Incluso desde su celda, Darion pudo percibir el fragor del combate. Aun cuando se tapó los oídos y gritó a pleno pulmón.
El sonido de sus amigos siendo masacrados.
Porque ya habían restaurado los escudos y los sistemas de armas. Los técnicos cosechadores eran de lo más eficientes. La pequeña unidad de vehículos de asalto de Travis no supondría rival para una Furion completamente operativa. Josués, ¿fue así como los llamó Travis? Por Josué, el personaje de la Biblia cristiana al que Dios ayudó a derribar los muros de Jericó. No era de extrañar que las fuerzas del Enclave estuviesen condenadas. No podían reclamar ayuda a Dios para que les garantizase la victoria, teniendo que contentarse con Darion del linaje de Ayrion.
Darion el fracasado.
Había fallado a Travis. Había fallado a Dyona. Se había fallado a sí mismo.
En el puente, mientras supervisaba la destrucción de los terrícolas, Shurion se estaría riendo. De él.
Darion recorrió la celda lentamente, desesperado. ¿Y por qué no iba Shurion a alegrarse? Había ganado. Darion había perdido. El comandante lo había llamado «mocoso débil y patético» y no le faltaba razón. Era débil. Solo le quedaba ser arrastrado ante un tribunal de las Mil Familias, un juicio, el inevitable veredicto y la muerte. Un final solitario y lamentable. El fin de un cobarde. Hubiese sido mejor morir como posiblemente estuviesen muriendo Travis y sus camaradas en aquel momento, con valor, desafiantes, luchando por una causa noble, defendiendo aquello en lo que creían.
Si su vida terminase de ese modo, por lo menos Dyona estaría orgullosa de él.
Y su caminar se volvió más raudo, más decidido. Pensó en su ancestro Ayrion cabalgando hacia una muerte segura en el campamento enemigo en vez de morir de viejo, un fallecimiento que hubiese sido considerado propio de débiles, vergonzoso. Darion nunca había entendido la filosofía de su predecesor. Pero entonces sí lo hizo. Resultaba irónico que encontrase socorro en su linaje al cabo de tanto tiempo.
Quizá no fuese demasiado tarde. Quizá no hubiese fracasado aún. Travis podía seguir vivo y, si no fuese así, todavía podía vengarlo.
Darion tenía una última opción para vencer al comandante Shurion y atacar a su propia gente. Una alternativa sencilla. Darion, nacido del linaje de Ayrion de las Mil Familias, tendría que morir.
Las pantallas les contaron todo cuanto necesitaban saber. Los misiles de los recolectores habían abierto heridas atroces en la colina, desgarrando el terreno como si fuese carne que poner al descubierto, como si fuese hueso, la carcasa de metal que protegía el Enclave. Otro impacto bastaría para perforarla, dejando las instalaciones y a sus escasísimos ocupantes sin ninguna protección.
Las vainas de batalla aterrizaron en las proximidades. De ellas salieron soldados cosechadores ataviados con armaduras negras como la noche y cascos que evocaban a feroces bestias, empuñando armas oscuras del tamaño de fusiles. Pese al parecido, Mel imaginó que serían un poco más avanzados que sus contrapartidas humanas: sus cañones concluían en puntas blancas que brillaban como rayos láser. Esperó no tener que enfrentarse a aquellas armas, pero dudó que fuese a tener tanta suerte.
Los cosechadores formaron en disciplinadas filas y se dirigieron hacia el Enclave.
En el interior de la base, la alarma chillaba como un niño asustado.
—Todo el personal a posiciones defensivas. Código: Rorke’s Drift[6]. —La doctora Mowatt sonaba confiada a través del sistema de comunicaciones—. Los cosechadores deben ser rechazados a cualquier precio. —Sus ojos, sin embargo, mostraban una realidad bien distinta. Se volvió hacia uno de los técnicos—. Y será mejor que nos pongamos los trajes de protección.
—Sí, doctora Mowatt. —El técnico activó un interruptor y un panel en la pared se abrió, revelando un armario sacado de la imaginación de un escritor de ciencia ficción que contenía una hilera de trajes plateados diseñados para cubrir el cuerpo entero, incluyendo la cabeza, con un visor a la altura de los ojos y filtros en la nariz y la boca. Los técnicos empezaron a ponérselos. A toda prisa.
—¿Deberíamos…? —Jessica señaló aquella indumentaria.
—Los trajes de protección sirven para protegernos del virus de la enfermedad en caso de que el aislamiento del Enclave se vea comprometido —dijo la doctora Mowatt—, así que no tenéis que preocuparos por ello. Y me temo que no detendrán un rayo de los cosechadores.
—No, pero puede que un subyugador sí lo haga —dijo Mel—. ¿Dónde los guardáis? Venga, dejádnoslos. Jessie y yo haremos nuestra parte.
—Vuestra «parte» —dijo la doctora Mowatt—, es quedaros aquí… de momento, al menos. —Se dirigió a su compañero—. Capitán Taber.
El militar estaba mirando las pantallas como si lo hubiesen hipnotizado, con la mirada perdida. No podía creer lo que retransmitían las imágenes. Una nave alienígena pulverizó la entrada del Enclave. Los cosechadores cruzaron el umbral en masa y avanzaron túnel abajo hacia la primera escotilla.
Estaban bajo asedio. El enemigo estaba allí. El enemigo iba a por él.
—Taber, espabile. No debería estar aquí. Sus hombres lo necesitan.
—Tanto como un tiro en la cabeza —murmuró Mel.
La alarma sonó con una nueva nota y una luz roja intermitente brilló sobre la puerta del centro de seguimiento y comunicaciones.
