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De algún modo, el cierre se soltó. Richie no supo si los frenéticos tirones que Antony y él le propinaron al cinturón influyeron o no, pero no le importaba. El muchacho estaba libre. Tenían que irse a otra parte urgentemente.

Antes de que el Josué 9 se convirtiese en su tumba.

—Gracias, Richie —dijo Antony, sin resuello—. Te has quedado.

—Ya ves lo idiota que soy —respondió Richie, volviendo la cabeza sobre su hombro mientras subía por las escaleras que conducían hacia la escotilla—. Y yo ahora me largo inmediatamente, puedas o no.

Antony sonrió, jocoso.

—Vaya si puedo.

En cualquier caso, Richie le estaba esperando sobre el Josué para ayudarlo.

—¿Hacíais gimnasia en vuestro colegio para niños pijos, Tony? —preguntó—. Espero que se te diesen bien los cien metros.

—Lo cierto es que fui campeón sénior en esa categoría.

—Debería haberlo sabido. Ojalá pudiese decir lo mismo.

Tenían a la Furion prácticamente encima, tanto que podían sentir con creciente intensidad el calor que emanaban sus rayos de energía. Los adolescentes saltaron del vehículo al suelo. Estaban a un mínimo de cien metros de cualquier cobertura.

Richie maldijo por no estar un poco más cerca.

—Para salir de esta vamos a necesitar un milagro —masculló.

Y entonces la Furion explotó.

Primero escucharon la detonación, un rugiente estallido procedente del corazón de la nave, y el sonido parecía abalanzarse sobre ellos como un trueno de creciente intensidad. La nave esclavista tembló. Los rayos de energía se disiparon. Y, entonces, de las ventanas de cada uno de los niveles manó fuego, como sangre, con una fuerza destructiva tal que arrancó pedazos enteros de la nave y provocó una sacudida que derribó a Richie y a Antony. Los chicos gritaron, tapándose los ojos para protegerlos de un brillo cegador, parecido al de una bomba atómica. Un instante después llegó la explosión, volcánica, consumiendo y devorando todo a su alrededor. La Furion brilló como un sol, como un meteorito ardiente.

Y los meteoritos se caracterizan por una cosa…

—¡Maldita sea! —gritó Richie.

Antony y él echaron a correr a la desesperada colina abajo, a tal velocidad que hasta permanecer en pie resultaba todo un reto, y cada vez que sus pies se apoyaban sobre la tierra, el dolor se extendía por sus músculos. Tuvieron que esquivar surcos, fisuras y chatarra calcinada sin tiempo para optar por el camino más seguro. Su vida dependía de su instinto, de su instinto y su suerte.

Mientras tanto la Furion gritaba en el cielo, voceando su agonía con un chirrido de metal retorcido que reverberó a través del mundo mientras dejaba tras de sí un rastro de fuego.

Hasta estrellarse contra las pendientes de la colina Vernham.

Richie gritó y echó la vista atrás. Estuvo a punto de detenerse. Hasta caer en la cuenta de que los cosechadores aún no habían cejado en su empeño por matarlos.

El casco con forma de hoz de la nave esclavista se hundió en la tierra, formando un cráter al instante y arrojando toneladas de tierra y rocas mezcladas con árboles arrancados de raíz y los pedazos de los Josués. Y lo que era peor, la inercia de la nave estaba conduciendo su afilada carcasa colina abajo como una brillante avalancha, como si persiguiese a los dos adolescentes intencionadamente.

Correr seguía siendo una buena idea.

Y Richie corrió tan rápido como pudo. Ni siquiera miró atrás. No apartó la vista del frente. Luchó por ignorar las chirriantes amenazas de muerte de la Furion, pero estas lo golpeaban con una intensidad abrumadora, como si fuesen físicas, desorientándolo. Intentó no tropezar y caer.

Pero intentar algo y tener éxito no siempre es lo mismo.

Richie sintió que su pie tropezó con algo mientras corría, precipitándose hacia delante hasta caer de bruces contra el suelo. Rodó y rodó, o rebotó más bien, mientras la boca se le llenaba de sangre y el aire abandonaba sus doloridos pulmones. Cerró los ojos con fuerza. No podía levantarse. Si la Furion iba a pasar por encima de él y destrozarlo, no quería verlo. O quizá lo enterrase la avalancha de tierra oscura. Tensó hasta la última fibra de su cuerpo.

