—¡Corred! —Tolliver y Shearsby ya estaban en marcha después de haber tirado las escopetas al suelo (no harían otra cosa que retrasarlos), ignorando por completo la oportunidad que se les presentaba para demostrar su puntería—. ¡Antony, corre! —gritó Travis mientras cogía a su amigo del hombro.
—No. No —gemía el muchacho rubio, dolido y desesperado.
—Sí.
* * *
Pero aquella desesperación no era lo bastante intensa como para quitarle las ganas de vivir. Antony dio media vuelta y echó a correr, dejando sus inútiles armas atrás del mismo modo que Tolliver y Shearsby habían hecho con las suyas. Travis y él corrieron hacia los árboles. La protección ofrecida por estos era su única oportunidad de supervivencia.
—¡Giles! —gritó Antony hacia delante, ya que el joven muchacho los había adelantado a todos—. Corre como el viento. Avisa a Harrington. Avisa a Leo.
Las vainas descendieron. Travis pudo ver la sombra de una de ellas proyectándose sobre la hierba que pisaba. No se atrevió a mirar hacia arriba para verla. Si miras, puedes tropezar. Si tropiezas, puedes caer. Si caes, y en ese caso no habría ningún «puede», morirás. Así que solo pudo oír el ominoso chisporroteo de aquel letal rayo mientras se recargaba. Su espalda no era especialmente ancha, pero aun así ofrecía un objetivo lo bastante bueno.
* * *
De pronto, viró hacia la izquierda a toda velocidad. Un rayo de energía silbó a su derecha. De haberse encontrado allí, lo hubiese alcanzado, pero falló.
La pendiente empezó a ascender, pero aquello también significaba que la protección de los árboles cada vez estaba más cerca. Travis hizo un último esfuerzo, pese a que sus pulmones y músculos le quemaban tanto que parecían haber sido alcanzados por el rayo de los alienígenas. La vaina que había errado el tiro giró para intentar un nuevo disparo. Antony, a quien alcanzó a ver por el rabillo del ojo, también estaba corriendo en zigzag, manteniendo la distancia con sus compañeros. Giles, que seguía en cabeza, se estaba adentrando en el bosque. Podía conseguirlo. Quizá todos ellos lo con…
Dos rayos de energía idénticos acabaron con el interés de Tolliver en el mundo tras la enfermedad. Shearsby interrumpió su huida para gritar: «¡Robert!». Era la primera vez que Travis oía a un alumno de Harrington llamar a un compañero por su nombre de pila, y también la última. Un objetivo estático es más fácil de alcanzar que uno en movimiento. Los alienígenas aprovecharon la oportunidad, desviando su atención hacia el nuevo objetivo. Shearsby gritaba antes de que los rayos lo alcanzasen; después, ya no.
Pero aquello había proporcionado a Antony y a Travis un valioso tiempo adicional. Se lanzaron precipitadamente hacia los densos matorrales que rodeaban los árboles, y aunque la vegetación los obligó a reducir la velocidad, las sombras de los vehículos que los perseguían se perdieron bajo las proyectadas por el follaje. Travis rezó por que aquello significase que los alienígenas también los hubieran perdido de vista.
Miró hacia Antony, que se encontraba a unos treinta metros de distancia. El muchacho rubio había cambiado de rumbo y se dirigía hacia Travis. Juntos, se ocultarían de los alienígenas hasta que estuviesen a salvo, momento en el que se dirigirían de vuelta a Harrington. Travis sintió un atisbo de esperanza.
Hasta que los árboles que los separaban explotaron.
Las astillas salieron despedidas en todas direcciones y la fuerza de la detonación derribó a ambos chicos. Al encontrarse bocarriba, Travis no tuvo otra opción que mirar hacia el cielo. Pudo ver las vainas sobrevolando el bosque. Los cazadores estaban llevando a cabo una nueva estrategia: sacar a sus presas a campo abierto destruyendo el entorno en el que se guarecían.
Las armas de los alienígenas brillaron de nuevo, convirtiendo más árboles en columnas de fuego. Los rayos que disparaban habían cambiado de color: eran amarillos, no blancos como los que habían matado a Shearsby, Tolliver y Hinkley-Jones. Aquel dato era importante, pero no tanto como la supervivencia inmediata.
Travis se puso en pie y buscó a Antony. Un humo denso y oscuro nublaba su visión, hasta el punto de ser incapaz de ver al otro chico.
—¡Antony! —No hubo respuesta. No podía estar muerto, ¿verdad? La mente de Travis se negó a contemplar aquella posibilidad.
Pero el que iba a morir sería él, si no se largaba de allí. Los árboles a su alrededor explotaban como si fuesen petardos. No podía quedarse en aquella posición y Antony tampoco lo hubiese querido así. Travis echó a correr hacia delante, hacia el bosque, confiando en que su amigo estuviese haciendo lo mismo.
No tenía que pensar en el dolor que recorría cada centímetro de su cuerpo. Tenía que alejarse del sufrimiento tanto físico como mental, aislar su mente de él. Funcionar por instinto en vez de por lógica. Si estaba siendo cazado como un animal, tenía que responder como tal. ¿O aquello no haría sino confirmar el punto de vista de los alienígenas, que parecían asumir que no eran más que bestias? No. Solo aquellos que atacan y matan sin motivo merecen el nombre de bestias, aunque viajen en naves espaciales.
Travis se adentró en un claro. Craso error. Se había distraído. Había corrido colina arriba sin pensar. Otro error. Si de hacer las cosas mal se trataba, le estaba saliendo de maravilla.
Una vaina alienígena pasó volando sobre él.
La pequeña nave lo golpeó con tanta fuerza como el puño de un boxeador, precipitándose hacia la tierra hasta casi estrellarse contra el suelo antes de volver a tomar altura. Travis gritó de dolor y se tambaleó hacia atrás. Tropezó. Cayó. Sabía lo que aquello significaba.
