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Esclavos. Travis tuvo que hacer un esfuerzo para asumir lo que implicaban las palabras del comandante Shurion. Eran esclavos. No iban encadenados, apiñados bajo la cubierta de un barco esclavista, fétido y podrido, que los condujese a través del vasto océano a una lejana tierra extranjera, sino que estaban encerrados en celdas plateadas, abducidos de su mundo natal, prisioneros y condenados a un viaje sin retorno a través de las insondables profundidades del espacio. Los detalles cambiaban; los hechos seguían siendo igual de bárbaros.

* * *

En el interior de la celda, un quejido colectivo empezó a tomar forma, un sonido que había reverberado por los siglos, provocado por las atrocidades perpetradas por el hombre cada vez que una raza o nación subyugaba o explotaba a otra, una cacofonía de desesperación que trascendía el tiempo y el idioma. Espartaco lo hubiese reconocido como respuesta al látigo romano, al igual que los africanos de las plantaciones de algodón o en las junglas de Haití. Era una expresión de desaliento más amarga que la propia muerte.

—Trav. —Era Tilo. Tenía la mirada desencajada por la desesperanza; la mirada de un animal enjaulado—. Travis, ¿qué vamos a hacer?

—No lo sé. —¿Qué podían hacer?—. Algo. No te rindas, Tilo. No te rindas nunca.

—Ahora seréis procesados —anunció el comandante Shurion—. Debemos determinar si sois lo bastante fuertes a nivel físico, emocional y psicológico para sobrevivir al destino que os aguarda. El procesamiento tendrá lugar de inmediato. Lo diré una vez más: obedeced las instrucciones sin dilación o este será el último día de vuestras vidas.

La imagen de Shurion se desvaneció. Las pantallas volvieron a tomar el aspecto de las paredes de la celda.

Los niños pequeños no podían dejar de llorar. Tilo tuvo que soltar a Travis para consolar a Enebrina y a los demás pequeños a su cargo. Mel la sustituyó y lo abrazó. Un clamor de angustia e ira golpeó los muros como un puño, pero no tuvo ningún efecto. Leo Milton había vuelto a echarse sobre el suelo; estaba sentado con las piernas cruzadas y la cabeza apoyada en las manos. El rostro de Simon transmitía más terror del que hubiese podido expresar con palabras. Richie Coker, después de años jugando a ser el matón, pasó a convertirse en víctima. Antony, con Jessica a su lado, estaba gritando algo, intentando imponer algo de calma, algo de orden. En vano.

Solo cuando la voz de uno de los cosechadores cortó el aire como un cuchillo, quedó la mayoría en silencio. Tilo acalló a Enebrina, a Rosa y a Sauce, acariciándoles el pelo con sus manos temblorosas.

—Empieza el procesamiento —dijo aquella voz carente de entonación—. Se abrirán dos puertas. Los hombres pasarán por la de la izquierda. Las mujeres pasarán por la de la derecha.

—Travis. —Mel le estrechó la mano—. Dios mío.

—Eres fuerte, Mel —le dijo, recalcando sus palabras—. Sé fuerte para Jessie y Tilo.

—Lo seré. —Aunque en aquel momento, con las lágrimas manando de sus ojos, no se sentía fuerte.

—¡No pueden separarnos! ¡No pueden hacer eso! —Tilo se volvió hacia Travis, aterrorizada—. Tenemos que permanecer juntos.

—No podemos, Tilo. No podemos hacer otra cosa que obedecer a todo lo que nos digan. No me iré por mucho tiempo. Estaremos juntos de nuevo antes de lo que imaginas. Estoy convencido.

Ella lo abrazó con fuerza, posesiva, rodeada por sus brazos.

—No voy a dejar que te vayas. No, esta vez no.

Mel miró hacia Antony y Jessica. Bueno, en realidad, solo hacia Jessica. En cualquier caso, Antony estaba liado con un grupo de alumnos de Harrington presa del pánico. Extendió la mano y Jessie se la estrechó.

—Estaremos bien —le aseguró a la muchacha rubia—. No dejaré que te pase nada, Jess.

—Empieza el procesamiento. Se abrirán dos puertas. Los hombres pasarán por la de la izquierda. Las mujeres pasarán por la de la derecha.

En el muro opuesto al que había permitido a Travis y Antony acceder a la otra celda empezaron a aparecer dos aberturas, materializándose en el metal como de la nada. Se abrieron de par en par. Más allá, según parecía, más celdas.

—Parece que vamos a seguir juntos un rato más —le dijo Richie a Simon sin estar muy seguro de por qué. La única respuesta de Simon fue dejar caer la cabeza, desolado.

Los prisioneros no se movieron hacia ninguna de las dos puertas. De hecho, estaban alejándose de ellas.

* * *

Antony se acordó de un trabajo que hicieron sobre el Holocausto para la asignatura de Historia. Los hombres a la izquierda, las mujeres a la derecha. Cada fibra de su cuerpo pedía a gritos que se revelase contra las órdenes de los cosechadores, pero al mismo tiempo no tenía la menor duda de que las amenazas del comandante Shurion eran ciertas. No podían negarse a obedecer.

