El cielo lucía la tonalidad de una piedra, iluminado por un amanecer parsimonioso, tan lento, pesado y gris como una capa de granito que sepultase la Tierra. En sus aposentos, Darion, insomne, pensó en la luna que orbitaba en torno al mundo natal de los cosechadores, reservada para las tumbas de las Mil Familias, ya que las élites de su sociedad se diferenciaban del vulgo tanto en la vida como en la muerte. Kilómetros y kilómetros de mausoleos, un satélite habitado solo por los guardianes de las criptas y visitado de vez en cuando por los afligidos familiares de un linaje que hubiese perdido a un miembro, el cual pasaría a estar bajo la custodia de los centinelas. Un complejo de tumbas dedicado a los herederos de Ayrion se extendía sobre una superficie del tamaño de una ciudad. Darion pasaría a engrosar su población el día de mañana.
Si es que sobrevivía para entonces.
Activó con una palabra la pantalla de sus aposentos y su tono de voz, seco y vacilante, le sorprendió. Contempló sus manos: sus dedos temblaban como los de un anciano. En la cultura terrícola, por lo que sabía, el color blanco solía asociarse a la cobardía y el miedo. Aquella mañana, Darion sintió que su piel lucía un tono adecuadamente simbólico. Cerró los dedos hasta formar dos puños. Aquel no era el momento de sentir miedo.
Sería mejor no cavilar acerca de los sepulcros de sus ancestros y quitarse de encima aquellos morbosos pensamientos. Su gente tenía un dicho: «La muerte visita a quienes piensan en ella». Se planteó pensar en Dyona, un motivo para vivir. O mejor todavía, no pensar en nadie, sino centrarse en cuerpo y alma en la tarea que tenía que llevar a cabo.
* * *
En la pantalla, Darion vio al último recolector que quedaba a bordo de la Furion despegar y abandonar la nave. Shurion había mordido el anzuelo. Para cuando los recolectores llegasen a Otterham y no encontrasen ni a Travis Naughton ni al espía de los cosechadores, ya sería demasiado tarde. Los terrícolas ya habrían lanzado su ataque.
Sin embargo, buena parte de su éxito estaba aún en sus temblorosas manos.
Darion se sentó ante el ordenador. La costumbre de los cosechadores era invocar a los espíritus del ancestro y el valor del tótem del animal antes de emprender cualquier tarea en la que la vida corriese peligro. Pese a ello, Darion dudó que fuese lo más adecuado, dada la naturaleza de su misión.
—Que lo que es justo me haga fuerte —murmuró, en su lugar.
Pese a no ser un guerrero nato, Darion se preparó para acabar con la Furion.
A varias cubiertas de distancia, el comandante Shurion también contemplaba cómo los recolectores despegaban hasta surcar el cielo gris. Su corazón, o lo que quedaba de él, estaba embriagado de emoción. Su momento de redención, de reivindicación, estaba al alcance de su mano. La costumbre de Shurion de vestirse con el traje ceremonial completo le pareció especialmente adecuada aquel día. Negro y dorado. Su sumisión y su ambición, cara a cara en un dramático contraste.
Se sentó inclinándose hacia delante en su sillón de mando, impaciente, y aunque no lo supiese en aquel preciso instante, sus puños estaban tan apretados como los de Darion. Si los recolectores tenían éxito en su misión, si aquel repugnante esclavo que se había rebajado a traicionar a su propia especie había dicho la verdad (cosa que Shurion no dudaba), entonces tendría al traidor en cuestión de horas.
E incluso si los recolectores fracasaban por cualquier motivo, Shurion no habría fracasado. Un buen comandante siempre tiene un plan de emergencia.
Si el renegado trataba de traicionar a los suyos una vez más, su intentona lo haría caer de una vez por todas…
Las escotillas de los Josués giraron hasta cerrarse del todo.
—Cabina de control sellada —informó Parry, un hombre en la treintena, de cabello moreno, con la cabeza cónica y unos ojos que no parecían pestañear nunca—. Activando sistemas ambientales. —En el panel ante el que se encontraba se encendió una luz verde—. Sistemas ambientales operativos. Comprobando los sistemas de propulsión, supervisión y armamento por última vez.
Travis pensó que por lo menos el tal Parry parecía saber lo que hacía, lo cual resultaba alentador si tenía en cuenta que tanto su vida como la de Tilo dependían de él. Le daba la impresión de que había pasado mucho tiempo desde la última vez en la que fue capaz de depositar su confianza (menos aún de forma voluntaria) en un adulto.
Pero no le quitó el ojo de encima a Parry y estudió sus maniobras, absorbiendo, memorizando. La enfermedad y los cosechadores le habían enseñado a no dar nada por hecho.
Tilo le estrechó la mano.
—¿Estás bien? —Él sonrió y se volvió hacia ella, bañado por la gélida luz azul del interior de la cabina—. No es demasiado tarde para quedarse con Jessie y con Mel, ¿sabes?
—Me temo que sí que es demasiado tarde —dijo Parry, que no parecía molestarse en resultar comprensivo—. Todos los sistemas están completamente operativos. Estamos listos para ponernos en marcha.