El alienígena que iba a matarlo vestía una armadura dorada. El rayo que iba a acabar con él estaba formándose, brillando en el interior de la cañonera. No tenía escapatoria. Contuvo el que iba a ser su último aliento.
El rayo de energía impactó a quince centímetros a la izquierda de su cabeza.
Aún seguía con vida. Estaba vivo. Y así es como tenía intención de continuar, así que rodó a un lado con renovadas fuerzas y se puso en pie de un salto. Parecía que el alienígena de la armadura dorada no era lo que se dice un tirador de primera. Travis corrió de nuevo bajo la protección de los árboles, consciente de que la mejor idea sería no darle una segunda oportunidad. Y quizá solo se tratara de su optimista imaginación, pero parecía que la vaina no lo perseguía y los alrededores no estaban ardiendo tras recibir el impacto de un rayo amarillo.
A menos que hubiese acelerado hasta adelantarlo. Eso explicaría que Travis pudiese ver, a través del follaje que cubría la cima de la colina Vernham, una de las vainas.
La vaina que estaba persiguiendo a Giles.
Travis dejó escapar un quejido de abatimiento. Podía ver al muchacho entrar y salir corriendo de la arboleda, desesperado, descorazonado. Parecía que estaba llorando. El alienígena estaba jugando con él, podría haber acabado con el sufrimiento de Giles una y otra vez ante los ojos de Travis. Estaban jugando con vidas humanas. Cabrón, maldijo Travis.
—Cabrr…
Un placaje de rugby lo hizo caer de rodillas.
—Al suelo y callado, ¿o es que quieres que te vean? —Le encantó volver a oír aquella voz.
—Antony, ¿cómo has…?
—Pues igual que tú, corriendo como alma que lleva el diablo. He encontrado un escondrijo.
—Vale, pero… —Travis se volvió una vez más hacia la agitada y lejana figura del muchacho—. Giles…
Antony también miró en esa dirección, con gesto adusto.
—Corre —lo apremió, en voz baja pero con firmeza—. Corre, Giles, como nunca antes has…
Pero el alienígena debió de aburrirse. El rayo blanco brilló. El juego llegó a su inevitable conclusión.
—Por aquí. Travis, por aquí. —Antony le tiró del brazo—. Después irá a por nosotros. He encontrado… —Un agujero en la tierra. Un hoyo lo bastante profundo como para acoger a unos cuantos cuerpos, de modo que podían ocultarse bajo una capa de hojas y ramas. Que fue exactamente lo que hicieron Antony y Travis—. No podemos correr más que ellos, pero tenemos que hacerles creer que hemos escapado. Nos esconderemos aquí; confiemos en que piensen que nos han perdido la pista.
Tumbado bocabajo, Travis oteó a través de la cortina de ramas hacia el lugar en el que Giles había caído. La vaina seguía flotando sobre él, vigilante.
—¿A qué espera? ¿A comprobar que ha muerto?
—No. A eso. —Antony señaló con el índice hacia el cielo.
La nave de la que habían surgido las vainas sobrevolaba la colina Vernham. Un haz circular de luz blanca y de un diámetro mucho mayor al de las vainas brotó de su tren de aterrizaje. Aquella manifestación de tecnología alienígena parecía más pacífica, casi serena. El haz partió de la nave hasta llegar al suelo, cayendo sobre el lugar en el que descansaba Giles. Y lo levantó.
—Pero ¿qué…? —Travis se sentía aterrado y fascinado al mismo tiempo mientras contemplaba aquel cuerpo inerte flotando en el aire, abrazado por la luz.
—Es un rayo tractor. Se lo están llevando.
—Pero ¿para qué querrían su cuerpo? ¿Para diseccionarlo? —Travis se arrepintió de haber pronunciado aquella palabra en el momento en el que salió de su boca. Aquella idea le daba ganas de vomitar.
—Puede… puede que Giles no esté muerto. Puede que ninguno de ellos lo esté. —El optimismo típico de Harrington. El cuerpo de Antony empezó a recuperar el color paulatinamente.
—¿En qué te basas? —le preguntó Travis, esperanzado.
—Puede que los rayos blancos solo paralicen. No vi sangre ni nada parecido en los cuerpos de Hinkley-Jones y los demás, y los alienígenas utilizaron…
—Rayos amarillos cuando se pusieron a deforestar la zona. Es posible, supongo.
—Por desgracia, a cada respuesta le sigue una pregunta.
—¿Qué quieres decir?
El cuerpo de Giles desapareció en la panza de la nave y el rayo tractor se desvaneció. Antony miró fijamente a su compañero.
—Si estoy en lo cierto, Travis… ¿para qué nos quieren vivos?
—Vale, o sea que a partir de ahora solo los que lleven americanas grises tendrán derecho a opinar acerca de cómo deben ir las cosas, serán los únicos con derecho a llevar armas, y el resto tendremos que saber cuál es nuestro lugar, quedarnos calladitos y no aspirar a cambiar las cosas en Harrington —bufó Mel, asqueada—. Leo acaba de montar lo que en el viejo mundo se conocía como un golpe de Estado. ¿Y sabéis qué? —Mel miró a Tilo, a Jessica, a Simon, y vuelta al principio. Prácticamente ignoró a Richie—. No pienso tolerarlo.
—¿Y qué vas a hacer? —Simon no apartó la mirada de la puerta del dormitorio. Estaba cerrada a cal y canto y hecha de macizo roble inglés, pero aún temía la posibilidad de que alguien estuviese escuchando al otro lado. Conspirar le hacía sentirse incómodo.
—Largarme, eso es lo que voy a hacer —dijo Mel—. Voy a ir a buscar a Travis y a Antony para hablarles de las libertades que se ha tomado el bueno de Leo en su ausencia.
