso te he escogido. —Darion empezó a caminar por la habitación como si, de pronto, se estuviese quedando sin tiempo.
Era evidente a ojos de Travis que estaba atenazado por los nervios, lleno de dudas y, para rematar la faena, que se trataba de un cobarde confeso. Y, pese a ello, lord Darion era la mejor baza (la única) que tenían para escapar.
El adolescente tampoco mostraba signos de una exultante confianza.
—Cuando haya explicado mi plan —iba diciendo el cosechador—, te llevaré a la celda de contención principal. Los terrícolas que capturamos ayer fueron introducidos en los criotubos inmediatamente después del procesamiento para corroborar que los sistemas que debían mantenerlos con vida funcionaban correctamente. Shurion no se molestará en poneros al resto en animación suspendida hasta que tengamos más prisioneros a bordo, lo que nos proporciona una oportunidad, sobre todo si tenemos en cuenta que en las celdas de contención no se lleva a cabo una vigilancia rutinaria.
—Estás de broma. —Travis arqueó las cejas, sorprendido.
—Las razas esclavizadas son consideradas inferiores, incapaces de llevar a cabo un intento serio de fuga —dijo Darion.
—Excelente. Será un placer demostrarle al comandante Shurion que se equivoca.
Darion esbozó una atribulada sonrisa.
—La arrogancia de mi raza jugará a vuestro favor. Volviendo al plan, puedo infiltrarme en el ordenador central de la nave desde aquí mismo y deshabilitar el sistema de seguridad de vuestras celdas. La puerta se abrirá automáticamente.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Me temo que solo unos segundos, o podrían rastrear el origen de la interferencia. Y fuera habrá un guardia. Tendréis que estar listos.
—Dime cuándo y lo estaremos —dijo Travis, concienciado.
—Lo haré. También te mostraré los planos de la nave en la pantalla y la ruta más corta hasta la salida. Pero aun así, vuestro éxito sigue dependiendo por completo del factor sorpresa.
—Eso es mejor que nada, Darion.
—Y no debes decir a nadie quién soy, Travis, ni siquiera a tus mejores amigos. Comprenderás que, en caso de que volvieseis a ser capturados, ni siquiera mi linaje impediría que se me encontrase culpable de alta traición.
—No te preocupes. No diré ni media palabra.
—Gracias. Y si alguno de vosotros…, quiero decir, aquellos que escapéis debéis contactar con las autoridades que aún quedan en vuestro planeta.
—¿Qué autoridades? —El corazón de Travis se aceleró una vez más—. Todos los adultos han muerto, ¿no es así?
—Parece que no todos —reveló Darion—. No sabemos cómo, pero al parecer algunos adultos terrícolas han sobrevivido a la enfermedad. Las naves esclavistas están encontrando focos de resistencia desperdigados, sufriendo ataques aislados, aunque mi padre y el resto de comandantes de la flota ya se están ocupando de erradicarlos. Si podéis, Travis, localizad uno de estos grupos que todavía no han sido capturados. Habladles de lo que te he contado acerca de los cosechadores revolucionarios. Si vuestros compatriotas y nuestros disidentes llegan a unirse, de algún modo, puede que todavía podamos garantizar el futuro de tu planeta.
Sonaba bien. Sonaba esperanzador. Y Travis necesitaba sentir esperanza. Pero también tenía que ser cauteloso, por el bien de los demás. Porque, ¿y si aquella oferta de ayuda resultaba ser, después de todo, una trampa? ¿Y si Darion no conspiraba contra su propia gente, sino a su favor? En el caso de que aún quedasen adultos capaces de defenderse de los invasores, ¿no estaría dejándolos escapar a él y a los demás para después seguirlos o rastrearlos hasta que, sin darse cuenta, acabasen conduciendo a los cosechadores hasta la misma resistencia? ¿Y si…? Aquella era la pregunta definitiva. ¿Cómo podía estar seguro?
No podía, por supuesto. Tenía que ser una cuestión de confianza. ¿Confiaba en Darion o no?
—¿Travis? —El cosechador se dirigía a él con curiosidad—. ¿Te encuentras bien?
