1. LA ESPAÑA DE FINALES DEL SIGLO XVII
El final del siglo XVII consolida una de las épocas más controvertidas del pasado español, la que ha sido considerada por la historiografía como el período de la decadencia. El fracaso de la monarquía hispana pone fin a la grandeza del imperio acuñado por los monarcas del siglo anterior. Y las riquezas americanas, lejos de permitir el desahogo, habían venido agravando la situación. Porque España había monopolizado la economía del Nuevo Mundo en una estructura imperial típica, apoderándose de las materias primas y abasteciéndolo de manufacturas, y, ahora, cuando muchas de las riquezas se agotan y todo parece ir a la deriva, no es capaz de gestionar el nuevo panorama que se presenta. Y, mientras tanto, negociantes franceses y holandeses se aprovechan de los últimos metales preciosos que llegan a los puertos de la Península. La realidad es bastante cruda: la corrupción y el caos reinan en la administración, las ciudades están atestadas de pícaros y gentes de mal vivir y crecen el desorden y la apatía.
Termina un siglo de contrastes desmesurados. Por un lado, se observa cómo las personas que viven atentas a la vida pública en Madrid, Sevilla u otras ciudades, se dan cuenta, estremecidas, de que parecen sobrevenir toda clase de calamidades, miserias, crímenes y fracasos.
No obstante, si bien en lo militar, político y económico la decadencia es palpable, no sucede lo mismo con la literatura y el arte. El siglo XVII con el final del siglo XVI constituye el momento literario y artístico más álgido del sentido creativo español, su etapa estelar. De ahí que se le denomine el Siglo de Oro de las artes y las letras, en el cual escribieron sus obras magistrales Cervantes, Lope de Vega, Góngora, Quevedo y Calderón de la Barca.
Aquella sociedad presentaba todavía un carácter estamental muy claro heredado de los siglos precedentes, separada en grupos de población muy definidos: la nobleza, el clero, los militares y la clase inferior. Los hidalgos constituían el eslabón más bajo de la nobleza; teniendo fundamentalmente dos orígenes: algunos de ellos pertenecían a familias que habían recibido el título por méritos en la Reconquista y otros habían adquirido la hidalguía en fechas posteriores por servicios u otros méritos. Pero en esta época se había producido ya un paulatino empobrecimiento de los mayorazgos, hasta llegar a distinguirse únicamente por su orgullo y por su pobreza. Y los hijos de los hidalgos, arruinados los más de ellos, buscaban acomodo en el clero y en las tropas. Sobre todo los segundones, es decir, los que no heredaban, se alistaban en la milicia, buscando la aventura y deseosos de obtener por méritos alguna prebenda. También sobreabundaban los hijos bastardos; la descendencia natural de una sociedad tan proclive a la aventura, los viajes, las conquistas…; en una realidad muy marcada por la idea de pecado, en la que los matrimonios se acordaban por conveniencia, generando una infinidad de relaciones extramatrimoniales ilícitas por tanto, pero que eran conocidas por todo el mundo. Como una consecuencia más de la crisis del siglo, hay que destacar el progresivo relajamiento de las tropas. Llegó a extenderse la figura de los soldados españoles como fanfarrones, pícaros e indisciplinados.
La decadencia empieza a extenderse por todos los órdenes de la vida cotidiana. Esto produce un desengaño del mundo que provoca la absoluta valoración de lo trascendente, el deseo de escapar al engañoso mundo. Por eso el Barroco se caracteriza por una constante tensión entre vida y espíritu. Aparece en aquella sociedad un hombre que busca la vida con sus placeres, pues la sabe breve; y otro en cambio que tiende al ascetismo, que mira únicamente hacia arriba, al sacrificio por causas grandes y nobles, al optimismo y a la fe. Así es el arte en esta época; un contraste entre dos fuerzas poderosas: una que le invita a ascender y otra que le retiene.
En el hombre del siglo XVII están los valores del Renacimiento, pero en proceso de asimilación y conviviendo con rasgos del espíritu medieval en mayor o menor medida. A fin de cuentas, nos encontramos ante el afianzamiento de un nuevo sistema de valores, de una nueva estética, en una época de esplendor hispano en algunos aspectos culturales y una convivencia conflictiva marcada por el control religioso y estatal.
2. UN REINO EN DEPRESIÓN
La crisis del siglo XVII es uno de los aspectos más controvertidos de la historia económica española. Porque, en términos generales, no se cuenta con datos fiables sobre la población, la producción agrícola o textil de las ciudades castellanas; ni acerca de las verdaderas cifras de negocios de los banqueros y comerciantes, o de la recaudación de impuestos, y las escasas referencias a los gastos de guerra dificultan cualquier conclusión. No obstante, existe acuerdo general entre los investigadores en admitir que todos los países del occidente europeo sufrieron casi en la misma época una regresión económica. En todo caso, parece obvio admitir que dicho siglo fue duro para Europa y particularmente catastrófico para España.
No hay recuentos fiables, pero parece ser que la población española sufrió un descenso notable en el siglo XVII. Para algunos historiadores, disminuyó en un veinticinco por ciento entre 1600 y 1650. Algunos textos literarios dan cuenta de este hecho. En una obra de Tirso de Molina leemos:
Dinos: ¿en qué tierra estamos, qué rey gobierna estos reinos y cómo tan despoblados tienen todos estos pueblos?
Si bien parece que la población de las ciudades españolas se mantuvo, en cambio, la población rural disminuyó. Y estos cambios afectaron sobre todo a la agricultura. Hubo carencia de mano de obra y descenso en el pago de rentas y de diezmos. Al mismo tiempo se producían modificaciones en las técnicas empleadas y en los productos cultivados; por ejemplo, se sustituyeron muchas plantaciones de cereales por otras de vid y olivo. La propiedad tendió a concentrarse: aumentan los latifundios. Muchos campesinos tuvieron que convertirse en jornaleros para sobrevivir, sobre todo en el sur, en Extremadura, Castilla-La Mancha y Andalucía. Y al mismo tiempo se acusaba la expulsión de los moriscos, especialmente en Valencia y Aragón. Aunque, en sentido positivo, debe destacarse la introducción de nuevos cultivos procedentes de América, como la patata y el maíz, decisivos en algunas zonas del norte. Y también la exportación de lana siguió siendo rentable para el comercio español, aun resintiéndose por las guerras permanentes.
