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Era él, sin ninguna duda. Aquella piel de aspecto insalubre y llena de granos, aquellos rasgos vagamente lupinos, eran suyos.

—Subid, que estáis perdiendo el tiempo. —Rev señaló con el pulgar el asiento que tenía tras él—. A no ser que queráis que esas malditas cosas os den una buena descarga.

—¿Trav? —Los compañeros de Rev habían hecho la misma oferta a Mel y a Antony.

Aquel no era el momento de explicar que de hecho, sí, querían que los cosechadores los abdujesen. Sin embargo, cada segundo que los tres motoristas permanecían a la espera de su grupo los ponía en peligro. Y Travis no podía permitirlo.

—En marcha —dijo.

—Así me gusta. —Rev asintió mientras Travis se colocaba tras él; Mel y Antony se subieron a las otras dos motos—. A mover el culo. —Y puso en marcha el motor.

La Harley aceleró tanto que Travis sintió el tirón en el asiento trasero y tuvo que asir la chaqueta de cuero de Rev para sujetarse. Rev le gritó que se agarrase fuerte. En un pasado no muy lejano, Travis hubiese esperado que el motero aprovechase la oportunidad no solo para provocar que saliera despedido de la moto, sino para hacerla pasar sobre su cabeza mientras estaba tendido en el suelo. Desde el peaje en el que se encontraron por primera vez a su enfrentamiento en el colegio Harrington, no se podía decir que Travis y Rev fuesen íntimos amigos.

Quizá las cosas habían cambiado.

* * *

Mientras Rev avanzaba como un experto a través de los muchachos que corrían y lloraban, Travis miró hacia atrás. El chico del lanzacohetes seguía a lo suyo, solo que las vainas de batalla, conscientes de la presencia de aquella arma, volaban más allá del alcance de los proyectiles. Las impotentes trayectorias de los cohetes concluían en la tierra, donde su detonación no tenía el menor efecto.

El adolescente que los disparaba debió de caer en la cuenta de que la situación no pintaba bien. Le gritó algo al conductor de uno de los cuatro por cuatro, posiblemente algo en la línea de «Vamos a largarnos de aquí echando leches», dado el súbito acelerón al que sometió el conductor al vehículo. Sin embargo, hubiesen necesitado la velocidad de un avión para huir de las vainas de batalla. Media docena de rayos de energía amarillos aparecieron desde el cielo. Solo uno de ellos tenía la capacidad de destrozar un coche y todo cuando contuviese, pero impactaron todos a la vez.

* * *

La explosión supuso el fin de cualquier resistencia. Las fuerzas de Rev se retiraron en bloque, llevando consigo a todos los niños que podían transportar a bordo de los vehículos. Los desamparados chicos que aún huían a pie tuvieron que buscar refugio como buenamente pudieron. Solo unos pocos llegaron a los árboles que se encontraban a su alrededor. Los rayos de los cosechadores los abatían sin esfuerzo ni piedad.

Y los recolectores también entraron en acción, flotando por encima de la tierra sobre la que descansaban los niños, activando sus rayos tractores. Los jóvenes flotaron lentamente, abrazados por aquella luz blanca que los atraía con un gesto casi paternal hacia el interior de la nave. Docenas de ellos se elevaron al unísono, como almas ascendiendo al cielo. Solo que no sería allí donde despertarían, sino en las celdas de las naves esclavistas.

—Pobres cabrones, ¿eh, chaval? —preguntó Rev, haciéndose oír por encima del rugido del motor—. Bueno, ya les daremos lo suyo a estos alienígenas.

A Travis le hubiese gustado preguntar qué quería decir exactamente con eso, pero el motero se vio obligado, de improviso, a llevar a cabo una maniobra evasiva extrema. Las vainas de batalla los sobrevolaban a ambos lados, creando un fuego cruzado de rayos de energía hacia el que se dirigían de cabeza. Rev hizo virar la moto de izquierda a derecha y esta obedeció como si fuese parte de él, pero las ruedas se deslizaban peligrosamente sobre la hierba. Un patinazo pronunciado, un pequeño error por parte de Rev o un lapso en su concentración y los recolectores tendrían dos esclavos más para cosechar. Uno de los rayos pasó a escasos centímetros del hombro de Travis. Otros impactaron a la izquierda, como si los quisiesen cercar en el interior de una verja letal. Pero Rev no se amilanó. Rev aullaba de puro placer, desafiante y temerario.

Cuando la Harley se adentró entre los árboles del extremo más alejado de la explanada, Rev golpeó el aire con el puño e hizo un corte de manga a las vainas de batalla. La mayoría de las motos también lo habían conseguido. Travis vio, aliviado, a Mel y a Antony. Las vainas de batalla se elevaron sobre el bosque y parecieron regresar para capturar a los niños que aún no se habían puesto a cubierto.

Travis volvió a respirar con normalidad. No era la primera vez que el bosque les salvaba la vida.

—¿Qué queréis decir con que los habéis perdido? —Tilo se levantó de su asiento en el centro de seguimiento y comunicaciones con incredulidad—. ¿Qué pasa, al ojo vigía se le metió algo en la lente o qué?

—El ojo vigía funciona perfectamente —replicó la doctora Mowatt, como si sugerir lo contrario fuese una especie de insulto—. Se ve claramente, ¿verdad?

Desde luego, Tilo veía claramente. Al igual que todo el mundo en el centro de seguimiento y comunicaciones: Jessica, Simon y Richie, la doctora Mowatt y el capitán Taber y un cuarteto de técnicos que trabajaban en los paneles de control y las pantallas. Estas retransmitían todo lo que el ojo vigía captaba; desde una ubicación segura entre los árboles, una explanada cubierta de chicos inconscientes, conducidos por el rayo tractor de los recolectores hacia su cautiverio.

—Por desgracia —admitió la directora científica—, solo podemos ver lo que capta el ojo vigía.

—Bueno, si se acercase más —protestó Jessica—, podríamos ver un poco mejor.