Y Travis pensó en el cuidado y el mimo con el que Darion había cogido el yelmo de los recuerdos de Lacrima, como si fuese un bebé, un niño. Toda vida es hermosa. ¿Confiaría en él o no?
—Enséñame los mapas —dijo Travis.
* * *
La celda de contención era grande, y aunque, al igual que las demás, carecía de mobiliario, en dos de las paredes había hileras de literas rectangulares que se extendían en filas horizontales y verticales, pudiéndose llegar a las más altas subiendo por unas hendiduras en el metal que formaban una especie de peldaños. Una tercera pared, en un alarde de consideración por parte de los cosechadores de lo más inusual, teniendo en cuenta las recientes experiencias de los adolescentes durante el procesamiento, daba acceso a unos lavabos. Parecía que los prisioneros allí encarcelados iban a pasar una temporada en aquella celda en particular. Travis confió en que fuese una temporada más breve de lo que los esclavos esperaban.
Sus amigos se apiñaron a su alrededor, aliviados y felices por su reaparición. Tilo volvió a caer en sus brazos. Mel, Jessica y Richie estaban cerca de él, también Antony. Todos con las mismas túnicas y pantalones grises. Procesados.
—Travis, ¿dónde has estado? —preguntó Mel—. Estábamos preocupados. Pensábamos que te habrían hecho algo.
—No exactamente. Y ya estoy aquí —la tranquilizó, abrazando mientras tanto a Tilo a la vez que la besaba con cariño—. ¿Soy el último?
—Lo cierto es que no. —Antony frunció el ceño.
Claro que no.
—Simon —dijo Travis, avergonzado de sí mismo por no haberse dado cuenta inmediatamente de la ausencia del chico.
—Y no solo Simon —dijo Antony—. Digby. Cunningham. Pates. Faltan nueve en total. —Su tono de voz era grave, como el de un agente de policía leyendo los nombres de un grupo de desaparecidos a los que no se esperaba encontrar con vida.
—Puede que estén en otra celda, ¿no? —Jessica probó con algo de optimismo.
—Pero ¿por qué iban a hacer eso, Jessie? —preguntó Mel—. ¿Por qué iban a poner a la mayoría en una celda y a un puñado en otra? Aquí aún sobran camas.
—No lo sé. Gracias a Dios, no soy uno de esos monstruos. No sé cómo piensan.
—Puede que Simoncete y el resto aún estén en procesamiento. —La aportación de Richie fue dubitativa y sorprendentemente empática.
Travis la respaldó.
—Es verdad. Puede que así sea. Estoy seguro de que enseguida los meterán aquí, con el resto. Lo que será una buena noticia, porque no os vais a creer dónde he estado y por qué.
—No nos hagas adivinarlo, Trav —dijo Mel con impaciencia—. No está la cosa para juegos. Estamos en una celda.
—No por mucho tiempo —dijo Travis—. Sé adónde llevan los pasillos que hay más allá de estas cuatro paredes. Sé dónde hay una escalera que nos conducirá a la planta baja de la nave y cómo salir de ella.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Antony.
—¿Y qué más da? —gruñó Richie.
—He conocido a alguien. He encontrado un aliado, un cosechador en el que podemos confiar.
—¿Y cómo se llama ese alienígena? —quiso saber Antony.
—Lo siento, Antony, pero eso sí que no te lo puedo decir. —Y mientras Travis compartía, entusiasmado, los detalles de su plan de fuga, no se fijó en cómo los rasgos del muchacho rubio se tornaban graves y amargos.
A decir verdad, Darion prefería pasar su tiempo a bordo de la nave recluido en sus aposentos, rodeado por las obras de arte de una docena de planetas, a confraternizar con su gente. Por lo menos su actitud distante no solo entraba dentro de lo esperable debido a su rango, sino que hasta contaba con el beneplácito de los demás, lo que reducía la necesidad de socializar al mínimo. Pero aun así estaba obligado a dejarse caer de vez en cuando por el comedor de oficiales o el puente de la nave, hacia donde le conducía el ascensor en aquel momento. Su condición aún le exigía mantenerse en contacto con el comandante de la nave.
