NO DEBERÍA ESTAR ALLÍ
Jessica Lane lo sintió con intensidad. Lo sintió en cuanto vio al muchacho, uno de los estudiantes de Harrington que, en teoría, estaba en el turno de guardia, entrar a la carrera en la sala; en cuanto lo escuchó gritar un desgarrador: «¡Fuera, fuera!». Lo sintió cuando todo el mundo olvidó la fiesta de improviso, dejó de bailar o de beber y se dirigió rápidamente hacia el patio interior con expresión de preocupación, ansiedad y miedo en sus rostros, arrastrándola con ellos como si fuese un pelele. Lo sintió cuando se asomó, confundida y con los ojos entrecerrados, a una noche que había dejado de ser oscura.
Pero cuando lo sintió con más fuerza fue cuando descubrió el motivo.
El cielo estaba lleno a rebosar de naves. Naves alienígenas. A Jessica no le hizo falta ningún curso exprés de tecnología extraterrestre para reconocer su origen. La raza humana jamás había construido algo semejante. Vastas, colosales, atravesando la noche como cuchillas de brillante plata. Su diseño le recordó, dentro de lo que su embotado cerebro era capaz de recordar en aquel instante, a las hoces y guadañas que los granjeros utilizaban para cosechar sus campos dorados. Aquellas naves tenían forma de luna creciente y, por lo que parecía, prácticamente el mismo tamaño, con sus puntiagudos e idénticos extremos separados entre sí por cientos de metros. Eran como cumbres de montañas, como icebergs plateados flotando en un mar celeste, manteniendo su rumbo con absoluto desdén hacia el diminuto grupo de adolescentes que las observaban, apiñados, desde abajo. Tantas naves, innumerables, idénticas. Y los cielos temblaban con el resonar de sus motores y la tierra se estremecía ante su presencia.
* * *
De pronto, Jessica cayó en la cuenta de que la mano de Mel estaba estrechando la suya con tanta fuerza que las uñas de su amiga casi le atravesaban la piel. Mel miraba hacia el cielo con los ojos abiertos de par en par y su cabello negro ondeando; la luz alienígena procedente de las naves acentuaba su natural palidez hasta conferirle una blancura fantasmal. A su alrededor se encontraban los amigos y compañeros de Jessica. Tilo se aferraba a Travis como si pensase que los extraterrestres iban a arrebatárselo de su lado. Travis miraba hacia la flota con la boca abierta, pero con una mirada aún desafiante, decidida, como dos esquirlas de acero azul. Antony, cuyo cabello también era rubio pero con unos rizos que recordaban a los de las estatuas de mármol que había visto en Grecia, se cubría el rostro con el brazo para protegerse del brillo cegador de los motores. Richie Coker parpadeaba con incredulidad mientras abría y cerraba la boca como un pez confundido. Las gafas de Simon Satchwell devolvían el brillante reflejo argento de las naves que los sobrevolaban.
Algunos miembros de la comunidad estaban en silencio, otros no. Se oían gritos de terror, aullidos de pavor y desesperación procedentes de los mayores, y chillidos y agudos alaridos por parte de los pequeños. Las habían visto en el cine. Habían visto naves alienígenas reducir los lugares más representativos del mundo a átomos. Sabían lo que les esperaba.
Y Jessica también. Y por eso no debía estar allí. Quizá no necesitase estar allí. Quizá pudiese cerrar los ojos y aislarse del amenazador y traicionero presente para viajar a otro lugar, a un lugar silencioso, secreto y seguro. Ya lo había hecho antes.
En aquella ocasión, la causa fue la enfermedad. La misteriosa plaga que había barrido el planeta entero, extendiendo una mortal pandemia. Sobre todos los adultos, por los menos. Los adolescentes, los bebés y todos los menores de dieciocho años parecían, sin que hubiese ninguna explicación, inmunes. El Gobierno aseguró que curaría la enfermedad pero no pudo, aunque Jessica ignoraba si debido a que tiraron la toalla o a la muerte de todos sus miembros. El primer ministro, el ministro de Economía, los miembros de la secretaría de Interior y Asuntos Exteriores, todos ellos respiraron aquel aire cargado con el veneno de la plaga. Todas sus distinguidas señorías, acostumbradas al poder, tan complacidas de su autoridad, respirando a duras penas sus últimas bocanadas mientras la enfermedad grababa sus característicos círculos escarlata en su carne como con un cuchillo.
Sin embargo, por muy horribles que hubiesen sido los acontecimientos de aquellos días (había sido testigo de las muertes de quienes solo conocía a través de la televisión, de los fallecimientos de personas de países lejanos y ciudades que nunca había visitado, de vecinos con los que nunca había hablado, muertes que, al fin y al cabo, siempre tenían lugar en la distancia), Jessica estaba convencida de que podía sobreponerse. Podía soportarlo. Siempre y cuando su familia estuviese ahí para protegerla. Siempre y cuando sus padres sobreviviesen.
Pero no fue así.
Descubrir sus cuerpos fue más de lo que pudo tolerar. Jessica no podía soportarlo. Entonces le ocurrió algo, aunque no estaba segura de si tuvo lugar contra su voluntad o con su pleno consentimiento. Solo supo, tras haberse recuperado y después de que Travis y Mel se lo contasen, que se había retraído a su interior, que se había aislado de la realidad bloqueando cualquier pensamiento consciente y sumergiéndose en lo que Travis llamó un trance catatónico. Recordaba vagamente la oscuridad y la sensación de aislamiento, como si estuviese escondida en un armario durante un juego infantil. Su cuerpo siguió funcionando pero sus sentidos se quedaron en aquella casa; y cuando despertó, cuando regresó al mundo real, había dejado la casa, a sus padres, a Wayvale, allí donde había vivido hasta entonces, atrás. Se encontró en aquel lugar, un colegio privado masculino construido como un castillo en el campo. Harrington. Sus amigos la habían llevado allí. Travis y Mel (descubrió que la idea había sido suya) podían haberla dejado atrás, pero optaron por no hacerlo. Jessica pensó que debía agradecérselo. Y una parte de ella así lo deseaba. Significaba que la querían. Sin embargo, a medida que la flota alienígena continuaba llenando el cielo hasta extenderse en el horizonte, como si hubiese echado una red sobre el mundo, la mayor parte de ella seguía pensando que no debía estar allí.
Jessica cerró los ojos como debió haberlo hecho anteriormente, refugiándose una vez más en aquel lugar secreto, pequeño, inconsciente.
Y no pasó nada.
Por mucho que cerrase los ojos, el centelleante brillo de las naves le quemaba a través de los párpados y la obligaba a mirar. La realidad de los alienígenas no podía negarse ni ignorarse. Jessica Lane no tenía escapatoria. No tenía ningún lugar al que huir.
No debía estar allí, pero lo estaba. Y hubiese sido injusto esperar que sus amigos se preocupasen por ella una vez más. Jessica ya no podía permitirse seguir siendo una niña. De algún modo, iba a tener que apañárselas por sí sola.