—No pasa nada. Estoy bien. De verdad, Travis. Quiero estar aquí. —Y le apretó la mano con fuerza.
—¿Hmm? —Parry hizo una mueca—. Nada de intimidades en el vehículo, por favor. ¿Os habéis abrochado los cinturones? —preguntó, como si sospechase que de no ser así los adolescentes se echarían uno encima del otro en cualquier momento.
De hecho, el cinturón de seguridad era tan firme que Tilo apenas podía moverse. La cabina de control de los Josués era circular y cónica, con el techo justo debajo de la torreta de cañones gemelos, tan bajo que provocaba claustrofobia. Tanto este como las paredes estaban cubiertos de luces, interruptores, medidores y otros instrumentos, hasta el último centímetro. En torno al perímetro de la cabina, a idéntica distancia unas de otras, había tres consolas con un abanico de pantallas que proporcionaban información visual del entorno inmediato del vehículo de asalto, que en aquel momento consistía en otros Josués y algunos ajetreados técnicos. Tilo supuso que la idea, en caso de disponer de un equipo completo de personal entrenado, era que cada consola estuviese manejada por un operario. De todos modos, las sillas estaban ancladas a un riel circular, por lo que podían deslizarse a la izquierda o a la derecha de ser necesario. Ella acercó la suya a la de Travis todo lo posible. O por lo menos, eso intentó.
Pero aunque el sistema ambiental hacía que el aire permaneciese purificado y fresco, Tilo sintió que sudaba, que sus manos estaban húmedas. Los espacios cerrados no le molestaban especialmente, pero estaba tan acostumbrada a vivir al aire libre («¿Para qué necesitamos tejas y escayola?», solía decir Roble. «El cielo es el tejado de la Naturaleza.») que encontrarse metida en la cabina del Josué, del tamaño de un ataúd, le resultaba un tanto chocante.
—A todo el personal de los Josués, últimas comprobaciones completadas —anunció la doctora Mowatt a través del comunicador—. Estamos abriendo la escotilla primaria de salida. Procedan en formación y buena suerte a todos.
—¿Estáis listos? —preguntó Parry.
—Porque aquí —dijo Brandon en el Josué 9— ya estamos en marcha.
Y a Richie le sorprendió con qué silencio. Apenas podía oír el motor del vehículo.
—Es magnético —le recordó Antony—. ¿No estabas prestando atención a lo que acaba de decir Brandon?
El operario del Josué, más cercano a los cuarenta que a los treinta, calvo en buena parte de la cabeza, miró por encima del hombro a Richie y se echó a reír.
—Creo que Coker tiene la cabeza en otra cosa que no son las unidades de propulsión de esta monada, ¿verdad, Coker?
Más o menos. Por ejemplo, pensaba en el hecho de que en aquel momento estaba más asustado que nunca antes en toda su vida, más asustado de lo que nadie podía llegar a soportar antes de convertirse en un guiñapo tembloroso y balbuceante. Acojonado, hablando claro. Aunque Richie no lo reconocería ante Antony Clive. Y tampoco le impediría seguir formando parte del equipo de asalto.
—¿No te parece —dijo, tartamudeando— que sería mejor que te fijases hacia donde vas?
Brandon rio de nuevo.
—Aquí dentro no hay váter, Coker, así que como te mees en los pantalones te va a tocar dejártelos puestos. A menos que apuntes al enemigo antes.
—Vale, un humorista —refunfuñó Richie—. Nos han encasquetado a un humorista.
—Esto… Richie —dijo Antony—. ¿No estarás pensando en vomitar, verdad?
En el centro de seguimiento y comunicaciones, una docena de pantallas retransmitían el avance de los Josués. El capitán Taber y la doctora Mowatt dividían su atención entre los doce vehículos.
Jessica y Mel solo estaban interesadas en dos de ellos.
* * *
Los vehículos de asalto habían salido del túnel, dejando atrás la colina bajo la que se ocultaba el Enclave. Sus carcasas grises de molibdeno se dirigieron hacia el bosque como una especie más rápida, más grande y más agresiva de tortuga, con su brillante metal resplandeciendo bajo la luz del alba. Formaron una extensa línea. Cuando llegase el momento, el plan era rodear la nave de los cosechadores y disparar desde todas las direcciones.
Jessica pensó que parecían muy poderosos. Por sí mismos, en cualquier caso. Al verlos adentrarse en el bosque, reduciendo a astillas los árboles que cometieron la necedad de interponerse en su camino, podía llegarse a pensar que los Josués aplastarían cualquier resistencia, que arrollarían sin piedad a cualquier enemigo. Pero ¿cómo se las apañarían contra la colosal nave esclavista de los cosechadores, aquel rascacielos conocido como la Furion? ¿Qué aspecto tendrían en comparación con su objetivo cuando este se encontrase a la vista? Como Gulliver en el país de los gigantes, imaginó. Como pequeños insectos a los que aplastar.
Antony. Travis. La habían vuelto a dejar sola y…
Una mano estrechó la suya. Furtiva. Culpable.
No estaba sola. No del todo. No, si no quería estarlo.