—Aumente el zoom al máximo, Stephen —ordenó la doctora Mowatt a uno de los técnicos—. Esto es todo cuanto podemos hacer. No podemos permitir que los cosechadores avisten el ojo vigía y se apoderen de él. Podría conducirlos hasta nosotros.

—Menudo espíritu de sacrificio se respira en este lugar, ¿eh? —murmuró Tilo.

* * *

Al menos entonces pudo ver los rostros de los caídos, chicos y chicas que deberían estar dormidos en sus camas, en sus casas, no tirados en la hierba bajo la despiadada mirada de guerreros alienígenas. Tilo observó los rostros, demasiados, pero no reconoció a ninguno de ellos. Travis no se encontraba entre las víctimas (tampoco Antony ni Mel). No estaba segura de si aquello era motivo de alegría o de abatimiento.

—Puede que los recolectores ya los hayan capturado —observó Simon con frialdad.

—Quizá, pero me pareció ver a Mel subida a una moto —dijo Jessica. Desde luego se habían llevado a una chica, cuyo pelo moreno flotaba tras ella. Podría tratarse de Mel—. No puedo estar segura. Dios mío, cuántos niños…

—El plan era que los capturasen —dijo Simon—. ¿Por qué iban a querer huir?

—Si no los hubiésemos perdido de vista entre la multitud… —protestó Jessica.

—No te preocupes por eso, Tilo. —La voz que la tranquilizaba provenía de una inesperada fuente: Richie—. Naughton sabe lo que hace. Estará bien. Confía en mí.

—¿Que confíe en ti? —preguntó Tilo.

—Pongamos que no están entre las bajas —asumió Jessica—. Pongamos que se han ido con esos motoristas…

—No creo que nuestro viejo colega Rev estuviese entre ellos —murmuró Richie—. Perdedor.

—¿No podríamos enviar el ojo vigía en su busca, doctora Mowatt?

—Podríamos —dijo la directora científica.

—Pero no lo haremos —replicó el capitán Taber—. Hay demasiada actividad alienígena como para asumir el riesgo que supondría para nuestra propia seguridad el hecho de perder un ojo vigía, como ya ha apuntado la doctora Mowatt. Programe la unidad para su retorno al Enclave, señor Macy. El señor Naughton, el señor Clive y la señorita Patrick comprendían los riesgos de la misión cuando la aceptaron. Ahora no tenemos otra alternativa que esperar a que se pongan en contacto con nosotros y rogar por poder escucharlos. Sean prisioneros de los cosechadores o no…

—De ahora en adelante —rememoró Jessica las palabras de Taber—, están solos.

Como ella.

* * *

Habían salido hace poco del centro de seguimiento y comunicaciones con el mensaje de que en caso de que hubiese noticias, los informarían inmediatamente, sin importar la hora. Tilo parecía deseosa de tener compañía y no le quitó el ojo de encima a Jessica ni por un momento, pero la chica rubia se excusó. Por el momento, prefería estar sola.

Quizá se tuviese que ir acostumbrando.

Las tres personas que más unidas estaban a ella, las tres personas que más significaban para ella en el mundo, se habían ido. Estaba por ver si su ausencia resultaría tan dolorosa y permanente como la de sus padres; rogó a Dios que no fuese así, pero no tenía ninguna garantía. Cabía la posibilidad de que no volviese a ver a Travis o a Antony nunca más. O a Mel. Mientras vagaba por los pasillos vacíos del Enclave, Jessica tuvo que asumir aquella posibilidad, preparar su mente y su cuerpo para ello.

Le vino a la cabeza una vieja frase que recordaba. Pensó que quizá perteneciese a un filósofo, a ese del nombre alemán que sonaba como si alguien hubiese estornudado: «Lo que no nos mata, nos hace más fuertes». Ya, bueno, pero ese filósofo alemán no había tenido que pasar por la enfermedad e, inmediatamente después, la llegada de los cosechadores. Pero tenía razón. Le asombraba lo mucho que una persona era capaz de soportar después de todo, era casi irracional, hasta el punto de dar miedo. Incluso ella pudo sobrellevarlo, ella, la princesita de Ken Lane, la pequeña Jessica con lazos en el pelo que cuando fuese mayor iba a casarse con un príncipe con un vestido rosa (ella, no el príncipe) para vivir felices y comer perdices… en un mundo que ya no existía. Estuvo a punto de no conseguirlo, por supuesto. La muerte de sus padres casi quebró su espíritu. Pero gracias a Travis (y a Mel), gracias al amor que sentían por ella, sobrevivió. Y sobreviviría. Y su espíritu era fuerte en su interior, quizá más fuerte de lo que nunca antes había sido.

Pero ¿podría seguir adelante sin aquellos a los que había amado? Sería muy duro. ¿Quién lucharía por ella entonces?

Tendría que defenderse sola.

El sonido de los disparos la alertó de adónde la habían conducido sus pasos. Quizá, después de todo, no hubiese llegado a aquel sitio por azar. Se encontraba en el campo de tiro del piso superior. Un puñado de soldados uniformados practicaban sus habilidades con las armas, imaginando sin lugar a dudas que sus objetivos no eran humanos de madera pintada, sino cosechadores de carne y hueso.

Uno de los soldados, un hombre joven que parecía haber nacido sin cuello, la llamó:

—Eh, nena, ¿quieres tocar mi arma? —Parecía que lo que le faltaba de cuello le sobraba de chulería.

Jessica hizo una pausa y consideró la propuesta. En el pasado se hubiese sentido cohibida o se hubiese ruborizado al oír las palabras del chico, se hubiese avergonzado. Entonces, sin embargo…

—Si lo que quieres decir es que vas a enseñarme a disparar el fusil que tienes entre las manos, creo que podría.

—Así me gusta —rio el soldado—. Ven aquí. ¿Cómo te llamas?

—Jessica —dijo ella mientras cogía el arma que le ofrecía y comprobaba el peso con sus manos, como si la estuviese evaluando.

Tendría que defenderse sola.

Se incorporaron a una carretera y siguieron por ella durante varios kilómetros antes de detenerse en un área de descanso en la que, en el pasado, las familias hubiesen parado para almorzar. Se acabó eso de los almuerzos, pensó Travis, al igual que las familias. Sin embargo, seguía habiendo enemigos… Por lo menos no parecía que los cosechadores los hubiesen seguido.