* * *
Al fin, terminó. La última nave los sobrevoló hasta desaparecer, igual que sus predecesoras, hasta que las perdieron a todas de vista y la luz que traían consigo se desvaneció como un espejismo. La noche volvió a su ser, recuperando su fría y apacible oscuridad. El aire volvió a quedar en silencio. La tierra dejó de temblar.
—Trav. —Tilo estaba tan cerca de su rostro que, al susurrar, sus labios le rozaron las mejillas. Sintió cómo temblaba bajo el fino vestido blanco que había escogido de entre la ropa de la comunidad para aquella noche y observó que sus brazos desnudos tenían la piel de gallina—. ¿Qué eran? ¿Qué son?
—Naves espaciales. Parece que tenemos compañía.
—¿Alienígenas? —No es que Tilo necesitase una explicación, sino que apenas podía creer que aquella deducción fuese real—. Pero no… los alienígenas no existen, Trav.
—Pues, a juzgar por los hechos, parece que alguien olvidó comunicárselo, Tilo. —Antony volvió sus verdes ojos, preocupado, hacia Travis—: ¿Te has fijado en que una de las naves ha aterrizado?
Travis asintió, tenso. Al principio pensó que la flota entera iba a aterrizar, pero era obvio que solo estaba ajustando su altitud, por algún motivo. La única nave que había llegado a descender hasta tomar tierra se había ocultado tras las colinas al sur del colegio Harrington. Una distancia prudencial por el momento, pensó Travis, pero no lo bastante lejana.
—La colina Vernham se encuentra a quince kilómetros exactamente —apuntó Antony—. Antes de la enfermedad solíamos celebrar carreras campo a través hasta allí, ida y vuelta. Aunque puede que la nave haya aterrizado unos kilómetros más lejos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Travis.
—Que no tardaríamos mucho en llegar allí.
Ni los alienígenas en llegar aquí, pensó Travis. Intercambió una mirada nerviosa con Antony.
—Lo primero es lo primero. Necesitamos al delegado al mando.
La comunidad al completo se reunió en torno a Antony Clive, alumnos de Harrington y foráneos por igual. Más de sesenta rostros asustados se volvieron hacia él en busca de guía, de apoyo, de decisión. Los niños más pequeños lloraban mientras algunas de las chicas intentaban tranquilizarlos y consolarlos. Una respuesta más que comprensible, pensó Antony, dada la situación. La responsabilidad del liderazgo recayó sobre él como nunca antes, como una losa. Pero tenía que reunir las fuerzas para soportarla, sacarlas de sí mismo y de aquello en lo que creía. Dependían de él.
—Clive, ¿qué vamos a hacer? —Leo Milton, su asistente, un puesto que ahora compartía con Travis, se recordó Antony, dio un paso adelante, con su pecoso rostro colorado por el nerviosismo—. Tenemos que…
—Adentro, Leo —le ordenó Antony—. Todo el mundo adentro. A la sala de fiestas. Y, por favor, no os preocupéis.
—¿Quién está preocupado? —le murmuró Mel a Jessica—. Aunque si fuese de las que se muerden las uñas cuando se ponen nerviosas, a estas alturas no me quedarían más que muñones en los dedos.
* * *
La fiesta había concluido del todo en el interior de la sala. Durante la salida en desbandada hacia los patios interiores que había tenido lugar unos minutos antes, se habían tirado y reducido vasos a añicos, derramado jarras y volcado bancos. Los instrumentos que los músicos habían estado tocando yacían solitarios en el suelo como cadáveres; la pista de baile estaba desierta. Travis pensó que aquella tarde, antes de la llegada de los alienígenas, parecía sacada de un tiempo diferente, de una era distinta, previa a la enfermedad. Tendrían que volver a adaptarse… si es que podían.
—Escuchad. Escuchad todos.
Antony se puso en pie sobre la plataforma en la que cenaban los directores de Harrington. Travis y Leo Milton se colocaron cada uno a un lado, y quizá fuese una coincidencia, pero a medida que todo el mundo se apiñaba a su alrededor, los chicos que habían sido estudiantes de Harrington se situaban en el lado de la plataforma en el que se encontraba Leo, mientras que quienes habían llegado tras el advenimiento de la enfermedad optaban por el de Travis. Salvo por los desolados sollozos de los niños pequeños, la asamblea estaba en completo silencio.
—Todos sabemos lo que hemos visto ahí fuera. Todos hemos presenciado lo mismo. Naves espaciales, por imposible que parezca, naves espaciales pertenecientes a una raza alienígena, podemos suponer que ocupadas y pilotadas por extraterrestres, seres de otro mundo. Este hecho resulta evidente, no así sus implicaciones. No tenemos ni la más remota idea acerca de su origen o de cuáles son sus intenciones, pero lo que no tenemos que hacer es dejarnos llevar por el pánico. Debemos mantener la calma. Hasta puede que los alienígenas hayan venido a ayudarnos. Quizá su presencia sea exactamente lo que necesitamos para restablecer nuestra sociedad. Pero eso lo haremos mañana. Esta noche no quiero ni una luz encendida. Id a la cama. Id a dormir. Doblaré los turnos de vigilancia. Estaréis a salvo, os lo prometo. Harrington no ha dejado a nadie en la estacada, ¿verdad que no? Travis, Leo y yo discutiremos y decidiremos cuál debe ser nuestro próximo movimiento. Pero lo haremos mañana. De momento, como he dicho, creo que lo más inteligente es que descansemos.
—No creerás en serio que la gente va a ser capaz de dormir, ¿no, Clive? —insinuó Leo Milton en cuanto él y su compañero asistente se hubieron reunido con Antony en el despacho del director—. Tendríamos que haberles contado nuestros planes antes de mandarlos a sus dormitorios, deberíamos haberles transmitido la confianza de que tenemos la situación controlada.
—Sí. —Travis soltó una carcajada burlona—. Que tenemos el control de la situación… Ya. —Con una nave alienígena a media hora de distancia en coche e incontables naves más recorriendo los cielos del mundo (por lo que él sabía), la satisfacción de ver la mirada que le devolvió Leo Milton le hizo sentirse, en parte, avergonzado. ¿Compañero asistente? «Rival» era una palabra mucho más adecuada.
Antony negó con la cabeza y se pasó las manos por sus rubios rizos.
—No, puede que tengas razón, Leo —dijo con un suspiro—. Es lo que deberíamos haber hecho, si al menos supiésemos cuáles son nuestros planes.
—Si al menos supiésemos quiénes son esos alienígenas —dijo Travis— y qué es lo que quieren. Lo que hagamos depende de lo que hagan ellos, de aquello a lo que hayan venido. Si son como E. T. vale, estupendo. Pero si son hostiles…
—¿Y por qué iban a ser hostiles? —Antony formuló la pregunta con el ceño fruncido y un tono de voz a la defensiva—. Una raza lo bastante inteligente y avanzada como para haber dominado los viajes interplanetarios…
—¿Y cómo podemos estar seguros de que son alienígenas, Naughton? —lo desafió Leo—. Esas naves bien podrían ser americanas, rusas o chinas, fruto de una tecnología secreta desarrollada por si se diese una catástrofe global como la enfermedad. Puede que nuestros salvadores viajen a bordo de esas naves y puede que sean humanos.