—¡Escuchad! ¡Escuchad todos! Tenemos que cruzar esas puertas. Tenemos que seguir vivos. Así que en marcha…

—¡Antony! —Jessica se zafó de los brazos de Mel para estrechar la mano de Antony. Mel se quedó mirando su mano abierta y vacía—. Ten cuidado. Cuídate. Por favor.

—Tú también —le dijo Antony—. Jessica. —El dolor que transmitían sus ojos le partió el corazón. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo hermosos que eran.

—Cuidaré de ella —aseguró Mel.

Travis deslizó los dedos por el pelo de Tilo hasta acariciarle la mejilla, el cuello y los hombros.

—¿Ves? No estaremos muy lejos. Solo nos separará una pared. No nos va a pasar nada malo, pero tienes que ir con Jessie y con Mel.

—Lo sé. Lo sé. —Pero mientras decía esas palabras, negaba con la cabeza.

—También tienes que cuidar de Enebrina, Sauce y Rosa.

—Lo sé. Venid, pequeñas. —No esperaron a que lo dijera dos veces. Se aferraron a Tilo como se aferrarían a su propia madre.

—Yo me llevaré a Río y a Zorro. Chicos. —Los pequeños cogieron la mano de Travis entre sollozos—. Tilo, te veré pronto.

—Más te vale —dijo ella.

—Tilo, en marcha. —Mel parecía haber tomado el mando del pequeño grupo de chicas que formaban parte de la comunidad de Harrington—. Tenemos que… Nos vemos, Trav. —Y se dirigieron, a su pesar, hacia la puerta de la derecha.

—Travis, Antony, cuidaos —dijo Jessica.

No os volváis, pensó Travis. No nos deis la espalda. Mientras pudiese verles las caras, las chicas estarían a salvo. Pero Tilo, Jessica y Mel se volvieron y se adentraron en la siguiente celda sin que Travis pudiese hacer nada al respecto.

—Travis, tenemos que ponernos en marcha —dijo Antony mientras señalaba la puerta de la izquierda.

Travis asintió. Le había prometido a Tilo que no tardaría en volver a verla y cumpliría su promesa, independientemente de lo que tuviese que hacer para ello… como, por ejemplo, adentrarse en aquella celda. Y cuando el último chico, que por azar resultó ser Leo Milton, hubo atravesado el umbral, la puerta se cerró tras ellos.

Había pocas chicas, así que su celda, idéntica a la que acababan de dejar atrás, ofrecía espacio de sobra. Los chicos tendrían que apretujarse un poco más.

—Muy bien, chicas. —Tilo se agachó para abrazar a las tres pequeñas a su cargo—. No ha sido tan malo, ¿a que no? No tenemos que preocuparnos, ¿verdad?

Jodie, una guitarrista que había abandonado su pueblo, Midvale, para unirse a Harrington, consoló a otro grupo de niñas pequeñas tal como lo hacía Tilo.

—Bueno, ¿y ahora qué? —preguntó Mel.

—Continúa el procesamiento —dijo una voz incorpórea.

—Tenías que preguntarlo —observó Jessica con una débil y valiente sonrisa.

—Todos los prisioneros se quitarán toda la ropa y la depositarán en el suelo. Deberán estar desnudos para la próxima etapa del procesamiento.

—¿Qué? ¿Quieren que nos desnudemos? —Tilo parecía más ofendida que asustada.

—Son hombres —murmuró Mel—. Por supuesto que sí.

—Sin embargo —observó Jessica—, no creo que hagan esto solo para deleitarse, como tampoco creo que tengamos nada que decir al respecto. —Y se quitó el jersey por la cabeza.

—Supongo que tienes razón —dijo Tilo mientras se desabotonaba la blusa—. Niñas, ¿os da vergüenza quitaros la ropa?

Las pequeñas empezaron a desvestirse, a regañadientes pero resignadas.

—Bueno, habrá que mirar el lado bueno —observó Mel con una sonrisa nerviosa intentando no mirar hacia Jessica, cuyos vaqueros, zapatillas y calcetines estaban ya apilados junto al jersey en un pequeño montón en el suelo—, por lo menos Travis y los demás no están aquí.

—Pues a mí sí me gustaría que estuviesen —dijo Tilo mientras se quitaba el sujetador—. Muy bien, Brina. Muy bien, Sauce. Sí, es gracioso que estemos sin ropa, ¿a que sí?

—Mel, ¿a qué esperas? —le preguntó Jessica con la ropa interior en la mano y el ceño fruncido hacia su amiga—. ¿Por qué no te desvistes?

—Ya voy, ya voy. —Y empezó a desabrocharse los botones—. Soy lenta, nada más.

—No tienes que avergonzarte —le dijo Jessica.

—Tú eres la que no tiene que avergonzarse —replicó Mel, nerviosa.

—Me pregunto si los chicos estarán pasando por lo mismo —dijo Tilo.