Y en este contexto de retroceso económico y demográfico, también el factor fiscal resultó enormemente afectado. Los problemas económicos se tradujeron en dificultades fiscales: Castilla no estaba ya en situación de proveer al Estado de los enormes recursos que precisaba para desarrollar su gravosa política exterior. Las incontables guerras emprendidas llevaron a la Hacienda a una situación lamentable, porque gran parte de los metales que llegaron de América se destinaban a costear los gastos militares. Y las elevadas partidas empleadas en mantener los cuantiosos gastos de la Corona, según los niveles de las épocas de esplendor, empeoraban notablemente esta situación. En el reinado de Carlos II, la Casa Real gastaba alrededor de un siete por ciento del erario del Estado. Gastos que además eran dobles, ya que, además de la Casa del Rey, había que mantener la Casa de la Reina madre y, más tarde, las de las dos reinas. En pleno Barroco, estos gastos eran suntuosos, a pesar de que la débil Hacienda era incapaz de soportarlos. Y todo esto se tradujo en complicaciones monetarias.
La atormentada situación de la Hacienda y la insuficiencia de sus ingresos obligaron a buscar nuevos medios de financiación. Ya desde los inicios del siglo XVII, la manipulación monetaria había sido preferida por los gobernantes como recurso complementario cuando la situación se veía atosigada. El resultado de esta política fallida fue un sistema monetario inestable, que dificultó en gran medida la actividad comercial del reino.
La triste situación económica a que acabamos de referirnos obligó a ensayar remedios tardíos en todos los órdenes. Y al terminar el siglo, muy poco es lo que quedaba en pie.
3. EXTRANJEROS PESCANDO EN EL RÍO REVUELTO DE ESPAÑA
Por otro lado, el proceso de crisis de la economía española se vio agravado por las concesiones otorgadas por los poderes públicos a los comerciantes extranjeros. Los puertos del Levante español constituyeron escalas de rutas comerciales que integraron a regiones económicas europeas, como Flandes, Inglaterra, Francia e Italia. Cada grupo nacional de mercaderes aportaba y arrastraba la fuerza de su origen, de sus relaciones económicas y sociales. Los italianos, por ejemplo, conectaban con las poderosas repúblicas mercantiles de Génova y Venecia; o de los incipientes estados de Niza-Saboya y Liorna-Toscana, que incluían a ciudades económicamente importantes como Turín, Milán y Florencia. En el reinado de Felipe III la paz permitió no solo la reanudación del comercio directo con Holanda e Inglaterra, sino la instalación de comerciantes ingleses en los puertos del Levante y, sobre todo, el predominio de estas naciones atlánticas en el transporte marítimo, en detrimento de franceses e italianos. Fue esta una posición que se consolidó bajo Felipe IV y Carlos II, a causa de las guerras con Francia, que dieron lugar a la casi total desaparición de los franceses. Hasta tal punto llegó esta situación que casi no había ya mercaderes españoles, sino que casi todo el comercio estaba en manos de holandeses e ingleses. Esto dio lugar a que, en muchos casos, los mercaderes de Levante tuvieran que funcionar al amparo de los extranjeros.
Tales concesiones a extranjeros condicionaron un creciente desarrollo de la ruta del Atlántico, entre Cádiz, nueva sede del monopolio de las Indias, y los puertos franceses, ingleses, holandeses y hanseáticos. Los beneficiarios fueron por ende las ciudades de la Hansa en 1647; y las Provincias Unidas de Holanda con la paz de Westfalia.
El comercio americano preocupaba mucho porque su importancia era enorme. Y el Estado defendió muy celosamente su monopolio, aunque en la práctica cayó también en manos extranjeras. Las colonias de holandeses e ingleses establecidas en Cádiz procuraban introducirse en el negocio por todos los medios. En 1668 se elevó un memorial a la regente Mariana de Austria, en el cual se explicaban los ardides puestos en práctica por los extranjeros para sortear la prohibición de comerciar directamente con América. Entre otras cosas, se denuncia que procuraban que sus hijos o allegados contrajeran matrimonio con españoles en Cádiz, Puerto de Santa María o Sevilla, para que su descendencia gozara del privilegio de los naturales. Y también que se servían de mercaderes españoles como simples máscaras tras las que se ocultaban, siendo los extranjeros quienes en verdad mercadeaban.
No obstante, y a pesar del declive que sufrieron los negocios con las Indias, el cónsul francés en Cádiz, Pierre Catalán, podía escribir en 1670 al ministro Colbert que «el comercio en este puerto de Cádiz es el mayor y más floreciente de Europa». Y en su informe, estimaba el valor total del comercio internacional en los puertos andaluces durante aquel año en unos trece millones de pesos, de los cuales solo quedaban en España un millón y medio. El grueso del negocio se hallaba pues en su mayor parte en manos de extranjeros, que eran los auténticos beneficiarios.
Aunque es posible que sobre este asunto se exagerara. Godolphin escribía en 1675 desde Madrid: «La opinión habitual aquí es que todas las demás naciones viven y se hacen ricas por su comercio con los dominios de esta Corona, opinión que aunque es verdadera en buena parte, no lo es hasta la exageración de que se ufanan los españoles».
4. UN MUNDO SOBRE EL QUE SE CIERNE LA RUINA
Aquella población, con tan apuradas y precarias posibilidades de sobrevivir, acosada por condiciones habitualmente adversas, no gozaba de muchas perspectivas ni posibilidades de prosperar. Esto se tradujo en una gran facilidad para descender en la escala social y llegar a caer en la pobreza y la marginación; nuevo estado para muchos que habían vivido con cierta holgura antes y del que resultaba, en cambio, muy difícil salir.
Y por todas partes, gentes muy variadas y por motivos muy diversos, nutrían el contingente de marginados: vagabundos, pobres, mendigos, viudas, huérfanos, enfermos, pícaros, delincuentes, prostitutas, presos, bandoleros… Y ante tanta contrariedad, la sociedad oscilaba entre el rechazo y la solidaridad.