—Bueno, ¿cómo te va, chaval? —preguntó Rev, afable, después de bajarse de la moto.

—He estado peor —respondió Travis con cautela—, aunque también he estado mejor.

—Como todos, ¿no? —dijo Rev con una carcajada—. Cabrones alienígenas. —Echó un vistazo al área de descanso—. Pero bueno, no ha salido mal la cosa. Hemos perdido a unos y hemos ganado otros. —Las fuerzas originales del pandillero habían sufrido bajas, aunque las motos más pequeñas y maniobrables, aparcadas junto a la del líder, habían conseguido evadir los rayos de las vainas de batalla al igual que dos de los coches, de los cuales salían niños pequeños que aún seguían sollozando—. Así que hemos salido… ¿cómo se dice…? —Miró alrededor, como si esperase que alguien lo ayudara con su vocabulario, pero nadie lo hizo—. Bueno, ¿qué más da? Les hemos dado una patada en el culo a los aliens, ¿que no?

Antony y Mel se unieron a Travis.

—¿Estáis bien? —les preguntó.

—Claro —dijo Mel—. ¿Y tú?

—Todavía lo estoy decidiendo —murmuró Travis, recordando la ocasión anterior en la que se vio rodeado por Rev y sus lacayos.

—¿Por qué pones esa cara, chaval? Seguimos vivos, ¿no? Espera, ya sé por qué. —Rev sonrió—. No confías en mí, ¿verdad?

—Si tenemos en cuenta nuestros anteriores encuentros, no debería sorprenderte, ¿no?

—Supongo. Te he apuntado a la barriga. Tú me has apuntado a la cabeza. —Volvió su atención hacia Antony y Mel—. Os reconozco. Tú —dijo señalando a Mel— estabas con el chaval este en el peaje, ¿verdad? Y tú —a Antony—, tú eres el delegadísimo o como se llame de ese colegio para niños pijos que intentamos tomar. No estoy seguro de cómo os llamáis. —Le dieron sus nombres—. Vale, bueno, pero tampoco pongáis esa cara como si se fuese a acabar el mundo. Porque no se va a acabar. Olvidaos de toda la mala leche que nos traemos. ¿Cómo se dice…? Enterremos el hacha de guerra. Lo pasado, pasado está. Lo que quiero decir es que podéis confiar en mí.

—¿Qué es lo que ha cambiado, Rev? —quiso saber Travis.

—Todo. Los alienígenas han llegado y lo han cambiado todo… ¿o es que no te has dado cuenta? —Rev soltó una mordaz carcajada—. Tú y yo, chaval, todos nosotros, ahora estamos en el mismo bando. Somos nosotros contra ellos. Se acabó la chorrada esa de los custodios de la Reina Carretera. Ahora somos el movimiento de resistencia humano, como los franchutes durante la guerra.

—Me alegro de oír eso, Rev —dijo Travis. Por supuesto, quería creer que la gente podía cambiar para mejor, que la gente era capaz de redimirse. Esperó que así hubiese sido con Richie, y todavía lo esperaba. Pero también le gustaba pensar que ya no era tan inocente. Había gente que no cambiaba nunca. Y otros, por deprimente que fuese asumirlo, cambiaban a peor—. Veo que os habéis hecho con un arsenal.

—Sí, ya te lo contaré todo cuando volvamos a la base, chaval. ¿No te mola cómo suena eso de «volver a la base»? Pero, oye, ¿y vosotros qué hacéis aquí fuera? Pensaba que estaríais escondidos detrás de los muros del colegio ese.

—Harrington —matizó Antony, molesto—. El colegio Harrington, y nunca nos escondemos, como bien sabes.

—El colegio ya no existe, Rev —dijo Mel—. Y sus muros ahora son ruinas. Los cosechadores lo destrozaron.

—¿Quiénes?

—Los alienígenas.

—Qué cabrones. Quiero decir, si nos lo hubiésemos cargado nosotros cuando éramos… vamos, que hubiese sido distinto. Pero esto… —Rev entrecerró los ojos—. ¿Cómo sabéis que se llaman cosechadores?

Travis se lo explicó. Le habló de la caída de Harrington y de cómo fueron capturados. De su aliado y la fuga, aunque no mencionó a Darion por su nombre (más valía prevenir que lamentar). Del Enclave. Y de su plan acerca de volver a ser capturados.

—No me extraña que no estuvieses convencido de subirte a la moto —dijo Rev—. Pero te equivocas, chaval. Me decepcionas. Estás confiando en la gente equivocada.

—Si te refieres al capitán Taber y a la doctora Mowatt —dijo Antony—, te recuerdo que son bastante mayores que nosotros, que tienen experiencia…

—¿En qué? —replicó Rev—. ¿En invasiones alienígenas? Cualquier chaval que lea cómics o vea Star Trek o Dr. Who sabe más de alienígenas que un puñado de carcamales con uniformes o batas blancas, o yo qué sé qué. Son adultos. Engañaron al mundo entero. Sabían de qué iba todo el asunto antes de la enfermedad y todavía lo saben. No confiéis en ellos.

—Tonterías —protestó Antony.

—¿Y eso de confiar en un alienígena? Tienes que ir a que te miren la cabeza, chaval —recomendó Rev mientras negaba con la suya, incrédulo—. Igual durante nuestro pequeño malentendido te llevaste un golpe. Somos nosotros contra ellos y no estoy abierto a… ¿cómo se dice…? Negociaciones.

—Bueno, pues si es como dices —le advirtió Travis—, va a ser una masacre, y no a tu favor.

—No te creas, chaval. —Rev se dio unos golpecitos con el dedo en la nariz—. Ven a ver lo que hemos encontrado. Esos cabrones alienígenas se van a llevar una sorpresa.