—¿Un incendio? —preguntó Jessica, preocupada.
—Peor —dijo la doctora Mowatt—. Un incendio puede apagarse. Significa que han atravesado el sistema de aislamiento. El Enclave está abierto al exterior. Tengo que ponerme… esto —añadió mientras forcejeaba por entrar en el traje de protección.
—El enemigo está aquí —advirtió el capitán Taber.
—Así es. —Mel dividió su mirada entre el oficial y las pantallas. Los soldados estaban enfrentándose a los cosechadores en las escotillas. Los primeros disparaban sus ametralladoras, los segundos, rayos láser. Los gritos y los alaridos eran universales—. ¿Ves eso? Abre esos ojos de viejo, Taber. Echa un buen vistazo. El enemigo está llegando en masa, ¿qué piensas hacer al respecto?
Cayó en la cuenta de que iba a por él. El enemigo. La muerte. La había evitado durante medio siglo mientras otros caían; al principio, antes de ascender de rango, quienes morían eran siempre mayores, pero durante mucho tiempo los muertos habían sido más jóvenes que él, chicos casi demasiado jóvenes como para afeitarse, adolescentes que prácticamente acababan de salir del colegio. Los había visto morir a manos del enemigo, y el hecho de que los jóvenes muriesen mientras los ancianos se sentaban en sus bases de mando, o en sus casas, o en los clubes de caballeros o en el Congreso, enviando a inocentes a las líneas del frente sin reconocer el coste, le parecía terrible, antinatural. Quizá por ello la enfermedad solo había afectado a los adultos y salvado a los jóvenes, para corregir el desequilibrio de la historia. Y entonces, al fin, el enemigo iba a por él. Solo podía enfrentarse a él como un hombre.
—¿Que qué pienso hacer, señorita Patrick? —dijo mientras extraía la pistola de su funda—. Voy a enfrentarme al enemigo y a combatir. Buenos días.
Saludó, se volvió sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta.
—¡Capitán Taber! —lo llamó la doctora Mowatt—. Póngase un traje de protección.
Taber se detuvo y miró hacia atrás.
—No, gracias, doctora Mowatt —dijo.
Un trueno lejano. La alarma. La luz intermitente sobre la puerta. Simon había sido encerrado en su habitación con un guardia fuera de la estancia, pero aun así sabía lo que estaba sucediendo.
Los cosechadores estaban invadiendo el Enclave.
Rio con nerviosismo, apretó los puños y los sacudió arriba y abajo, como un hincha de fútbol celebrando un tanto de su equipo. Se dirigió hasta la puerta.
—¿Oyes eso, soldadito? —le gritó al guardia—. ¿Sabes lo que es, lo que significa? Significa que si me dejas salir igual le hablo bien de ti al comandante Shurion. Cuando mis amigos lleguen aquí, me liberarán de todos modos. Vienen a por mí.
Sin embargo, Simon no pudo ocultar su sorpresa cuando el soldado abrió la puerta.
—No te emociones —dijo el militar mientras accedía al interior—. Tú no vas a ninguna parte. Atrás. Contra la pared. —Simon obedeció, llevándose las manos a la cabeza por si acaso y alejándose a una distancia prudencial del carcelero. Porque el soldado no era mucho mayor que él y no parecía muy estable, por no decir que el fusil automático con el que le apuntaba temblaba en sus manos—. Quiero… —Y pulsó un interruptor en el que Simon no había reparado hasta entonces, abriendo un compartimento en el que colgaban una especie de trajes protectores.
Para prevenir el contagio de la enfermedad. Lo que significaba que el Enclave ya no era seguro. Los aliados de Simon ya estaban dentro.
En ese caso, tenía que irse. No tenía más que identificarse ante ellos y todo iría bien. Comenzaría una nueva vida.
—Está bien, está bien —le dijo Simon al soldado, con calma—. Coge lo que quieras.
La puerta solo estaba a unos metros de distancia. El soldado no lo perseguiría sin el traje puesto.
—No te muevas.
—No me estoy moviendo.
Y no lo hizo hasta que el guardia fue a por el traje protector, bajando su arma durante un segundo, volviendo su atención de Simon al compartimento por un instante. Fue entonces cuando se movió. Corrió hacia la puerta a toda velocidad.
El soldado maldijo y puede que volviese a apuntar con su fusil, incluso quizá disparase. Pero Simon no lo supo. No le importaba. Nadie era mejor que Simon Satchwell a la hora de correr al sentirse amenazado. Cruzó la puerta, se adentró en el pasillo y acertó con respecto a las prioridades del guardia.
Simon era libre.
La situación pintaba tan mal como el capitán Taber esperaba. El puñado de hombres bajo su mando se afanaba en mantener la línea en el nivel superior, pero los cosechadores habían asegurado una cabeza de puente en las escotillas y su número era abrumador. El aire corrupto por la enfermedad se adentró en el Enclave, pero los soldados bien podrían haber seguido el ejemplo de su oficial y deshacerse de los trajes protectores. No era la enfermedad lo que iba a matarlos.
De las armas alienígenas brotaban rayos de energía que atravesaban con idéntica eficacia carne, ropa e incluso el metal de la maquinaria y los equipos electrónicos tras los cuales intentaban parapetarse los defensores. Las consolas explotaron en nubes de chispas; los cables cortados se retorcieron en todas direcciones. Taber vio un brazo amputado en el suelo, cuya herida había sido cauterizada y de la cual apenas manaba sangre, mientras la mano continuaba asiendo un fusil. El dueño de aquel miembro se encontraba a poca distancia, con un humeante agujero que le atravesaba el corazón.