5. EL DUQUE DE MEDINACELI
La indolencia de los últimos Austrias propició que las tareas de gobierno recayeran en el llamado «valido», un gobernante efectivo, un ministro que tomase sobre sí la pesada carga. Dos grandes personajes tenían capacidad y prestigio suficientes para asumir tan alta responsabilidad: el duque de Medinaceli, sumiller de Corps y presidente del Consejo de Indias, y el duque de Frías, condestable de Castilla, decano del Consejo de Estado.
La muerte de don Juan de Austria había creado un vacío de poder que era preciso llenar cuanto antes. Pero en los primeros momentos era difícil predecir en quién recaería la responsabilidad del gobierno. El rey Carlos II no podía estar solo. Pero no surgía ningún personaje equiparable a don Juan. Un nuevo valido no parecía aconsejable. Pero era urgente atender al gobierno y los proyectos de reforma estaban pendientes.
Por algún tiempo, las intrigas de don Jerónimo de Eguía, apoyado por el confesor del rey y por la duquesa de Terranova, camarera mayor de la reina, dificultaron la elección. Pero finalmente el rey se decidió por Medinaceli y el 22 de febrero de 1680 se expidió un decreto por el cual se le nombraba primer ministro. La decisión real fue bien recibida, porque el duque era joven todavía, y a la vez, según don Gabriel Maura, «igual por su sangre a los mejores, superior a todos en bienes de fortuna, no inferior en entendimiento a los más avisados. Correcto en sus costumbres, probo en el ejercicio de sus funciones». Parece ser que era hombre cauto que, según el mismo cronista, «tuvo cualidades y defectos de los políticos flexibles».
Sin juzgar estas cualidades, discutibles para otros, resultó que el duque no tuvo altura de miras ni energía para sobreponerse al ambiente de crisis y decadencia. Lo real es que acudió al tan acostumbrado recurso de crear juntas, y entre ellas, una «Magna de Hacienda», que no hizo sino entorpecer la ya lenta marcha de los negocios con sus discusiones y vacilaciones.
6. 1680: ANNUS HORRIBILIS
Al iniciarse la década de 1680 la situación descrita parecía llegar a su punto más crítico. No obstante, el año comenzó entre festejos organizados para celebrar la llegada de la nueva reina francesa María Luisa de Orleans al palacio real. El día 13 de enero, montada a caballo, recorría la Villa y Corte, desde el Buen Retiro hasta el Alcázar, con un vistoso séquito, aclamada por el pueblo, que se había echado a las calles con entusiasmo. Cinco arcos triunfales se habían erigido, para loar a la reina con los versos de los más insignes escritores, entre los que estaba Calderón de la Barca, entonces ya un anciano de ochenta años.
Pero toda esta alegría fue efímera, porque pronto empezó a desatarse un cúmulo de circunstancias adversas que, si bien ya venían gestándose en la década precedente, dieron ahora la cara con toda su virulencia.
El desbarajuste monetario, que era una de las más pesadas cargas que ya arrastraban los reinos castellanos, había llegado a provocar una situación verdaderamente desastrosa. Circulaba una moneda de baja calidad, el vellón, formada entonces por una aleación del 93 por ciento de cobre y un pobre 7 por ciento de plata, cuyo valor real era de 10 reales el marco, en tanto que su valor legal era de 24. Semejante diferencia se consideraba como un fraude, que el gobierno era el primero en consentir y en el que intervinieron muchos dedicados a falsificar moneda. El resultado fue un descrédito absoluto de la moneda, con gravísimas consecuencias: inflación, aumento escandaloso del precio de la plata y el oro y la consiguiente especulación.
Era pues necesario hacer algo para solucionar un problema que causaba tantos perjuicios a la economía y que constituía uno de los factores principales de la crisis. Y, finalmente, por un decreto de 10 de febrero de 1680, se devaluaba el marco de moneda de molino en un 75 por ciento de su valor corriente, lo cual suponía pasar de 12 reales a 3 reales. Y, además, todo el vellón de cobre puro fue devaluado a una cuarta parte de su valor corriente. A la vez se adoptó la excepcional medida de legalizar todo el vellón falso e importado, reduciéndose el precio de la plata del 275 por ciento al 50 por ciento.
El resultado inmediato del decreto fue catastrófico: cundió el pánico, muchos perdieron sus ahorros, los comerciantes suspendieron sus negocios y algunos fueron a la quiebra. Y dado que la moneda circulaba escasamente, el trueque se hizo corriente. La devaluación provocó también general confusión y alarma entre los asentistas, y ocasionó el descenso de los préstamos.
El cronista Antonio de Solís escribía a uno de sus amigos para decirle que la devaluación «ha dejado en total perdición el comercio, y acabadas las haciendas de los particulares. No hay quien cobre ni pague […]. Se ha hecho uso la pobreza […]. Todo es miseria y quiebras de mercaderes».
En suma, el impacto inicial del decreto de devaluación fue enorme en la vida del país, y el gobierno también se vio gravemente afectado, teniendo que soportar grandes pérdidas fiscales, que venían a empeorar todavía más la crisis de la Hacienda. Por tanto, se planteaba una vez más la necesaria reforma fiscal. En marzo de aquel año dos ministros del Consejo de Hacienda presentaron un memorial denunciando como ruinoso el sistema de arriendo de impuestos y proponiendo su sustitución por encabezamientos, como medio más limpio y eficaz, y dejando solo para arrendar los monopolios, como la sal, el tabaco y las aduanas.
Sirvan como muestra de la situación las impresiones que dejó escritas por entonces el marqués de Villars, embajador de Luis XIV: «Sería difícil describir en toda su magnitud el desorden reinante en el gobierno de España. Puede decirse en general que ha llegado a tal punto que parece casi imposible el que se pueda restablecer, porque carece de súbditos que tengan la capacidad y la voluntad de trabajar en ello, y, por otra parte, porque los hombres y los fondos están allí tan agotados que tal vez fuera inútil el emprenderlo». Y no era solo esta una opinión más o menos despectiva de un altivo extranjero. En efecto, por muchos motivos, 1680 fue el peor año de una pésima época.