Simon esperó con la infatigable paciencia de las víctimas. ¿En cuántas ocasiones había pasado descansos y horas del almuerzo en el colegio agazapado bajo las escaleras o debajo del escenario de la sala de teatro (su escondrijo favorito cuando la puerta no estaba cerrada), oculto en el interior del armario de la limpieza, entre fregonas y desinfectantes, en silencio, quieto, casi sin respirar, preparado para pasar ahí el resto del día, el resto de su vida si así conseguía evitar a Richie Coker y a los de su calaña, la extorsión y las amenazas, las burlas y los golpes?

Así que para él era fácil quedarse mirando el centro de seguimiento y comunicaciones desde una distancia prudencial hasta que uno de los operarios abandonó la sala para tomarse un descanso que ni había solicitado ni le había sido concedido.

Simon siempre había sabido que nadie cumplía sus tareas como es debido. La indiferencia de la gente hacia su responsabilidad era lo que creaba víctimas, lo que permitía las palizas. Sin embargo, por una vez agradeció la falta de rigor de los demás. En cuanto el operario desapareció por el pasillo, Simon se coló en el centro de seguimiento y comunicaciones, como una rata en busca de comida.

* * *

Cerró la puerta después de entrar y se preguntó por dónde empezar. Las pantallas, que en aquel momento solo mostraban distintas perspectivas de los alrededores del Enclave, eran irrelevantes. Simon no quería hacer uso de la capacidad de seguimiento del centro, sino de las comunicaciones.

Para contactar con el comandante Shurion, específicamente.

Pero la práctica resultó no ser tan sencilla como la teoría. Pensaba que bastaría con sentarse ante la consola (cosa que ya había hecho) y pulsar un botón para abrir un canal a través del cual comunicarse con la nave de los cosechadores. Sin embargo, la realidad era que había demasiados botones para pulsar y si cometía un error, lo descubrirían. Las manos de Simon planearon sobre el panel de control de la consola, como un mago que estuviese a punto de hacer un truco. Si lo encontraban allí, entonces sí que…

—Simon, ¿qué haces aquí?

Se puso en pie de un salto y corrió hacia la puerta, tan deprisa que a punto estuvo de tirar la silla.

—Yo… eh… doctora Mowatt…

La directora científica le habló con tono comprensivo mientras entraba en la sala.

—No tienes que preocuparte tanto, Simon. Te comprendo.

—Ah, ¿sí? —Simon tragó saliva.

—Por supuesto. Estás preocupado por tus amigos, ¿verdad? Pero no tienes que venir al centro de seguimiento y comunicaciones para comprobar cómo les va. El capitán Taber ya os ha dicho que en cuanto tengamos noticias de ellos, os las transmitiremos.

—Claro. Eso me tranquiliza… gracias, doctora Mowatt. —Gracias, vaca idiota, pensó Simon mientras exhalaba un suspiro de alivio—. Será mejor que… —Y señaló a la puerta.

—¿Por qué no vas a buscar a tus otros amigos? —le propuso la doctora Mowatt—. Y, Simon, ánimo. Seguro que al final todo acaba saliendo tal y como tú quieres.

Antes de la enfermedad, aquel lugar había sido un restaurante, una franquicia destinada a saciar el apetito de motoristas embarcados en largos viajes. Travis había comido en varios de ellos en el pasado, con sus padres al principio, solo con su madre después. Los camareros tenían por costumbre regalarle figuritas de plástico moldeado que, en un alarde de optimismo, llamaban juguetes; al principio pensó que aquello se debía a que él les caía bien, y el detalle hacía que ellos también le cayesen bien. Sin embargo, con el tiempo descubrió que repartir juguetes entre los niños solo era una política de la compañía, un gancho comercial para entrar en el lucrativo mercado familiar. Desde entonces, la comida que servían nunca le supo igual de bien.

Aquel restaurante en particular contaba con garaje y estaba pegado a un pequeño hotel. Parecía muy ajetreado. Varias docenas de motos, pertenecientes a los modelos más modernos, grandes y rápidos, estaban aparcadas en los alrededores junto a camionetas del Ejército, jeeps y más de una decena de cuatro por cuatros.

—Parece que Rev y sus amigos se han mudado por todo lo alto —observó Mel.

Y así era. Travis nunca había visto a los moteros como flautistas de Hamelín, pero de un modo u otro, se les habían unido un montón de niños: los recién llegados se incorporaron a la marabunta de chavales que residía en el hotel y enseguida se sintieron como en casa, ya que la compañía de los demás les inspiraba confianza. No tardaron en subir y bajar las escaleras a todo correr, aullando a pleno pulmón.

—Parece que no te importa que los miembros más jóvenes de tu comunidad hagan lo que quieren —dijo Antony mientras olfateaba el aire—. En Harrington no hacíamos las cosas así.

Rev se encogió de hombros.

—Pues así es como hacemos las cosas aquí, Ant.

—Con «ony». Antony.

—Yo creo que está bien —dijo Mel, y no solo para molestar a su compañero rubio—. Deja que los niños jueguen. Deja que se olviden de todo por un rato.

* * *

Un niño de nueve o diez años se desplomó sobre el suelo a los pies de Mel, gruñendo de dolor y protestando exageradamente, sujetándose el vientre como si estuviesen a punto de salírsele las tripas de un momento a otro. Su amiga, una niña de su misma edad, corrió hacia él y se plantó ante el caído, formando una pistola con los dedos y apuntándolo.

—Te pillé. Estás muerto, cabrón alienígena —chilló.

—Soy un cabrón alienígena —gimió el chico—. Y estoy muerto ¡Urgh! —Y levantó las manos, como si se rindiese ante lo inevitable.

—Así aprenderás, por haber matado a mi mamá —chilló la niña mientras le pateaba la pierna a su amigo—. Y por haber matado a mi papá. Cabrón alienígena.

—Muy bien, Olivia —dijo Rev, dando su aprobación—. Así me gusta.

Y la expresión de Antony comunicó de un modo más efectivo que la telepatía que, definitivamente, en Harrington no hacían las cosas así.

Travis buscó dos rostros conocidos entre las caras de los adolescentes de la banda de Rev.

—¿Qué le ha pasado a Fresno? —preguntó, finalmente—. ¿Sigue con vosotros?