¿Rival? «Enemigo» era un término que se ajustaba mucho mejor a la realidad.
—No creerás eso de verdad, ¿no, Leo? —Travis le formuló la pregunta con una mezcla de lástima y sorna. Era evidente que el pelirrojo solo había dicho aquello por llevar la contraria—. Tenías los ojos abiertos cuando estábamos en el patio interior, ¿verdad que sí? Son alienígenas. No hay duda.
—Pero ¿y si Leo tuviese…? —Antony se resistía a perder la esperanza—. Si fuesen humanos, eso explicaría que hayan aparecido ahora, para ayudar a los supervivientes de la enfermedad. Puede que alguien haya encontrado una cura y…
—Antony —lo interrumpió Travis—. No. Déjalo… Te estás engañando a ti mismo.
—El problema, Travis —continuó Antony, con un gesto de pesar—, es que si las naves son alienígenas, y sí, de acuerdo, sé que lo son, ¿por qué motivo iban a venir a la Tierra en este preciso instante, cuando la civilización humana está hecha añicos? No puedo creer que sea una coincidencia.
—No —dijo Travis. Sabía por dónde se iba el muchacho. Él había tenido la misma impresión desde el momento en el que llegó al patio interior y miró hacia arriba, solo que no se había atrevido a reconocerlo, como un paciente que se negase a aceptar que el tumor en su interior está creciendo, matándolo lentamente. No cabía duda de que Leo pensaba lo mismo, en secreto. Puede que todos lo pensasen.
—Pero si no es una coincidencia —continuó Antony, sin contemplaciones—, entonces tenemos que asumir que esa era su intención. Si los alienígenas han venido a nosotros en este preciso momento es porque así lo han querido, porque nos han estado observando, vigilando la Tierra. Todas esas naves. Pensad en el esfuerzo necesario para reunir una flota de ese tamaño. Esta movilización ha sido preparada a fondo. Forma parte de un plan. Y si hay un plan de por medio… —La voz de Antony se quebró, al igual que su valor.
—Si hay un plan de por medio —continuó Travis—, significa que los alienígenas conocen la enfermedad. Pero ¿cómo han podido saber de ella? A menos que sean sus autores. —En el momento en el que formuló aquellas palabras sintió que eran ciertas, aunque le provocasen tanto rechazo como miedo—. Estábamos buscando respuestas en el lugar equivocado. Culpamos a los terroristas, a experimentos biológicos que salieron mal… miramos hacia abajo cuando deberíamos haber mirado hacia arriba. La enfermedad no vino de la Tierra. Vino del espacio.
Antony se volvió, como si no quisiese enfrentarse ni a Travis ni a sus conclusiones. Sus ojos buscaron refugio en el retrato del director Stuart, que colgaba de la pared. El director Stuart, el último de Harrington, ya fallecido, el hombre que designó a Antony como delegado. El pintor había capturado a la perfección la actitud serena y confiada del director, puede que como un recordatorio para aquellos que le sucediesen. El director Stuart creía en la decencia, el juego limpio y en conceder a los demás el beneficio de la duda. Y así lo hizo su pupilo.
Antony devolvió la mirada a sus asistentes.
—Puede que tengas razón, Travis —admitió—, pero también puede que te equivoques. Quizá los alienígenas hayan estado observando la Tierra y hayan deseado establecer un contacto pacífico desde hace mucho tiempo. Quizá hasta ahora no lo hayan hecho por miedo a nuestra reacción, al no ver desde el espacio nada más que guerras, terrorismo, odio, violencia, la clase de cosas en las que la raza humana se ha convertido en experta con el paso de los años. Quizá ahora que han visto la masacre provocada por la enfermedad crean que ya es seguro mostrarse ante nosotros. Es posible, ¿verdad? Puede que, después de todo, hayan venido a ayudarnos.
—Es posible, Antony —dijo Travis, poco convencido—, pero que algo sea posible no quiere decir que sea cierto.
El muchacho rubio asintió.
—Y por eso mismo tenemos que asegurarnos. En ese caso, está claro qué es lo que tenemos que hacer a partir de ahora: tenemos que establecer contacto con los alienígenas por nuestra cuenta. Cuanto antes. Al amanecer.
—No estoy de acuerdo, Clive —se opuso Leo Milton—. Lo más razonable es dejar en paz a los alienígenas y preocuparnos en primer lugar por nuestra propia seguridad. Deberíamos quedarnos aquí, en Harrington. Desde aquí podemos defendernos. Ya lo hemos hecho antes.
—Sí, de Rev y sus moteros —le recordó Travis, cáustico—. Bueno, sí, y de un par de tíos montados en coches. Ah, y de un autobús. Si esos alienígenas son hostiles, Leo, creo que tendrán algo más que un puñado de cócteles molotov para tirarnos encima.
—Si son hostiles, Naughton —replicó Leo—, ¿por qué ofrecernos en bandeja de plata para que nos maten?
—Vale, vale —intervino Antony—. La diversidad de opiniones es positiva siempre y cuando estas se expresen con respeto. Por desgracia, no tenemos tiempo para debatir. Como delegado, recomiendo enviar un grupo a la nave de la colina Vernham para establecer relaciones amistosas con sus ocupantes. ¿Qué dicen mis asistentes? ¿Leo?
—Yo digo que no. —Como era de esperar—. Propongo que reforcemos nuestra posición entre estos muros, que fortalezcamos nuestras defensas…
—Y que escondamos la cabeza como un avestruz —concluyó Travis.
—Travis —le reprochó Antony—. Eso no era necesario. Leo tiene el mismo derecho que tú a expresar su punto de vista. Y parece que el tuyo será el voto decisivo.
Travis miró a los dos estudiantes de Harrington. Leo Milton ya estaba mordiéndose el labio inferior, incapaz de disimular su rabia. Sabía perfectamente cuál iba a ser la decisión del recién llegado. Y Travis no lo decepcionó.
—Vayamos a la nave.
A Travis no le sorprendió especialmente que su grupo lo estuviese esperando en el dormitorio que compartía con Richie y Simon, aunque ya hubiesen pasado las doce de la noche y, según las normas, las chicas no tuviesen permiso para ir a los dormitorios de los chicos en ningún momento del día. No obstante, dadas las circunstancias, creyó que aquella excepción estaba justificada. Tampoco dejaba de tener gracia que aún pensase en ellos como «su» grupo, cuando técnicamente todos eran parte de la comunidad de Harrington. Mel, Jessica, Simon y Richie estaban sentados en el borde de su cama en una postura rarísima, como si sus extremidades se hubiesen congelado. Faltaba alguien.
—¡Trav! —Mel se tranquilizó y recuperó la vitalidad en cuanto lo vio llegar.
—¿Dónde está Tilo?
—Está con los pequeños. Enebrina, Sauce y los demás. —Los demás Hijos de la Naturaleza, la familia de ecoactivistas a la que Tilo y los niños habían pertenecido antes de la enfermedad—. Estaban demasiado asustados para dormir sin ella.