Tampoco la naturaleza parecía querer ayudar, sino todo lo contrario; las inclemencias del tiempo azotaron duramente la Península: hubo tormentas, granizo, lluvias torrenciales e inundaciones. Y por si todo esto fuera poco, en octubre un terremoto devastó algunos pueblos de Málaga, dejándose sentir hasta en Madrid. Uniéndose al desastre la peste, que seguía asolando las tierras andaluzas. Los males de siempre, en definitiva, pero agravados por la crisis de la economía y el gobierno del reino.
Tales eran las tribulaciones, que algunos hasta veían en ellas un castigo del cielo y buscaban señales que mostraran el camino a seguir. Según el cronista valenciano Ignasi Benavent, el 22 de diciembre de aquel año «se vio un cometa muy grande y espantoso de color dorado que duró cinco semanas a la parte de Poniente». Tal cúmulo de apocalípticas desdichas, como escribía no sin razón el marqués de Villars, «llenaban España de ideas sombrías sobre el presente y de nuevos terrores del futuro».
Si, como se ve, el año 1680 había resultado durísimo, los que le siguieron tampoco fueron fáciles. Continuaron las inclemencias del tiempo con sus consecuencias sobre la agricultura, la sequía que afectaba a tantas comarcas significaba el hambre para miles de personas. Como relataba Francisco Godoy: «No cogiéndose ningunos frutos, estrechándose la necesidad común hasta llegar a la extrema miseria, a buscar los hombres yerbas silvestres con que sustentar los cuerpos […]. La tierra de casi toda Andalucía se secó; los frutos se quemaron; los árboles se ardían; los granos se perdieron; los campesinos se fueron a mendigar a otras provincias; los ganados perecieron. Se encareció el pan, y por su carestía murieron muchos».
Y para colmo de males, una terrible tempestad hundió en el Atlántico los cinco grandes navíos que componían la flota de las Indias, con la pérdida de 1400 personas y de 20 000 000 de ducados, que suponían la suprema esperanza del agonizante erario.
6. SEVILLA: UNA CIUDAD EN DECLIVE
Ya en torno al año 1600 la ciudad de Sevilla alcanzó su máximo número de habitantes, que se calcula en 150 000, siendo la primera de las poblaciones españolas igualada en el conjunto europeo con Londres y Roma, según palabras de Domínguez Ortiz en el volumen La Sevilla de las Luces.
El año 1621 sube al trono el rey Felipe IV con solo dieciséis años de edad, iniciándose el declive de la dinastía de los Habsburgo, también conocida como «decadencia de los Austrias». Durante este siglo XVII, España cede su puesto a Francia como potencia europea y, como ya vimos más arriba, es opinión general de los historiadores que da comienzo un siglo de recesión general, que afectó sobremanera a Andalucía, donde la climatología adversa, con años de sequía y lluvias torrenciales, alternándose, y el descenso en la llegada de oro de las Indias, hicieron menguar la riqueza y opulencia del siglo anterior.
Con el último de los Austrias, el rey Carlos II, termina un siglo desastroso en lo que a política y economía se refiere. Pero en lo referente a las artes nos hallamos en lo que se conoce como «Siglo de Oro español»; en el que brilla una pléyade de nombres insignes: Cervantes, Lope de Vega, Garcilaso, Tirso, Calderón, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, y un largo etcétera. Por entonces, Sevilla es cuna de grandes artistas: Montañés, Roldán, Velázquez, Murillo… En los primeros años del siglo, Lope también pasa por Sevilla tras su amada Camila Lucinda (la cómica Micaela Luján).
Sevilla decae con aquella España en crisis. Y un motivo fundamental de su decadencia fue precisamente que Cádiz se erigiera como nueva receptora del Oro de Indias desde mediados de siglo. Ya desde 1558 se venía autorizando a los buques que venían de las Antillas con cargamento de cueros y azúcar a que descargasen en el puerto gaditano. Poco después se hacía extensiva la licencia a todas aquellas naves que no pudieran traspasar la barra de arena de Bajo Guía (Sanlúcar de Barrameda). Y para colmo, al crepúsculo sevillano se fue a sumar la preferencia de los comerciantes extranjeros por la bahía de Cádiz, donde encontraban mayores facilidades para el comercio por tener que pagar menores derechos arancelarios.
Como primera consecuencia, cuando se produce la peste de 1649, Cádiz se recuperó fácilmente de la crisis, pero no así Sevilla, que acusó el desastre de manera terrible. Se dice que hasta 200 000 personas, de los 300 000 habitantes que tenía la ciudad, fallecieron entre esa fecha y 1650. Abandonados los barrios más populosos, la población quedó expuesta al hambre y la miseria, lo que ocasionaría la sublevación llamada «de los ferianos», por iniciarse en la célebre calle Feria. El gentío hambriento se amotinó ante la carestía del pan y comenzó a saquear tiendas e incluso pretendió tomar la Casa de la Moneda. La revuelta fue reprimida y los cabecillas ajusticiados.
En lo sucesivo, el monopolio sevillano sería meramente nominal, trasladándose definitivamente la Casa de Contratación a Cádiz.
El rey Carlos II pondrá fin a un siglo lleno de contradicciones y desastres, incluyendo el terremoto de 1680 y la inflación monetaria que provocó la depreciación de la moneda de curso legal, el vellón. En palabras de Madoz: «Sevilla es el espejo donde se ve la decadencia española de aquel tiempo, y sin comercio, con una agricultura exánime, los miles de telares que su industria había contado en otro tiempo quedaron tan reducidos que en 1673 apenas llegaban a 400».
Toda la opulencia que trajo el descubrimiento de América a Sevilla llegó a su fin pues.
8. EL PUERTO DE CÁDIZ
En 1680 se solventó el largo contencioso que enfrentaba a Sevilla, tradicional sede del monopolio y lugar obligado de carga y descarga de las mercancías americanas, con Cádiz, que le disputaba la exclusiva gracias a las ventajas que ofrecía su gran puerto natural. Preferido por los barcos de gran tonelaje que tenían dificultades para remontar el río Guadalquivir, y a pesar de las protestas de la Casa de Contratación, Cádiz, con su mayor accesibilidad, había atraído a un gran número de mercaderes. Y, finalmente, en 1680, el gobierno, deseoso de incrementar al máximo las facilidades para el comercio con las Indias, aceptó la realidad y designó como puerto obligatorio de carga y descarga a Cádiz. Aunque de momento la Casa de Contratación permaneció en Sevilla, la ciudad de Cádiz empezó a experimentar grandes mejoras, con un crecimiento poblacional que la situó en torno a los 72 000 habitantes; estableciéndose allí 86 compañías de seguros y 61 corredores de lonja.