—Todo va a ir bien, Jess —dijo Mel, con una débil sonrisa de disculpa.
Y Jessica no rechazó su mano, aunque ese cruel gesto fuese su primer impulso. No podía hacer daño a Mel, tal y como estaban las cosas. De hecho, cayó en la cuenta de que después de todo se alegraba de contar con ella a su lado, y aquella certeza llenó su corazón de alegría.
Cuando Mel se atrevió a apretar la mano de su amiga, Jessica le devolvió el gesto.
* * *
En el puente de la Furion, el técnico de los cosechadores no podía creer lo que indicaban los instrumentos, sin hacer saltar las alarmas. Su respuesta fue bastante más ansiosa, sobre todo porque era su deber comunicar aquella inexplicable información al comandante Shurion.
—¿Comandante, señor?
—Técnico. —Shurion miró al operario desde su silla elevada, con la generosa tolerancia de un dios.
—Parece… parece que estamos experimentando un fallo de los sistemas, comandante.
—¿Ah, sí? —Shurion hizo descender la silla, con una expresión inescrutable en su rostro.
—Las armas. Los escudos. Las comunicaciones. Incluso nuestros sistemas de vuelo. Parecen… eh, temporalmente fuera de servicio.
—¿Qué pretende decirme, técnico? —preguntó Shurion con calma—. ¿Acaso mi nave ha dejado de funcionar, a todos los efectos?
—Eh… —Una gota de sudor se formó en la huesuda frente del cosechador.
—¿Sabe a qué se debe esta imperdonable situación?
—En… en este momento, no, comandante Shurion, señor. —Ya casi esperaba que lo enviase a la celda de despojos.
Pero la boca de Shurion formó una sonrisa escarlata. Echó la cabeza hacia atrás y rio.
—Entonces será mejor que lo descubra yo mismo. Corazones Negros, conmigo. —Los numerosos guerreros cosechadores que se encontraban en el puente obedecieron a toda prisa. Shurion se irguió, imponente, y su rostro ya no transmitía buen humor sino odio, reflejado en su ardiente mirada—. Por fin. Por fin. El traidor es nuestro.
Los Josués avanzaron a través del bosque como apisonadoras. Su armadura apartaba cualquier obstáculo sin el menor esfuerzo y sus orugas avanzaban imparables, compensando de forma automática los desniveles del terreno para que los vehículos de asalto no aminorasen su velocidad. Las máquinas avanzaban como guerreros hacia su destino.
* * *
En el interior del Josué 9, Richie pudo ver a través de la pantalla que el vehículo arrancaba troncos de árboles como si fuesen cerillas en su camino hacia la colina Vernham, pero el impacto de la colisión no se transmitía al interior de la cabina. Richie no llegó a percibir ni un movimiento ni un ruido desde la silla en la que se encontraba, paralizado de miedo. Lo cual estaba bien. Si el viaje estuviese siendo más movido, su estómago, que ya estaba bastante revuelto, hubiese tirado la toalla y expulsado el desayuno. De pronto, cayó en la cuenta de que estaba aferrándose a los reposabrazos de la silla con tanta fuerza que sus nudillos empezaban a parecer tan prominentes como el belineo de los cosechadores. Miró a los lados. Tony Clive también se había dado cuenta… ¿y cómo era posible que el niño pijo pareciese tan tranquilo, como si estuviese dando una vuelta en el yate de papá un domingo por la tarde?
—¿Y a ti qué te pasa? —gruñó Richie, a la defensiva.
—Nada —dijo Antony—. ¿Y a ti?
—Nada.
—Bien. Entonces estamos igual.
Aunque Antony era consciente del evidente terror que sentía su compañero, no desprestigió a Richie Coker por ello. Por algún extraño motivo, empezaba a admirar al antiguo matón, a desarrollar empatía hacia él. Allí estaba Richie, muerto de miedo, pero esforzándose por contener aquella emoción y superarla. Independientemente de que lo consiguiese o no, el hecho de que lo intentase ya era digno de elogio. Y lo que resultaba más admirable de aquel esfuerzo, reflexionó Antony, era que venía de un gamberro irresponsable al que seguramente le hubiesen diagnosticado un desorden antisocial antes de la enfermedad.
Antony también estaba asustado, pero la educación que había recibido tanto en el colegio como en su casa le había enseñado a controlar sus sentimientos, a ocultarlos como si fuesen secretos. Lo importante era la razón, no las emociones. Y sin embargo, en muchas ocasiones, Antony rondaba bajo el pergamino del honor en la sala de Harrington, contemplando los nombres en él inmortalizados, que rendían homenaje a los caídos en el barro de Passchendaele o el Somme, en los desiertos del norte de África o en las junglas de Birmania, o en la larga y sangrienta marcha hacia Berlín. «Dedicado a la memoria de aquellos miembros de Harrington que pagaron el más alto sacrificio luchando por la justicia y la verdad en las dos guerras mundiales. Que descansen en paz y sean recordados con gloria». Adoraba los nombres de aquellos hombres muertos desde hacía tiempo, quienes siendo jóvenes se encontraron en el mismo lugar que él, vestidos con idéntico uniforme, y los recitaba como si fuesen parte de una oración, y se preguntaba cómo se habrían sentido cuando llegó la hora, cuando los obuses gritaban y las balas chillaban; cómo se sentiría él en esa situación letal, en el fragor de la batalla, en una guerra.