—¿Y si te dijese que yo también estoy demasiado asustado para dormir sin ti, Morticia? —preguntó Richie Coker.
—Te diría que te fueses preparando para llevarte un guantazo, Coker —bufó Mel.
—¿Podéis dejar las pullas por una vez? —se quejó Simon, molesto. No paraba de frotarse los pulgares y los índices, aun sin darse cuenta de que lo estaba haciendo—. Este no es momento para bromas. Tenemos que ser serios. ¿Quién sabe lo que pueden…? —Se encogió de hombros, derrotado por su propia pregunta.
—No pasa nada, Simon —Jessica puso su mano sobre la suya—. ¿Habéis decidido algo, Travis?
Y este les contó el plan.
—Al alba, media docena de nosotros irá hasta el lugar en el que aterrizaron los alienígenas. Una vez allí, no creo que tengamos problemas en encontrar la nave y entonces… bueno, supongo que nos presentaremos. O algo así. Tendremos que ver qué pasa una vez hayamos llegado.
—¿Estás seguro de que es una buena idea, Travis? —preguntó Mel, preocupada—. Quiero decir, a mí me suena peligroso. Podría ser…, no sé, ¿estás seguro?
—Tampoco creo que sea cuestión de si es una idea buena o mala, Mel —admitió Travis—. Sencillamente, no tenemos elección. Tenemos que ir ahí y rezar porque nuestros alienígenas no hayan visto La guerra de los mundos o Independence Day.
—Como si fuese a servir de mucho —gruñó Richie Coker—. Pero entonces, Naughton, ¿solo media docena? ¿Seis? ¿Y ya habéis decidido quiénes van a ser? —Parecía asustado.
—No te preocupes, Richie —dijo Travis con una débil sonrisa—. Tú no estás entre ellos.
—Qué suerte —dijo Mel—. Imagina qué pensarían los alienígenas si al primer ser humano que viesen fuese a Richie Coker, con su gorra de béisbol incluida. —Bajó el tono de voz hasta volverlo más grave—. «Pensé que los monitores habían informado de vida inteligente en la Tierra, capitán».
—Te estás pasando, Morticia —gruñó Richie mientras tiraba de la visera hacia abajo.
—Entonces, ¿quién va a ir, Travis? —preguntó Jessica. Se sonrojó un poco, aunque nadie llegó a darse cuenta—. ¿Antony…?
—Sí, Antony. Yo. Hinkley-Jones. El chavalito ese, Giles. Y otros dos estudiantes de Harrington a los que no conozco, Tolliver y Shearsby.
—Hinkley-Jones —observó Mel—. Se supone que es nuestro mejor tirador. —Frunció el ceño. Deseó que no hiciese falta utilizar el pequeño arsenal que los miembros de Harrington habían reunido de las granjas y viviendas de la zona.
—Y Giles es el más rápido —añadió Simon—. Por eso lo eligieron como mensajero durante el ataque de Rev. Yo fui su compañero. —Y hasta ese momento había asumido, por error, que Giles era el nombre de pila del muchacho. Resultó que era su apellido: en aquel colegio, las formalidades en el trato tardaban en desaparecer.
Richie se echó a reír.
—A ti tampoco se te da mal eso de salir corriendo cuando toca, ¿a que no, Simoncete? —Simon quiso responder, pero no se atrevió—. Entonces, ¿el idiota pelirrojo ese de Milton no va con vosotros?
—Leo estará al mando hasta que regresemos.
—Dios mío. —A Melanie Patrick no pareció hacerle mucha gracia aquel ascenso de categoría—. ¿Seguro que no hay un hueco para una gótica en tu grupo sexista de machotes, Travis? Vuelve pronto, ¿me oyes?
—Y a salvo, Travis —añadió Jessica, sin quitarle sus ojos verdes de encima—. Y tú también, Antony. Y el resto. Tened cuidado. —Chicos a los que se les daba bien disparar. A los que se les daba bien correr. Parecía que el grupo estaba preparado para encontrar problemas—. Prométeme que tendrás cuidado.
Travis extendió la mano y le acarició la melena rubia.
—Lo prometo —dijo.
Acariciar el pelo de una chica estaba empezando a convertirse en un hábito para él. El de Tilo era mucho más corto que el de Jessica (le contó que se lo dejó así cuando ella y su madre se unieron por primera vez al campamento de los Hijos de la Naturaleza en el bosque). También era de distinto color, de un tono rojizo que a Travis le recordaba al de las hojas de otoño… aunque la diferencia con dichas hojas era que Tilo estaba viva. Puede que sus ojos estuviesen cerrados, pero tenía los labios entreabiertos y su pecho subía y bajaba plácidamente mientras dormía. Quizá el sueño fuese el único estado en el que encontrar paz en aquella pesadilla recurrente en la que se había convertido el mundo.
Quizá, después de todo, no debiese molestarla.
Pero tenía que verla antes de partir hacia la nave alienígena. Fuera, amanecía; cuando el sol se volviese a poner sabrían algo más acerca de lo que les deparaba el destino. Para bien o para mal. Travis cayó entonces en la cuenta de que, antes de la enfermedad, podían transcurrir meses enteros de su vida en la más absoluta normalidad, sin salirse ni un ápice de sus rutinas diarias, sin ningún cambio, meses que apenas podía recordar porque en ellos jamás tuvo lugar un acontecimiento destacable. Quizá debería haberse esforzado más en hacer de su vida algo especial, que esta contase para algo en aquel mundo que habían dejado atrás. Pero ya no tenía opción. Entonces, en aquel mundo posterior a la enfermedad, un solo día podía concentrar una vida entera y nada permanecía inmutable, de modo que cada precioso instante de vida tenía un significado.
Se preguntó si aquella sería la última ocasión en la que vería a Tilo.
Si así fuese, sería un buen recuerdo. Tilo había juntado dos camas del dormitorio para que los niños pequeños tuviesen sitio para dormir con ella. Enebrina, Sauce, Rosa, Río, Zorro, todos ellos apiñados bajo las mantas. La boca de Travis esbozó una pícara sonrisa. Había seis en la cama, y el más pequeño dijo…[1] No. Mejor no decir nada. No hacía falta. Volvería. Había hecho una promesa y su padre le había enseñado a cumplirlas.
Se inclinó hacia delante y besó a Tilo con suavidad y delicadeza en los labios. Ella suspiró, sin llegar a despertarse. Cuando lo hizo, hacía tiempo que Travis se había marchado.