—Pero sus partidarios están vigilando todas las puertas —observó Jessica.
—Nadie tiene permiso para salir —añadió Tilo.
—Por su propia seguridad… —Mel imitó la voz de Leo con sorna—. Mientras tenga lugar la presente situación de emergencia. Por favor…, si hasta suena como un político. Si no fuese por la enfermedad, creo que en treinta años más o menos Leo Milton podría dirigir este país. Pero no te preocupes, Jessie. Dudo que los chicos de las americanas puedan tener controladas todas las puertas. Y lo peor de todo es que realmente hay una emergencia. Esas naves están pilotadas por alienígenas. Deberíamos estar unidos y formar un único frente en vez de dividirnos en facciones. Pensé que después de la enfermedad solo quedaría un tipo de personas: supervivientes. Pero parece que me equivoqué.
—Solo necesitas a dos personas —comentó Simon con amargura— para que una de ellas sea la víctima.
—Mel, aunque vayamos a por Travis y Antony —intervino Tilo—, ya se encontrarán en la nave.
—Si la nave sigue donde creemos que está —replicó Mel—. Es perfectamente posible que estén regresando hacia aquí y que vuelvan con las manos vacías y, en ese caso, dudo muchísimo que Leo vaya a extender la alfombra roja a sus pies…, no ahora que ha conseguido hacerse con el poder. —Caminó hasta la ventana—. Así que, como decía, yo me largo. ¿Alguien se une?
Tilo asintió.
—Hubiese ido con Travis desde el principio, si me lo hubiesen permitido.
—No creo que tengamos ninguna otra opción —dijo Jessica—. Antony corregirá esta situación.
—¿Simon? —preguntó Mel.
El corazón de Simon había estado latiendo a toda velocidad durante aquella reunión clandestina organizada a toda prisa. Él prefería esconderse en los rincones de la vida, pasando desapercibido para que, con suerte, nadie lo persiguiese. No estaba acostumbrado a defenderse ni a defender a otros, a elegir bandos, pero tampoco le gustaba lo más mínimo la idea de quedarse aislado en Harrington, sin el respaldo del resto del grupo.
—Yo también voy —dijo.
—¿Richie? —preguntó, como si apenas le importase su respuesta.
—De todos modos, nunca quise tener nada que ver con este colegio para niños pijos —gruñó Richie Coker, lo que los demás interpretaron como un «sí».
—De acuerdo. —Mel caminó con decisión hasta la puerta del dormitorio—. En ese caso, no tenemos tiempo que perder.
—Espera —dijo Tilo—. No puedo largarme así como así y abandonar a Enebrina y a los demás. Otra vez no. —El recuerdo de su huida del campamento de los Hijos de la Naturaleza, dejando atrás a los niños, todavía la avergonzaba.
—No nos conviene retrasarnos por un montón de críos llorones —protestó Richie—. No soy un puñetero canguro.
—Seguro que los niños de todo el mundo se alegran de ello —dijo Mel—. Recogeremos a Brina por el camino, Tilo. Ahora, en…
Mel abrió la puerta del dormitorio. Leo Milton se encontraba en el pasillo que se extendía ante ellos, acompañado por varios estudiantes de Harrington. Llevaban los uniformes del colegio. Y escopetas.
—¿Y adónde creéis que vais, exactamente? —preguntó Leo.
La nave del rayo tractor partió casi inmediatamente después de abducir el cuerpo de Giles. Travis y Antony, recogidos todo lo posible en aquel escondrijo provisional, temían que las vainas siguiesen buscándolos o, peor aún, que continuasen destrozando el bosque. Por suerte, resultó ser un miedo infundado. No volvieron a disparar aquellos rayos amarillos. Las puertas del tren de aterrizaje de la nave grande se abrieron y las vainas regresaron al interior. Después, la nave en forma de luna creciente aceleró hasta perderse de vista. Parecía que los alienígenas tenían asuntos más importantes que atender en otro lugar. Travis deseó que ese «otro lugar» fuese Marte.
Aun así, los dos adolescentes esperaron hasta que se hizo de noche antes de abandonar su refugio. Las largas horas de inmovilidad les pasaron factura: los miembros de los muchachos estaban agarrotados y sus músculos, débiles hasta quedar casi inválidos. También notaron que no habían comido o bebido nada desde que abandonaron Harrington, y aún tenían una caminata de quince kilómetros por delante para volver al colegio.
—Cuanto antes nos pongamos en marcha… —dijo Antony.
—Sí —continuó Travis, apenado—. Antes podremos decirles a los demás que estamos acabados.
Porque aquella era la única conclusión a la que podía llegar después de haber vivido el que era, sin duda, el día más catastrófico desde la llegada de la enfermedad. Sus consecuencias prometían ser tan vastas y devastadoras como las de la pandemia. Puede que incluso más, consideró Travis. El virus solo llegó a infectar a los adultos, mientras que todos los menores de dieciocho años eran inmunes, inexplicablemente, a sus estragos, pero aquella invulnerabilidad no se extendía al armamento alienígena. Dado que su capacidad de defensa se basaba en unas cuantas escopetas y fusiles de tres al cuarto, la amarga realidad era que la comunidad de Harrington (y lo más seguro es que cualquier otra comunidad de supervivientes en el mundo) estaba a la entera merced de los alienígenas. Y, a juzgar por los actos que habían tenido lugar hasta entonces, los extraterrestres parecían andar algo justos de misericordia. Todo aquello no significaba que Travis fuese a claudicar dirigiéndose hacia la nave nodriza con las manos en alto o lanzándose contra una vaina… no, rindiéndose no haría justicia al espíritu de su padre, o a su propio sentido de lo que era lo correcto; pero tampoco se hacía ilusiones con respecto al resultado de cualquier resistencia contra aquellos invasores. Estaba más preparado que nunca para plantar batalla, pero lo más seguro era que, de tener lugar, se tratase de la última.