—¿Quién? Ah, sí. Fresno. —Rev esbozó una sonrisa maliciosa—. El que estuvo liado con tu novia antes que tú, chaval, ¿es ese, no? No he vuelto a verlo desde la paliza que nos disteis en el colegio de Ant. Pensaba que estaría muerto.

—No. Lo dejamos marcharse, como a vosotros —dijo Travis.

—Pues ni idea, entonces. —A Rev tampoco parecía importarle—. Igual lo han capturado los aliens.

—¿Y qué hay de…? No sé, esperaba ver a una chica vestida de cuero.

—Stevie. —Rev frunció el ceño en un gesto que podría entenderse como de dolor—. Sí, Stevie, eso. —Pero su voz seguía conservando un tono de indiferencia—. Se la llevaron. La capturaron los aliens. Lo vi. Se cayó de la moto. Estábamos escapando de ellos y le dije que se sujetase, pero… sí, Stevie. No la volveré a ver.

—Lo siento —dijo Travis, en parte por haber dudado de que Rev se hubiese pasado a los buenos, en parte por la pérdida de la chica vestida de cuero. Quizá ambos hechos estuviesen relacionados.

—Ya, bueno, qué coño, ¿qué más da Stevie? Venga ya. —Rev condujo con brío a los tres adolescentes a la salida del hotel hasta llegar al restaurante—. Esto es lo que quiero que veáis. Vais a flipar. Hasta tú, Ant.

* * *

El restaurante ofrecía un menú postenfermedad muy distinto, con el potencial de causar algo bastante peor que una indigestión. Allí había ametralladoras y otras armas automáticas, así como munición para todas ellas. Granadas apiladas en cajas, como si fuesen huevos. Más lanzacohetes de mano como el que Travis, Mel y Antony habían visto en acción. Misiles en abundancia. Aquel lugar que en el pasado acogía a viajeros para que disfrutasen de sus desayunos albergaba ahora un arsenal.

Mel silbó.

—Supongo que aquí estará prohibido fumar, ¿no?

Antony pensó que si Harrington hubiese estado equipado con aquel armamento, quizá aún seguiría en pie y su título de delegado aún significaría algo.

Travis pensó que no era suficiente, ni por asomo. No bastaría para plantar cara a las vainas de batalla y atravesar los escudos de las naves. A fin de cuentas, Rev no era más que otro David, solo que vestido de cuero en vez de con un taparrabos.

Pero el motorista parecía convencido de que su arsenal lo convertía en Goliat.

—Mola lo suyo, ¿eh? ¿Chaval? Encontramos un arsenal del Ejército al otro lado de Willowstock. Parecía bastante improvisado. Y había un montón de soldados muertos… por la enfermedad. Todo esto estaba allí. Había mucho más, pero solo tenemos espacio para esto. Además, mejor no tener todas las armas en el mismo sitio, y con esto es suficiente para lo que tenemos pensado.

—¿Así que tienes un plan, Rev? —preguntó Travis.

—Ya te digo si lo tengo, chaval. Vamos a llevarnos por delante a unos cuantos alienígenas y rescatar a algunos de los nuestros.

—¿No estarás pensando en atacar la nave de los cosechadores, verdad? —dijo Antony.

—Todavía no —dijo Rev—. Primero tenemos otro objetivo, uno más fácil. Cerca de aquí hay una casona muy pija, de esas que las abuelas solían visitar por si veían a la reina, a algún noble o a alguien así tomando el té…; la residencia Clarebrook. Los aliens han levantado un campo de prisioneros a su alrededor, un campo de concentración. Está lleno de niños. Pero después de esta noche, después de que utilicemos estas monadas, ya no lo estará.

—¿Vas a liberar a los chicos? —dijo Mel.

—A todos, nena. —Rev guiñó un ojo—. ¿Quieres un poco de acción? A mí me parece que sí. Tengo un asiento libre en mi moto.

—¿Trav? —Mel parecía estar deseándolo. Le brillaban los ojos. Demasiado, pensó Travis, como si no fuese capaz de controlarse del todo.

—Pero ese campo… ¿no estará vigilado? —dijo.

—Probablemente, chaval —admitió Rev, de buen humor—. Pero no pasa nada. Así tendremos algo a lo que disparar.

—Pasará si resulta que son más que vosotros. —Travis frunció el ceño—. Tienes que planear la operación, Rev, primero tienes que informarte de cuántos son los cosechadores, sus defensas, todo eso. No querrás que esto se convierta en un ataque suicida, ¿verdad?

Travis pensó que en los ojos vidriosos y brillantes de Rev había algo irracional, tan inescrutable y distante como el propio motero. Tenían el mismo aspecto que los de los chicos que marchaban camino de los recolectores. Era una especie de locura, una incapacidad de sobrellevar la pesadilla en la que se había convertido la realidad. Travis pensó que a Rev no le importaba que su ataque al campo de prisioneros tuviese éxito o no. Iba a ser estrepitoso y violento, y con eso bastaba.

—No pasa nada, chaval —rio Rev—. Te preocupas demasiado. Hay planos del lugar, por si quieres echarles una ojeada. Nosotros ya nos lo conocemos. Escucha, esta es tu oportunidad. ¿Te apuntas o no? Has peleado contra mí. ¿Por qué no me demuestras que ya no hay rencores ni rencillas entre nosotros, para variar?

—Venga, Trav —lo animó Mel.

—Si funciona, estaremos salvando a niños de las celdas —observó Antony, aunque parecía más preocupado por el condicional que Mel.

—Todavía puedes dejar que te capturen, si es lo que quieres —dijo Rev—. Cuando nos marchemos, tú te quedas atrás y listo. Pero al menos habrás liberado a otros chicos. De todos modos, sales ganando.

Travis no estaba muy seguro de aquella afirmación, pero a Rev y a Antony no les faltaba razón. Después de todo, él mismo había animado al capitán Taber a llevar a cabo acciones directas contra los cosechadores. Era arriesgado, pero…

—De acuerdo, Rev —decidió—. Cuenta con nosotros.

Solo esperó que Tilo lo entendiese.