No tardaría mucho en averiguarlo.
El terreno empezó a inclinarse poco a poco, paulatinamente, y las puntas de diamante de los Josués trabajaron a fondo para mantener el ritmo mientras el mapa en relieve generado en la pantalla representaba de forma gráfica la pendiente de la colina Vernham.
—Un minuto hasta establecer contacto visual con el objetivo —informó Brandon a los científicos del Enclave y a los adolescentes que lo acompañaban a bordo del VAJ.
La pantalla mostró al Josué 8 a su izquierda y al Josué 10 a su derecha, avanzando al unísono, subiendo con una perfecta sincronía. Antony sintió que el corazón le latía con fuerza, una excitación desbocada, un entusiasmo incontenible. Quería gritar y sollozar y reír y abrazar a alguien, abrazar a Jessica, aunque su acelerado corazón le pedía algo más que sexo. Quería abrazar la vida misma, aferrarse con fuerza a ella, sujetarla como a un niño pequeño y protegerla. Porque la vida era lo más preciado e importante de todo.
Merecía la pena pelear por ella. Morir por ella.
Los nombres en el pergamino del honor. Antony los recordaba. Adams, J. C., repitió en silencio. Addison, C. L. L.; Amory, D. E.
Los Josués alcanzaron la cima de la colina Vernham y se posicionaron en ella, apuntando al fin al enemigo. La colosal Furion los esperaba debajo.
—Dios mío —dijo Brandon, boquiabierto—. Esperemos que vuestro colega alienígena haya hecho su trabajo.
—Joder, Antony —dijo Richie entre dientes—. Esto va en serio. Va muy en serio.
—Lo sé —dijo el muchacho rubio. Brumby-Ellis, G. W.; Caversham, T.
¿Clive, A. R.?
—Avancen y ataquen. —El capitán Taber gritó las órdenes a kilómetros de distancia—. Equipo de asalto Josué, fuego a discreción.
La puerta protestó con un: «Acceso a los aposentos de lord Darion denegado», pero no sirvió de nada. Los intrusos habían traído consigo un dispositivo de pirateo. Shurion y sus Corazones Negros entraron antes de que la puerta se hubiese abierto del todo. Los guerreros ya tenían sus subyugadores a punto.
Darion se puso en pie de golpe sin soltar el ordenador.
—¿Qué está pa…? —Pero era obvio lo que pasaba—. Ordenador…
Shurion cogió al alienólogo por la garganta, interrumpiendo sus palabras.
—Me temo que no, lord Darion. —El sarcasmo hizo que el rango perdiese todo su significado—. ¿No te parece?
—Quitadme las… ¡Soltadme de una vez! —Dos guerreros estaban sujetándole los brazos, colocándoselos tras la espalda—. Pertenezco a las Mil Familias. Haré que os arranquen la carne de los huesos por esta afrenta.
—Debo insistir, mi señor —dijo Shurion con una maligna sonrisa—, pero me temo que no. —Sin embargo, dejó de sujetarlo e hizo un gesto a sus subordinados para que hiciesen lo mismo.
—En cuanto mi padre se entere de este ataque contra mi persona, Shurion… —Darion se esforzó por transmitir autoridad, por aparentar control, pero era difícil. Shurion lo sabía. Hasta entonces lo había sospechado, sí, pero entonces, de algún modo, estaba seguro. Tenía tanto miedo que le temblaban las piernas hasta el punto de tener que esforzarse por permanecer en pie.
—Claro que se enterará —le garantizó Shurion—. El comandante de la flota Gyrion conocerá hasta el último detalle de este deplorable incidente, sobre todo el más relevante, sorprendente y desdichado de todos ellos, lord Darion. El hecho de que tú, su propio hijo, sea el traidor de la raza de los cosechadores.
—Eso es del todo ab… absurdo —tartamudeó Darion—. Ordenador, borrar programa.
—Es demasiado tarde, Darion. —Shurion rio—. Mocoso débil y patético. Traidor. Puedes borrar toda la memoria de tu ordenador, pero aun así sabríamos para qué lo has utilizado. ¿Para desactivar los sistemas de armas de la Furion, quizá? ¿Para desactivar nuestros escudos? ¿Para negarnos la capacidad de volar? ¿Para dejarnos incomunicados y desvalidos? Supongo que eso significa que tus sucios amiguitos, los esclavos, están a punto de atacarnos, ¿eh? Mientras nuestro último recolector está lejos, ¡qué conveniente!
Darion rogó a todos los dioses de los cosechadores que así fuese. Rezó por ello. Que el ataque comenzase en aquel momento. Tenía que tener lugar en ese preciso instante. ¿Por qué se retrasaba la gente de Travis? ¿Dónde estaban?
¿Acaso se había sacrificado para nada?
—Sabotaje y conspiración, lord Darion —apuntó Shurion—. Dos crímenes más que añadir a tu letanía de delitos. Delitos capitales.