Era probable que Antony estuviese pensando lo mismo. Desde luego, permaneció encerrado en sí mismo (lo cual no era habitual en él) durante todo el trayecto de regreso a casa. Los dos caminaron en el más absoluto silencio.
* * *
Cuando al fin alcanzaron a ver el colegio Harrington, ya debía de haber pasado la medianoche. El corazón de Travis latió con fuerza, no solo por el hecho de ver aquel familiar edificio almenado, cuya silueta bañada por la luz de la luna se asemejaba más que nunca a la de un castillo, sino al recordar quiénes estaban en su interior. Se moría de ganas de volver a ver a las chicas, de volver a ver a Tilo. Siguió caminando, esta vez a mayor velocidad.
—Aquí pasa algo raro. —El preocupado tono de Antony hizo que se detuviese en seco.
—¿Qué…?
—No hay luces encendidas. —Y era cierto. Harrington no era más que una enorme masa de oscuridad, como una mancha de tinta—. Siempre dejamos algunas luces encendidas para montar guardia. Y de hecho, ¿dónde están los guardias?
Travis sintió que su pulso se aceleraba todavía más, y no por un buen motivo precisamente. Antony, por supuesto, tenía razón. Prácticamente se encontraban a las puertas del colegio y hasta entonces nadie les había llamado la atención. ¿Dónde estaban los guardias? Desde luego, Leo no habría prescindido de los guardias aquella noche en particular.
—Dios mío, Travis, ¿y si los alienígenas han estado aquí?
Pero Travis ya había echado a correr. Se acordó de las vainas de antes. ¿Para qué perder el tiempo peinando una colina en busca de dos humanos extraviados habiendo presas mucho más fáciles a poca distancia? Abandonó la arboleda a la carrera hasta llegar a la sombra proyectada por el edificio principal, cuya negrura parecía advertir del peligro. Pudo oír a Antony tras él.
—Travis, ten cuidado. No sabemos qué encontraremos. Deberíamos pensar antes de…
Pero solo podía pensar en una cosa: ¿dónde estaban sus amigos?
Travis cruzó a toda prisa el arco que separaba los dos recintos de Harrington. Todas y cada una de las puertas que conducían al interior del edificio estaban abiertas como bocas aterrorizadas. Entró corriendo y gritó:
—¿Hola? ¿Puede oírme alguien? ¡Contestad! ¡Soy yo, Travis!
—¿Leo? ¿Hay alguien? —continuó Antony—. ¿Hay alguien aquí?
No, al parecer. Los gritos de los chicos reverberaron entre los muros de piedra. En los pasillos del edificio solo había oscuridad, silencio y desolación.
—Travis, tenemos que ir a la sala.
—Ve tú. Yo voy a los dormitorios. —Si sus amigos se encontraban en algún sitio, sería allí. Se dirigió hacia la escalera.
—Vale. Espérame, Travis. No debemos separarnos.
—No tengo tiempo para esperar —dijo una única vez, volviendo la cabeza por encima del hombro—. Así que date prisa. —Y echó a correr por el pasillo hacia el dormitorio de las chicas. Las puertas estaban cerradas, como si la estancia albergase un secreto. Pero lo único que tenía que hacer era abrirlas y se vería recompensado con la presencia de Tilo, Jessie y Mel dormidas en sus camas, porque el único problema sería que el generador había dejado de funcionar y que Leo Milton no solo no lo había arreglado, sino que el muy incompetente había olvidado apostar guardias en el colegio. Eso sería todo. Un fallo mecánico y otro humano. Nada relacionado con los alienígenas. De ningún modo. No lo permitiría.
Las chicas habían desaparecido. Nadie había pasado la noche en aquellas camas.
—No, no, no… —Travis accionó el interruptor de la luz: nada. Pero era una buena señal, ¿cierto? Quizá el generador se hubiese averiado, después de todo. Y si había acertado en eso, aún había esperanza de…—. Antony, tenemos que comprobar las otras…
Pero Antony no se encontraba tras él. No había podido dejarlo tan atrás. Travis se detuvo en seco.
—¿Antony?
Regresó al pasillo, volviendo sobre sus pasos, envuelto por una oscuridad casi absoluta.
Había alguien allí, a unos metros de distancia, como si la oscuridad de la noche se hubiese solidificado hasta tomar forma.
No era Antony.
Porque los alienígenas habían visitado Harrington. Y al menos uno de ellos seguía allí.
Se trataba de una figura cubierta por una armadura del color del azabache y el petróleo, con la cabeza de una bestia salvaje y feroz, avanzando implacable hacia él. Una figura con un arma en la mano derecha, tan oscura como la armadura de su propietario, parecida a una pistola con el cañón hexagonal. Apuntada hacia Travis.
—¿Qué has hecho con la gente que había aquí? —La ira se impuso al miedo—. ¿Puedes entenderme? ¿Qué les has hecho?
El alienígena disparó su pistola, un acto que podía considerarse tanto una acción como una respuesta. Travis solo tuvo tiempo de comprobar el color del rayo de energía que lo golpeó. Blanco. Y no era en absoluto caliente sino frío, gélido, tanto que hizo que Travis dejase de sentir su cuerpo hasta el punto de no notar siquiera las baldosas del suelo al caer. No podía sentir nada a medida que se sumergía en una oscuridad más intensa que la de la noche.
Pelea, se apremió a sí mismo. No te rindas. No cierres los ojos.
El alienígena se alzó ante él. El modo en el que ladeó la cabeza denotaba curiosidad hacia el hecho de que Travis permaneciese consciente.
—¿Qué… miras…?