Taber comprobó su pistola. Le quedaban seis balas. Esperó poder dispararlas todas.
Varios jóvenes soldados gritaron palabras incomprensibles y pasaron corriendo a su lado, batiéndose en retirada. Sus ojos cubiertos por los visores no registraron la presencia de Taber, solo la del enemigo. Un rayo de energía pasó a la derecha de Taber y partió en dos la columna de un soldado que huía. Tras el impacto, no pudo correr mucho más.
Hasta el último hombre había abandonado la posición. Las tropas del Enclave se dispersaron, huyendo en desbandada.
Pero el capitán Taber no huyó. Siguió avanzando. Apuntó con su pistola y se sorprendió. Qué firme era su mano. Qué seguro su caminar. Qué tranquilo se sentía. Como un soldado ha de sentirse cuando todas sus campañas han terminado.
Disparó una bala, y dos, mientras los hombres se cruzaban con él entre gritos de terror.
Disparó una tercera, una cuarta bala, sin apuntar, sin preocuparse por acertar a los cosechadores o no. Lo importante era disparar. Marchar hacia el enemigo. Enfrentarse al miedo.
Un quinto disparo. Ya casi estaba solo, y ante él se extendía una jauría de fieras.
Un sexto. El enemigo había venido a por el capitán Taber.
Se había quedado sin munición, pero no importaba. De todos modos, no iba a tener tiempo de recargar.
Los soldados también se retiraban en las laderas de la colina Vernham.
La ofensiva de los Josués había sido bien planeada y ejecutada, con los vehículos de asalto avanzando al unísono. Pero entonces se habían visto reducidos a una desbandada confusa, caótica y desesperada, y uno tras otro caían bajo las armas de energía de los cosechadores. Antony pensó que si el papel de Brandon no estaba siendo muy espectacular, era fácil adivinar por qué.
El operario del Josué 9 estaba a punto de caer presa del pánico más absoluto: tanteaba los instrumentos con la mirada confusa, yendo de uno a otro como si no los hubiese visto en su vida y maldiciendo los controles como si conspirasen contra él. Parecía que estaba perdiendo la fe en la máquina a marchas forzadas.
Antony concluyó que Brandon no hubiese destacado en Harrington.
—Cálmate, hombre —trató de consolarlo—. Céntrate en lo que estás haciendo. Danos algo de fuego de cobertura.
—¿A qué demonios te refieres con eso del fuego de cobertura, chaval?
—Que gires la torreta. Las armas pueden disparar hacia delante y hacia atrás, ¿no es así?
—Sí, sí. —Aquella característica parecía habérsele olvidado por completo a Brandon—. Pero ¿para qué demonios quieres disparar? Los misiles no van a atravesar esos escudos.
—Pero podemos intentarlo —propuso Antony.
Y así fue. Richie vio a través de la pantalla como la torreta giraba sobre sí misma y lanzaba una nueva salva hacia la Furion. Pensó que era como escupirle al viento. Una acción inútil. A Tony Clive le encantaban las acciones inútiles, por lo visto. Como a Naughton. Todo aquel rollo de hacer siempre lo correcto era la acción más inútil sobre la faz de la Tierra. Richie prefería apretar los dientes y los puños y rogarle a Dios que los alejase del alcance de aquellos malditos rayos de energía antes de que redujesen a uno de aquellos pobres cabrones a cenizas.
Y el Josué 12, mutilado, pese a tener la oruga izquierda hecha trizas e inutilizada, disparó las dos armas de la torreta antes de que las de los cosechadores lo alcanzasen. El Josué 5 ardía en llamas mientras sus dos operarios abandonaban el vehículo a través de las escotillas y saltaban a tierra, cubriéndose la cara con los brazos y maldiciendo la situación a gritos antes de que los rayos de energía los obliterasen.
En el Josué 7, la táctica de Travis era la misma que la de Richie, sin que él lo supiese. La arboleda próxima a la cima de la colina no ofrecería mucha protección, posiblemente, pero cuanta más tierra por medio pusiesen, mejor. Los disparos de la Furion empezaban a quedarse cortos. El crujido de los árboles arrancados de raíz cuando el Josué los embistió era casi reconfortante.
—Maldita sea —gruñó Parry—. Hemos perdido el contacto con Taber y Mowatt. El sistema de comunicaciones ha debido de estropearse.
—No te preocupes por eso —lo tranquilizó Travis—. Enseguida estaremos de vuelta en el Enclave.
—¿Estás seguro, Travis? —preguntó Tilo, esperanzada ante aquella perspectiva.
Claro que lo estaba.
—No tienen nada con lo que perseguirnos, Tilo. —Una vez lejos del alcance de la nave esclavista podían regresar a la base, elaborar un nuevo plan y atacar de nuevo. No rendirse jamás.
Entonces escuchó el ensordecedor y desafiante rugido de los motores. La tierra tembló bajo las orugas del Josué.
¿Y ahora qué? ¿Qué demonios pasaba?
Lo vieron en las pantallas. Jamás estarían fuera de su alcance.
Tras ellos, la Furion despegó desde el valle.
Lord Darion no hacía más que protestar. Clyrion, el guardia apostado fuera de la celda, podía oír cada una de las incendiarias palabras del alienológo, y cada una de ellas le preocupaba sobremanera. Los padres de Clyrion habían sido unos ciudadanos obedientes y respetuosos con la ley; su hijo había sido educado en la obediencia absoluta hacia las Mil Familias de los cosechadores.