Cuando Antony le tocó el hombro, gritó.

—Vamos, Richie, creo que ahora es momento de celebrar más que de gritar.

—¿Qué? —Se sintió avergonzado.

—Mira.

Y así lo hizo. Y hubiese preferido ocultar las lágrimas de satisfacción que empezaron a manar de sus ojos. La nave se había detenido a docenas de metros de ellos, dejando tras de sí una oscura cicatriz en la tierra, con el extremo más cercano hundido profundamente en la tierra y el otro apuntando hacia los cielos, como si quisiese señalar a todo el que lo viese dónde había aterrizado. La Furion ardía, ardería durante horas, quizá durante días, pero había dejado de ser una amenaza.

—Os hemos ganado —dijo Richie—. Malditos cabrones alienígenas, os hemos ganado.

Pero Antony, que estaba arrodillado sobre la tierra a su lado, negaba con la cabeza. Se dirigió hacia su compañero con angustia.

—¿Dónde están Travis y Tilo?

Travis alejó a Tilo del montón de chatarra en el que se había convertido el Josué 7 en el instante en el que la Furion se estrelló contra la colina, demasiado lejos como para suponerles el menor peligro. El daño, sin embargo, podía estar ya hecho.

Tilo estaba inconsciente.

O peor.

No. Peor no. Travis se negó a contemplar aquella posibilidad. Solo está inconsciente. No… Por favor, que solo esté inconsciente.

Magullado y ensangrentado, Travis se las arregló para levantar a Tilo colocando el brazo de la chica sobre su cuello y cargó con ella hasta tumbarla sobre uno de los pocos árboles que seguían en pie, con la espalda apoyada sobre el tronco.

Le tomó el pulso.

—Venga, venga, venga. Sí.

Lo encontró y le dio la impresión de que estaba bien. Sonaba fuerte, como el pulso de alguien que iba a vivir. Pero Travis no era médico. ¿Y si…? No. Tilo iba a estar bien. Y cuando despertase…

Travis la besó, en la frente, en las mejillas, en los labios. Le acarició el pelo, del mismo color que las hojas en otoño. Cuando despertase, las cosas serían distintas entre ellos.

—Tenías razón, Tilo —dijo él, casi sin aliento—. Sobre lo que dijiste antes. Prioridades. A veces pienso que no establezco bien las mías. Lo que importa es la gente, es la gente la que hace que la vida merezca la pena… y que merezca la pena pelear por ella y preservarla. Los sentimientos que tenemos el uno por el otro. Estuve a punto de perder la perspectiva, pero se acabó. ¿Me oyes? De ahora en adelante, voy a ser lo que tú quieras que sea. Estoy listo para estar contigo, Tilo, pero… abre los ojos. Abre los ojos y estaré contigo. Siempre estaré contigo.

Tilo frunció el ceño de un modo apenas perceptible. Arrugó la nariz. Se revolvió.

—¿Travis? —Su voz era débil pero clara.

—Tilo. Gracias a Dios. —La abrazó. Cuando se separó de ella, ya tenía los ojos abiertos.

—Trav, ¿con quién… estabas hablando?

—No te preocupes. —Observó su rostro, preocupado—. ¿Qué tal estás? ¿Te encuentras bien? ¿Te duele algo?

—Solo cuando me río. —Quizá por eso solo consiguió esbozar una débil sonrisa—. ¿Y tú estás bien?

—Ahora sí.

—¿Me he perdido algo?

—Te besé un par de veces.

—¿Mientras estaba inconsciente? Eso es un poco pervertido, Travis.

—No es que estuvieses en condiciones para pedirte permiso.

—Pues por usar tus propias palabras, ahora sí.

Aunque no esperaba que su nueva muestra de afecto provocase aplausos, ni siquiera de los sarcásticos. Un par de figuras familiares aparecieron tras la colina, aproximándose hacia ellos.

—Eh, Naughton —dijo Richie—. ¿Cuándo pensabas empezar a buscarnos, exactamente?