El alienígena tocó un botón situado en su cuello. Entonces, las fluidas y orgánicas líneas de su casco se endurecieron, aplanaron, y por último se retrajeron desde su garganta hacia arriba, como una persiana levantándose, deslizándose sobre su cráneo hasta quedar echadas sobre la nuca como una capucha.
Travis agradeció tener el cuerpo dormido hasta el punto de no poder estremecerse al contemplar el aspecto de aquel ser.
Su cabeza carecía completamente de pelo y era de un color blanco enfermizo, como si fuese un cráneo desprovisto de carne; cubierta por una piel de un tono tan fantasmal que parecía que le hubiesen extraído toda la sangre y tan estirada sobre el hueso que podría decirse que en el planeta de los alienígenas anduviesen cortos de piel y tuviesen que aprovechar la que había al máximo. Una densa protuberancia se extendía por la frente de lado a lado, acentuando su aspecto agresivo y ensombreciendo sus profundos ojos. De hecho, parecía que era a los ojos adonde se había trasladado toda la sangre de la criatura: eran de un color rojo intenso, como burbujas carmesíes, sin pupilas, iris ni, irónicamente dada la ausencia de pigmentación de los alienígenas, blanco. Aquel color recordó a Travis las cicatrices rojas y circulares que aparecían en los cuerpos humanos, la marca de la enfermedad. Los restantes rasgos eran igual de desagradables. Las orejas eran poco más que muñones de cartílago situados a ambos lados de la cabeza con un corte creciente, la nariz podría ser la de un boxeador de los pesos pesados con más peleas de las recomendables en su haber y la boca carente de labios parecía una herida que no hubiese llegado a curarse.
—Puedo… verte… —jadeó Travis.
El alienígena abrió la boca hasta formar algo parecido a una sonrisa.
—No por mucho tiempo —dijo en perfecto inglés.
Lo cual hubiese provocado alguna reacción por parte de Travis, de haberse mantenido consciente por más tiempo.
El hecho de no sentir dolor era una mejoría. Travis esperaba sufrir una agonía atroz a medida que recuperara sus sentidos, pero no notó ningún efecto a consecuencia del ataque del alienígena.
Salvo por el hecho de que ya no se encontraba donde antes.
—Travis, ¿estás bien? —Antony estaba arrodillado a su lado, observándolo con preocupación.
—Así que nos han cogido a los dos…
—Eso me temo.
—Por lo menos tenías razón en lo del rayo blanco. Y en cuanto a si estoy bien… —Travis se sentó en el suelo sobre el que había estado tendido—. Bueno, «bien» es un concepto relativo.
* * *
Dedujo su ubicación con solo echar un vistazo. Estaba en una habitación rectangular sin ningún tipo de adorno, del tamaño de un salón grande, con las paredes cubiertas de aquel metal argento que tanto parecía gustar a los alienígenas. Un breve zumbido resonaba en la estancia y sentía tenues movimientos bajo sus dedos apoyados en el suelo. Estaban a bordo de una nave alienígena, probablemente la del rayo tractor, y estaban volando. El contexto de su viaje, así como lo espartano de su estancia, evidenciaban su nueva condición. La habitación en la que se encontraban podía describirse acertadamente como una celda. Eran prisioneros.
Y eso significaba, casi con total seguridad, que los demás también lo eran. Significaba que Tilo, Jessica, Mel y todos los demás estaban vivos, hasta Hinkley-Jones y el pequeño Giles. Travis se puso en pie. Se sintió fortalecido, para su sorpresa. Pero con sentirse vivo le bastaba.
—¿No sabrás cuánto tiempo llevo fuera de combate?
—Supongo que unas horas. Mira ahí. —Antony dirigió la atención de Travis hacia una línea ubicada en una de las paredes de la celda. Desde lejos, el panel parecía formado por el mismo metal que el resto de la estancia, pero al mirarlo de cerca descubrió que era transparente. Fuera brillaba la luz del sol; de hecho, estaban sobrevolando las colinas y el bosque que rodeaban el colegio Harrington—. Yo tampoco llevo mucho tiempo consciente. Cuando recuperé el sentido, todavía estábamos en tierra.
—Me temo que no hay premio por adivinar adónde nos dirigimos —dijo Travis, sombrío.
—Si nos llevan a la nave nodriza, eso podría jugar a nuestro favor. —Un tímido entusiasmo se adivinaba en el rostro de Antony.
—¿Quieres decir que el resto también puede encontrarse ahí? Así debería ser. —Travis reconoció la colina Vernham ante ellos—. Una vez juntos, podríamos fugarnos o algo así, encontrar un arma que podamos utilizar contra las criaturas. Vi a una de ellas, Antony, a la que me disparó. Sin el casco. Deben de ser nativos del planeta de los feos.
—No quería decir eso. Quiero decir que si nos llevan a la nave nodriza, puede que tengamos la oportunidad de hablar con su líder, su capitán, su comandante, intentar que entre en razón, explicarle…
Travis se dirigió a su amigo con descarnada incredulidad.
—¿Explicarle qué, Antony?
—Que todo esto es un malentendido…
—¿Crees que cazarnos a todos con esas vainas, quemar la mitad de la colina Vernham, puede que secuestrar a toda la población de Harrington… ha sido fruto de un malentendido? —Travis negó con la cabeza, incrédulo—. Creo que saben lo que hacen, Antony, y por qué, y eso no es nada bueno.
—¡Y no es necesario! —gritó Antony—. Podemos convivir con esta gente…
—No son gente, Antony, no como nosotros.
—No les suponemos ninguna amenaza.
—En eso tienes razón.