Había comido poco durante el almuerzo, e incluso menos durante la comida. No es que Richie soliese prestar atención a los hábitos alimenticios de Tilo, pero sabía que el apetito era un buen indicador del estado de ánimo de una persona, y cómo se encontrase la hippie aquel día era importante para él. Tenía que prestar atención si quería que su plan saliese como lo tenía previsto.

Si iba a seducirla.

Ella se quedó en la cantina después de que todo el mundo se hubiese marchado. Todos salvo él, claro. Ella se sentó ligeramente encorvada sobre la mesa con los brazos cruzados mientras tiraba con los dedos de los codos de su túnica, los hombros hacia delante y cabizbaja, ocultando su rostro. No parecía feliz. Todo lo contrario, más bien. Ni siquiera reparó en que Richie seguía allí, en el otro extremo de la mesa.

A él le preocupaba Jessica. Pensaba que las dos chicas que se habían quedado en la base, cuyos novios andaban perdidos en territorio hostil, permanecerían unidas hasta recibir noticias para apoyarse la una a la otra, como hacían las chicas cuando iban al baño de los bares y discotecas a charlar sobre quién les gustaba y quién no. Si Jessica estuviese con ella, a Richie le hubiese supuesto un problema, pero por algún motivo llevaba una temporada encerrada en sí misma, a lo suyo, dejando sola a Tilo. Como en aquel instante, por ejemplo.

Era un buen momento para actuar.

Se levantó. Primera elección: ¿debería sentarse ante ella o a su lado? Ante ella podría mirarla a los ojos con más facilidad. A su lado, podría pasarle el brazo por el hombro para consolarla. Richie no se engañó a sí mismo pensando que Tilo se quedaría mirando encandilada a sus ojos, que eran de un anodino tono parduzco y tenían un aire porcino. Sentarse a su lado parecía una idea mejor.

—Eh, Tilo —dijo.

Ella levantó la mirada lentamente.

—¿Richie?

—¿Cómo lo llevas? —Y se sentó a su lado.

—Pues muy mal, la verdad. —Ella se alejó un poco—. Lo siento, Richie. Ahora no soy muy buena compañía. Preferiría estar sola, si no te importa.

De eso nada. Nada de estar sola. Vaya si le importaba. Y sabía que no lo decía en serio. A la hippie no le gustaba estar sola.

—Naught… Travis va a estar bien, ya verás.

—¿Seguro? —preguntó, sombría.

—Fijo que sí. No permitirá que le pase nada malo. Sabe que hay una nena preciosa esperándolo.

Tilo esbozó una débil sonrisa.

—Los cumplidos no son lo tuyo, Richie. —Pero sonaron bien, aunque hubiese incluido la palabra «nena». Los cumplidos eran mimos sin llegar a tocar. Si Travis la hubiese llamado preciosa…

—Pero claro, si yo fuese Travis —dijo Richie—, no hubiese dejado sola a una chica como tú, en primer lugar, ni siquiera para salvar al maldito mundo.

—Te creo, Richie. Por eso no eres Travis. Él no es egoísta, como tú… quiero decir, de ese modo. Para él, los demás son lo primero.

—Para él, tú deberías ser la primera. Para mí lo serías. Si fuese, ya sabes, él.

—¿Por qué hablas así, Richie? —dijo Tilo con naturalidad. No parecía quejarse.

Richie arqueó las cejas al mirarla. Parecía desvalida, vulnerable y muy, muy deseable… pero no quería seducirla en aquel momento. La seducción le resultaba fría, calculada, cínica, algo parecido al matonismo. No podía hacerle algo así a Tilo.

Sin embargo, la deseaba. No solo por querer aquello que Naughton quería, no solo por eso. La quería para él. Para Richie Coker.

—No me gusta que estés triste —dijo él—. Una chica como tú…

Tilo se volvió hacia él, curiosa e insegura.

—Nunca deberías estar triste. O sola.

—No estoy… —empezó Tilo. Pero se rindió. Porque era así como se sentía. ¿Dónde estaba Travis? Por Dios, ¿por qué no estaba allí, con ella? Quería, no, necesitaba abrazarlo, besarlo, que la hiciese sentir importante y viva. Pero solo estaba Richie—. No sé a qué estás jugando, Richie, pero preferiría que no dijeses cosas así. Estoy con Travis. Lo sabes. Estoy con Travis.

—Pero Travis no está aquí.

—Bueno, pero eso no significa que puedas plantarte aquí e intentar aprovecharte de mí cuando… no me encuentro bien. —Como hizo Fresno. Fresno la había engañado, la había explotado, le puso sus manos de sobón encima. Ella había jurado no volver a cometer aquel error. Debería ser fácil no repetir los mismos errores.

—Pero Travis podría estar aquí. Contigo.

—No… —Debería ser fácil.

—Cierra los ojos. Solo… ciérralos.

—¿Qué quieres decir? No voy a cerrar los ojos por ti, Richie. Esto es ridículo. ¿Por qué…?

—Ciérralos —dijo Richie—. Imagina que Travis está aquí.

—Pero no lo está.

—Entonces no tienes nada que perder, ¿verdad? Ciérralos —le pidió Richie, refiriéndose a los ojos miel de Tilo.

Los cerró.

—Voy a arrepentirme de esto. Ya me estoy arrepin…

—Chsss… —susurró Richie. Las cosas no estaban saliendo según lo planeado, según lo esperado, pero en aquel momento podía fingir, por un rato, que era quien él quería ser y quien Tilo quería que fuese—. Travis está aquí.

—Richie, tú…

—No hables. No abras los ojos. No hagas nada. Limítate a imaginar. A sentir. Una mano. —Apretó la palma de su mano izquierda contra la espalda de Tilo. La chica se estremeció y dejó escapar un suave susurro, pero en aquel momento no se apartó. En lugar de eso, se incorporó y arqueó la espalda, y Richie acarició su omóplato y le apretó el hombro izquierdo—. Otra mano. —Entrelazó los dedos con los de ella, liberando a su mano derecha del incesante hurgar en el codo de su túnica. Todavía tenía los ojos cerrados. Tilo estaba soñando—. Podrían ser las manos de Travis, ¿verdad? No puedes notar la diferencia, ¿verdad que no?