* * *
Shurion estaba sentado en su silla de mando y vestido, como siempre, con su uniforme completo, compuesto por una armadura negra ornamentada y una toga del color del ébano con incrustaciones de oro. El puente tenía forma de hoz para reflejar el diseño general de la nave, de modo que la ventana que se extendía desde el suelo hasta el techo ofrecía una vista panorámica del valle que se encontraba ante ellos, rodeado por colinas. El personal técnico, vestido de rojo, se ocupaba de los ordenadores; varios guerreros ataviados de negro aguardaban expectantes, listos para ejecutar cualquier orden procedente del comandante Shurion. El sillón de mando se encontraba en el centro mismo del puente, y podía, cuando era necesario, elevarse gracias a un sistema hidráulico para que el comandante disfrutase de una mejor perspectiva de las operaciones que allí se llevaban a cabo. Solo se hacía uso de aquella función durante las batallas o en momentos clave del vuelo. Sin embargo, Shurion mantenía el sillón a su máxima altura prácticamente en todo momento, incluyendo aquel preciso instante. Darion sospechaba que lo hacía porque le gustaba mirar a la gente por encima del hombro.
—¡Ah, lord Darion! —exclamó desde su privilegiada posición en cuanto apareció el alienólogo—. ¡Ya está aquí!
—Así es, comandante Shurion. Aquí estoy.
—Veo que ha conseguido despegarse de esos artefactos toscos y primitivos, esos torpes intentos de cultura alienígena, ¿verdad? —Lanzó una mirada maliciosa hacia abajo en dirección a los guerreros—. Cultura alienígena… términos contradictorios, desde luego. —Los soldados respondieron a la ocurrencia de su superior con una sonrisa.
—De hecho, he estado traduciendo un manuscrito del filósofo Tyreetes del planeta Gamelon —le informó Darion—. En concreto, un pasaje particularmente difícil en el que se lee: «Oh, recipiente del mayor de los ruidos, qué escaso es tu saber, qué vacuo hasta tu más jactancioso clamor».
—¿Se supone que eso tiene algún significado, lord Darion? —preguntó Shurion, desdeñoso.
—Por supuesto que no, comandante Shurion —contestó Darion con tono inocente—. No tiene sentido. Ya está usted familiarizado con los sinsentidos, ¿no es así? Y qué afortunados somos de que la mayoría de las obras de Tyreetes ardiesen durante la cruzada de nuestro ejército cosechador, en la que las bibliotecas de Gamelon ardieron hasta los cimientos. Y hablando de ello… —Darion miró sin disimulo desde el sillón de mando hasta el suelo.
—Oh, por supuesto. Perdóneme, lord Darion —se disculpó Shurion con frialdad. Tocó un botón ubicado en uno de los reposabrazos y la silla descendió hasta una posición más convencional. Según la tradición de los cosechadores, nadie, ni siquiera un comandante de alto rango como Shurion, tenía permiso para mirar por encima del hombro a un miembro de las Mil Familias—. Pero, dígame, ¿dónde se encuentra ahora ese tal Tyreetes?
—Murió hace dos siglos.
—Ah, ¿sí? Qué pena. Me hubiese gustado compartir con él una reflexión filosófica de mi cosecha. —Shurion se puso en pie—. El único alienígena bueno es el alienígena esclavizado.
Los guerreros no disimularon su risa. A los Corazones Negros, como les gustaba llamarse a los soldados cosechadores más combativos, les encantaba el comandante Shurion. Lo cual era una de las razones por las que Darion los despreciaba. Los Corazones Negros lo adoraban por su crueldad, su insensibilidad y su absoluto desprecio por toda vida alienígena, los mismos aspectos por los que Darion lo odiaba. Pero nunca había revelado sus verdaderos sentimientos y jamás podría hacerlo. Si bien era el superior social de Shurion, en el contexto de una operación esclavista el comandante superaba en rango hasta a un miembro de las Mil Familias. Cada nave de la flota de los cosechadores portaba el nombre de un héroe del pasado, escogido por el comandante designado. Shurion optó por llamar «Furion» a la suya. Furion, que condujo a su gente en el primer asalto interplanetario en busca de esclavos, poniendo la primera piedra de los siguientes mil años de historia de los cosechadores. Ese detalle lo decía todo del comandante Shurion. Y Darion siempre fue consciente de ello. La callada enemistad entre él y el comandante era completamente recíproca.