—No hay motivos por los que estar enfrentados. No tiene sentido. Si tan solo pudiésemos hablar con su líder, discutir la situación como seres razonables, estoy seguro de que podríamos llegar a algún acuerdo aceptable que…
—Antony. Antony. —Travis no podía soportar seguir escuchándolo. Puso la mano sobre el hombro de su amigo y lo zarandeó—. Escúchame. Cállate y escúchame. Eso no va a pasar. No va a funcionar. Tienes que afrontar los hechos. No sé lo que quieren estos alienígenas, pero desde luego no es amistad, cooperación ni tolerancia. No podemos negociar con ellos. Solo podemos combatirlos.
—Pero mi padre solía decir que…
—Tu padre está muerto, Antony. Todos nuestros padres lo están. Y el mundo en el que vivíamos también está muerto. Pero nosotros estamos vivos y, si quieres que sigamos estándolo, tienes que afrontar la realidad de que las reglas han cambiado para siempre. Tienes que aceptar los hechos y cambiar con ellos o no nos podrás ayudar, Antony… ni a ti mismo. ¿Entiendes?
—Pero, Travis, todo en lo que creía… —Los ojos del desolado Antony se llenaron de lágrimas, como si estuviese de duelo—. Si todo es inútil, si nada sirve para nada, ¿para qué sirvo yo?
Y Travis sintió lástima por su amigo. Quizá había sido demasiado duro. Pero podía remediarlo.
—¿Quieres saber para qué eres bueno? ¿Y lo tienes que preguntar? Eres Antony Clive, delegado del colegio Harrington. Todavía eres el líder, Antony. Te necesitamos. —Y ahora mismo, pensó mientras la nave sobrevolaba la cara más alejada de la colina Vernham hacia su estacionada nodriza, cuyas puertas, las que habían visto anteriormente, se abrieron con expectación.
Antony también cayó en la cuenta de que se estaban aproximando a su destino.
—De acuerdo. De acuerdo. —Asintió e inspiró profundamente, intentando recuperar la calma—. Si me necesitáis, allí estaré. Y Travis… gracias.
—No hay problema —dijo Travis con sinceridad—. Pero escucha, hay algo más, hay otra cosa que aún no te he contado. Cuando vi al alienígena sin casco, también lo escuché hablar. Dios sabe por qué, pero hablan inglés.
—¿En serio? —Antony se esforzó en devolver la confianza a su voz. Había mostrado debilidad ante Travis. Aquello merecía una reprimenda. Los delegados del colegio Harrington no debían mostrar debilidad ante nadie—. Entonces podemos hacernos entender.
* * *
Los dos adolescentes permanecieron cerca del panel transparente a medida que la nave se deslizaba a través de la abertura de la nodriza, como un pedazo de comida devorado por unas fauces. Inmediatamente después, se detuvo sobre lo que claramente eran los hangares. Travis alcanzó a ver una nave como la que había abducido a Giles, rodeada por alienígenas vestidos con armaduras rojas y sin cascos. Su concepto de la fisonomía alienígena no mejoró con respecto a su anterior encuentro al ver aquellos cráneos blancos y desnudos y aquellas frentes protuberantes; no le sorprendió que la primera reacción de Antony al ver el aspecto de sus captores fuese de repulsa.
—Mi padre solía decirme que nunca hay que juzgar por las apariencias —dijo con frialdad. Aquel corte carmesí que tenían por boca… Aquellos lívidos ojos rojos—. Quizá en eso también estuviese equivocado.
De todos modos, no tuvieron demasiado tiempo para quedarse mirando a los alienígenas. De pronto, el panel transparente pareció deslizarse al interior de la pared, retrayéndose entre esta y el techo hasta desaparecer por completo.
Travis dio un paso atrás, sorprendido.
—Pero ¿qué…?
—No es la pared lo que se está moviendo —cayó en la cuenta Antony—. Son el suelo y el techo los que se están moviendo hacia abajo, a través del hangar.
Y estaba en lo cierto. Travis sintió el descenso en el estómago y a través de las suelas de sus zapatillas.
—Celda y ascensor, todo en uno. Entonces, ¿adónde nos llevan? ¿A la planta baja, a la libertad?
—Sea adonde sea, ya hemos llegado —murmuró Antony.
La celda-ascensor dejó de moverse. Una puerta se abrió donde los chicos pensaban que no había más que una pared.
Ante ellos se extendía lo que parecía ser una celda idéntica a la suya, aunque más profunda, más grande, llena de cuerpos amontonados, en cuclillas o tirados en el suelo con la apatía que caracteriza a los reos. Algunos vestían americanas y pantalones de traje. Había algunas mujeres.
Una de ellas tenía los rasgos de un hada y el cabello pelirrojo y corto.
—Los prisioneros de la Tierra entrarán a la celda adyacente de inmediato.
Travis y Antony no necesitaban que una voz incorpórea y alienígena se lo indicase. Atravesaron la puerta en un segundo, gritando de alivio y alegría. La puerta se cerró tras ellos, fundiéndose con el entorno, pero apenas se dieron cuenta. Al cabo de un instante, Tilo estaba en los brazos de Travis, con su cuerpo y sus húmedos labios oprimidos contra los suyos, y durante aquel instante, nada importó.
* * *
Richie Coker se alegraba, más o menos, de volver a ver a Naughton. No tanto como la hippie, por supuesto, que se le pegó como una lapa en cuanto cruzó aquella puerta que no estaba allí hace un minuto. Tampoco tanto como los miembros del harén de Travis: Morticia y Jessica Lane también se pusieron a besuquearlo (¿cómo demonios lo hacía Naughton?). No, a Richie Coker no le iba eso de demostrar abiertamente sus emociones, ni siquiera a través de escuálidos apretones de manos como el que Simoncete compartía con Naughton en aquel momento. La mejor opción, la más segura, era guardarse los sentimientos para uno mismo… de modo que nadie los pudiese pisotear. Así que se limitó a saludar a Naughton con un breve ademán vagamente afable cuando este volvió la mirada hacia él.