Y así era, y para algunos, desvestirse delante de otros era una experiencia de lo más desasosegante. La mayoría de estudiantes de Harrington, acostumbrados a las duchas comunes, se quitó la ropa con rapidez y pulcritud. Travis también, ya que no estaba tan preocupado por su ropa como por las fases posteriores del procesamiento o (y aquel era un pensamiento aún más desalentador) cuál sería el destino que los cosechadores reservarían a aquellos que no fuesen lo bastante fuertes a nivel físico, emocional o psicológico para superar la prueba.

Richie recuperó parte de su antigua fanfarronería. Estaba bastante orgulloso de su cuerpo comparado con el de los demás. Clive, el niño pijo, podía ser un poco imbécil pero tenía una buena definición, para ser honesto, así como unas buenas proporciones, posiblemente fruto del entrenamiento, pero los otros chicos eran unos blandengues. La pecosa constitución de Pelirrojo Milton no le auguraba ningún éxito con las chicas en el futuro. En cuanto a Naughton, podía resultar inspirador con sus palabras y sus ojos, pero la hippie o Morticia no estarían tan impresionadas con todo lo demás. No, Richie no tenía que preocuparse mucho por el físico: era más alto que los demás, más fuerte… y todo eso. Se dejó la gorra de béisbol puesta como prueba de su reencontrada confianza.

Pero Simon estaba sufriendo. Recordó una ocasión, para su vergüenza, en la que a la edad de seis o siete años algunos de sus compañeros del colegio lo inmovilizaron contra el suelo de la clase cuando la profesora se había marchado, sujetándolo y riendo, e iban a bajarle los pantalones y los calzoncillos para comprobar de una vez por todas si Simon Satchwell el Simplón era un chico hecho y derecho o, como ellos sospechaban, no. Si la profesora no hubiese vuelto a por algo que había olvidado, se hubiesen salido con la suya. Simon nunca olvidó aquella sensación de degradación y humillación que lo acompañó durante mucho tiempo. Y estaba sintiéndola una vez más. Desnudo, delgado, encogido y tembloroso aunque en la celda no hiciese frío, se tapó las vergüenzas con las manos mientras sus ojos abiertos de par en par no dejaban de llorar tras los cristales de sus gafas.

—Simon. —Travis andaba buscándolo, con los pequeños Río y Zorro siguiéndolo de cerca—. Intenta mantener la calma. Sé fuerte.

—¿Para qué? Ya estamos muertos. —La desolación en su voz era casi palpable.

—No, no lo estamos. Y tampoco lo estaremos si cumplimos sus normas. —Travis clavó su mirada en Simon, como si pudiese insuflarle coraje solo con su fuerza de voluntad—. El comandante Shurion dijo que querían esclavos. Podemos aferrarnos a eso. Los esclavos muertos no sirven para nada. Nos mantendrán con vida si no nos pasamos de la raya.

—Travis, ¿cómo puedes estar seguro?

—Confía en mí.

—Los prisioneros deben estar desnudos para la siguiente fase de procesamiento —repetía la voz de los cosechadores—. Deben quitarse los sombreros. Deben quitarse las gafas.

—Pueden vernos —observó Travis, mirando alrededor por instinto. Los muros, lisos, no le proporcionaron ninguna pista—. Nos están observando.

—¿Quieren que me quite la gorra? —protestó Richie—. Qué cabrones.

Pero había oído a Travis intentando animar a Simon. Eso de no pasarse de la raya era un buen consejo. Se despidió de su gorra de béisbol a regañadientes.

—No, me niego —se resistió Simon—. No puedo quitarme las gafas… no puedo apañármelas sin las gafas. No veré nada.

No era el único chico con gafas, por supuesto, pero la orden de quitárselas le había afectado mucho más que al resto, hasta el punto de dejarlo paralizado. Desnudo y prácticamente ciego, Simon sería completamente vulnerable, estaría más desamparado que nunca.

—Tienes que hacerlo, Simon. Ahora —lo apremió Travis con todo el tacto posible. Su paciencia no era tan ilimitada como a él le gustaría—. Nos están observando.

—Pero no podré ver nada. No sabré qué hacer.

—Yo te lo diré. Quédate a mi lado. Te guiaré.

Simon se llevó la mano a las gafas lentamente, entre sollozos.

—Vale, Travis, pero no… no es… esto no está bien.

—Eso no te lo voy a discutir —dijo Travis.

Los ojos de Simon estaban hinchados y enrojecidos. Dejó las gafas junto a su ropa.

—Prométeme que no me dejarás atrás, Travis.

—Nunca lo he hecho hasta ahora, ¿verdad?

—Travis —le advirtió Antony. En la pared más alejada empezó a aparecer una puerta—. ¿Cómo de profunda es esta maldita nave?

—Continúa el procesamiento. Los prisioneros entrarán en el pasillo.

Y es que, por primera vez, el umbral no conducía a otra celda. El pasillo era largo, estrecho, completamente desprovisto de cualquier adorno, y parecía terminar en una pared despejada. Los chicos se adentraron en el pasadizo con inquietud.