* * *
No cogieron ninguno de los coches. Antony pensó que acercarse por carretera llamaría demasiado la atención y que lo más sensato sería pasar desapercibidos a ojos de los alienígenas («Tengan el número de ojos que tengan», añadió el pequeño Giles), siempre y cuando tuviesen la posibilidad de ocultarse… al menos hasta que se les presentase la oportunidad de inspeccionar de cerca la nave; entonces decidirían qué hacer a continuación. De modo que viajaron a pie y campo a través. No obstante, todos ellos se hicieron con sendas escopetas (salvo Giles, que al ser estudiante de primer curso solo tenía doce años y por lo tanto era demasiado joven para llevar un arma de fuego, aun en la presente crisis) y un montón de munición, que transportaron en bandoleras. No se molestaron en coger los arcos que tan bien les sirvieron para hacer frente a Rev y su banda: lo más probable era que una flecha no tuviese mucho efecto en una nave espacial tan alta como un edificio de veinte plantas. A decir verdad, tampoco es que las escopetas fuesen a provocarles un nudo en la garganta a los alienígenas («Si es que tienen garganta», añadió Giles, «o si tienen cuello»), pero aquellas armas tranquilizaban a los jóvenes, los reconfortaban. Puede que Hinkley-Jones fuese el mejor tirador de Harrington, pero Tolliver y Shearsby le andaban cerca, o eso le aseguraron a Travis.
Antony mantuvo desde el principio un paso brioso. Por una vez, su ropa no consistía en el uniforme de Harrington y su corbata de delegado, sino en una sudadera y unos pantalones vaqueros como los del resto, de colores oscuros para conseguir algo parecido al camuflaje. Tras haber recorrido cinco kilómetros, Travis descubrió que a duras penas podía seguir el ritmo de los estudiantes de Harrington.
—Eh, Antony —le dijo—, ya sé que estáis acostumbrados a vuestras carreras campo a través por este camino, pero ahora no estamos en una.
—Ah, un alumno de la pública —dijo Antony con una sonrisa—. No estás en forma. Te han faltado oportunidades de participar en competiciones deportivas. Seguro que el Gobierno vendió todos vuestros patios para hacer urbanizaciones.
—Vaya, hombre, pues muchas gracias.
—Perdón, la costumbre de discutir. Supongo que ahora la política ya no es tan importante.
—En eso te equivocas. —Travis consiguió sacar fuerzas, sin saber muy bien de dónde, para alcanzar a Antony y poder seguir el ritmo del alumno de colegio privado—. Es tan importante como siempre, especialmente hoy. Cuando nos encontremos cara a cara con los alienígenas…
—Si es que tienen cara —contribuyó Giles, trotando al lado de sus compañeros mayores.
—Cuando nos encontremos con ellos —continuó Travis—, no será como individuos. Seremos los representantes de la raza humana.
—Como embajadores —afirmó Antony—. A mi padre le hubiese gustado la idea. —Esbozó una sonrisa melancólica—. Ya te he contado que era diplomático, ¿verdad?
—Pero lo que quiero saber… —volvió a interrumpir Giles. Travis pensó que sus profesores debían de estar encantados con él—. Lo que quiero saber es qué aspecto tendrán los alienígenas. Si serán como nosotros, como humanos, con una cabeza más o menos, o si serán monstruos con tentáculos, o si serán robots sin una pizca de carne ni de sangre.
—Creo que podemos ignorar todos esos clichés baratos de películas de ciencia ficción, Giles —dijo Travis. Aunque ojalá a quien pudiésemos ignorar fuese a ti.
Antony asintió.
—El meollo de la cuestión no es su aspecto, sino la comunicación. ¿Cómo vamos a comunicarnos con una especie completamente distinta a la nuestra? Piensa en la barrera del idioma. Mi padre una vez me dijo que si puedes entender el idioma de otra persona, puedes entender su forma de pensar. Si compartes palabras, empiezas a compartir ideas, a establecer un área de entendimiento, a forjar una confianza, una cooperación mutua.
—En ese caso, esperemos que hablen inglés —dijo Travis.
—Y si no lo hablan, buscaremos otro modo. —Antony miró con serenidad al despejado cielo del alba—. Sé que hemos tomado precauciones, pero cuanto más lo pienso, más seguro estoy de que no serán necesarias. Independientemente del idioma que hablen los alienígenas, son una raza civilizada. Tienen que serlo. Solo una cultura avanzada puede desarrollar una tecnología como la de sus naves. Y creo que dichas sociedades abrazan, por su propia naturaleza, los mismos principios: libertad, igualdad, la dignidad de la vida. Compartimos valores, ¿no es así? Con eso bastará para empezar a establecer una relación.
—Suena bien, Antony… —admitió Travis, queriendo insinuar un rotundo «pero»—. Parece fácil.
—Todo irá bien, de eso estoy seguro. Mi padre siempre creyó en el entendimiento y la negociación. Puedes comunicarte con cualquiera a través de la razón. Respeta a los demás y te respetarán.
A menos que no lo hagan, claro, pensó Travis, pesimista, pero optó por guardarse sus dudas para sí. Pensó en su propio padre. Keith Naughton había sido agente de policía, pero no vivió lo bastante para morir víctima de la enfermedad, como los padres de todos los demás. El suyo había muerto apuñalado en la calle por un matón drogado. No le cabía la menor duda de que primero intentó razonar con aquel yonqui, de que intentó hacerse entender. Pero no funcionó. Discutir y negociar estaba muy bien; todo lo que había dicho Antony acerca del mutuo esto, el común aquello, asumiendo constantemente que todo el mundo era como él, sonaba de fábula, en serio… en un mundo ideal. Travis dejó de creer en un mundo ideal cuando lo sacaron de clase con diez años y lo acompañaron a la oficina del director, donde le comunicaron que su padre había muerto. La enfermedad no hizo más que confirmarle aquello en lo que creía. Que el mundo era imperfecto. Que la vida era una lucha constante. Que aunque esperes lo mejor, aunque lo desees, tienes que estar preparado para llevarte una decepción. Tienes que estar listo para enfrentarte a aquellos que no te respetan a ti ni a nada de lo que amas, que te odian, que no van a molestarse en escucharte cuando hablas, que no tienen ningún interés en tus palabras. Travis creía que cuando te enfrentas a ese enemigo irreconciliable, tienes que plantarte. Tienes que pelear.
Sujetando su escopeta cada vez más fuerte, Travis siguió aproximándose inexorablemente hacia la colina Vernham.
—Debería haberme despertado —dijo Tilo, buscando una explicación en Jessica y Mel—, ¿por qué no me despertó?
—No querría hacerte sufrir, Tilo —sugirió Jessica.
—Bueno, pues no ha funcionado, ¿verdad que no? —Tilo tenía los ojos rojos, como si hubiese estado llorando.
—Travis siempre hace lo que él cree que es lo correcto —suspiró Mel—. A veces es un rollo, pero Trav es así. Nunca cambiará.
—No quiero que cambie —dijo Tilo—. Quiero que esté aquí.
Y que Antony Clive lo acompañe, pensó Jessica.
* * *
Las chicas se encontraban fuera del edificio, en los terrenos del colegio, mirando en la dirección en la que Travis y sus compañeros se habían marchado. Los chicos llevaban fuera dos horas. Mel se acordó de un póster de la gran guerra que vio en una ocasión, en el que una mujer vestida de blanco con el pelo largo y negro (como el suyo, aunque ella nunca vestía de blanco) mantenía una pose dramática en la orilla, esperando, no cabía duda, el retorno de su amante, novio o marido del frente. En el pasado, Mel se había burlado sin piedad de aquella pobre mujer. «Malgastando su tiempo a la espera de que vuelva su hombre», recordó haber dicho. «La muy pava debería buscarse algo que hacer en la vida». Pensó que eso sí que era irónico.