—¿Cómo te atreves a encarcelar a un miembro de las Mil Familias? ¿Cómo osas tratar a un superior como si fuese un delincuente cualquiera? Pagarás por este ultraje, ¿te enteras, guerrero? —le espetó, dirigiéndose a él personalmente a través de la puerta de metal—. Shurion pagará y tú también lo harás, pero no solo tú. Tu linaje también. ¿Me oyes, guerrero? ¿Entiendes lo que digo? Tu maldito linaje sufrirá por haber afrentado, como hoy lo estás haciendo, al descendiente de Ayrion.
Lord Darion dijo más cosas, muchas más, afirmando tener la absoluta certeza de que sería absuelto del execrable delito de traición del que se le acusaba y que, después, el linaje de Ayrion desataría su terrible venganza sobre los implicados en su detención. Clyrion encontró la primera afirmación de Darion perfectamente posible. El hecho de que un miembro de la élite de los cosechadores hubiese sido puesto entre rejas no tenía precedente; que lo encontrasen culpable de un delito era simplemente inconcebible, lo cual significaba que las amenazas vertidas sobre el linaje de Clyrion también debían ser tomadas en serio. Sintió que el pánico empezaba a atenazarlo.
—Lo que me ocurra pesará sobre tu cabeza. ¿Me oyes, guerrero? Sobre tu…
Silencio. Súbito. Absoluto.
Tenía que investigar. Clyrion activó la pantalla que mostraba el interior de la celda. El cuerpo de Darion de las Mil Familias yacía inmóvil en el suelo. ¿Respiraba? Clyrion estuvo a punto de dejar de hacerlo, desde luego. ¿Había sufrido un infarto su prisionero? ¿Se habría suicidado para ahorrarse futuras desgracias mientras él, Clyrion, debía estar vigilándolo? De haber sido así, sería su fin.
Clyrion guardó su subyugador en la funda y pulsó con rapidez el mecanismo de la puerta. En un instante se encontraba en el interior de la celda, arrodillado al lado del prisionero, levantando la cabeza de lord Darion para comprobar sus signos vitales.
Encontró varios. Unos ojos que se abrieron de golpe. Una boca que esbozó una sonrisa de satisfacción.
Una mano que salió disparada hacia el subyugador del guerrero, y lo extrajo de su funda.
—¿Qué…? —Clyrion había sido engañado, pero incluso entonces podía haberse salvado. Si hubiese forcejeado con Darion, si hubiese luchado con él. Debería haber reunido fuerzas para ello. Quizá la deferencia que le había sido inculcada hacia todo miembro de las Mil Familias jugó en su contra. Porque dudó.
Y Darion le disparó.
El guardia se desplomó sobre su propio prisionero, muerto (era evidente que el arma se encontraba en modo letal). Darion apartó el cuerpo, asqueado, y se puso en pie. Parecía que después de todo era capaz de matar; quizá sí fuese un digno descendiente de Ayrion. Aunque sentía las piernas débiles, incluso le temblaban. Pero no había tiempo para preocuparse por eso.
La Furion estaba despegando.
Simon no paraba de correr mientras los pasillos del Enclave parecían temblar a su alrededor, mientras en el nivel superior se libraba un cruento combate. Intentó hilar los disparos, los gritos y las explosiones, como si de ese modo pudiese deducir qué bando iba ganando y cuál estaba condenado a la derrota, si sus nuevos amigos o los antiguos. La proximidad de la batalla le sugirió que los cosechadores llevaban las de ganar y que estaban adentrándose cada vez más en el interior de la base. Se alegró. Su emancipación estaba a la vuelta de la esquina.
Pese a que los pulmones le ardían por la falta de fondo, Simon sonrió.
Avanzó por una de las escaleras que conducían a la planta de ciencia e investigación subiendo los peldaños de metal de dos en dos. Una vez arriba, chocó con algo que estuvo a punto de hacerlo regresar hacia abajo.
—Joder, chaval, pero ¿qué…? —dijo uno de los soldados de una patrulla de tres, todos jóvenes, todos con los ojos abiertos de par en par a causa de la desesperación—. Vas en dirección equivocada. Por ahí vienen los alienígenas.
—Ven con nosotros. Venga, ven con nosotros. Te sacaremos de aquí —apremió un segundo soldado a Simon mientras le cogía del brazo.
—Suéltame. —Y se libró de él con una sacudida, lo que provocó miradas de sorpresa y ceños fruncidos.
El tercer soldado intervino.
—Esperad, ¿este no es el chaval traidor que Taber…? ¡Los aliens!
La observación del primer hombre era correcta. Los cosechadores se dirigían hacia ellos, atacando con una cegadora andanada de rayos de energía.
Simon se precipitó hacia un lado. Los soldados, que habían sido entrenados para reaccionar con una actitud más aguerrida, devolvieron los disparos. O lo intentaron. El soldado que había querido ayudar a Simon ni siquiera fue capaz de apretar el gatillo antes de que le abriesen media docena de agujeros en el cuerpo, a través de los cuales se le escapó la vida. Sus compañeros pudieron disparar, al menos. Un guerrero de los cosechadores con un casco que recordaba a un halcón se desplomó mientras se llevaba la mano a las heridas de su pecho, pero los soldados humanos no llegaron a verlo. Los muertos no ven.
Pero Simon se echó a reír, aliviado.
—Gracias a Dios. Gracias a Dios. —Levantó las manos para demostrar que no iba armado—. No disparéis. No tenéis por qué hacerme daño. Estoy de vuestro lado. Soy uno de los vuestros.
Los guerreros cosechadores no dispararon. Estaban demasiado entretenidos por la actitud del terrícola.
—Habláis inglés, ¿verdad? Bien, pues soy Simon Satchwell. Soy el agente del comandante Shurion. Trabajo para vosotros.