—Quédate conmigo, Simon —le dijo Travis. Richie tampoco estaba muy lejos.

* * *

En cuanto todos hubieron entrado en el pasillo, la puerta tras ellos siguió el ejemplo de sus iguales y desapareció, reemplazada por metal pulido e inmaculado. Al mismo tiempo, docenas de puertas se abrieron a ambos lados del corredor, separadas entre ellas por una distancia mínima.

—Continúa el procesamiento. Los prisioneros escogerán una puerta y permanecerán ante ella.

—No. —Simon volvió a entrar en pánico—. También van a separarnos. No se lo permitas, Travis. No puedo quedarme solo.

—Simon, cálmate. Tranquilo. Estás asustando a Río y a Zorro. —Estos miraban a Simon con ansiedad—. No pasa nada, chicos. Mirad, lo único que tenemos que hacer es entrar ahí dentro durante un rato. Elegid una puerta —dijo mientras conducía a los pequeños al fondo del pasillo—. Simon, cuanto antes pasemos por el procesamiento, antes nos reunirán con el resto en las celdas. Incluidas las chicas, creo. —Hizo una pausa—. ¿Te gusta esa puerta, Zorro? Muy bien, Río, tú quédate a su lado. Venga, es un juego divertido. Simon, tú ven a la que está a mi otro lado.

Los chicos tomaron posiciones hasta que todos se encontraron de cara a una puerta, tal y como les indicaron. Richie optó por una adyacente a la de Simon y Antony permaneció a su lado.

—Están acostumbrados a manejar cifras altas —le dijo este último a Travis, al fijarse en que sobraban una docena de puertas, y eso que en el pasillo había unos treinta prisioneros—. Como mínimo debe de haber otra zona idéntica a esta en la nave… para las chicas. Asumiendo que el procesamiento sea igual para todo el mundo.

—Ya se lo preguntaremos… —contestó Travis—, cuando las veamos. —Se negó a formular la frase con un «si».

—Continúa el procesamiento. Cuando las puertas de las celdas de evaluación se abran, los prisioneros entrarán inmediatamente en las mismas y seguirán las instrucciones de los evaluadores.

Travis sintió su corazón latir con fuerza cuando todas las puertas del pasillo se abrieron al mismo tiempo. Le revolvió el pelo a Río.

—Portaos bien. —Su animosa sonrisa también iba dirigida a Zorro—. Os veré pronto.

—Buena suerte a todos —dijo Antony, como un capitán de la gran guerra a punto de enviar a sus hombres a tomar una colina—. Travis…

—Igualmente —contestó Travis—. Richie. Simon.

—Travis, por favor…

Y el lloroso ruego de Simon fue lo último que oyó antes de cruzar la puerta. Se adentró en una habitación mucho más pequeña que cualquiera de las que había visto hasta entonces en la nave de los cosechadores. La estancia tenía forma de cono, disminuyendo gradualmente de tamaño hasta llegar al techo, de donde colgaban cables parecidos a telas de araña, y vibraba con una electricidad que Travis podía sentir a través de las plantas de sus pies. Estaba llena de ordenadores, escáneres y pantallas en las que se veían siluetas asexuadas de seres humanos, y ocupada por dos cosechadores masculinos, vestidos con la misma armadura que los alienígenas que había visto en el hangar.

—Avanza, esclavo —gritó uno de ellos, con tono irritado.

El alienígena que había hablado, uno de los «evaluadores», lo miraba con evidentes aires de superioridad, casi con repulsa. Pues deberías mirarte al espejo de vez en cuando, pensó Travis. Su colega parecía más divertido por la desnudez de Travis y los detalles de su cuerpo.

—Quédate aquí, esclavo —dijo—. Coloca aquí los pies.

Se refería a dos depresiones en el suelo ubicadas en el centro exacto de la habitación, justo debajo de su punto más alto. Los pies de Travis encajaron fácilmente en ellas, aunque hubiese preferido que no le dejasen las piernas tan separadas.

—Estira los brazos, esclavo. Levántalos hasta que queden a la altura de tus hombros.

Travis se puso colorado por la humillación, pero no le quedaba otra opción que obedecer. Los evaluadores se pusieron a trabajar. Uno ante él, el otro detrás, le colocaron unas correas parecidas a cables en torno a los brazos para que no pudiese bajarlos a los lados aunque quisiese. Cayendo desde el techo, las correas parecían los hilos de un titiritero; y Travis, la marioneta. Sus tobillos estaban firmemente sujetos allí donde había puesto los pies. A continuación, los alienígenas pegaron finos cables a su cuerpo, brillantes hilos de metal terminados en discos adhesivos que colocaron sobre sus sienes y garganta, sobre su corazón, sus pulmones y otros órganos vitales, las palmas de sus manos, sus músculos, sus bíceps, sus pectorales, sus gemelos, sus muslos. Y en otras partes, también. Le dolió pensar que Tilo, Mel y Jessica estarían recibiendo el mismo trato. Los alienígenas lo manejaban como si no tuviese dignidad o personalidad, como si no fuese nada. Como si fuese un esclavo.