—No sé lo que ocurrió —dijo Travis. Los cuatro adolescentes observaron desde la cima de la colina Vernham la devastación que se extendía a sus pies tras la batalla. Una cortina de humo negro, denso y demasiado lento como para desplazarse a otra parte o disiparse flotaba sobre la colina, en la que aún ardían algunos fuegos y sobre la que yacían los restos calientes de los Josués y el casco crepitante de la Furion, esparcidos sobre la tierra como cadáveres—. Quiero decir, es obvio que Darion colaboró. Los escudos estaban desactivados cuando atacamos. Pero o no pudo mantenerlos desconectados o lo descubrieron, o algo así. No lo sé.

—Puede que Darion fuese el responsable de la destrucción de la nave —sugirió Tilo.

Antony asintió con la cabeza.

—Me temo que eso es lo más probable, Tilo. En cualquier caso, le debemos la vida.

—¿Me estás diciendo que tenemos que darle las gracias a un alienígena idéntico a los que iban a vendernos en un mercado de esclavos intergaláctico, Tony? —A Richie no le gustaba la idea.

—No llegaste a conocer a Darion, Richie —contestó Travis, calmado pero firme—. No sabías cómo era. No empieces a pensar como un cosechador y a juzgar a toda una raza. Darion arriesgó su vida por nosotros… hasta perderla. Es lo máximo que puede hacer una persona por otra. No importa cómo fuese su fin, y dudo que lleguemos a saberlo, pero se ha ganado nuestro agradecimiento, toda nuestra gratitud.

—Gracias, Darion —susurró Tilo, abrazada a Travis.

—Darion —dijo Antony, y añadió mentalmente el nombre del cosechador al pergamino del honor de Harrington.

Richie se encogió de hombros.

—Lo que sea. Buen trabajo, Darion. Para un alienígena.

—Bueno, no es prudente quedarse aquí —dijo Travis—. Si quedase algún superviviente, ya lo hubiésemos encontrado. Me pregunto qué le pasó al operario de vuestro Josué.

—¿Quién, Brandon? —gruñó Richie—. Supongo que ya estará a mitad de camino del Enclave.

—Sin un traje protector, me temo que no tendrá importancia dónde se encuentre —dijo Antony, con un suspiro—, pero creo que esa es la dirección que deberíamos tomar, la verdad. Y ahora mismo, antes de que vuelva a aparecer el recolector de Otterham.

—De hecho —observó Tilo—, me sorprende que no haya vuelto. Y me alegra, pero también me sorprende.

—Estará persiguiendo sombras —dijo Travis con una amarga sonrisa.

—Esperemos que sean sombras lo único que haya encontrado —añadió Antony.

Descubrieron que no había sido así a medida que se aproximaban al Enclave y vieron el humo que se extendía desde este, dirigiéndose hacia el cielo en una única columna irregular pero que, por lo demás, era tan similar a la oscura y acre nube que flotaba sobre la colina Vernham que los adolescentes supieron que solo podía ser fruto de la violencia. De una violencia catastrófica.

—Dios mío —susurró Tilo.

El Enclave estaba ardiendo. No podía ser otra cosa.

Mel, pensó Travis. Jessica. No.

—Los muy cabrones lo han encontrado —murmuró Richie, y miró hacia Travis—: ¿Habrá sido Satchwell?

—¿Cómo? —se preguntó Travis—. Simon estaba encerrado. No puede haber… —¿O quizá sí?

—Eso es irrelevante. —Antony avanzó con rapidez—. Puede que los cosechadores aún se encuentren allí. Jessica y los demás necesitan nuestra ayuda.

—¡Tony! —le gritó Richie, tras él—. ¿Vamos a ir desarmados?

Resultó que las armas hubiesen sido superfluas. No había ningún enemigo al que disparar. Los cosechadores se habían marchado, dejando su habitual legado de destrucción.

La colina que en el pasado ocultó el Enclave estaba destrozada. La entrada a la base estaba abierta como la boca de un cadáver y negra como la ropa de un enterrador.

Travis y Antony se adentraron en el complejo sin dudar, con Tilo tras ellos.

Richie se mostró más reservado.

—Esperad un momento, ¿adónde creéis que vais?

—¿Adónde te parece? —contestó Travis.

—¿No estaréis pensando en entrar ahí? Puede que aún haya alienígenas. Parece que el techo se vaya a caer de un momento a otro. Ese lugar es una trampa mortal.