—Pero no lo son.

—Pero no puedes sentir la diferencia. No es algo físico. Una mano es una mano. Es lo mismo con el resto… si Travis estuviese aquí, no podría resistirse.

Richie se inclinó hacia delante y besó a Tilo en los labios. Demasiado ansioso. Con la lengua como un ariete. Y en aquella ocasión Tilo retrocedió, y Richie pensó que acababa de cargarse su oportunidad, y no sabía qué haría si eso ocurriese… pero la chica no abrió los ojos, el hechizo no se rompió.

—No. Así no. Con cuidado. Despacio. Travis besa…

—Enséñame. Enséñame cómo besa Travis. Yo seré Travis para ti, Tilo, si me dejas.

Y ella le enseñó. Y le dejó. Porque, al fin y al cabo, unas manos fuertes eran unas manos fuertes, y ella era débil, y necesitaba contacto humano, calor humano. Y casi podía imaginar (casi) que Richie era Travis si seguía teniendo los ojos cerrados. Que es como los tuvo en la cantina.

Pero estaban abiertos cuando Richie la condujo a su habitación.

Rev les enseñó un tosco garabato que aspiraba a representar con exactitud la situación del campo de prisioneros. Por cómo lo describía Rev, el diseño le recordó a Travis a los campos de concentración para prisioneros de guerra que había visto en películas y documentales, un recinto cuadrangular con hileras de barracones en los que alojar a los reclusos, cercado por una verja alambrada y con puestos de vigilancia en las esquinas, como atalayas.

—Pero hay un par de diferencias —añadió Rev—. Los barracones… bueno, los he llamado así por llamarlos de alguna manera, pero parecen hechos de un plástico chungo de los aliens, en vez de madera inglesa de toda la vida. Parecen montículos, son curvos, sin esquinas. Los puestos de vigilancia están sellados, pero tienen una especie de ventana de cristal o plexiglás en la parte superior, así que puedes ver a los aliens que hay dentro… suelen estar entre cuatro y cinco al mismo tiempo. Y la verja no es una alambrada corriente, chaval. Es una especie de campo de fuerza, controlado desde los puestos de vigilancia. Jez… —Uno de los tenientes de Rev, que en aquel momento se encontraba a su lado, asintiendo—. Los ha visto encenderlo y apagarlo para dejar entrar y salir a las patrullas. Sí, patrullas a pie. Hay un montón de alienígenas con armadura, pero supongo que podremos ocuparnos de ellos. No tienen vainas.

—¿Ninguna? —preguntó Travis—. A los cosechadores no parece gustarles viajar por carretera. ¿Cómo llevan a los niños al campamento?

—Jez dice que los recolectores esos los dejan cerca del campamento —explicó Rev—, y después los conducen a pie hacia el interior. La residencia Clarebrook es un pedazo de propiedad y el recinto está fuera, en los terrenos. Ese es otro punto a nuestro favor. Los barracones de los alienígenas están en el interior de la casa, así que si pegamos rápido y con fuerza a esos cabrones, podríamos largarnos de allí antes de que se les ocurra pedir refuerzos.

—¿A qué escala está dibujado el campamento? —preguntó Antony.

—Jez cree que cada lado debe de medir unos doscientos metros —dijo Rev.

—¿Y cómo vamos a atravesar el campo de fuerza? —quiso saber Travis. Pensó en los misiles que no consiguieron atravesar los escudos de la nave de los cosechadores.

—No te agobies, chaval —lo tranquilizó Rev, confiado—. Ya lo tengo cubierto. Atacaremos los puestos de vigilancia, les echaremos todo lo que tenemos encima. Los machacaremos y así nos quitaremos de encima el campo de fuerza. Una vez desactivado, entramos y empezamos a liberar a la gente. ¿Contento?

—No del todo —dijo Travis—. ¿Y si hay un mecanismo de control del campo de fuerza en otra parte?

Rev se quedó mirando a Travis durante un momento.

—¿Sabes una cosa, chaval? A veces eres un aguafiestas.

—Trav —le dijo Mel—, tenemos que intentarlo.

—Bien dicho, nena. Deberías escuchar a la de negro, chaval —dijo Rev con admiración—. Esta sí que es una chica que sabe cómo divertirse. Querías un plan y aquí lo tienes. En cuanto haya oscurecido, nos pondremos en marcha.

* * *

Para entonces, Rev ya se había motivado más que de sobra. No paraba de dar vueltas con su moto, pateando la carretera con sus botas y blandiendo una ametralladora como si hubiese visto a los cosechadores antes que el resto de su grandilocuente equipo de asalto hubiese salido siquiera del hotel y el restaurante. Con una excepción. Mel iba montada en el asiento trasero de la moto de Rev.

A Travis no le gustaba la idea de que Mel compartiese vehículo con el motero. Así se lo hizo saber cuando ella le dijo que Rev había hecho los preparativos a conciencia.

—Estarías más segura con Antony o conmigo —le aconsejó—. Rev toma demasiados riesgos innecesarios. Ya has visto cómo es. Imprudente. Como si le gustase el peligro porque sí.

—Quieres decir… ¿como si no le importase lo que le fuese a ocurrir? —había dicho Mel.

—Exacto.

—Entonces gracias, Trav. Me has convencido. Me voy con Rev. —Y se marchó para transmitirle las buenas noticias al motero antes de que Travis tuviese tiempo de preguntarle qué quería decir con eso.

Sin embargo, podía llegar a cambiar de opinión conforme se aproximase el momento de dirigirse al campo de prisioneros. Con esa esperanza, Travis se cruzó con Mel. Llevaba una chaqueta larga de cuero que Rev le había prestado. Travis se preguntó si habría pertenecido a Stevie. No quería que Mel acabase como la antigua compañera de Rev.

—Todavía no estás armado, Trav —le reprochó con humor, moviendo el dedo índice—. Será mejor que te des prisa. Si no te andas con cuidado, te dejaremos atrás y te perderás toda la diversión. Va ser un fiestón por todo lo alto. Te lo garantizo. —Y sacó con las dos manos sendas granadas de los abultados bolsillos de la chaqueta.