En 1680, todos los buques con destino a las Indias tienen la obligación de parar en la bahía gaditana. El papel de Sevilla se limitará a partir de entonces a burocráticas funciones comerciales a través de la Casa de Contratación; aunque por un tiempo limitado.
9. LA IMAGINERÍA BARROCA
Al iniciarse el siglo XVII, podemos apreciar un hecho trascendental, el de que la escultura española adquirió su particular identidad, pues el barroquismo italiano no encajaba en sus gustos. En España prevaleció de manera definitiva la inspiración de lo natural, de modo que el término «realismo» es el que mejor identifica al arte de la primera mitad del siglo. Era un realismo concreto, sincero, que huye de las abstractas bellezas ideales.
En Sevilla se inicia un período singular con la imaginería de la escuela andaluza. Todavía hoy se admiran en los desfiles procesionales de la Semana Santa sevillana las obras que con este fin realizó Martínez Montañés, autor de imágenes de Cristo plenamente humano. Algo más barroco fue uno de sus discípulos, Juan de Mesa, autor de veneradas imágenes como los Cristos del Amor, de la Agonía o de la Buena Muerte y el popular Jesús del Gran Poder.
Los escultores-imagineros, dotados de singulares carismas y fieles a sus creencias, sirvieron a la expresión de este realismo. No conviene olvidar que esta inspiración tan singular nació y se desenvolvió en plena Contrarreforma, en la que había que afirmar frente a las corrientes adversas a las imágenes el valor catequético, religioso y espiritual de éstas, mostradas al pueblo en procesiones que de forma rápida se hicieron multitudinarias.
10. LA MAMORA
En los siglos XVI y XVII se conoció como La Mamora o La Mámora a una población-fortaleza que actualmente está en ruinas junto a la ciudad marroquí de Mehdía, en el norte de Marruecos. Situada en las costas del Atlántico, a 115 kilómetros de Larache y 25 de Salé, se halla adentrándose a poco más de 2 kilómetros en el río Sebú. Fue conquistada por los portugueses en 1513, tras la toma de Azamor, y el rey Manuel I mandó que se edificase con fines estratégicos un baluarte. Esta primera construcción solo preveía defender el fondeadero, pero no servía frente a un ataque por el lado de tierra, lo que hizo que se perdiera pronto, llegándose a convertir en reducto de piratas bajo el mando del inglés Mainwaring durante algún tiempo.
Tras la conquista de Larache en 1610, los españoles dominaron esta parte de la costa, ocupando La Mamora en agosto de 1614. A partir de esta fecha, la fortaleza fue rebautizada como San Miguel de Ultramar. La guarnición española construyó un fuerte diseñado por Cristóbal de Rojas, llamado San Felipe, y junto a él creció una población amurallada. A partir de entonces, la plaza tuvo que resistir permanentes asedios musulmanes en 1619, 1625, 1628, 1647, 1655, 1668, 1671, 1675 y 1678.
11. LA PÉRDIDA DE LA MAMORA
Según consignan las crónicas de la época, el día 26 de abril del año 1681, entre las ocho y nueve de la noche, un numeroso ejército de moros al mando del alcaide de Omar puso sitio a La Mamora. La población total de la fortaleza la formaban 295 personas, solo 160 podían tomar las armas. Se resistió tenazmente, suponiendo que se trataba de un asedio más de tantos. Pero, tres jornadas después, el martes 29 por la tarde, se presentó por el sur el sultán de Mequinez, Mulay Ismail, con un ejército de 80 000 hombres. Y al día siguiente, miércoles 30, los soldados españoles se amotinaron porque veían que no era posible la defensa.
Se hizo una junta de oficiales y rebeldes, decidiendo rendir la plaza. Las condiciones de la capitulación dejaban en calidad de prisioneros a todos los habitantes de La Mamora. Pero quedarían libres y con posibilidad de partir en un navío a las siguientes personas: el maestre de campo y gobernador don Juan de Peñalosa y Estrada; al veedor Bartolomé de Larrea; al capitán Juan Rodríguez, al alférez Juan Antonio del Castillo, al sargento Cristóbal de Cea, y las respectivas mujeres de todos ellos; más los padres capuchinos Andrés de la Rubia y Jerónimo de Baeza, que hacían de capellanes; y dos sobrinos del veedor. De resultas, 250 soldados, más las mujeres y niños que había en la plaza, fueron apresados y llevados cautivos a Mequinez, juntamente con las imágenes y objetos de culto que había en la iglesia, además de los pertrechos de guerra.
12. MEQUINEZ
La ciudad marroquí de Mequinez, en árabe M’knas y en francés Meknes, está situada al pie de las montañas del Atlas Medio, en un valle verde, a unos 130 kilómetros de Rabat y a 65 al oeste de Fez. Los orígenes se remontan al siglo VIII, cuando se construye una kasbah, o fortaleza. Al asentarse en el sitio la tribu bereber conocida como Meknassa en el siglo X, la ciudad recibe definitivamente nombre e identidad por la población que fue creciendo alrededor de la fortaleza.
Pero Mequinez no alcanzará su apogeo hasta que fue elevada a la categoría de capital imperial por el sultán Mulay Ismail (1672-1727) de la dinastía alauita; el cual, después de haber sido proclamado sultán a la muerte de su hermano, en 1672, erige en la vieja ciudad la capital política y militar, emprendiendo la colosal tarea de reformarla por completo en un estilo muy personal. 3000 cautivos cristianos llegados de Fez, más 30 000 prisioneros de las tribus de las regiones vecinas, fueron empleados cotidianamente en la tarea. El sultán mandó destruir la alcazaba meriní y una parte de la ciudad antigua para construir una formidable muralla dotada de monumentales puertas. Mandó erigir mezquitas, alcázares para su guardia, graneros, cuadras de caballos, jardines y la Dar Kebira. Hizo traer materiales romanos y mármoles desde las ruinas de Volubilis y del palacio el-Badi de Marraquech, para realizar con fastuosidad su ciudad imperial: Dar el-Majzen, en la que estableció su administración personal y su harén, del que se dice que las quinientas mujeres que lo componían eran originarias de todas las comarcas.