—Jessica sigue ahí dentro —dijo Antony—. Y Mel. Puede que sigan vivas. Y si lo están, da igual que sea una trampa mortal o no, nos necesitarán. —Echó la vista atrás y miró fijamente al chico—. A todos, Richie.

Y Richie los siguió.

El Enclave había sido reducido a ruinas; y su equipamiento, arruinado más allá de cualquier posible recuperación (incluso si los adolescentes supiesen cómo manejarlo). Los arsenales habían sido destruidos o saqueados por los cosechadores. De las plantas inferiores provenían destellos rojos, como si las iluminase una vela de sangre. El suministro eléctrico de emergencia agotaba sus últimas reservas, desvaneciéndose con el tiempo.

Pero proyectaba suficiente luz como para ver los cuerpos.

El capitán Taber yacía cerca de la entrada, pistola en mano. Richie, pensando que el arma le vendría mejor a él que a su dueño original, intentó apropiársela, pero el viejo soldado la tenía asida con tanta fuerza que el único modo de quitársela hubiese sido abrir sus dedos uno por uno, y Richie no tenía estómago para ello.

—Así que Taber murió enfrentándose al enemigo —observó Travis—. No lo hubiese querido de ningún otro modo.

—No hay cadáveres de los cosechadores —observó Antony—. Pero estoy seguro de que nuestro bando acabó con algunos de ellos.

—Puede que se hayan llevado los cuerpos de sus caídos —aventuró Tilo—. Seguro que a los cosechadores les encantan los funerales guerreros.

—Estupendo —dijo Richie, sombrío—. Ya veréis lo bien que reaccionan cuando vean la Furion.

Los adolescentes no tardaron en llegar al centro de seguimiento y comunicaciones, desde donde supusieron que Jessica y Mel habrían estado siguiendo el asalto de los Josués. Sin embargo, las chicas ya no se encontraban allí. Quien sí estaba era la doctora Mowatt y un pequeño grupo de científicos y técnicos. Todos muertos.

—¿Significa eso que escaparon? —inquirió Tilo—. Eso es lo que significa, ¿verdad, Trav? Que están vivas.

Ojalá pudiese decir que sí y que con ello bastase para convertirlo en verdad. Pero Travis ya había intentado devolver la vida a los muertos en el pasado, a la tierna edad de diez años. Entonces no funcionó y dudó que fuese a funcionar entonces. Pero eso no significaba que hubiese abandonado la esperanza. La esperanza era lo que daba sentido a la vida.

—Lo único que significa, Tilo —dijo—, es que Jessica y Mel no están aquí. Así que debemos seguir buscando.

—Eso de buscar está muy bien, Naughton —murmuró Richie bajo la luz titilante—, pero buscar deprisa está aún mejor. —No le gustaba la idea de rondar por el Enclave en la más absoluta oscuridad, tropezándose con cadáveres por el camino.

Encontraron a Simon en la escalera.

—Así que consiguió escapar —dijo Richie—. Simoncete, serás…

—Cállate, Richie. —Travis se arrodilló al lado del cuerpo. Simon estaba tumbado de lado, con las manos y brazos cruzados sobre las heridas, como si quisiese contener el torrente de sangre que había empapado sus ropas hasta llegar al suelo. Se le habían caído las gafas y una de las lentes estaba rota. Travis recordó lo vulnerable que se sentía Simon sin sus gafas. Las recogió, tumbó al muchacho bocarriba y se las puso con delicadeza, como un amigo—. Simon…

Y en la muerte, el sufrimiento, la amargura y el dolor habían desaparecido del rostro de Simon y este parecía inocente en el lugar en el que yacía, más joven de lo que realmente era, y en paz, como si durmiese. Travis lo recordó en la cocina, durante el decimosexto cumpleaños de Jessica, perdido, solo, el objetivo de todas las burlas y cosas aún peores. Bueno, el tormento al fin había terminado. Independientemente de lo que Simon hubiese hecho, Travis lo perdonó. Solo deseó haber podido ayudarlo más.

—Lo siento, Simon —susurró—. Te fallé.

—Travis… —Tilo apoyó la mano en su hombro, consolándolo.

Sintió ganas de llorar. Quiso quedarse más tiempo con Simon, como si al permanecer a su lado lo mantuviese más cerca de la vida. Pero venirse abajo en aquel momento hubiese sido una derrota, y Simon ya se había ido. No volvería. Y no encontraría a Jessica y a Mel quedándose a su lado.