—No sé de qué está hablando —dijo, en un último y desafiante intento—. Es usted el que se está ganando a pulso un puesto en la celda de despojos, comandante Shurion. ¿En serio cree que mi padre o el tribunal de las Mil Familias valorarán el testimonio de un plebeyo como usted sobre el de uno de los suyos? —En ese caso, no dejaría de ser irónico que el sistema que Darion odiaba acabase por salvarlo de la ejecución.
—Puede que no crean mi testimonio —aceptó Shurion—, pero tengo pruebas frías, objetivas e incontrovertibles que presentar a los miembros del tribunal cuando tu triste y patético caso sea llevado a juicio.
—Puede que haya infiltrado a un espía entre los terrícolas para descubrir el nombre del traidor —supuso Darion—. De ser así, dudo que encuentre fiable su testimonio… o que siquiera consiga dar con él.
—Oh, ¿así que ya estabas al corriente? —Shurion asintió—. Entonces nuestro recolector está perdiendo el tiempo, ¿no? Entonces también sabrías que después de que los esclavos se fugasen mandé instalar un programa de reconocimiento en la red principal de la nave, de modo que cualquier futura interferencia con los sistemas informáticos de la Furion fuese rastreada hasta conducir a su origen y al miserable criminal de su autor. Y nos ha conducido a este ordenador, Darion. A ti.
Darion movió la boca para hablar, pero no podía decir nada. Era el fin. Le había llegado la hora.
—¿Qué sucede, lord Darion? —se burló Shurion—. ¿Te comió la lengua el scarath? —Acercó su rostro al del alienólogo, con una expresión de puro odio dibujada en su cara—. Me alegro tanto de que seas el traidor, como siempre sospeché. Demuestra que tenía motivos para odiarte. Debería hacer que te ejecutasen ahora mismo. Debería hacerlo personalmente. Acabar contigo con mis propias manos y verte morir me proporcionaría la satisfacción más absoluta… después de los problemas y la humillación que tus patéticos actos de traición me han provocado. Pero… —añadió, resistiendo a duras penas el llevar a cabo su deseo— tu posición privilegiada aún te protege. De momento. Debemos garantizar que un miembro de las Mil Familias sea sometido a un juicio justo. Serás juzgado por las antiguas leyes de nuestra gente, pero que no te quepa la menor duda, Darion, de que se te encontrará culpable y que ese será el fin de tu lamentable vida. Y yo estaré ahí, regodeándome.
—Estás enfermo, Shurion —espetó Darion con una mueca de repulsa—. Estás completamente enfermo.
Shurion parecía más divertido que afectado por aquella valoración de su persona.
—No ofende el que quiere, sino el que puede —dijo—. Pero quizá debería darte las gracias, Darion. Puede que no te des cuenta, pero en el fondo me has ayudado. Tú y tus despreciables amiguitos de la disidencia queréis derrocar nuestro sistema social en beneficio de escoria alienígena, para salvar a los esclavos. Yo también quiero una revolución en nuestro Gobierno, hijo de Ayrion, pero para mi propio beneficio, para satisfacer mis ambiciones y para convertirme al fin en quien merezco ser, el primero entre los cosechadores. Cuando llegue el momento no se te juzgará solo a ti, Darion, sino a toda la clase social que representas, las decadentes, moribundas e incompetentes Mil Familias. En el futuro, ¿qué cosechador racional tolerará o aceptará ser gobernado por una élite que afirma ser incorruptible, pero que en realidad genera traidores? El derecho de las Mil Familias a ejercer la autoridad sin discusión será puesto en entredicho, la tiranía del linaje tocará a su fin. Tu padre y los suyos caerán, y aquellos que piensen como yo se harán con las riendas del poder y dará comienzo una nueva era dorada para los cosechadores. Y la galaxia gemirá de dolor bajo el yugo de la esclavitud. Tus Mil Familias están obsoletas, Darion: un hombre es aquello que consigue ser, y yo voy a convertirme en alguien grande.
—¿Ha terminado ya? De lo contrario, comandante, voy a pedirle permiso para sentarme. Me cansa escucharle despotricar como un loco.
Shurion rio en voz baja.
—Entonces le enviaré a un lugar donde podrá descansar. Llevadlo a las celdas. —Exultante, vio cómo sus guerreros sacaban a Darion de la habitación. Si creyese en los dioses, cosa que no hacía, Shurion les hubiese dado las gracias por aquel momento. Sentía el pecho henchido de orgullo. Se sentía fuerte, supremo. No había nada que no pudiese hacer.
Recibió un mensaje del puente. Una falange de tanques terrícolas había aparecido sobre la cima de la colina, en su flanco izquierdo.
—¿Y qué? —bufó Shurion.
—Que nuestros sistemas de armamento y defensa están desconectados, comandante. ¿Y si los terrícolas atacan?
Nada podía hacerle daño.
—Que ataquen.
Mientras los Josués descendían por la colina Vernham, Travis supo que los próximos segundos serían decisivos. Determinarían si Darion había sido fiel a su palabra. Si tenían una oportunidad. Si quedaba esperanza.