Una idea que los guerreros encontraron ridícula al principio y algo ofensiva después. Su buen humor se esfumó.
Simon lo notó. Su propia risa se desvaneció en su garganta y su tono de voz se convirtió en el de un ruego.
—Me creéis, ¿verdad? Tenéis que… Llamad al comandante Shurion. Él responderá por mí. Estoy de vuestro lado. —Los cosechadores guardaron silencio, escépticos, hostiles—. Escuchadme. Escuchad. El comandante Shurion dijo que yo era lo bastante fuerte para estar de vuestro lado, que soy un amo, no esclavo. No… no podéis…
Una fila de armas de energía lo apuntó. Como un pelotón de fusilamiento reservado para un traidor.
De los ojos de Simon empezaron a manar fútiles e incontrolables lágrimas tras sus gafas; las lágrimas que había derramado en tantas ocasiones en el colegio, las lágrimas de un chico débil, miserable y asustado. Las lágrimas de una víctima.
—¡He traicionado a mis amigos por vosotros!
Pero a los cosechadores no les importó. Lo mataron de todos modos.
La cuchilla plateada de la Furion sobrevolaba la colina Vernham, y de su panza manaban devastadores rayos que arrasaban la pendiente. La tierra saltaba por los aires como si se tratase de un aerosol, en grandes géiseres negros que arrancaban los árboles de raíz, asolada y devastada por la tormenta que se libraba sobre ella.
El Josué 1 reventó, convirtiéndose en un amasijo de metal retorcido. El Josué 10 cayó, envuelto en llamas, en una oscura grieta. El Josué 4 fue alcanzado por brillantes cuchillas de energía.
Los gritos de los moribundos resonaban a través de los sistemas de comunicaciones de los restantes vehículos.
A Richie aquello no le gustaba en absoluto.
—Por Dios, ¿no podemos apagarlo?
Antony estaba de acuerdo.
—¿Brandon? ¿Te parece?
—¿Que si me parece qué? —El operario miraba de un lado a otro los paneles de instrumentos que se extendían ante él. Nada parecía tener sentido. Nada parecía funcionar—. Esto no va bien. No podemos quedarnos aquí. Somos como patos de feria. Tenemos que largarnos.
Brandon frenó el Josué de golpe y se desabrochó el cinturón de seguridad.
—¿Qué coño te crees que haces? —gritó Richie.
—¡Tengo que salir de aquí!
Mientras tanto, en el Josué 7, Travis jamás se había sentido tan inútil. La titánica curva de la Furion casi ocultaba el sol, como un eclipse, como un carro de los dioses. Era tan insignificante, comparado con los cosechadores. Intentar resistir el ataque de los alienígenas era como intentar detener el paso del tiempo. ¿Cómo llegó a pensar que podía marcar la diferencia? Quizá Simon estuviese en lo cierto al decir que se había dejado llevar por la vanidad.
Un rayo de energía procedente del cielo zarandeó el Josué y sus paneles reventaron en una cascada de chispas. Parry gritó y se llevó las manos a su rostro ensangrentado.
Mientras, la oscuridad consumía el interior de la cabina.
Habían perdido el contacto con los Josués, lo cual ya era bastante malo. Y lo que era todavía peor, los desajustes en las comunicaciones hicieron que todas las pantallas del centro de seguimiento y comunicaciones mostraran la caída del Enclave. En cada una de ellas, las fuerzas de los cosechadores arrasaban a los defensores humanos, haciéndolos retroceder hacia el corazón del complejo.
No tardarían en llegar allí.
Pero Mel no iba a esperar de brazos cruzados.
—Escucha —le dijo a Jessica—. Por mí, da igual si nos enfrentamos a esos cabrones o si nos largamos, pero yo aquí no me quedo. ¿Vienes conmigo?
Jessica, al igual que los técnicos, estaba observando la puerta a través de la cual se había marchado la doctora Mowatt hacía unos minutos, acompañada por uno de sus científicos y tras haber prometido que regresaría.
—Supongo…
—¿Supones? Como nos quedemos aquí mirando al techo, tendremos a los cosechadores tan cerca que podremos notarles el aliento.
—La doctora Mowatt nos dijo que esperásemos —dijo Jessica.
—Puede que la doctora Mowatt ya esté muerta —replicó Mel, y desde su punto de vista, no le faltaba razón—. Esto es entre tú y yo. Jessica, no es el momento de…
Pero la doctora Mowatt no estaba muerta. Regresó a la sala con los brazos cargados de armas; los científicos que la seguían también.
—Ahora la ciencia no puede ayudarnos —dijo con sarcasmo—, así que también tendremos que ser soldados.
Todo el mundo se hizo con un arma.
—Tomad —dijo la directora científica, entregando los subyugadores a Jessica y a Mel—. Creo que tenéis más derecho que cualquiera de nosotros a llevarlos.
—Gracias —dijo Jessica.
A Mel le sorprendía la soltura con la que la muchacha rubia parecía estar manejando su subyugador. Para ella, apuntar y disparar ya era suficiente.
—Ahora, vamos a liarla.
—No. —Y la doctora Mowatt se quitó el casco de su traje protector.
—Pero ¿qué hace? —gritó Jessica, estupefacta.
—Quiero respirar mis últimas bocanadas a través de mi nariz y mi boca, no a través de un filtro —dijo la doctora Mowatt—. No podemos detener a los cosechadores, e incluso si pudiese escapar del Enclave, en la superficie los adultos no tenemos futuro, no con la enfermedad flotando en la atmósfera. Será mejor que… permanezca en mi puesto. Sin embargo, vosotras dos tenéis alternativa. Tenéis que pelear. Tenéis que marcharos.