Travis se puso en pie.

—Vamos a buscar por la planta de las habitaciones —propuso.

Vagaron por el bosque sin rumbo alguno, sin saber muy bien qué estaban haciendo. Cuando cayó la noche, cayeron exhaustos al suelo. Tilo propuso hacer un fuego. Al principio Antony se opuso, alertando sobre la posibilidad de que la luz advirtiese de su presencia a otros, posiblemente a los cosechadores, pero luego se quedó sin palabras, perdió el interés, o las dos cosas. Ni Travis ni Richie expresaron su opinión. Tilo encendió la hoguera.

No habían encontrado ni rastro de Jessica o de Mel en el Enclave. Habían inspeccionado todos los pasillos y habitaciones hasta que los apagones se habían vuelto demasiado frecuentes y largos como para atreverse a permanecer en la base subterránea por más tiempo. Se vieron obligados a abandonar su búsqueda bajo la luz escarlata del moribundo Enclave.

El peso del fracaso era desolador, asfixiante. Hasta Richie parecía apesadumbrado. El fuego no les proporcionó calor alguno.

—Entonces, ¿qué hacemos ahora? —Tilo formuló la pregunta con cierto tono de desesperanza—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Volveremos al Enclave —dijo Travis—. Mañana, cuando tengamos luz. Haremos antorchas para poder ver, regresaremos, buscaremos y seguiremos buscando hasta que estemos seguros, y quiero decir completamente seguros, de que Mel y Jessica no están ahí, heridas, inconscientes… o lo que sea.

—Ya no están, Travis —dijo Antony, entristecido—. ¿No te has dado cuenta? No tiene sentido volver al Enclave. Las chicas se han ido. Puede que se las hayan llevado los cosechadores.

—No lo hubiesen permitido —contestó Travis.

—¿Y cómo iban a evitarlo? —Antony suspiró—. Quiero que Jessica y Mel estén sanas y salvas tanto como cualquiera de nosotros, pero tenemos que ser realistas. De un modo u otro, puede que las hayamos perdido. —Y recordó lo que le había dicho a Jessica antes de partir a bordo del Josué 9: «Será mejor que te quedes aquí». Sí, ¿y qué sabía él? Imbécil. Idiota. Jessica le había hecho caso porque confiaba en él (se suponía que los delegados del colegio Harrington eran dignos de confianza), pero dejarla en el Enclave podía haberla matado o condenado a la esclavitud. Lo que le hubiese ocurrido a Jessica era su culpa. La sensación en su corazón daba a entender que quería dejar de latir.

—¿Sabéis? —dijo Richie—. Nunca pensé que diría esto, pero voy a echar de menos a la señorita Morticia.

—¿Qué vamos a hacer sin ellas? —preguntó Tilo, sombría.

—No vamos a hacer nada sin ellas —contestó Travis—. Si no están en el Enclave, estarán en otra parte. Las encontraremos.

—La verdad, Trav —dijo una voz familiar procedente de las sombras que hizo que los cuatro adolescentes se pusiesen en pie, asombrados e incrédulos—, eso tampoco vais a tener que hacerlo.

—Somos nosotras las que os hemos encontrado. —Apareció una segunda voz, tan bienvenida como la primera—. Seguimos el brillo del fuego y las voces.

Jessica y Mel emergieron de las sombras del bosque como fantasmas, hasta adentrarse en la luz del fuego. Sus amigos las miraron boquiabiertos.

—Bueno —dijo Mel—, ¿alguien se alegra de vernos?

Y resultó que las chicas no eran fantasmas. Eran reales. Sus cuerpos estaban tibios y vivos cuando sus amigos las estrecharon y besaron, gritando de júbilo por su regreso aunque los pudiesen escuchar los alienígenas. Incluso Richie besó efusivamente a Jessica y a Mel, y aunque ninguna se sintió particularmente entusiasmada por sus atenciones, las aceptaron por su buena intención y sonrieron. La sonrisa de Mel no se desvaneció cuando Antony reservó el último y más largo abrazo con Jessica para sí, pero tuvo que mirar a otra parte.

Más tarde, y en voz baja, las dos chicas narraron los acontecimientos que rodearon a la caída del Enclave. Mel no dejó de alabar la recién descubierta puntería de Jessica.