No obstante, Mel no estaba allí afuera solo por Travis. Ella iba allí donde fuese Jessica.
—¿Cuánto tardarán en llegar? —preguntó Jessica.
—No sé yo si quiero que lleguen cuanto antes —dijo Tilo—, o que ni siquiera lleguen.
—Así que aquí es donde os escondíais —dijo una voz familiar tras ellas. Simon caminaba bajo el arco que conducía al patio interior.
—Sí, escondidas, Simon —contestó Mel, señalando al espacio abierto a su alrededor—. Del todo.
—No estáis dentro —dijo Simon con el ceño fruncido—, que es donde tenemos que estar todos.
—¿Por qué? —El corazón de Tilo se aceleró—. ¿Ha pasado algo?
Simon miró con nerviosismo al cielo, como si tuviese la firme sospecha de que, efectivamente, algo iba a pasar, y que ese algo iba a ser una nave alienígena apareciendo sobre sus cabezas para reducir el colegio Harrington a polvo. La realidad era que Leo Milton había convocado en la sala de fiestas una reunión de asistencia obligatoria para todos los miembros de la comunidad.
—Parece que al pelirrojito le ha faltado tiempo para empezar a mandar —dijo Mel, ácida. Pese a todo, siguió al resto hacia la sala de fiestas.
Jessica, compasiva, puso su mano en el hombro del chico de las gafas.
—¿Cómo lo llevas, Simon?
—Bien —respondió este, lacónico. No quería que Jessica Lane lo tratase con condescendencia. No se preocupaba por él. Si realmente lo hiciese, hubiese votado en contra de que Richie Coker se uniese al grupo. Oh, pero no podía, ¿verdad que no? Jessica Lane no había estado en condiciones de votar desde que abandonaron Wayvale porque estaba completamente fuera de sí, convertida en un zombi, arrastrada por Mel, incapaz de comer por sí misma. De no ser por ellos, Jessica ni siquiera estaría ahí. Se habría perdido y estaría sola en algún lugar (si es que las chicas rubias con un buen cuerpo están solas por mucho tiempo), desesperada. Y sin embargo, se permitía el lujo de preguntarle cómo lo llevaba él, fingiendo interés con gestitos amables y todas esas chorradas. Seguro que en el pasado solo lo invitaba a sus fiestas porque sus padres conocían (habían conocido) a sus abuelos y se apiadaban de él. Como si fuese un perro callejero o algo así.
En cualquier caso, era una pregunta estúpida. Merecía recibir una mentira por respuesta. Claro que no lo estaba llevando bien. ¿Cómo iba a llevarlo bien? ¿Cómo iba a llevar bien nadie vivir en un mundo tomado por una flota alienígena? Para eso habían venido los ocupantes de aquellas naves, independientemente de lo que dijesen los demás: para convertirlos a todos en víctimas. Simon era todo un experto en la materia. Llevaba siendo una víctima toda su vida.
Y ahí estaba su torturador jefe. Richie Coker, apoyado contra la pared al fondo de la sala de fiestas.
—¿Manteniéndote al margen por si Leo estuviese buscando voluntarios, Richie? —le preguntó Mel con sorna al pasar. Richie Coker, de rasgos duros y hoscos… rasgos de criminal, feos, embrutecidos, tocado con aquella estúpida gorra de béisbol. Richie Coker, quien había acosado y atormentado a Simon durante casi todos sus días de vida escolar, quien la noche anterior le había dejado bien claro, de forma violenta, que en adelante iba a recibir el mismo trato que hasta entonces, aunque su colegio hubiese desaparecido y todos los profesores estuviesen muertos. Si la llegada de los alienígenas cambiase de algún modo aquella situación, les estaría muy agradecido.
Entonces se fijó en que Jessica lo seguía mirando con el ceño fruncido, confundida.
—Simon, ¿seguro que estás bien?
—Seguro —dijo él.
—Pero mira esto —dijo Mel, con desaprobación—. Fíjate. Cuando el gato no está…
Leo Milton estaba rondando por la plataforma desde la que Antony solía hablar como si estuviese delimitando su nuevo territorio. Mel, Jessica, Tilo y Simon se quedaron unos metros por detrás de la primera fila de la comunidad allí reunida; quizá Richie estuviese haciendo lo correcto al mantener las distancias.
—¿Ya está todo el mundo? —Leo echó un vistazo de lado a lado de la estancia—. Bien. Tenemos mucho trabajo por delante, así que seré breve e iré al grano. Creo que Clive se equivocó al buscar activamente establecer contacto con estos alienígenas. —El público irrumpió en murmullos—. Quiero que sepáis que esta noche me opuse a esa decisión y me sigo oponiendo. Nuestra prioridad fundamental debe ser nuestra propia seguridad. Lo que tenemos que hacer es reforzar nuestra posición aquí, tras los muros de Harrington, construir barricadas, no puentes, y esperar a que los alienígenas vengan a nosotros si es que deciden hacerlo, pero debemos estar en condiciones de defendernos si fuese necesario. Por lo tanto, voy a llevar a cabo los siguientes cambios en los turnos de trabajo…
—¡No! —La vehemencia de la respuesta de Jessica la sorprendió incluso a ella misma. Mel se la quedó mirando, atónita. No podía permitir aquello que Leo Milton dejaba entrever en sus palabras—. No puedes hacer eso. No puedes cambiar nada…
Leo Milton escudriñó con frialdad aquel mar de cabezas, todas ellas orientadas hacia Jessica.
—¿Tienes algo que decir, Lane?
De pronto se sintió avergonzada y sus mejillas se sonrojaron con intensidad, pero no podía volver a refugiarse en el silencio. Tampoco era lo que quería.
—Sí. Tú… tú no eres el delegado, Leo. No eres nuestro líder. Nuestro líder es Antony. No tienes la autoridad para cambiar nada sin su consentimiento y él no está aquí para dártelo.
—Precisamente. —Una sonrisa maléfica se perfiló en los labios de Leo—. Y tampoco creo que vaya a regresar.
—¿Qué quieres decir? —Las voces de Mel y Tilo, entre otras, se unieron a la protesta de Jessica. Pero no fueron todas las voces. Ni siquiera muchas. De hecho, Mel cayó en la cuenta de que casi ninguna procedía de los estudiantes de Harrington.
—Regresarán. ¡Todos! —gritó Jessica—. Por supuesto que lo harán. Seguro.
—Eres demasiado optimista. —Leo Milton negó con la cabeza, fingiendo tristeza—. Sellaron su destino en el momento en el que dejaron atrás la protección de Harrington. Desde luego, los que aún estamos aquí debemos seguir adelante haciéndonos a esa idea.
—¿Por qué? —gritó Mel—. ¿Por qué íbamos a hacer algo así? Esto es solo cosa tuya, Leo. Serás…
—No podemos permitirnos esperar el poco probable retorno de Clive. O el de Naughton. No podemos retrasar aquello en lo que debemos ponernos manos a la obra ya.