Sin mediar palabra, la doctora Mowatt se dirigió a un ordenador y empezó a teclear instrucciones.
—Muy bien, pues hay que buscar una salida. Eso estaría bien —dijo Mel—. Quiero decir, tenemos que enterarnos de qué les ha pasado a Travis y al resto. Puede que aún…
—Nada de «puede». Siguen vivos —sentenció Jessica.
—Sí. Eso. Pero ¿cómo llegamos a la escotilla sin darnos de bruces con medio ejército de los cosechadores?
—No tenéis por qué ir hacia ahí. Hay otra salida, Melanie —reveló la doctora Mowatt—. Una salida secreta, si lo preferís, diseñada para este tipo de situaciones. Un túnel que os conducirá al bosque.
—¿Sí? ¿Y cómo llegamos, para empezar?
—Podéis acceder desde la planta de las habitaciones. Os diré cómo en un momento. —Estaba imprimiendo algo, un folio A4 cargado de palabras que le entregó a Jessica.
—¿Qué es esto? —La adolescente ojeó la lista, que parecía contener coordenadas y direcciones.
—Las ubicaciones de los otros Enclaves, con los que no nos atrevimos a contactar. Quizá deberíamos haberlo hecho, pero no lo hicimos. Puede que no quede ninguno, o puede que sí. Es posible que en uno de ellos haya científicos buscando una cura para la enfermedad, o que otro nos otorgue la posibilidad de acabar con los cosechadores. Encontrad ese Enclave, Melanie, Jessica. Buscadlo.
—Lo haremos, doctora Mowatt —prometió Jessica mientras metía el papel doblado en su bolsillo.
—Y sobrevivid. Seguid adelante. Eso es lo más importante de todo. Mi generación está perdida, pero la vuestra no debe seguir el mismo camino. Tenéis que crecer, florecer y ser fuertes. Sois el futuro. Melanie. Jessica. —Tocó con dulzura a ambas chicas en el brazo mientras pronunciaba sus nombres por última vez—. Ahora os llevaré a la salida secundaria y luego mis técnicos y yo retrasaremos a los cosechadores el tiempo que podamos. Buena suerte a las dos. Rezaremos por vosotras.
Y parecía que iban a conseguirlo. Los cosechadores debían de estar ocupados erradicando toda resistencia en los niveles superiores de la base antes de adentrarse en los inferiores; no parecían haber llegado aún a la planta de las habitaciones.
Lo cual no impidió que el corazón de Jessica fuese tan deprisa como sus pasos.
—Ya casi hemos llegado, Mel. Pasillo 12A y después… Mel, date prisa.
La chica de cabello moreno sonrió para sí. Las tornas habían cambiado, concluyó después de recordar la huida de Wayvale, cuando tuvo que cargar con una Jessica catatónica durante todo el viaje. No es que le hubiese importado, aunque al hacerlo hubiese puesto en riesgo su propia seguridad. Por aquel entonces hubiese hecho cualquier cosa por Jessica, incluso dado su vida, porque la amaba y, antes de arruinarlo todo al confesarle la verdad, soñaba con que Jessica llegara a corresponderle su amor.
—Mel, ¿por qué frenas? Vamos.
La verdad era que Mel seguía sintiendo lo mismo. Por eso dijo lo que dijo.
—No voy a ir contigo, Jess.
—¿Qué?
Y se detuvo en mitad del pasillo.
—Tendrás más posibilidades si yo me quedo atrás y contengo a los cosechadores con la doctora Mowatt.
—Pero si ya casi hemos llegado. Podemos escapar las dos.
—No. Ve tú. Yo te seguiré cuando pueda.
—Mel, pero ¿qué estás…? No podrías seguirme. Te matarían.
Y Mel pensó en Rev durante sus últimos momentos, casi resignado, en paz, pese a yacer destrozado en el campo de prisioneros. Quería sentir aquella paz. Aunque fuese un poco.
—No importa. Tampoco es que mi vida importe mucho.
—¡Sí que importa! —protestó Jessica—. A mí me importa. Me importas, Mel.
—Pero tienes que odiarme. Por lo que te dije. No debería haberlo dicho. Lo siento.
—Mel, ahora eso ya no me importa. Nunca debería haberme importado. —Jessica se sintió mezquina y estrecha de miras. Independientemente de cómo evolucionase su relación, había caído en la cuenta de que no podía vivir sin Melanie Patrick—. Y no te odio… no podría. Me pasé, Mel. Lo siento. Me comporté como una niña pequeña. No me hagas arrepentirme más de lo que ya me arrepiento. No te rindas. Eres mi mejor amiga. Te necesito.
—¿De verdad?
—De verdad de la… ¡Mel! —Y apartó a su amiga de en medio al ver a un guerrero de los cosechadores aparecer al final del pasillo, al que abatió con un certero disparo de su subyugador.
—La leche. —Mel abrió la boca de par en par—. Lara Croft, ¿qué has hecho con Jessica?
—Soy yo. Es que he estado practicando —dijo Jessica con modestia.
—Con eso me vale.
Otros dos cosechadores aparecieron tras ellas, después de caer en la cuenta de que en aquella sección del Enclave la batalla aún no había terminado.
Y no terminaría, pensó Mel mientras sentía un renovado amor y orgullo por su amiga. Había redescubierto la razón por la que pelear. Después de todo, pese a todo, quería vivir.
Mel también disparó su subyugador. Al lado de Jessica. Como debía ser.
Triunfasen o cayesen, lo harían juntas.