—¿Estás bien, Richie? —preguntó como si realmente estuviese interesado.
—Tirando. —Intentó que pareciese que no le importaba. Pero sí, se alegraba, más o menos, de volver a ver a Naughton.
Y también estaba celoso, en parte, aunque no tenía motivos para sentirse así. Era más grande que Travis Naughton, más alto, más fuerte y había pateado más cabezas. Nadie vacilaba a Richie Coker… o al menos así era antes de que llegase la enfermedad. Pero, para ser sincero, sí que tenía un motivo para envidiar a Naughton, una situación que no le resultaba nada natural a Richie. Los otros chicos apreciaban a Naughton; lo respetaban, querían ser como él (aunque fuesen más altos). Era obvio por cómo respondieron ante su reaparición: joviales, alegres, lanzando vítores en torno a él y al niño rico, aunque la mayoría solo conociese a Travis desde hacía un par de semanas. ¿Por qué? ¿Qué tenía Naughton para provocar aquella reacción? Richie no lo entendía. De haber sido él el que hubiese vuelto a aparecer tras un periodo de ausencia, la reacción hubiese sido de frío desinterés en el mejor de los casos, de abierta decepción en el peor. En aquel momento, a nadie le importaba que estuviese allí, compartiendo celda con el resto. Con la probable excepción de una persona, por supuesto. Travis Naughton.
Richie dio la espalda a la muchedumbre. De estar en Wayvale, se encontraría con un montón de colegas. Él sería el líder y exigiría respeto, que le sería concedido. La gente hubiese hecho lo que él hubiese ordenado. Pero solo porque los demás estarían demasiado asustados de que les fuese a dar una tunda si no obedecían. Para ser sincero, sabía que era así como funcionaba. Pero los chicos seguían a Naughton… lo estaban siguiendo ahora mismo, lo obedecían, dejaban que los liderase, no por miedo o por amenazas, sino por su propia voluntad, porque de algún modo los inspiraba con sus buenas acciones, su confianza en sí mismo y aquellos ojos azules capaces de ver tu interior. Había magia en Travis Naughton, una autoridad, aquello que la directora Shiels definía como integridad, algo que hechizaba a todo aquel que entraba en contacto con ello. Y eso aterraba a Richie Coker. Porque él también estaba cayendo víctima de esa influencia. En parte. Un poquito. Para ser sincero.
Se alegraba de ver a Naughton vivo. Sin matices. Se alegraba. Porque parte de él quería ser Travis Naughton.
—¿Verdad que sí, Richie? —Era la voz de Morticia, llevándolo de vuelta al grupo.
Se volvió hacia los demás, fingiendo estar a otra cosa.
—¿Qué? ¿Verdad que qué?
—Le estoy contando a Trav lo que sucedió en el colegio. Nos encerraron en el dormitorio, ¿verdad que sí? Leo y sus chicos con americana nos pusieron bajo arresto domiciliario, como los muy pijos lo llamaban, como si fuésemos unos delincuentes. —Los ojos azules de Mel brillaron cuando dirigió su mirada hacia el derrotado Leo Milton, abatido y desconsolado sobre el suelo—. Porque éramos una influencia disruptiva. ¿Eso es lo que dijo, verdad que sí? Dijo que podíamos desmoralizar al resto de la comunidad. Menudo montón de chorradas. Deberías haber dejado a una chica al mando, Antony. ¿Cómo te sientes ahora que eres tú el que está encerrado, Leo? Eso sí que desmoraliza, ¿verdad?
—Ya es suficiente, Mel —dijo Travis—. Nos hacemos a la idea.
—Te lo dije —añadió Richie—. No se puede confiar en ninguno de estos pijos uniformados.
—Eso no es cierto. —Desde luego, Jessica parecía sentir que uno de los alumnos de Harrington era digno de su confianza. Después de saludar a Travis, dio un abrazo de bienvenida a Antony. Sus brazos no se estrecharon en torno a su cuello, pero aun así lo acercaron lo bastante como para que sus cuerpos estuviesen en contacto—. Lo que Leo hizo es solo culpa de Leo. De nadie más.
Travis estaba de acuerdo.
—Teniendo en cuenta lo que ha ocurrido desde entonces, supongo que ya no es tan importante.
—No hubiésemos podido defendernos de los alienígenas ni en libertad —dijo Tilo—. Se abalanzaron sobre Harrington disparando esos rayos en cuestión de minutos. Creo que no llegamos a causar ni una sola baja.
—Ni siquiera el Ejército hubiese podido detenerlos —gimió Simon.
—El Ejército no está aquí, Simon —dijo Travis—. Estamos solos. Y así es como tendremos que apañárnoslas.
—¡Naughton! —Richie no pudo contener una sonora carcajada de incredulidad—. Ahora sí que estás flipando. ¿De verdad crees que podemos plantarles cara a estos tíos?
Travis volvió su mirada al chico de la gorra de béisbol.
—Si no nos defendemos, Richie, caeremos.
Y Richie Coker permaneció en silencio. No era la primera vez que la convicción y la resolución de aquella mirada azul lo dejaba sin palabras, incluso sin aquellas que solo tenían cuatro letras.
En cuanto a Antony, había permanecido sumido en sus pensamientos durante la conversación, pero parecía haber tomado una decisión.
—Es importante —dijo llanamente, con aplomo.
—¿Antony? —Jessica jamás había visto antes aquella expresión, mezcla de ira y amargura, en su rostro.
—Lo que ocurrió en Harrington, lo que hizo Leo, es importante. Es importante porque constituye una traición. Eres un sucio Judas, Leo, ¿lo sabías? —Miró fijamente a su asistente con los puños cerrados e ira en sus ojos.
Leo, haciendo un alarde de sensatez, se puso en pie.
—No te acerques a mí, Clive.