—Mel, no estoy seguro de que sea muy sensato por tu parte llevar eso encima.

—¿Sensato, Trav? —Se rio con sorna—. Se acabó el ser sensato. Voy a acabar con esa basura alienígena o…

—¿O qué? —Travis cada vez se sentía más preocupado—. ¿O qué, Mel? —Le sujetó de los codos—. ¿Qué te pasa?

—¿Qué te pasa a ti? —La chica reaccionó con otra carcajada que sonó parecida a un sollozo—. Suéltame, Trav. Por favor. Sabes que no me gusta que me toquen los chicos.

—Pero no soy solo un chico. Soy tu amigo. Ven con Antony y conmigo, Mel.

—Lo siento, chaval. —Rev cogió la mano de Trav y el codo de Mel y los separó—. Tres son multitud encima de una moto, y Mel ya ha tomado su decisión… chica lista. Venga, prepárate. Nos vamos.

—Mel… —Un último ruego.

Que cayó en oídos sordos.

—Cuídate, Trav.

Todos los oídos fueron sordos más tarde, cuando decenas de motores volvieron a la vida al unísono, emitiendo un rugido desafiante como el gruñido de un león. Travis no tuvo más remedio que alejarse a regañadientes de Mel y Rev. Estuvo a punto de chocar con Antony.

—No te ha escuchado —comentó el chico rubio.

—No la deberíamos haber traído con nosotros —dijo Travis, preocupado—. Debería haber dicho que no, debería haber insistido.

—No es culpa tuya. —Antony frunció el ceño en dirección a Mel, recordando el mal sabor de boca que le dejaron sus falsos besos—. No sabe lo que hace. —Y el dolor en la mirada de Mel cuando Jessica y él la dejaron sola—. Tenemos que ayudarla.

—Ya te digo, sobre todo si Rev continúa con su estupenda imitación de Custer en Little Big Horn[4]. Vamos.

Travis y Antony corrieron hasta llegar a la moto que les habían asignado. A su alrededor, otros vehículos se ponían ya en marcha, con los cañones de armas automáticas asomando por sus siluetas y las luces de sus faros atravesando la noche; las motos ya se habían adelantado, los jeeps y los todoterrenos (varios de ellos ocupados por adolescentes armados con lanzacohetes) iban tras ellas, y por último un par de camiones del Ejército con cubierta de lona, desplegados con el objetivo de reunir a los niños liberados tras haber desactivado el campo de fuerza.

Antony se situó tras el manillar con torpeza, ya que su práctica a la hora de conducir se limitaba a la experiencia con quads y vehículos similares, con los que recorría los terrenos de su familia. Travis se sentó tras él.

—¿No vas a llevar un arma? —preguntó Antony, sorprendido.

—Esta noche no me preocupan los cosechadores, Antony —dijo Travis entre dientes—. Me preocupa Mel.

—Ya somos dos. —Y puso la moto en marcha.

El vehículo aceleró de golpe. Quizá debería haberle explicado a Travis cuántas veces había chocado con los quads en los viejos tiempos. Pero, sin duda, su amigo hubiese entendido aquel detalle como una excusa para cambiar de sitio y que Antony se viese relegado a ser el pasajero. Y los delegados del colegio Harrington no se conformaban con ir de paquete.

Podía conseguirlo, aunque aquella moto fuese más potente que cualquier otro vehículo que hubiese manejado con anterioridad. Podía hacerlo si la velocidad estuviese bien como estaba, o si solo tuviese que concentrarse en la dirección, pero tener que controlar velocidad y dirección al mismo tiempo… Estuvieron a punto de sacar a otro motorista de la carretera y esquivaron por los pelos la parte trasera de un camión del Ejército.

—¡Antony! —le gritó Travis al oído—. Puede que los cosechadores quieran matarnos, pero de ti sí que no lo esperaba.

—Perdón —gritó—. No, eh… no estoy acostumbrado a conducir sin casco.

Pero, paulatinamente, consiguió controlar aquella máquina. El único problema era que para ello tenía que aminorar la velocidad un poco. Lo que significaba que Rev y las motos que iban en cabeza alcanzaron a ver el campo de prisioneros mucho antes que ellos.

Mel lo vio por encima del hombro de Rev. Se parecía bastante a su descripción, aunque ella hubiese preferido verlo de día. De noche, aquel lugar tenía un aspecto siniestro, fantasmal. Los barracones y los puestos de vigilancia, circulares y a gran altura, como si caminasen sobre zancos, habían sido construidos con materiales luminiscentes y emitían un brillo azulado en la oscuridad. Igual que el entramado pulsante del campo de fuerza, que cubría los puestos de vigilancia. Mel creyó oír el murmullo de la energía desde la protección que ofrecían los árboles, aun a varios cientos de metros del campo.

—Mira qué luz… es perfecta, maldita sea. Veremos perfectamente adónde hay que disparar —anticipó Rev, regodeándose.

Tenían que apagar las luces de sus vehículos al abandonar la carretera para internarse en la arboleda que conducía a la residencia Clarebrook. Así los alienígenas no los verían venir. Ese era el plan. Las luces debían estar apagadas durante las primeras fases del asalto, para ocultar el número de atacantes, para utilizar la oscuridad como camuflaje. Ese también era el plan.

Pero Rev estaba improvisando.

—¡Encended las luces! —aulló—. ¡Todo el mundo con las luces encendidas! ¡Que esos cabrones vean quiénes les están disparando!

Y los haces de luz atravesaron la oscuridad hasta llegar al campo de prisioneros como los filos de unos asesinos. Bajo aquel súbito destello, Mel pudo ver los rasgos de Rev incluso con más claridad que durante el día. Eran los de un lunático. Reía como un maníaco y los estaba conduciendo al desastre, y eso la asustaba. Pero no tanto como un detalle sobre sí misma.

No le importaba.

Rev sostuvo su ametralladora y disparó varias andanadas hacia las copas de los árboles.

—¡Al ataque! —gritó—. ¡Al ataque!