Los graneros llamados Heri es-Suani, contiguos al palacio, servían para almacenar las reservas alimenticias de la ciudad, así como el heno y el grano previstos para mantener a los 12 000 caballos del sultán. Los muros de siete metros de espesor y una red de canalizaciones subterráneas, mantenían una temperatura fresca en el interior de las inmensas despensas que permitía la conservación de las reservas. Ya que, según los cronistas de la época, Mulay Ismail tenía auténtico temor a estar sitiado; y de ahí el origen de lo desmesurado de los graneros, de los cuales se decía que llenos «habrían podido asegurar la supervivencia de la ciudad durante veinte años». Aunque ningún asedio llegó a durar en realidad más de una semana durante los años de su reinado.
13. EL SULTÁN MULAY ISMAIL
Abdul Nasir Mulay Ismail As-Samin Ben Sharif, conocido universalmente como sultán Mulay Ismail, nació entre el año 1635 y 1645 y reinó en amplios territorios de lo que hoy es Marruecos entre los años 1672 y 1727; heredando el poder de su medio hermano Mulay al-Rashid Rama. Pero lo que más célebre hizo a este personaje en su tiempo es el hecho de ser un verdadero recolector de cautivos y haber mantenido un harén de 500 mujeres, creando una enorme familia en la que se le atribuyeron 700 hijos, el último de los cuales se dice que nació 8 meses tras su muerte. Reclutó un ejército de 150 000 esclavos y, con este inmenso poder gran parte de Marruecos cayó bajo su dominio durante 55 años. Tras la muerte de Ismail, sus numerosos hijos se disputarían la sucesión durante medio siglo.
La gran armada del sultán estaba compuesta por esclavos negros, emigrantes árabes, sudaneses, andalusíes y cristianos. Con el fin de mantenerla y regenerarla, instaló en Mequinez un gigantesco campamento cercano al palacio. Dio mujeres a los soldados y, siguiendo el ejemplo de los turcos, todos los niños nacidos en el campamento fueron formados para servir al Estado desde edad temprana. A los quince años eran incorporados al ejército. Mulay Ismail creó por todo el imperio una red de fortalezas, todavía utilizadas como guarniciones.
En una plaza vecina a su palacio de Mequinez, estaba la Qubba el-Jayyatín (los costureros), llamada así por el gremio de sastres instalado alrededor de la plaza. En este pabellón, Mulay Ismail recibía a los embajadores extranjeros y hacía los negocios de transacción y rescate de cautivos. El padre Busnot que estuvo allí para redimir, y contó cómo eran estos encuentros, describe así al sultán: «De mediana talla, tenía un rostro un poco alargado y delgado, la barba partida y un color casi negro, los ojos llenos de fuego y una voz fuerte». También hay allí salas subterráneas que todavía hoy se conservan y pueden visitarse, a las que se accede por una escalera contigua a la qubba. Estas estancias lúgubres son conocidas aún con el nombre de «prisión de los cristianos». Se cuenta que la prisión fue construida por un cautivo portugués al que Mulay Ismail habría prometido la libertad si lograba construir una cárcel para 40 000 cautivos.
14. LOS CAUTIVOS
Se puede afirmar con propiedad que los cautiverios de españoles entre musulmanes se iniciaron con la misma invasión islámica. Porque se tienen noticias de redenciones desde los mismos orígenes de la dominación. Aunque en aquellos primeros momentos, la libertad se gestionaba a título personal, por los mismos cautivos o sus familiares y amigos; y por mercaderes que conseguían de esta manera una comisión por los rescates, en función de su cuantía y de las dificultades de acceso a los cautivos. Solamente con carácter muy excepcional, la propia Corona pudo mediar, y aun exigir, la liberación o el intercambio de cautivos.
Los Reyes Católicos no se detuvieron en la empresa de la Reconquista y decidieron proseguir en el norte de África; y luego su nieto Carlos V y su biznieto Felipe II protagonizaron sonoras victorias contra los infieles; pero también un buen número de derrotas en las que gran cantidad de soldados españoles fueron hechos cautivos. En el ámbito del Mediterráneo, hubo pues un estado de conflicto persistente y fueron muchos los años de guerra contra los musulmanes. El cautiverio permaneció como un fenómeno corriente en toda la Edad Media; que continuó en la Edad Moderna; una situación frecuente que se producía cada vez que llegaba a término una de las muchas campañas que se emprendían, o cuando una nave cristiana era apresada por corsarios. Y como era común la concepción medieval del cautivo como prisionero de guerra que pertenecía al apresador, se veía legitimado éste para retenerlo sin más a la espera de que se comprara su libertad mediante el pago de un rescate. Si bien el captor se consideraba con derecho a escoger entre exigir ese rescate o conservar a su servicio al cautivo. Esto último solía suceder cuando el aprehendido conocía bien su oficio o podía reportar a su dueño algún otro beneficio.
Esta realidad tan cotidiana en la España nos ha dejado innumerables testimonios. Llegó a ser un fenómeno que formaba parte de los pueblos y ciudades, donde las gentes solían vivir a la espera de que sus familiares cautivos regresasen. Solo más adelante irán surgiendo instituciones auténticamente especializadas en el rescate de cautivos, inspiradas en el sentido clásico de la beneficencia cristiana y, por tanto, con fines no lucrativos. Lo que provocó incluso que se fundaran órdenes religiosas, llamadas también órdenes redentoras de cautivos, por su fin primordial. Según parece, fue la Orden de Santiago la primera en dedicarse a los cautivos. A ésta seguiría la Orden de Montegaudio, a la que le dio Alfonso II de Aragón el significativo nombre de Orden del Santo Redentor. Y con menor frecuencia, también participaron los franciscanos. Pero, sin lugar a dudas, será en los inicios del siglo XIII, cuando aparezca la Orden de la Santísima Trinidad y la de la Merced o de la Misericordia de los Cautivos, el momento culminante de estos institutos religiosos, a los que quedará vinculada por muchos siglos la redención.