—¿O qué? ¿Qué vas a hacer? Los cobardes como tú no peleáis cara a cara, ¿verdad que no? Esperáis a que alguien os dé la espalda antes de apuñalarlo.
—Antony. —Jessica cobijó uno de los puños del chico en su mano, intentando tranquilizarlo—. ¿Travis?
Travis se interpuso entre el delegado y el que iba a ser su sucesor.
—No es el momento ni el lugar.
—¿Por qué lo hiciste, Leo? —preguntó Antony de todos modos—. No es que me hayas traicionado a mí; has traicionado todo aquello que defiende Harrington. El deber. La justicia. La confianza.
—No soy yo el traidor, Clive —contestó Leo—. Tú lo eres. Fuiste tú el que traicionó los valores de Harrington dejando entrar a toda esa gente —dijo mientras hacía un gesto desdeñoso hacia el grupo de Travis y quienes habían llegado tras ellos—. Plebeyos. Ignorantes. Chicas. Niños llorones. Harrington nunca fue un lugar para ellos. Los auténticos miembros de Harrington son mejores que ellos, y si tú ya no estabas dispuesto a conservar aquello que era realmente bueno de nuestro colegio, pues yo sí lo estaba.
—¿Tú? —Antony se abalanzó sobre el pelirrojo, sujetándole de la solapa de su chaqueta a la vez que la retorcía—. Leo, eres una desgracia para este uniforme.
—No me toques, Clive —le advirtió su ayudante.
—Vale, vale, ya basta —intervino Travis a la desesperada, soltando la mano de Antony de la americana de Leo—. Pensaba que en los colegios privados se promovía la madurez. Yo que vosotros pediría que me devolviesen el dinero. Echad un vistazo a vuestro alrededor y recordad dónde nos encontramos. En una celda. En el interior de una nave alienígena. Y vosotros aquí, discutiendo acerca de quién es digno y quién no de un edificio que puede que no volvamos a ver jamás. Venga ya. Abrid los ojos. —Extendió el mensaje a todos los ocupantes de la celda—. Y esto también va para los que apoyaron el pequeño golpe de Leo. No es cuestión de clases. No es cuestión de bandos. Estamos juntos en esto y si lo olvidamos, ya podemos olvidarnos también de todo lo demás.
Antony miró a su alrededor. Los rostros de los miembros de la comunidad, ya fuesen estudiantes de Harrington o foráneos, estaban impregnados de abatimiento y angustia, y miedo. Y le avergonzó pensar que su enfrentamiento con Leo Milton posiblemente hubiese contribuido al malestar general. Los niños más pequeños sollozaban. Enebrina, Rosa y sus pequeños amigos se aferraban desesperadamente a Tilo. Menudo delegado que había resultado ser.
—Tienes razón —dijo—. Lo siento. —Escuchó a Leo murmurar algo parecido.
—Bien. —Travis estaba escudriñando la celda cuando una expresión de sorpresa se dibujó en su rostro. El número de prisioneros allí encarcelados y su comprensible alegría al reunirse con sus amigos más próximos le habían hecho pasar por alto un detalle—. ¿Dónde están Giles y Hinkley-Jones? ¿Y Tolliver? ¿Y Shearsby? —Ninguno de sus compañeros capturados estaba presente.
—No los hemos visto —dijo Jessica—. ¿Quieres decir que todavía no los han liberado?
—Los alienígenas los capturaron antes que a nosotros —dijo Antony—. Y antes que a vosotros.
—Puede que los hayan metido en otras celdas, Trav —sugirió Tilo.
—Puede —admitió Travis—, pero me gustaría saber el porqué.
Pero la respuesta (si es que la había) tendría que esperar. Las paredes, el suelo, el techo, de pronto se convirtieron en pantallas. Los pálidos y hostiles alienígenas contemplaban inmisericordes a los prisioneros desde seis direcciones distintas. Los niños pequeños chillaron. Enebrina se aferró a la mano de Tilo con más fuerza que nunca. Algunos de los adolescentes de más edad se estremecieron ante aquella visión.
* * *
Travis se quedó exactamente donde estaba. El rostro del enemigo, pensó. Le devolvió la mirada a los alienígenas intentando aparentar que no tenía miedo. Confió en que diese resultado. Quiso que su gesto fuese desafiante.
Aquellos ojos carmesíes ni siquiera repararon en él.
—Prisioneros terrícolas. —La voz de los alienígenas llevaba la sangre y el invierno de un mundo sin sol impresos en ella—. Yo, Shurion, del linaje de Tyrion de los cosechadores, soy el comandante de esta nave.
Antony abrió la boca para decir algo, pero luego se lo pensó mejor.
—Obedeceréis implícita e inmediatamente las órdenes que os demos tanto yo como los miembros de mi tripulación o seréis castigados. A bordo de esta nave solo hay un castigo para la desobediencia, y es la muerte.
—Ay Dios, ay Dios, ay Dios, ay Dios. —Travis oyó gemir de forma entrecortada a Simon. Comprendió cómo se sentía.
—Hijos de la Tierra, sabed esto. Vuestras antiguas vidas han terminado. Vuestro planeta y vuestros padres os han sido arrebatados. Los seguirán vuestros nombres, vuestras identidades, hasta vuestro sentido de la individualidad, pues a partir de ahora no tendréis otro valor que el que otorguemos por vuestras cabezas y no tendréis otra razón de ser que la de servir. Asumid esta realidad o vuestro sufrimiento será prolongado y duro. Sabed, Hijos de la Tierra, que para vosotros «libertad» es ahora una palabra carente de significado. A partir de este momento pertenecéis a los cosechadores. Sois de nuestra propiedad. Sabed además que somos esclavistas y que de este día en adelante hasta el último superviviente de la enfermedad, todo niño de la Tierra, es nuestro esclavo.