Los vehículos de asalto salieron al unísono de la última sección de cobertura que ofrecía el bosque. Y dispararon. Uno a uno los cañones tronaron en la línea, primero el arma superior, seguida al cabo de un instante por la inferior, que produjo el más violento de los ecos. Los Josués lanzaron una andanada de veinticuatro proyectiles y las cabinas de control temblaron.
Tilo reaccionó de forma instintiva con un grito. Travis extendió su brazo hacia ella.
Los misiles alcanzaron la Furion.
E inmediatamente, sus carcasas grises se desintegraron, convirtiéndose en llamaradas naranjas y amarillas. Pero no eran esos los colores que Travis estaba pendiente de ver sobre la nave, sino el azul, el tono añil etéreo a la par que invulnerable de los escudos de los cosechadores.
No apareció.
Los escudos habían sido desactivados.
—¡Sí! ¡Sí! —Travis aulló de júbilo. Y Tilo. Y Parry.
La Furion tembló bajo el impacto de los proyectiles y su casco argento se hundió, se quemó, se resquebrajó. Se oscureció. El color del metal quemado era de lo más bonito aquel día.
Travis sintió que el corazón le latía a toda velocidad. Hubiese dado un salto de no ser por el cinturón de seguridad. Por lo menos pudo abrazar a su novia.
—Darion lo ha conseguido. Lo ha conseguido.
—¡Oh! ¡Lo adoro! —celebró Tilo—. Bueno, en realidad no. Quiero decir…
En el Enclave también celebraron el momento cuando en las pantallas del centro de seguimiento y comunicaciones brillaron los destellos de los misiles al explotar. Los técnicos vitorearon desde sus consolas. La doctora Mowatt, que parecía veinte años más joven, aplaudió; sus ojos brillaban de alegría tras sus gafas de concha.
Mel y Jessica se abrazaron.
—Todo va a ir bien. De verdad. —La voz de Jessica se entrecortaba por la emoción.
—Te lo dije. —También la de Mel.
El capitán Taber fue el único que se mostró comedido, limitándose a mover con nerviosismo su bigote del mariscal Montgomery. Sabía que el último disparo de la batalla contaba más que el primero. Era consciente de que el daño infligido a la nave de los cosechadores era meramente superficial y de que la ausencia de escudos no significaba que no tuviesen ninguna posibilidad de devolver el golpe. Siguió gritando órdenes.
—A todos los operarios de los Josués, intensifiquen el ataque ahora que tenemos ventaja. Pero permanezcan alerta. Puede que los alienígenas aún sean capaces de desplegar sus propias armas.
Travis escuchó la voz de Taber y coincidió con el militar. Sin embargo, independientemente de la capacidad ofensiva de la Furion en circunstancias normales, parecía incapaz de desplegarla en aquel momento. Obra de Darion.
Una segunda andanada procedente de los Josués bombardeó la nave sin oposición, y las explosiones reverberaron por el valle mientras el humo y el fuego ascendían hacia el cielo. El casco plateado se hundió a causa de los golpes, sin llegar a romperse. Era tenaz. Pese al significado de los nombres de los vehículos de asalto, los muros no cayeron.
—Parece que si queremos hacerle un agujero a ese cabronazo vamos a tener que acercarnos todavía más —murmuró Parry—. Bueno, pues eso podemos hacerlo. Agarraos, chavales.
—Avancen y rodeen al enemigo —les instruyó el capitán Taber—. Utilicen todos los medios a su alcance. Pongan fin a esta batalla.
El puente tembló cuando la Furion fue alcanzada por la salva de misiles, pero el comandante Shurion no. Estaba sentado en su sillón de mando alzado a su máxima extensión, como un rey, riéndose a carcajadas de los técnicos vestidos de rojo que correteaban caóticamente de un ordenador a otro, comprobando desesperados el estado de la nave esclavista y luchando a brazo partido por restaurar los sistemas saboteados. Shurion ni siquiera se planteó por un segundo que aquella tarea fuese imposible. No tenía la menor duda acerca de su eventual y completa victoria sobre la patética escuadra de minúsculos tanques terrícolas.
Se sentía invencible, elegido. Era como si el destino mismo obedeciese a su voluntad. Revelar que Darion era el traidor haría realidad sus ambiciones políticas, y aplastar la incursión terrícola reforzaría su reputación militar.
Quizá, después de todo, hubiese merecido la pena viajar a aquella bola de barro olvidada de la mano de Dios.
—La integridad del casco en los sectores uno, tres, cuatro y siete se encuentra solo al sesenta por ciento, comandante —le informó un técnico, ansioso—. La integridad de los sectores dos, cinco y seis está por debajo del cuarenta y cinco por ciento. ¿Comandante?
—En otras palabras —respondió Shurion, condescendiente—, el casco permanece intacto.
Un segundo técnico se unió a su compañero.
—Comandante, hemos conectado todos los sistemas. Tardaremos un poco en reiniciarlos del todo, pero…
—¿A qué capacidad operamos ahora?
—Puede que al cincuenta por ciento, comandante, pero cualquier gasto energético considerable podría retrasar…
Shurion rechazó las observaciones del técnico con un gesto de su mano.