—Supongo que ha estado… ocupado, lord Darion, con uno de los esclavos terrícolas —afirmó Shurion.
—Efectivamente —admitió el cosechador más joven, con toda la calma de la que consiguió hacer acopio, a la vez que evitaba la inquisidora mirada del comandante—. Quiero entrevistar a todos los prisioneros posibles, comandante, antes de que los destine a los criotubos. Lo que aprenda de ellos me ayudará en mi investigación sobre la cultura terrícola.
—Alienología —gruñó Shurion—. Ah, sí. Vuestro padre debe de estar orgulloso.
—Mi padre, el comandante de la flota Gyrion de las Mil Familias —dijo Darion, casi por accidente—, lo está. Hay muchas formas de servir a nuestra raza.
—Eso he oído. Pero ¿no le preocupa, lord Darion, que de tanto verse inmerso en productos de culturas impuras e inferiores, al asociarse voluntariamente con gentes primitivas e ignorantes, quede usted mismo, con el paso del tiempo, corrupto por sus ridículos dogmas y sus desacreditadas creencias? ¿No corre riesgo el alienólogo de acabar mancillado por el alienígena?
Darion esbozó una fugaz sonrisa.
—Somos lo que somos por nacimiento, comandante Shurion, aunque estoy seguro de que no necesita que se lo recuerde. Nada puede alterar eso. Aquellos con los que entro en contacto… —Y en aquella ocasión sí miró a Shurion cara a cara—. No pueden influir en nuestra naturaleza. Pero gracias por interesarse en mi trabajo. Supongo que sus quehaceres también marchan sin complicaciones.
—Así es. —El orgullo que Shurion sentía por sus propios logros era muy superior al placer que obtenía al burlarse de Darion. Ya que el tema había salido a colación, se dirigió altanero hasta la ventana y miró al exterior, sabiéndose el amo de todo cuanto abarcaba la vista—. Los exámenes y barridos preliminares ya están completos. Mañana a esta misma hora los recolectores funcionarán a plena potencia. Todo marcha según el plan.
—Bien —dijo Darion—. Espero que siga siendo así. —Pero no era el plan de Shurion el que tenía en mente.
* * *
No durmieron mucho, por supuesto, pero Travis insistió en que lo hiciesen. Ocurrió lo mismo con la comida: aunque la situación de los jóvenes no invitaba al apetito, cuando les trajeron comida, distribuida por unos cosechadores vestidos con armaduras azules, acompañados por guardias ataviados de negro que portaban subyugadores en sus manos, Travis animó a todos a comer todo lo que pudiesen. Necesitarían contar con todas sus fuerzas cuando llegase el momento.
Les habían quitado los relojes, al igual que toda la ropa que llevaban al entrar en la nave, y no había nada parecido en la celda. No obstante, dedujeron que era de noche, o al menos la hora de dormir, cuando las luces se apagaron. La única iluminación pasó a ser la fantasmal luz blanca de unas hileras que delimitaban el contorno de la celda.
Simon y los demás chicos que no aparecieron tras el procesamiento seguían desaparecidos. Travis intentó descubrir su paradero consultando a los guardias. De haberle hecho la pregunta a una pared, hubiese obtenido el mismo resultado.
La preocupación por su destino, por el destino de Simon, fue uno de los factores que lo mantuvieron en vela. Otro era la presencia de Tilo compartiendo cama con él.
—Por favor —le rogó—. No tenemos que… no estaría bien hacer algo aquí, pero precisamente porque estamos aquí no quiero pasar esta noche sin ti, Travis. ¿Podemos, no sé, solamente estar juntos? ¿Podrías abrazarme? ¿Te parece mal?
—Tilo. —Susurró su nombre con suavidad—. No se me ocurre una idea mejor.