Con los cables a su alrededor, Travis parecía un insecto atrapado en el corazón de una tela de araña.

Supuso que le estaban colocando sensores de algún tipo. Se atrevió a preguntar para asegurarse.

—¿Qué vais a hacerme?

—Silencio, esclavo —ordenó el primer evaluador.

—Serás sometido a ciertos estímulos. —Su colega resultó ser más amable—. Nuestros instrumentos pueden diagnosticar fácilmente tu estado físico, pero antes de invertir recursos en transportarte a nuestro mundo natal para ponerte a la venta, también necesitamos evaluar tu estado mental y emocional. Debemos asegurarnos de que estás capacitado tanto a nivel físico como psicológico para soportar las condiciones que te esperan. Esclavo.

—Me llamo Travis —declaró.

—Tú no tienes nombre —dijo el cosechador.

Aquello no sonaba nada bien. Travis hubiese cerrado los puños si los sensores que habían colocado en las palmas de sus manos no se lo impidiesen. Se dio cuenta de que su respiración se había vuelto más entrecortada a causa de los nervios. Las siluetas humanas de las paredes empezaron a parpadear, como si estuviesen cobrando vida. Los ordenadores comenzaron a reunir lecturas, midiendo la aceleración de su ritmo cardíaco y el aumento de actividad de sus glándulas sudoríparas a medida que el miedo empezaba a manifestarse a nivel físico, manando de cada uno de sus poros. Se sentía como un experimento. Pero no como un esclavo. Había jurado no sentirse así jamás.

—Prepárate para la evaluación. —El cosechador más hablador de los dos colocó un visor ante los ojos de Travis y lo ciñó a su nuca. Era negro, pero el adolescente podía ver todo a su alrededor, con la misma claridad y los mismos colores que antes. Pudo ver que su desdeñoso evaluador se había dirigido hacia un panel de instrumentos en la pared y que estaba introduciendo información a través de este. Su colega hizo lo mismo.

* * *

El zumbido que sonaba por encima de Travis fue ganando intensidad. Miró hacia arriba y gritó. Era como si acabasen de abrir el grifo de una ducha y lo estuviesen rociando con sangre. No era sangre, por supuesto. Ni siquiera era un líquido, aunque le picaba al contacto con la piel. Una especie de foco había descendido desde el techo y estaba bañando a Travis con una macabra luz carmesí. Pero solo a él. La nueva fuente de luz creó un cono dentro del cono, y el mundo de Travis se volvió de color rojo.

Por un momento.

Después se encontró a sí mismo en un hospital, en la sala de espera. Identificó el lugar al ver a los médicos, las enfermeras y los celadores, así como a varios pacientes.

Estaban todos muertos.

Se encontraban amontonados en los asientos, o apilados contra las paredes, o hechos un ovillo en el suelo, todos ellos con la carne marcada por los letales círculos de la enfermedad. Todos muertos. El corazón de Travis se encogió de terror y angustia. Era como el hospital de Wayvale, adonde había ido cuando su madre aún estaba viva. De hecho, era el hospital de Wayvale. De algún modo, los cosechadores lo habían transportado de vuelta a casa.

¿Y atrás en el tiempo? No. Dudó que viajar en el tiempo fuese posible, incluso con tecnología alienígena.

Se desplazó a través de salas cuyas camas estaban ocupadas por cadáveres y pasillos tan atestados de muertos que se estrechaban.

No entendía nada. ¿Cómo podía estar allí? ¿Cómo…? Miró hacia abajo para poder verse. Seguía desnudo, y sus pies, aunque parecían libres de nuevo, no podían moverse y seguían a la misma distancia el uno del otro que en la celda de evaluación. Sus brazos seguían extendidos a la altura de los hombros. No había ni rastro de los sensores en su cuerpo y el visor había desaparecido. Mientras flotaba sobre los muertos como un ángel sin alas, Travis intentó mover los miembros. No pudo. Aunque no fuese capaz de verlas, seguía firmemente atado con correas. Porque no había ido a ninguna parte. Seguía a bordo de la nave de los cosechadores. Y aquel lugar no era el hospital de Wayvale. Era un hospital genérico, un entorno de realidad virtual, un entorno holográfico diseñado para evaluar su respuesta al daño emocional. Estaban analizando su respuesta al genocidio de su especie. Estaban midiendo su reacción frente al asesinato. Y mientras Travis continuaba su forzosa inspección por aquella morgue en la que se había convertido el hospital, los alienígenas estarían infligiendo el mismo sufrimiento a los demás.

Se preguntó si sería racional o perdonable el hecho de odiar a una raza entera.