15. LA ORDEN TRINITARIA
La llamada Orden de la Santísima Trinidad y de los Cautivos (en latín Ordinis Sanctae Trinitatis et Captivorum), conocida también como Orden Trinitaria o Trinitarios, fue fundada por el francés san Juan de Mata y aprobada por el papa Inocencio III en 1198; con la bula operante divine dispositionis; a la que se unió la praxis de San Félix de Valois (cofundador de la orden). Se puede decir que es la primera institución oficial en la Iglesia católica dedicada al servicio de la redención de cautivos sin armas ni violencia, con la pura misericordia, y con la única intención de devolver la esperanza a los hermanos en la fe que sufrían bajo el yugo de la cautividad. Es también la primera orden religiosa no monástica y una de las principales órdenes religiosas que se extendieron por España y Europa durante la Baja Edad Media.
La reforma de la Orden Trinitaria fue obra de san Juan Bautista de la Concepción (1561-1613); nacido en Almodóvar del Campo (Ciudad Real) y que establece en Valdepeñas la primera comunidad de trinitarios descalzos. Con el breve Ad militantes Ecclesiae (1599) el papa Clemente VIII dio validez eclesial a la congregación de los hermanos reformados y descalzos de la Orden de la Santísima Trinidad, instituida para observar con todo su rigor la Regla de san Juan de Mata.
Juan Bautista de la Concepción fundó 18 conventos de religiosos y uno de religiosas de clausura, a los que les transmitió un vivo espíritu de caridad, oración, recogimiento, humildad y penitencia, poniendo especial interés en mantener viva la entrega a los cautivos y a los
16. EL RESCATE
Los medios económicos de que disponía la orden provenían de limosnas y donaciones de los fieles, y de lo que obtenía de sus propios bienes. Ambas fuentes de ingresos son poco estables, de ahí que muchas veces solo fuera posible llevar a cabo redenciones generales, coincidiendo con el momento en que se había podido recaudar lo necesario.
La primera dificultad para el rescate la imponía el lugar del cautiverio. Así, por ejemplo, el precio de la libertad en Berbería (Tetuán, Fez, Marruecos, Mequinez, etc.) solía ser más elevado que el de Argel, a pesar de la proximidad de aquellas tierras. En general, lo normal era llegar a los 200 pesos de plata, aunque no resultaba infrecuente subir hasta los 600. Un segundo inconveniente suponía el hecho de que los rescatadores, familiares o amigos que buscaban la liberación de los cautivos no siempre estuvieran en disposición de aportar la totalidad del rescate, debiéndose complementar con los fondos de los institutos religiosos o de las fundaciones privadas. Por eso, las fundaciones privadas como, en nuestro caso, los trinitarios habían de afrontar el coste total de los rescates en bastantes ocasiones.
17. DECIMOCUARTA REDENCIÓN DE LOS TRINITARIOS DESCALZOS
En el año 1682 se organizó una redención de cautivos por los padres Miguel de Jesús María, Juan de la visitación y Martín de la Resurrección, natural de córdoba, quienes, desde la ciudad de Ceuta, dieron la libertad a cautivos recogidos en Mequinez, Fez y Tetuán, rescatando a la vez 17 imágenes sagradas.
El 5 de noviembre de 1681 partieron de Madrid con dirección a Sevilla, donde pararon pocos días, los suficientes para los trámites y recaudar algunos caudales más para unirlos a los que ya traían de la villa y corte. Llegaron a ceuta el 1 de enero de 1682, con la intención de partir cuanto antes para redimir a los cautivos apresados por el sultán Mulay Ismail en La Mamora.
Francisco de Sandoval y Roxas, que participó en la redención, escribió una crónica de la época, con el título Aviso verdadero en la que refiere: «Dexaron en duras prisiones 250 soldados y 45 mujeres y niños; y lo que más tenemos que llorar y sentir es (no sé cómo llegar a declarar lo que mis ojos vieron, sin perder la vida a manos del dolor) aver visto al Sagrado Retrato de Jesús Nazareno segunda vez entregado a moros y judíos».
Aunque el sultán ofreció en las capitulaciones que respetaría todas las vidas y que no se haría daño a nadie, y así lo mandó después con un bando público, no se pudo controlar a la morisma, que saqueó la población y no respetó la iglesia. De los ultrajes inferidos a las imágenes da cuenta el propio Francisco de Sandoval y Roxas, y en el mismo memorial Aviso verdadero refiere las «sacrílegas acciones que han cobrado los pérfidos mahometanos con las santas imágenes y cosas sagradas que hallaron en Mamora». Y con alguna exageración, detalla los malos tratos que recibieron algunas de las tallas: «Lleváronlas al rey, el cual, diciéndoles palabras afrentosas y haciendo burla de ellas, las mandó ultrajar y echarlas a los leones para que las despedazasen, como si fueran de carne humana. Al hermosísimo bulto de Jesús Nazareno le mandó el rey arrastrar y echar por un muladar abajo… Apenas hay imagen que no esté con alguna señal y herida de los golpes y puñadas de los bárbaros…».
18. EL CRISTO DE MEDINACELLI
La imagen que es conocida popularmente como cristo de Medinaceli y que se halla en Madrid es un Ecce homo, es decir, la representación de cristo atado y flagelado que Poncio Pilato presenta al pueblo de Jerusalén mientras pronuncia las palabras «He aquí el hombre» («Ecce homo»). Se sabe que la talla fue encargada por la comunidad de Padres capuchinos de Sevilla, y casi con toda seguridad proviene del taller de Juan de Mesa, donde la pudo tallar él mismo o alguno de sus discípulos, Luis de la Peña o Francisco de ocampo, durante la primera mitad del siglo XVII. Una vez terminada la imagen en 1645, fray Francisco Guerra, obispo de Cádiz, dispuso que se hiciera su traslado a La Mamora, ya que ejercía jurisdicción eclesiástica sobre la plaza.