—La mitad de nuestra fuerza es más que suficiente. Un cosechador vale por diez esclavos.
El puente tembló cuando un misil detonó dos niveles por debajo. El fuego lamió las ventanas. El primer técnico tragó saliva.
—¿Activo los escudos, comandante Shurion? —Su tono de voz evidenciaba que quería hacerlo.
—Comandante, señor, traigo información sobre los vehículos terrícolas. —La súbita intromisión de un tercer técnico pospuso la contestación de Shurion—. Nuestros instrumentos indican que su fuente de energía es magnética.
—¿Y qué?
—Nuestros instrumentos pueden rastrear la energía magnética residual que han dejado los vehículos a su paso, que nos llevará hasta el punto del que proceden.
—¿Pues a qué esperamos? —dijo Shurion, jubiloso—. A la base de los terrícolas, esté donde esté. —Devolvió su atención al primer técnico—. Informe al capitán Myrion de que sus órdenes han cambiado.
—Por supuesto, comandante. —El técnico sintió subir sus ánimos—. ¿Le digo que vuelva aquí? —Y volver a bajar.
—Por supuesto que no —bufó Shurion—. Que siga las coordenadas que le vamos a enviar, que localice la base de los terrícolas y que no deje piedra sobre piedra.
—Sí, comandante —dijo el técnico completamente abatido, aunque por suerte para él, Shurion no se percató de su actitud.
—No necesitamos ayuda. No queremos refuerzos. Aplastaremos a estos esclavos impertinentes nosotros mismos. La ira de los cosechadores es digna de verse cuando se provoca… y los terrícolas van a descubrirlo.
Azul.
Un sorprendente y luminoso destello azul que transmitía, por extraño que fuese, serenidad.
—Mierda —dijo Richie, a bordo del Josué 9—. Han recuperado sus malditos escudos.
Cuando los misiles impactaron contra su objetivo, las detonaciones fueron igual de estruendosas y las llamas igual de calientes, pero la efectividad de aquellas armas diseñadas para abatir la nave enemiga se vio reducida a cero. Tuvieron el mismo efecto que lanzar huevos contra una pared.
—¿Y ahora qué? ¿Y ahora qué? —A Richie se le ocurrió que regresar al Enclave sería una buena idea. De hecho, con largarse de allí e ir a cualquier parte le valía.
—Vamos a ver si a esos bastardos les gustan nuestros lanzacohetes —dijo Brandon, activando las cañoneras laterales del Josué. Dos cohetes gemelos se unieron a la refriega con un siseo.
Para acabar siendo absorbidos por los escudos de los cosechadores.
—Tenemos más armas, ¿verdad? —preguntó Richie, deseando que así fuese.
—Y más tiempo —añadió Antony—. Por lo menos no están devolviendo los disparos.
Podría haberse mordido la lengua.
Precedidos por un chisporroteo y un cegador destello amarillo, de la Furion surgieron docenas de rayos de energía procedentes de hileras de hendiduras que aparecieron de improviso de algunas de las cubiertas, extendiéndose a ambos lados de la estructura en forma de hoz de la nave. La tierra tembló y estalló alrededor de los Josués bajo aquella vorágine de luz que prendía todo cuanto tocaba, convirtiendo el terreno llano en infernales abismos.
Travis hizo un rápido cálculo de sus posibilidades a bordo del Josué 7. Teniendo en cuenta las circunstancias, no tenían ni una.
—Retirada. Parry, tenemos que retirarnos. Como esos rayos nos alcancen… —Los escudos funcionaban. Los sistemas de armas estaban operativos. ¿Qué le había ocurrido a Darion?
¿Lo habrían encontrado? ¿Estaría muerto?
—No podemos huir si no nos lo ordenan, chaval —dijo Parry, virando el Josué a la izquierda para evitar un haz de energía. La cabina de control dio un violento bandazo.
—Aquí estamos demasiado expuestos. Necesitamos cobertura para poder reagruparnos. ¡Olvídate de las órdenes! —gritó Travis—. ¿Qué hay del sentido común?
—¡Trav! ¡Dios mío!
Tilo estaba mirando las pantallas por el rabillo del ojo, así que pudo ver el fin del Josué 6. Los rayos de energía de los cosechadores habían cavado una ardiente trinchera en la tierra y el Josué había caído en ella. Las puntas de diamante de sus orugas anclaban el vehículo al terreno, trasladándolo a una superficie en la que pudiese maniobrar. El vehículo podría haberse salvado de no haber recibido el impacto directo del siguiente rayo. Las unidades de propulsión magnéticas del Josué 6 explotaron. Su armadura se hizo pedazos. Las escotillas salieron disparadas como corchos de champán. Su orgullosa torreta fue consumida por las llamas. Ninguno de sus ocupantes pudo sobrevivir.
—Travis. —Y Tilo utilizó ambas manos para estrechar la de Travis, implorándole que la tranquilizase, que le asegurase que saldrían de esta, que escaparían de la devastación que tenía lugar a su alrededor. Que sobrevivirían. Que seguirían vivos. Quería vivir.