—Comparada con ella, yo era una inútil —admitió.

—Entonces es que no has cambiado en nada —se burló Richie.

—¿De qué hablas, Mel? —Jessica saltó en su defensa—. No fue una inútil, para nada.

—Bueno, dicho de otro modo, de no ser por Jess, los cosechadores nos hubiesen alcanzado y nunca hubiésemos llegado al túnel, mucho menos al bosque. Y no nos encontraríamos aquí ahora.

—Me alegro de que así sea —dijo Travis, contento.

—Todos nos alegramos —dijo Tilo—. Por fin volvemos a estar juntos.

—Salvo por uno. —Mel frunció el ceño—. No sabemos qué le ocurrió a Simon.

—Nosotros, sí —dijo Antony, y los cuatro que habían combatido a bordo de los Josués contaron su historia.

—Pobre Darion —se lamentó Mel cuando hubieron terminado—. Me caía bien. Pobre Dyona, cuando se entere.

—Por lo menos murió por una causa en la que ambos creían —dijo Travis—. Puede sentirse orgullosa de ello.

—¿Y qué hay de Simon? —preguntó Jessica—. Sí, nos traicionó, pero aun así… fue uno de los nuestros. No podemos dejarlo tirado en el Enclave. Deberíamos enterrarlo.

—¿Qué? ¿Después de que él intentase enterrarnos a nosotros? —A Richie no le gustaba la idea.

Los ojos de Mel brillaron.

—Jessie tiene razón. Se lo debemos a Simon por su pasado antes de la enfermedad. Sobre todo tú, Richie.

—Vale —dijo Travis, tras comprobar que las diferencias que habían surgido entre Jessica y Mel parecían haberse resuelto. Lo cual suponía un alivio—. Parece que mañana tendremos que regresar al Enclave de todos modos, Antony.

—¿Y después qué? —Tilo volvió al tema original—. ¿Qué hacemos entonces?

Miró alrededor del fuego. Antony estaba abrazado a Jessica mientras Mel, que a falta de alguien a quien abrazar se estaba sujetando las rodillas con los brazos, dividía su atención entre la pareja de rubios y el corazón de las llamas. Ella estaba abrazada a Travis, lo que dejaba a Richie solo (aunque no quiso mirar hacia él por si sus miradas se cruzaban, dando una pista a Travis de algo que no debía saber jamás), al borde de la luz del fuego, a medias entre la luz y la oscuridad. Seis en total. Seis contra los cosechadores.

—¿Que qué hacemos? —quiso saber Travis—. Bueno, es obvio que el armamento que podemos reunir no es lo bastante potente como para poner en aprietos a los cosechadores, pero tiene que haber algún modo de detenerlos. Tiene que haberlo. Y tenemos que descubrir cuál. Eso es lo que tenemos que hacer.

—Ya, bueno, no quiero sonar como un pedazo de aguafiestas, Naughton —protestó Richie—, pero creo que estás pasando un detalle por alto: ¿Cómo?

Travis ya tenía la respuesta preparada.

—Empezaremos por la lista que le entregó Mowatt a Jessie. Encontraremos los otros Enclaves. Si siguen operativos, puede que encontremos ayuda en ellos.

—¿Y si no?

—Entonces, Richie, la encontraremos en otra parte —contestó Travis con determinación—. Porque seguiremos buscando. Nunca dejaremos de buscar, ni de pelear, ni de conservar la esperanza. Los cosechadores lo han tenido fácil hasta ahora. La enfermedad. La invasión, que nos cogió desprevenidos. Al principio no entendíamos la verdadera naturaleza del enemigo al que nos enfrentábamos, pero ahora sí. Estamos preparados. —Travis se aproximó al fuego y las llamas iluminaron su rostro y el brillo ardiente de sus ojos—. Ahora tienen que enterarse de con quién están tratando. Somos seres humanos y no somos una raza inferior. No vamos a rendirnos. Vamos a resistir, nos negaremos a ser esclavos. Vamos a defendernos y vamos a derrotarlos. Los cosechadores lamentarán haber venido a la Tierra. Haremos que se arrepientan. Si creemos en nosotros y somos fuertes, daremos con un modo, cueste lo que cueste, y cuando lo hayamos encontrado, ese día, derrotaremos a los cosechadores.