* * *

No muy lejos de allí, Jessica estaba llorando. No podía resistirlo y no podía parar. No tanto por lo que estaba presenciando, los grandes fosos llenos a rebosar de cuerpos, los soldados con trajes protectores y máscaras rociándolos con gasolina como si estuviesen regando el jardín, prendiendo el combustible, incinerándolos a cielo abierto. No lloraba por eso, por muy insoportable que fuese. Sabía que aquel grotesco panorama no era real. Puede que lo fuese semanas atrás, pero había quedado atrás. Sin embargo, los cadáveres de hombres y mujeres arrojados desde camiones del Ejército hasta las fosas comunes no hacían más que recordarle la pérdida de sus seres queridos. Veía el rostro de su padre en el de cada hombre; el de su madre en cada mujer. Había visto a sus padres muertos, juntos y marcados por los repugnantes anillos rojos de la enfermedad. Y ahí estaba ella entonces, abierta de piernas, desnuda y desvalida. Una esclava, como dijeron aquellos asquerosos alienígenas albinos. Obligada a recordar, forzada a revivir una pérdida abrumadora. Y no estaba segura de poder soportarlo.

Los hologramas empezaron a cambiar hasta mostrar una nueva imagen. Las grandes ciudades del mundo se desdibujaban ante los ojos de Antony. Londres, Nueva York, París. En llamas. La catedral de Saint Paul era un infierno, al igual que el Empire State y el Louvre. La estatua de la Libertad exhalaba fuego por la boca y de sus ojos brotaban llamas. Las naves extraterrestres, las guadañas que habían cortado los días de la humanidad como si fuesen espigas de trigo, sobrevolaban las ciudades. Los vehículos de los cosechadores. Los heraldos de la muerte. Antony lloró de impotencia y rabia. No solo habían arrebatado vidas, habían acabado con su contexto: con el orden, la estructura, seguridad y estabilidad de las cosas. Gobiernos. Instituciones. Leyes. El pegamento de la sociedad. Erradicados en semanas. Todo lo que quedaba para los supervivientes era la anarquía, el caos, el salvajismo, la esclavitud. Quería recuperar su colegio. Quería recuperar las normas. Hubiese hecho cualquier cosa por disfrutar de la seguridad que proporcionaban.

Richie siempre había despreciado las normas y a aquellos que se adherían a ellas. Había que hacer lo que a uno le apeteciese, y si eras fuerte, podías hacer un montón de cosas. Los cosechadores eran fuertes. Los vio emerger de sus naves nodrizas, volando a bordo de aquellas vainas como un enjambre de langostas tan numeroso que llegaba a oscurecer el cielo, y a pie, marchando en implacables formaciones de batalla, dejando las huellas de sus botas sobre el débil suelo terráqueo. Filas de soldados rodearon a Richie, que a su vez era incapaz de escapar. Lo aplastarían sin titubeos, lo destrozarían sin vacilar. Llevaba toda la vida engañándose a sí mismo, creyéndose fuerte. No lo era. Nunca lo había sido. Y Richie Coker sintió miedo.

Simon, que había dejado la Tierra atrás, también lo sintió. Había sido arrojado al espacio sin nave, sin traje y sin ningún aparato con el que respirar, pero en la realidad virtual nada de aquello parecía necesario. A su alrededor se extendía la inabarcable oscuridad del espacio. A distancias incalculables, a años luz, las estrellas nacían de erupciones de hidrógeno, las galaxias se esparcían como polvo, como granos de arena. La inmensidad del universo lo intimidaba, lo desmoralizaba. Su propia insignificancia lo aterraba. No era nada, una mota, un punto en el ojo del cosmos, incluso menos. Nunca había importado, para nadie. Vivo, nadie lo quería. Muerto, nadie lo echaría de menos. La noche infinita del espacio era la oscuridad de su propia desesperación, y Simon lloró.

Tilo ahogó un grito. Los planetas cuyas superficies había rozado eran increíbles. Ciudades en el cielo sobre océanos de magma. Civilizaciones talladas en las paredes rocosas de montañas a cientos de kilómetros de altura. Paisajes dorados, rojos y azules. Mundos con tres soles y mundos sin ninguno. Los productos de una creación que iba más allá de lo comprensible por su madre o por los Hijos de la Naturaleza. ¿Era aquello lo que los esperaba, tales maravillas? Y los seres vivos pertenecían a miles de especies distintas. Criaturas pétreas, enormes y grises. Criaturas de aire, apenas sustanciales, bailando bajo la luz como rayos de sol. Razas con alas de murciélago, con caparazones de cangrejo, con picos de pájaro, con escamas de pez, feas y preciosas, y extrañas. Vida, pensó Tilo. Incluso a las puertas de la muerte. En algún lugar, de algún modo, la vida saldría adelante. Con toda su diversidad, su variedad y su esplendor. Y ella también saldría adelante. Tilo viviría y lo haría al máximo.