Siempre había un guardia apostado fuera del arsenal de la nave. El protocolo habitual de una nave esclavista. Darion esperaba encontrárselo. Sin embargo, puede que el guardia no estuviese tan preparado para ver a lord Darion de las Mil Familias cargando hacia él con el subyugador desenfundado.
Y abatiéndolo de un disparo.
El técnico del arsenal debió oír el grito del guardia. Estaba a punto de levantarse de su silla, próxima al panel de control, cuando Darion entró como una exhalación y disparó de nuevo. No llegó a ponerse en pie.
Darion cerró la puerta y fundió sus circuitos de activación con un disparo de su subyugador. Durante un buen rato, nadie entraría en el arsenal.
O saldría.
No era aquel el camino que más le gustaba necesariamente, pero así estaban las cosas. El sacrificio era el motor de la revolución.
El alienólogo echó un vistazo a las reservas de material militar: cientos de armas ordenadas en filas, no solo subyugadores y supresores, sino también minas, misiles de asedio y cargas láser.
Y granadas.
Travis sintió los brazos de Tilo envolviéndolo en la súbita negrura.
—Abrázame, Travis. —Sintió sus lágrimas contra su mejilla—. Si este es el fin, necesito saber que estás aquí.
Su corazón dio un vuelco.
—Aún no han acabado con nosotros —afirmó—. Todavía no.
Y las reservas energéticas de emergencia del Josué se activaron, iluminando la cabina una vez más.
Parry tenía los ojos abiertos, pero no veía nada a través de ellos. Eran un par de cuentas blancas en un fondo rojo. Su cabeza pendía hacia atrás, sus brazos estaban extendidos a los lados y colgaban. No había nada que Travis pudiese hacer por él.
Pero aún podía salvar a Tilo. En ese instante, aquella era la diferencia que podía marcar. Si podía salvar a alguien, si podía mantener a aquella excepcional persona con vida, la lucha, el esfuerzo, habrían merecido la pena. Su padre estaría orgulloso.
Travis examinó el panel de instrumentos que había ante él y recordó qué hacía cada control de cuando había estado observando a Parry. Tomó una decisión y asió una palanca.
—Agárrate, Tilo.
—¿A ti?
—A todo. Nos largamos de aquí.
Empujó la palanca hacia delante y el Josué se puso en marcha, sacudiendo a los adolescentes con su brusco movimiento. Las orugas machacaron la ya destrozada colina y condujeron al vehículo hacia la cima. Travis apretó los dientes y rezó por que solo necesitase llevar a cabo las maniobras básicas.
—No dejes de mirar las pantallas, Tilo. Necesito concentrarme en… dime dónde está la Furion.
—Trav, la tenemos justo encima.
—Oh, genial. Fantástico. —Forcejeó con los recalcitrantes controles, una batería de luces rojas intermitentes. El Josué estaba más dañado de lo que Travis pensaba.
—No puedo ver a los demás, Trav. Antony y Richie… —El terror en la voz de Tilo era palpable—. Solo quedamos nosotros…
—Y no nos vamos a rendir —afirmó Travis mientras obligaba al Josué a avanzar haciendo uso de los instrumentos y las unidades de propulsión del vehículo, poniendo en ello toda su voluntad. La fe había derribado los muros de Jericó. Y la fe los mantendría a salvo entonces—. No. Nos. Vamos. A rendir.
—¡Travis!
Tilo se alejó de las pantallas a la vez que dejaba escapar un grito, deslumbrada por el brillo que proyectaba en el interior de la cabina el ardiente resplandor de un rayo de energía de los cosechadores.
La tierra sobre la que avanzaba el Josué desapareció, haciendo que las puntas de diamante perdiesen toda utilidad. El vehículo fue pateado como una lata por la bota de un gigante. Los adolescentes intentaron alcanzarse el uno al otro, pero sus miembros no obedecieron. Los cinturones de seguridad los oprimían con fuerza mientras la gravedad los zarandeaba de un lado a otro. El vehículo no se limitó a caer: rodó, retorciéndose mientras se desplomaba por la colina, dando vueltas de campana. La armadura del Josué recibió numerosos impactos, sus instrumentos volvieron a chisporrotear y las luces rojas brillaban con toda su intensidad, alertando de la situación. Aunque su función hubiese quedado obsoleta.
Y en aquella ocasión, cuando la luz principal de la cabina se desvaneció, no fue restaurada.
Pero Tilo se equivocó al creer que el Josué 7 se había quedado solo.
—¡Brandon, no! —gritó Antony—. ¡Como salgamos, moriremos! —Se refería a la potencia de fuego de la Furion. Ni siquiera pensó en el virus de los cosechadores y el hecho de que el operario del Josué no tuviese un traje de protección.
A Brandon tampoco parecían importarle tales cuestiones. El pánico, y no la razón, era lo que lo hacía huir a través de la escotilla: el pánico más puro y desgarrador. Ya no se encontraba en su asiento, sino dirigiéndose hacia el acceso más cercano, rodeado por un anillo de luz.
—Si nos quedamos aquí sí que moriremos. Yo no pienso esperar… vosotros haced lo que os dé la gana.
Brandon escapó a través de la escotilla.
—Tenemos que irnos. Tiene razón. —Richie ya se había quitado el cinturón y puesto en pie—. Además, ninguno de los dos sabe manejar este trasto. Vamos, Tony. —Señaló la escalera de tres peldaños que conducía a la escotilla—. Si nos quedamos aquí, vamos a ser un blanco fácil.