Travis sintió su miedo. De algún modo, el hecho de saber que ella buscaba consuelo en él lo ayudó a controlar el suyo.
—Tilo, no va a pasarte nada. No lo permitiré. Te lo prometo. —Aunque le había dicho prácticamente lo mismo a Simon, quien le había traicionado.
—¡Taber! —gritó Parry a través del sistema de comunicaciones—. Capitán Taber, ¿me recibe? Conteste, por el amor de Dios. ¿Qué demonios hacemos ahora?
Pero en el centro de seguimiento y comunicaciones reinaba el silencio, la siniestra y terrible quietud que tiene lugar cuando se ha asumido un desastre. Los restos ardientes del Josué 6 podían verse a través de la pantalla. Las lecturas de las constantes vitales de sus dos operarios mostraron sendas líneas rectas.
Mel pensó que por lo menos no eran los ocupantes de los Josués 7 y 9 los que habían muerto, e inmediatamente se avergonzó de ello. Como si las vidas de Travis y Tilo, las de Antony y Richie valiesen más que las de otra gente. Aunque, para ella… Miró a Jessica. La chica rubia tenía la misma expresión de culpabilidad en el rostro.
Y los años que la doctora Mowatt había recuperado ante la perspectiva de la victoria regresaron, con intereses, bajo la sombra de la derrota. Lo mismo le sucedió a Taber, que parecía estar encogiendo, literalmente, en su uniforme. Ninguno de los dos parecía capaz de asumir aquel revés de la fortuna.
Así no iban a ninguna parte.
—Capitán Taber —dijo Mel. Las voces de los operarios de los Josués que aún seguían vivos, entre ellos Parry y Brandon, clamaban por el sistema de comunicación pidiendo instrucciones—. Haga algo. Tenemos que ayudarlos. Tiene que decirles qué hacer. —El oficial del Ejército se quedó de pie, con la boca abierta, como un zombi. Definitivamente, así no iban a ninguna parte. Mel le cogió de los hombros y lo zarandeó—. Capitán Taber.
Sus ojos le asustaron. Eran los ojos vacíos de un hombre muerto. Eran los ojos de su padre.
—No hay nada que podamos hacer por ellos —dijo Taber, devastado—. O por nosotros. No podemos hacer nada.
Jessica se unió a Mel.
—Pues entonces ordéneles que salgan de allí. Que se retiren. Que se replieguen. O como se diga. Tienen que largarse de allí o morirán.
—Señor —informó uno de los técnicos—. Josué 2.
Estaba ardiendo. Su escotilla se abrió. De ella emergió un hombre. Era difícil reconocer de quién se trataba a causa de las quemaduras. No tenía una voz con la que gritar. No tenía ojos con los que ver. No podía respirar. Se desplomó sobre el cuerpo del Josué y murió.
—Bueno, pues si usted no se lo dice, lo haré yo. —Mel se lanzó hacia el sistema de comunicaciones.
La doctora Mowatt llegó primero.
—A todos los Josués, abandonen la misión. Retirada. Sálvense.
Era un principio. Los corazones de las dos chicas latieron con fuerza mientras los vehículos aceleraban hacia el refugio que ofrecían los bosques; Los VAJ 7 y 9 humeaban, pero por lo demás no habían sido dañados.
—Venga, Trav —murmuró Mel con urgencia—. Venga chicos, daos prisa.
—Doctora Mowatt, capitán Taber. —Supieron que el técnico traía malas noticias por su tono de voz—. El radar… ha detectado un gran objeto volador no identificado aproximándose rápidamente a nuestra posición. Está dentro de nuestro rango visual. Lo mostraré en la pantalla.
Un recolector, como un ave de presa de acero y plata.
—¿Viene de la Furion? —Jessica frunció el ceño—. ¿Cómo es posible?
—Tiene que ser el que desviamos hacia Otterham —supuso Mel—. Me imagino que no encontró ni a Travis ni a Simon allí, se enfureció, y ahora viene a buscarlos aquí.
—¿Cómo sabe que estamos aquí? —Jessica se volvió hacia la doctora Mowatt hecha un manojo de nervios.
—No lo sabe —afirmó la mujer—. Es imposible que lo sepa.
—¿Eso que dice es un hecho científico fundado, doctora Mowatt? —preguntó Mel—. ¿O no es más que lo que le gustaría creer? Porque a mí me da la impresión de que sabe adónde va.
—Y por qué —susurró Jessica.
De los extremos de la estructura en forma de hoz del recolector surgieron sendos misiles.
—¡Vienen hacia nosotros! —gritó el técnico, una observación del todo innecesaria.
El grupo que se encontraba en el centro de comunicaciones y seguimiento vio en las pantallas cómo los misiles abrían agujeros en la colina que se encontraba sobre ellos, como heridas en la carne. El Enclave tembló. Se escuchó un rugido, como un terremoto lejano.
Del vientre del recolector surgieron vainas de batalla, como paracaidistas el día D[5].
—Dios. Mío. —Mel no tenía ni la más remota idea de cómo los cosechadores habían descubierto la existencia de la base o su ubicación. Pero el hecho relevante estaba perfectamente claro.
Estaban atacando el Enclave.