Fue llevada por los capuchinos al fuerte que las tropas españolas tenían en San Miguel de Ultramar, y será apresada por los moros en 1681, junto con otras imágenes y objetos sagrados de culto cuando el sultán Mulay Ismail arrebata a los españoles la plaza después de ponerle sitio. Trasladada la imagen luego a Mequinez, donde según se dice fue profanada y hasta arrojada a un muladar de donde fue rescatada por el religioso trinitario fray Pedro de los Ángeles, que la tuvo guardada hasta que finalmente en enero de 1682 los trinitarios redentores pagaron para poder llevarla de vuelta a España 30 monedas castellanas de oro.
El consejo de guerra español acordó destinar caudales al rescate de los cautivos e imágenes, que habían quedado depositadas en el hospital de Mequinez; comprometiéndose a pagar el rescate fray Pedro de los Ángeles; un hidalgo de ceuta, Antonio correa, el capitán de Infantería Domingo Grande de los coleos, Lucas de zúñiga y el mismo cronista ya citado, Francisco de Sandoval y Roxas. este último relata así los hechos: «entre las 17 imágenes rescatadas, se encontraba una hechura de Jesús Nazareno, de natural estatura, muy hermosa, con las manos cruzadas adelante… Ai hermosísimo busto de Jesús Nazareno le mandó el rey arrastrar, y echar por un muladar abajo, haciendo burla y escarnio del retrato hermoso, y del original divino. Todas ellas se embalaron y enviaron a ceuta, donde tuvieron entrada el 28 de enero de 1682». Las imágenes fueron llevadas primero de Mequinez a Tetuán, y desde allí a Ceuta. El relato prosigue de esta manera: «Llegaron los moros con las santas imágenes a las Murallas de ceuta, cuya llegada causó en toda la ciudad grandísimo júbilo y alegría. Salieron a la puerta a recibirlas todos los caballeros y soldados de la plaza, y tomándolas sobre sus hombros con singularísima devoción y ternura, en forma de procesión, acompañadas de toda la ciudad, las llevaron al Real convento de los Padres Trinitarios Descalzos, donde se cantó con toda solemnidad el Te Deum Laudamus, en acción de gracias».
Tal impresión dejó en ceuta la imagen de Jesús Nazareno, que años después los padres trinitarios mandaron hacer una réplica para su convento con el nombre de Jesús Nazareno cautivo y Rescatado, conservándose su culto hasta nuestros días. En la actualidad una cofradía la Venerable Hermandad de Penitencia y Cofradía de Nazarenos de Nuestro Padre Jesús cautivo y Rescatado de ceuta lo saca en procesión en Semana Santa.
Desde Ceuta la talla original del cristo fue llevada a gibraltar, todavía bajo soberanía española; de allí a Sevilla, después a córdoba; y en agosto de 1682, quedó en depósito en el convento de los trinitarios de Madrid. Hasta que en 1810 José Bonaparte suspendió las órdenes religiosas y la imagen pasó a la parroquia de San Martín; regresando en 1814 al convento de los trinitarios de Madrid. En 1836, la Desamortización de Mendizábal suprimió de nuevo las órdenes, y fue trasladada a la parroquia de San Sebastián de la villa de Madrid. Y en 1845, por mediación del duque de Medinaceli, volvió una vez más al convento trinitario, que ya estaba regido por las religiosas concepcionistas del caballero de gracia. Durante la guerra civil, en 1937 fue llevada a valencia, al colegio del Patriarca, formando parte de la «caravana del Tesoro Artístico» protegido por la Junta; y en 1938, fue situada en el castillo de Perelada de gerona (cerca de la frontera francesa); pasando en 1939 a ceret, Francia. El 12 de febrero de 1939 llegaba el cristo de Medinaceli a ginebra, Suiza. Acabada la guerra se recupera el «Tesoro», y don Fernando Álvarez de Sotomayor, representante del nuevo gobierno español, consiguió que la imagen del cristo saliera de ginebra el día 10 de mayo de 1939 y con la ayuda del obispo de Madrid-Alcalá y el Provincial de los capuchinos, se realizan los preparativos para el traslado a Madrid; siendo recibido el cristo con honores en la estación de ferrocarril de Pozuelo de Alarcón, haciéndose cargo de la imagen la Junta de la Real Esclavitud, llevándola a Madrid. Tuvo en 1939 una breve estancia en el monasterio de la Encarnación. Y el 14 de mayo de 1939, tras una procesión por el centro de Madrid, llega el Jesús «Rescatado» a su iglesia del convento de los padres capuchinos de la plaza de Jesús, nombrada basílica por el papa Pablo VI el 1 de septiembre de 1973.
Todos los viernes del año la imagen del cristo de Medinaceli, con la advocación de Nuestro Padre Jesús Nazareno, es visitado por miles de devotos. Y el primer viernes de marzo de cada año tiene lugar su multitudinario besapié, al que acuden centenares de miles de fieles devotos haciendo cola durante días para esperar el momento. Tradicionalmente, en esa fecha asiste un miembro de la Familia Real española para orar ante la imagen. También el cristo de Medinaceli es sacado en procesión por Madrid el viernes Santo por la tarde, llevado por la Archicofradía Primaria de la Real e Ilustre Esclavitud de Nuestro Padre Jesús Nazareno. Éste es cada año un acontecimiento multitudinario, en el que desfilan los esclavos de Jesús vistiendo el hábito nazareno, que consta de túnica y capirote morados. También participan los devotos que lo desean, portando cadenas en recuerdo de los cautivos liberados cuando fue rescatada la imagen o alumbrando con velas sin vestir hábito. Con frecuencia participan devotos llegados de muchos lugares de España y del extranjero, reuniéndose un total de 800 000 personas en las calles de la capital. En 2012, la archicofradía está formada por unos 3900 cofrades y consta de 8000 miembros.
Debe destacarse finalmente que la figura del cristo de Medinaceli es fundamental en la imaginería devocional española; ya que es el iniciador de la iconografía del cautivo tal y como lo conocemos ahora. Tratándose de una creación iconográfica totalmente española en la representación de la figura de cristo, que aparece en multitud de imágenes por toda la geografía nacional, de lo cual da fe la extensa relación de Hermandades del cristo de Medinaceli, cautivo o Rescatado en toda España y en el extranjero que a continuación se refleja.
19. RELACIÓN DE HERMANDADES DEL CRISTO DE MEDINACELLI, CAUTIVO O RESCATADO EN TODA ESPAÑA Y EN EL EXTRANJERO
EXTRANJERO