Subió por las escaleras y asomó la cabeza al exterior, contemplando un panorama caótico y desolador. La Furion seguía sobre ellos, aproximándose mientras desataba una nueva andanada de destrucción sobre la colina, una cortina de fuego que avanzaba, inexorablemente, hacia el inmóvil Josué. Richie se estremeció.
—Tony, sal ya. ¿Qué demonios estás haciendo?
La respuesta heló la sangre de Richie en mitad de aquella conflagración.
—No puedo… mi cinturón de seguridad se ha estropeado. Estoy atascado. No puedo salir. ¡Richie!
Este miró al interior del Josué. Vio a Antony forcejeando por liberarse. El cinturón de seguridad, una medida que debía protegerlo, iba a ser la causa de su muerte. Si Richie entendiese el concepto de ironía, aquella situación le hubiese parecido un ejemplo perfecto.
Pero, en líneas generales, Richie Coker solo entendía el concepto de supervivencia.
—Richie, ayúdame —le rogaba el delegado del colegio Harrington—. Ayúdame, por Dios.
¿Y por Richie, qué? Volvió a asomar la cabeza por la escotilla. La Furion se aproximaba. La muerte se acercaba a él en forma de rayos de energía. Si huía en aquel instante, tendría una posibilidad, podría refugiarse en algún lado, podría escapar aunque al hacerlo no fuese más que un miserable matón.
Sin embargo, si se quedaba…
—Richie, ¿es que vas a dejarme aquí? ¡Richie!
Cuando la pantalla de uno de los reposabrazos del sillón de mando notificó una transmisión entrante procedente del arsenal, Shurion se sintió molesto, más que preocupado. ¿A qué creía estar jugando el armero, interrumpiendo el momento de gloria de su comandante? El último vehículo terrícola estaba a punto de ser destruido.
—¿Qué pasa? —gritó Shurion.
Era Darion, con una sonrisa nerviosa en su rostro. Darion había escapado de su celda y, por alguna razón, se encontraba en el interior del arsenal. Sosteniendo una granada ante él para que Shurion pudiese ver con claridad aquel orbe brillante y letal.
—Pensé que sería mejor avisarte, Shurion. Si ya estabas pensando en cantar victoria… —dijo Darion— creo que sería mejor posponerlo.
—Pero ¿qué estás…? ¿Cómo…? —Los pensamientos se atolondraron en la cabeza de Shurion—. No hagas ninguna tontería, Darion.
—Explícame qué entiendes por «tontería». ¿Te refieres, por ejemplo, a tirar de la anilla de esta granada? Vaya. Sí, teniendo en cuenta todo el material con potencial explosivo que hay aquí, comprendo que lo veas de ese modo. Un pequeño accidente con una granada convertiría la nave en una bola de fuego y a tus retorcidas ambiciones en cenizas, Shurion —reflexionó Darion—. ¿Sabes qué? Me gusta cómo suena eso de hacer tonterías.
Mientras el alienólogo hablaba, los dedos de Shurion se dirigieron hacia el panel de control de su sillón de mando. La transmisión desde el arsenal también apareció en la pantalla principal del puente. El sillón de mando descendió de las alturas. Se alertó a las patrullas de seguridad.
—Admiro tu resolución, lord Darion. —El cual seguía siendo un debilucho en el fondo, pensó Shurion. Aún podía truncar sus evidentes intenciones. El comandante avanzó hasta situarse ante la gran imagen de su enemigo—. De algún modo, te has librado del guardia de tu celda y, como es obvio, ya que estás en el arsenal, también del armero. ¿Los has matado?
—Me temo que sí. Y me temo que la unidad que sin duda has enviado a matarme, Shurion, tendrá problemas para cruzar la puerta.
—Oh, seguro que sí, Darion. —Shurion era consciente de que la tripulación del puente estaba arremolinándose, aterrorizada, en torno a la pantalla—. Puede que haya subestimado tu inteligencia, pero no me he equivocado al juzgar tu coraje…, ¿o debería decir… tu falta del mismo? No tienes la fuerza de voluntad para hacerte saltar por los aires.
—¿Eso crees, Shurion?
El rostro de Shurion articuló una mueca de desdén y desprecio.
—Sé que no lo harás. Eres un amante de esclavos mimado y privilegiado que ha llevado una vida que no se ha ganado, que ha ejercido un poder que no merece. Eres demasiado blando, Darion. Hace falta ser un guerrero para matar.
—Entonces puede que tengamos más en común de lo que jamás imaginaste, Shurion.
De pronto, Darion escuchó un revuelo en el pasillo que conducía al arsenal. La patrulla de seguridad iba a intentar entrar. No podía retrasarse más. Su corazón latía con fuerza en su pecho mientras sus extremidades temblaban.
Iban a tener lugar sus últimos segundos.
—Hago lo que hago —comenzó—, por la igualdad entre razas… —Merecería la pena solo por ver el rostro de Shurion cuando este se dio cuenta de que su muerte también era inminente.
—Espera. Darion, espera. —El pánico empezó a adueñarse de él.
—Lo hago porque hay que poner fin a la esclavitud, porque nuestra gente debe cambiar.
—No puedes… Ni se te ocurra… —Shurion no podía morir. Era inmortal, invencible. No merecía morir. No era justo.
—La llama que aquí enciendo es la llama de la libertad. —Lo último que Darion vio antes de cerrar los ojos fue al comandante Shurion propinando golpes a las pantallas con los puños. Travis, espero llegar a tiempo.
—Darion, no. Piensa en Dyona.
Estaba pensando en Dyona. Su mano estaba sobre la suya cuando tiró de la anilla. Sintió que estaba con él.
Escuchó el grito de Shurion.
Después, la detonación.