Y ni siquiera se desvistieron… nadie lo hizo. Y la abrazó y besó hasta que se quedó dormida y cuando en sueños gimió y lloró en varias ocasiones, él estaba ahí para consolarla y acariciarla para que no se despertase. Y pensó en Tilo, en Jessica y en Mel, que tenían que haber pasado por el procesamiento, lo cual ya era bastante humillante para un chico, pero para una chica… Le ponía enfermo que las chicas hubiesen tenido que pasar por semejante experiencia, no haberlo podido impedir le hacía hervir la sangre. Esos cabrones de los cosechadores tenían mucho de lo que responder.
Apagaron las luces para indicar que era de noche. Así que cuando estas regresaron, supuso que era de día.
Todos salieron de la cama de un salto y se dirigieron precipitadamente hacia Travis y Antony en busca de liderazgo.
—Solo tenemos que conservar la calma —aconsejó Antony—. Cuando los guardias vengan a traernos el desayuno, no sospecharán nada.
—Recordad lo que os he dicho —añadió Travis—. Mi contacto me dijo que después del desayuno de los prisioneros hay un cambio de guardia. Con suerte, los nuevos guardias no estarán tan preparados y organizados como en otras ocasiones. Entonces será cuando bloquee los sistemas de seguridad. Y nosotros tendremos que estar listos.
Tilo estaba arrodillada al lado de Enebrina y de los otros cuatro niños a su cargo.
—Cuando yo os avise —les explicó con seriedad—, quiero que os cojáis de la mano y que os agarréis muy fuerte pase lo que pase, ¿me habéis entendido?
—Sí, Tilo —dijeron los niños, obedientes.
—Bajo ningún concepto os separéis de mí. Yo no os soltaré. Os lo prometo.
* * *
El desayuno, unas gachas insípidas e incoloras, fue visto y no visto. Travis pensó que la comida era muchísimo mejor en la habitación de Darion, que era donde rogaba que se encontrase el descendiente de Ayrion en aquel instante, sentado ante su ordenador, preparado para traicionar el recuerdo de su ilustre antepasado.
La celda pasó a estar ocupada únicamente por los prisioneros una vez más. El cambio de guardia era inminente. Todo el mundo permaneció quieto, congregado en torno a la puerta. La tensión crepitaba en el aire como electricidad.
Y Antony escuchó a Travis exhortando a todos a mantenerse unidos, a seguirlo. Sabía cómo salir. Su nuevo y anónimo aliado cosechador le había mostrado una ruta a través de la cual huir. Solo a él. Travis iba a dirigirlos a todos y era una situación que no debería molestar al delegado del colegio Harrington porque era por el bien de todos. Pero le molestaba. Un poco. Chicos a los que conocía desde hacía años caían a los pies del recién llegado. En tiempos de necesidad, las lealtades cambian. Leo Milton intercambió una mirada con él y le lanzó una débil y amarga sonrisa.
—Naughton. —Era Richie—. Cuando salgamos… cuando se abra la puerta, tú no te pares. No te preocupes por nada. Te cubriré las espaldas. Si quieres. Puedo ocuparme de eso.
—Gracias, Richie. —Travis asintió, agradeciendo el gesto—. Asegúrate de cubrirte también la tuya.
—Jessie —dijo Mel mientras estrechaba la mano de su amiga con urgencia—, hay algo que tengo que decirte.
—Cuando hayamos salido de aquí, Mel —le contestó Jessica—. Cuando estemos a salvo. Entonces podrás contarme cualquier cosa.
—Te tomo la palabra. —La chica morena abrazó a la rubia, estrechándola con fuerza.
Travis no le quitó la mirada de encima a la puerta, esperando a que se abriese, mientras murmuraba:
—Listos. Listos.
Tenía que ocurrir en aquel momento. Tenía que ocurrir. Darion tenía que haber accedido al ordenador de la nave si podía, si era todo lo que afirmaba ser, si decía en serio lo que prometió. Porque siempre estaba ese peligro, ese miedo a que en el último minuto, en el último segundo, el cosechador no fuese capaz de reunir el valor para…
La puerta se abrió, tan silenciosa como un secreto.
—Trav —dijo Mel.
Y la alarma se disparó.