—Maldito…
—En ausencia de Clive y en ausencia de mi compañero asistente —declaró Leo Milton—, el liderazgo de Harrington pasa, por derecho, a mí. Soy el nuevo delegado.
—Serás miserable. —Pero Mel pudo oír vítores por parte del público.
—Y dejad que os diga una cosa: va a haber unos cuantos cambios en nuestro modo de trabajar y organizarnos —continuó Leo, triunfal—. En primer lugar, ese sinsentido que iba a anunciar Clive ayer por la noche, eso de que iba a cambiar el nombre de la institución a «comunidad Harrington» se acabó. Su auténtico título, su único título, es «colegio Harrington», y así es como lo seguiremos llamando.
—¿Es que no has oído lo que te acabo de llamar, Leo? —gritó Mel.
Simon intentó aplacarla, con los ojos abiertos de par en par por el miedo tras los cristales de sus gafas. El muy cobarde…
—Mel, no creo que debas… no creo que debamos montar un escándalo.
—Puede que este no sea el momento, Mel —añadió Tilo. Al igual que Simon, había notado que varias miradas procedentes de los estudiantes de Harrington empezaban a clavarse sobre ellos.
—Y dado que este es el colegio Harrington —anunció Leo Milton—, aquellos que pertenecían a la institución antes de la enfermedad, sus estudiantes, pasarán a tener ciertos privilegios en reconocimiento a este hecho. Es justo, por ejemplo, que seamos nosotros quienes dictemos y garanticemos el cumplimiento de las normas. Pues, después de todo, somos los auténticos miembros de Harrington.
Los estudiantes del colegio estallaron en vítores, más intensos en aquella ocasión, más confiados, con un cierto toque de fanfarronería, de hecho. Mel estaba atónita, especialmente al comprobar que las pocas voces que se oponían a Leo habían sido silenciadas… incluyendo la suya.
—A todos aquellos que buscabais refugio desde la enfermedad… —¿Qué?, se preguntó Mel, anticipando sus palabras, ¿vamos a tener que postrarnos para mostrar gratitud? A ella no le gustaba nada eso de postrarse—. No os lo negaremos. Sois refugiados y Harrington siempre se ha caracterizado por extender una mano caritativa a aquellos que la necesitaban. Pero tenéis que asumir vuestra posición. No estáis aquí por derecho, sino porque nosotros así os lo permitimos. Por lo tanto, trataréis a los auténticos miembros de Harrington con el respeto que merecen. Acataréis el nuevo orden de las cosas. —Leo Milton clavó su mirada en Mel, Jessica, Tilo y Simon—. O sufriréis las consecuencias.
A medio camino de la colina Vernham, y como si sus miembros se hubiesen puesto de acuerdo, la expedición de Harrington quedó en silencio. Tal vez cayeron en la cuenta de que no tardarían en estar más cerca de la nave que del colegio. Quizá empezaban a preguntarse si los extraterrestres no habrían salido ya de la nave, aproximándose a su expedición a cada instante hasta el punto de encontrarse justo delante de donde estaban, tras ese montículo, tras aquellos árboles.
Era comprensible que Hinkley-Jones fuese en cabeza, avanzando con cautela, vigilante, con la escopeta lista para disparar. Tolliver y Shearsby lo seguían a pocos pasos de distancia, situados a su izquierda y a su derecha respectivamente, de modo que los tres formaban un arco protector en torno a Antony, Travis y el pequeño Giles. Travis pudo ver en los ojos del joven que estaba asustado. Su ridícula cháchara acerca de alienígenas con muchas cabezas o con aceite en lugar de sangre había sido un mecanismo de defensa, un exagerado intento por enmascarar el genuino pánico que sentía ante la posibilidad de encontrarse con criaturas de otro mundo. Travis deseó no haberse enfadado tanto con el muchacho; Giles no merecía más que su comprensión.
En cualquier caso, no apareció ningún alienígena. Tampoco encontraron trampas. Finalmente empezaron a subir por la pendiente densamente arbolada de la colina Vernham. Quizá, al otro lado, encontrarían la nave a sus pies, con sus ocupantes rondando alrededor, respirando el aire de un planeta que no era el suyo. Travis sintió que se le aceleraba el corazón, y no solo por el esfuerzo físico. De hecho, la fatiga fue desapareciendo de su cuerpo: avanzaba con más rapidez, con más resolución. Al igual que los demás. Estaban tan cerca de la meta que a punto estaban de echar a correr. La necesidad de ver excedía su miedo y los impulsaba a seguir adelante.
* * *
Hinkley-Jones fue el primero en llegar al otro lado de la colina. Dejó escapar un grito de asombro y se detuvo de golpe, tambaleándose, como si estuviese a punto de caer.
—Está aquí. Dios mío, la hemos encontrado.
Entonces Travis aceleró el paso, recorriendo los escasos metros que quedaban hasta la cima, al borde de la segunda ladera de la colina Vernham, ante una pendiente en descenso que culminaba en un extenso valle, el cual a su vez conducía a una serie de colinas ascendentes. Sin embargo, la pintoresca topografía del lugar no fue lo que capturó la atención de Travis.
Entre la colina en la que se encontraban y el resto estaba la nave alienígena, con su gigantesca hoja en forma de guadaña extendiéndose sobre el valle y el brillo del amanecer refulgiendo sobre su casco plateado.
Su forma recordó a Travis a la siniestra hacha de un verdugo. Antony dijo que era como si la nave estuviese extendiendo sus brazos para envolver el mundo, pero eso no hizo que dejase de esconderse tras un árbol, cosa que sus compañeros ya habían hecho por instinto. Giles empezó a gimotear.
El terreno que rodeaba la nave había quedado calcinado y marcado por su llegada. De algún modo, el tren de aterrizaje había compensado lo desigual del terreno, de modo que esta se asentó sobre el valle con perfecta horizontalidad. Mientras volaba, toda su superficie lucía el mismo tono metalizado y argento, pero en aquel momento la cara interna de aquella curva en forma de luna creciente estaba cubierta por lo que parecían escudos; su sección inferior, de unos doce niveles, brillaba con luces rojas, azules y verdes, como las joyas del tesoro saqueado por un conquistador. Un zumbido sordo de energía emanaba de la nave, pero no se abrieron escotillas ni portales, no se extendieron rampas, ningún tripulante ni ninguna máquina fueron enviados al exterior, a la vista de los jóvenes.
Travis no estaba seguro de si las reticencias de los alienígenas por aventurarse al mundo exterior lo tranquilizaban o lo ponían todavía más nervioso.
—Parece que no quieren que se los moleste —susurró.
—Puede que estén haciendo pruebas —respondió Antony, también en voz baja, como si las orejas de los alienígenas fueran capaces de detectar sonidos mucho más lejanos que las de los humanos— para determinar si pueden vivir en nuestra atmósfera sin trajes protectores o algo así.
—Clive —susurró Giles—, ¿y si las naves no están tripuladas? ¿Y si son automáticas y las maneja un ordenador?