Los alienígenas no impresionaron a Mel. Al principio la sobresaltaron, al igual que su tour holográfico por la galaxia, pero comprendía lo que estaba pasando y eso la ayudó a distanciarse de las imágenes que se sucedían ante ella. Aquellas eran las razas a las que los cosechadores ya habían conquistado, a las que ya habían esclavizado, así que no había ningún motivo para temerlas. Eran los perdedores del universo. Resultaba obvio que el procesamiento no era más que un método para comprobar si sería capaz de sobreponerse al sentimiento de separación que sus captores esperaban que sintiese. Sería capaz de hacerlo. Lo conseguiría. Incluso aunque aquellos bichos de los tentáculos y las bocas con forma de rastrillo acabasen siendo sus compañeros de celda. Ella no era ninguna niña llorona y quejica. Mel podía cuidarse sola. Se sobrepondría. Siempre y cuando tuviese a Jessica a su lado. Y a Travis. Siempre y cuando los dos estuviesen con ella.

Y más allá de los hologramas, pero en el interior de las celdas, los evaluadores comprobaron las lecturas, extrajeron conclusiones, elaboraron perfiles. La mujer con el pelo largo y negro: perfectamente capaz de sobrevivir gracias a su fuerza de voluntad, pero también susceptible de volverse insolente; el castigo físico cuando fuese necesario curaría aquella tara. La mujer con el pelo corto y rojizo: respondía de forma positiva a nuevas experiencias, sugiriendo capacidad de adaptación y una mente abierta; con el tiempo podría llegar a olvidar la vida que llevaba en su planeta natal y aceptar su nueva existencia sin reparos. El hombre que sollozaba: de escaso valor físico, demasiado emocional, propenso a la depresión y con pocas posibilidades de salir adelante en sus nuevas circunstancias. El hombre de pelo corto: poseedor de un físico impresionante, pero extremadamente limitado a nivel intelectual, apropiado para sencillas tareas manuales y nada más; las minas estelares pagaban bien por especímenes como él. El hombre rubio: le costaría superar la pérdida de su hogar y la destrucción de su modo de vida, pero se trataba, en esencia, de un conformista poco dado a rebelarse una vez familiarizado con sus nuevas expectativas y patrones de conducta; un mandado, un fiel cumplidor de las normas. La mujer rubia: de dudosa estabilidad emocional, pero físicamente robusta, la hembra más deseable del grupo de acuerdo a los estándares de belleza humanos; podría resultar atractiva y exótica como meretriz. El hombre de pelo castaño: considerable habilidad para dominar y controlar sus miedos; notable determinación y disciplina; con muchas opciones de resultar rentable en el mercado adecuado, debía ser sujeto a estrecha vigilancia y su tendencia a la autodeterminación, eliminada.

—Evaluación completada. Procesamiento completado.

Travis volvió a oír la voz de los cosechadores antes de verlos. Al instante, el cosmos desapareció y se encontró de vuelta en la realidad. También se acabó la luz roja. El segundo evaluador le quitó el visor.

—Menudo viajecito. —Travis no quería que los alienígenas imaginasen que se había asustado, pero todavía le quedaba algo de miedo en el cuerpo. Si el examen había concluido, ya debían de tener los resultados—. ¿Cómo lo he hecho?

—En algunas culturas telépatas —bufó el primer evaluador—, un esclavo sin lengua es una posesión muy valorada. Ten cuidado, no vaya a ser que tu verborrea te convierta en candidato a tal posición.

Travis pensó, mientras apretaba los dientes, que por lo menos aquellas palabras sugerían que los cosechadores estaban pensando en venderlo. Lo que significaba, a su vez, que iban a mantenerlos vivos. Es decir, que aún tenían una oportunidad de escapar. Ojalá supiese cómo.

* * *

La puerta de la celda de evaluación se abrió. Por ella entró un tercer cosechador. Travis no estaba seguro de quién se sorprendió más ante aquella, según parecía, inesperada intromisión, si él o los dos evaluadores. Los segundos se pusieron todavía más pálidos, aunque costase notar la diferencia dada la pigmentación natural de su piel. El motivo de su reacción era un misterio; su evidente sorpresa, no.

El recién llegado vestía una armadura dorada.

—Lord Darion. —El primer evaluador se golpeó el pectoral con el puño derecho e inclinó la cabeza—. Es un honor recibirlo.

—Seguro que sí —dijo el cosechador vestido de dorado.

—¿En qué podemos servirlo, lord Darion?

—Para empezar, continuando con su trabajo.

Los evaluadores obraron con rapidez, quitando los sensores del cuerpo de Travis, liberándolo de correas y ataduras. No hubo ninguna objeción cuando dejó caer los brazos.

Así que el color de la armadura estaba ligado al rango y el dorado denotaba una posición superior. Quizá el oro simbolizase el valor y el estatus por toda la galaxia. ¿Y acaso era él el guerrero de los cosechadores que no consiguió capturarlo en la colina Vernham? El visitante ya no llevaba el casco personalizado (que Travis hubiese reconocido al instante), por lo que le resultaba imposible corroborar su identidad. De hecho, dudó que pudiese diferenciar a los alienígenas a partir de su aspecto físico. Pero ese tal lord Darion podría ser aquel guerrero. ¿Se acordaría el cosechador de él?

¿Sería ese el motivo por el que se encontraba allí?

Cuando lord Darion dirigió su mirada a Travis, no hizo ningún gesto que denotase familiaridad. Quizá, eso sí, una mueca de lástima.