Antony inspiró profundamente.
—Esa es una de las cosas que tenemos que comprobar. —Se volvió hacia el resto—. ¿Quién viene conmigo?
—¿Ahí… abajo? —preguntó Shearsby, como si aquella propuesta fuese tan absurda como querer tirarse por un precipicio.
—Es a lo que hemos venido —les recordó Antony—. Tenemos que contactar con ellos. Tenemos que comunicarnos.
Antony tenía razón, por supuesto. Travis lo sabía. Pero, como en muchas otras ocasiones, hacer lo correcto no era fácil.
—Voy contigo, Antony —dijo de todos modos.
—Por Harrington —dijo Hinkley-Jones. Tolliver y Shearsby asintieron, nerviosos.
—Yo también voy. —Para el pequeño Giles, quedarse solo era una perspectiva aún más desalentadora que la de encontrarse con un alienígena, independientemente de su aspecto.
—Muy bien, entonces —dijo Antony—. En marcha.
Los chicos empezaron a descender camuflándose tras el espeso follaje; permanecían más cerca unos de otros que hasta entonces. En aquel lado de la colina Vernham, por desgracia para ellos, había más cobertura cerca de la cima que a los pies de la misma. Travis pensó, desconcertado, que era como si los mismos árboles se alejasen de los alienígenas. Los arbustos solo ocultarían al grupo hasta una cierta distancia, a unos pocos metros de la nave. Si aun así eran incapaces de ver a los alienígenas, serían estos los que los verían a ellos, con toda probabilidad. Y eso si los instrumentos de la nave no habían advertido ya su presencia y estaban siguiendo cada uno de sus pasos.
—Llevad las armas a vuestro lado —les conminó Antony— y no hagáis gestos agresivos con ellas. No queremos que los alienígenas piensen que somos hostiles.
—Clive —dijo Shearsby, fascinado por la nave—, no creo que importe lo que ellos piensen de nosotros.
Los árboles revelaron a los jóvenes, como traidores.
La nave dejó escapar un delicado susurro, parecido a un resoplido burlón.
Por encima del coro de luces, una amplia abertura apareció en el casco cuando dos brillantes puertas se deslizaron hacia los lados, revelando unas fauces negras y sonrientes.
—¿Esto es bueno, malo, o qué? —preguntó Shearsby, preocupado.
Una segunda nave salió volando de aquel espacio. Los chicos gritaron de forma automática. Era idéntica a aquella de la que había salido salvo por el tamaño, pero pese a ello seguía siendo más grande y mucho más ancha que cualquier vehículo que Travis hubiese visto hasta entonces. Deseó, poco convencido, que su aparición no tuviese nada que ver con la de ellos, que tuviese otro objetivo.
Ni lo uno ni lo otro.
Los motores brillaron en cada uno de los extremos de la hoja y la nave atravesó el espacio que los separaba hasta quedar suspendida sobre sus cabezas, planeando como un ave de presa.
El pequeño Giles ya había visto bastante. Gritó, con las manos cerradas por el miedo hasta formar dos puños.
—¡Vámonos de aquí! ¡Tenemos que largarnos de aquí! —gritaba Shearsby sin parar.
Pero Antony se mantuvo inflexible.
—No podemos hacer eso. Shearsby, nada de marcharse.
Por absurdo que resultase su gesto, Hinkley-Jones apuntó con su escopeta como durante una de las cacerías en los terrenos de su difunto padre.
—¡No! —Antony sujetó el arma por el cañón y la bajó de nuevo—. ¿Qué crees que estás haciendo? ¿Qué te he dicho?
—Pero Clive…
—Puede que esto no sea un ataque. Puede que hayan venido a saludarnos. Tenemos que darles… —El beneficio de la duda, iba a añadir Antony.
Hasta que unos paneles plateados se abrieron también en aquella segunda nave, en torno al tren de aterrizaje, y de su interior surgieron otras naves aún más pequeñas, diminutas en comparación con su nodriza, un poco más grandes que un hombre, ovaladas como huevos o vainas, con la mitad inferior de metal y la mitad superior de una sustancia transparente, como cristal. Eran seis.
Como nosotros, pensó Travis, sintiendo un nudo cerrándose en su interior. Empezó a caminar marcha atrás casi sin proponérselo. Todos lo hicieron, incluso Antony.
—No. —Pero el delegado se obligó a sí mismo a detenerse, aun contra su voluntad.
Las vainas volaban en círculos, entre los muchachos y la nave. Estaban pilotadas. Travis pudo distinguir un compartimento a través del cristal, como una especie de cabina, con un piloto sentado en ella, una figura humanoide pero que seguramente no era un hombre.
—Tenemos que hacernos entender. —Antony dejó su arma en el suelo y extendió los brazos, como si se estuviese preparando para ser crucificado—. Tenemos que demostrarles que no somos una amenaza. —Y se separó de sus compañeros.
Travis tuvo que admitir que Antony Clive era muy valiente. Sobre todo si tenía en cuenta que los alienígenas parecían estar cubiertos de los pies a la cabeza por una armadura hermética. Quizá su atuendo no fuese más que un inocente traje espacial o de vuelo, pero a él le recordó a la armadura de un caballero medieval, de un guerrero, reluciente y oscura como hielo negro, excepto una, que centelleaba con el brillo del oro mientras su propietario sobrevolaba a los jóvenes.
—¿Pueden oírme? ¿Entienden lo que digo? —Antony se dirigía a los alienígenas a pleno pulmón—. Por favor, contesten. Solo queremos hablar.
Pero Travis llegó a atisbar los cascos con los que los alienígenas ocultaban sus facciones, recordándole estos a los cráneos de extrañas bestias salvajes, diferentes entre ellos pero todos con colmillos, dientes o cuernos, proyectando la imagen de criaturas que jamás habían poblado la Tierra. Su aspecto no parecía querer transmitir afán de cooperación o deseo de entendimiento.
—Queremos… queremos ser sus amigos. —Pero incluso Antony parecía menos convencido que antes.
Y de pronto, un agujero circular se abrió súbitamente debajo de las cabinas acristaladas de las vainas, brillando con luz blanca. Cañoneras.
—Al diablo —gritó Travis—. ¡Antony!
Hinkley-Jones llevó su escopeta al hombro y el dedo al gatillo.
Pero los alienígenas fueron más rápidos.
Seis haces de energía brillaron simultáneamente desde las vainas. Todos acertaron a Hinkley-Jones, cubriéndolo de una luz cegadora. Los rayos centelleaban como fuego blanco, pero el chico quedó congelado como el hielo. Ni siquiera llegó a gritar. No pudo. Hinkley-Jones, el mejor tirador del colegio Harrington, cayó hacia delante hasta desplomarse contra el suelo y no volvió a moverse más.
Travis abrió la boca de par en par, aterrado, aunque pensó que, después de todo, su misión había sido un éxito. Los chicos querían que los alienígenas se comunicasen con ellos y eso era precisamente lo que habían hecho. Sin ambigüedades.
* * *
No habían venido a ayudar. Habían venido a matar.