—Ha terminado el procesamiento, ¿no es así? Entonces el terrícola puede vestirse.

—Por supuesto, lord Darion. —El primer evaluador, que reservaba su desprecio para quienes le resultaban inferiores, se dirigió a un panel tras una de las siluetas. Pulsó un botón y este se separó en dos mitades, revelando un pequeño compartimento. El alienígena extrajo su contenido, una túnica y unos pantalones, ambos doblados, y botas, grises como la ropa. Le entregó la indumentaria a Travis—. Póntelos, esclavo.

Travis obedeció de buena gana. Aquella vestimenta no era lo que se dice un traje a medida, pero era cómoda. La túnica y los pantalones no parecían haber sido vestidos por nadie en el pasado, y las botas olían a cuero nuevo. Quizá los cosechadores elaborasen los uniformes para sus esclavos mientras llevaban a cabo el procesamiento.

—Podéis marcharos —dijo lord Darion a los evaluadores.

—Pero lord Darion, ¿y el esclavo…?

—Exijo una entrevista en privado con el terrícola. Yo mismo lo devolveré a las celdas cuando haya acabado con él.

—Sí, lord Darion. —Los dos evaluadores hicieron el saludo protocolario, llevándose el puño al pecho y agachando la cabeza.

Ambos abandonaron la celda.

Vestido de nuevo, Travis se sintió mucho más confiado, menos vulnerable. ¿O acaso se estaba engañando a sí mismo? ¿Acababa de mejorar la situación o solo había empeorado?

—Vendrás conmigo —dijo el cosechador.

—¿Seguro? —Arriésgate. A ver qué contesta.

—Vendrás. —El alienígena extrajo un arma de una cartuchera a la altura de su muslo. Travis ya había visto aquel modelo antes, aunque la pistola que le disparó en Harrington era negra, no dorada—. O en esta ocasión, no fallaré.

Simon estuvo a punto de echarse a llorar de alivio cuando le entregaron la ropa para que se vistiese. Ya que, según parecía, el procesamiento había concluido, quizá lo peor ya hubiese pasado. Por Dios, eso esperaba. Ojalá le hubiesen devuelto las gafas. Los alienígenas que lo evaluaban no las mencionaron y él no se atrevió a preguntar por ellas.

Los pasillos de la nave por los que estaba siendo conducido parecían llenos de una especie de niebla. Supuso que lo llevaban a las celdas. Con Travis y Antony. Con las chicas.

Tenía razón en lo de las celdas.

—Entra, esclavo —le ordenó el evaluador que tenía detrás, y él no necesitó la motivación adicional de ser encañonado con un arma de energía para obedecer. Pero era una celda distinta a aquellas en las que había estado alojado, por así decirlo, anteriormente, algo que pudo deducir hasta con su limitada vista. Estaba tan despejada y vacía como el resto, pero el techo estaba compuesto por paneles y la estancia era más bien pequeña.

Quizá se tratase de un espacio para grupos más reducidos.

Con él había otras ocho personas. Travis no estaba. Ni Antony. Ni Mel, ni Jessica, ni Tilo. Ninguno de los niños al cuidado de Tilo. Ni siquiera Coker. Sus compañeros de celda estaban sentados o tumbados con desgana en el suelo, todos ellos vestidos con las mismas ropas grises. El único miembro del grupo al que Simon conocía por su nombre era un estudiante de Harrington llamado Digby. Digby estaba un poco rellenito, al igual que un par de niños encarcelados con él. Y varios de ellos habían llevado gafas. Y uno estaba tosiendo sin hacer mucho ruido en una esquina. Y las únicas dos chicas presentes eran canijas y pálidas y se abrazaban la una a la otra como si esperasen lo peor.

No eran las únicas. Simon sintió el miedo trepándole por la columna. Nunca se había hecho la menor ilusión acerca de su desarrollo físico o su potencial. Y tampoco es que sus compañeros de celda pareciesen de los que se eligen en primer lugar cuando se están formando equipos de fútbol. Recordó las ominosas palabras del comandante: «Debemos determinar si sois lo bastante fuertes para sobrevivir a lo que os espera».

Entonces, ¿qué pasaría si había sido enviado a la celda de los débiles?

—Digby. Digby, ¿dónde está Travis?

El chico de Harrington negó con la cabeza y se encogió de hombros.

—¿Y Antony? ¿Has visto a Antony? ¿Y a Jessica Lane?

—Solo estamos nosotros, Satchwell —contestó Digby, apesadumbrado.

—No. —Y Simon supo el motivo.

—Prisioneros terrícolas. —Otra vez la voz átona de los cosechadores—. Habéis sido juzgados como incapaces de soportar las dificultades de una vida de esclavo. Habéis fallado el procesamiento. Por lo tanto, ya no nos sois de ninguna utilidad.

—No… no podéis…

—Por lo tanto, rezad a los dioses de vuestra gente para que reciban vuestras almas.

—¡No! —gritó Simon—. ¡No!

—Vais a morir.