Sevilla, 27 de abril de 1683

Excelentísimo Señor,

Dios sea con Vuestra Excelencia. Recibí el mandato de poner por escrito con detalle cómo se recobró en Mequinez de Berbería la venerada imagen de Nuestro Señor, al cual se conoce ya al día de hoy en la Villa y Corte de Madrid y por toda nuestra católica España como Jesús Rescatado.

Bien sabe Vuestra Excelencia que teníamos muchas y muy eficaces razones para narrar cosas maravillosas de lo que sucedió en nuestro viaje al África, al reino de Mequinez, cuando estuvo servido Dios, por medio de los reverendos padres trinitarios descalzos de nuestra orden y por la intercesión de los santos, que fueran redimidos tres centenares de cautivos que allí estaban, todos ellos apresados en San Miguel de Ultramar por el sultán agareno Mulay Ismail.

Hizose todo con la diligencia prevista en un negocio de tan grande humanidad, según lo dispuesto por el Consejo de guerra que acordó destinar caudales al rescate de los susodichos cautivos y a la vez de las imágenes que fueron despojadas por los moros de la iglesia de La Mamora. Reuniéndose también en Madrid las cantidades recaudadas de las limosnas que se solicitaron, que sumaban un total de dos mil reales de plata, más otros cien ducados de oro y cincuenta doblones, que venían aparte, sobrantes de la redención anterior hecha en Tánger, de la cual ya di cuenta a Vuestra Excelencia en otro memorial. Con mil reales más de plata y cien ducados de a ocho que me entregaron aquí en Sevilla, conteniendo lo recogido en Córdoba por fray Juan de la Visitación, pasamos a Ceuta el día 28 de diciembre del año 1681. Tres frailes trinitarios descalzos íbamos a cumplir con nuestro sagrado deber de completar la redención: el susodicho fray Juan de la Visitación, fray Jesús María y el humilde servidor que esta suscribe. Y para defendernos, nos acompañaban los siguientes caballeros: el capitán de Infantería Domingo Grande de los Coleos, el noble hidalgo de Sevilla don Lucas de Zúñiga y don Francisco de Sandoval y Roxas; sumándose en Ceuta don Antonio Correa, que se había encargado de las conversaciones con el cadí de Tetuán y de componer la escolta y todo lo necesario para emprender el viaje desde allí.

A mediados de enero del nuevo año de 1682 estábamos en Mequinez, donde se hizo todo según lo acordado por el tal Correa. Se pagaron los dineros del rescate, con toda la premura que permitía tan apurado negocio y la desconfianza de los tesoreros moros; y fueron juntados los cautivos en la plaza de armas del palacio del sultán, como estaba previsto, sin faltar ni uno solo: doscientos cincuenta soldados, dieciocho mujeres y veintisiete niños de edades diversas.

Pero resultó que, hallándose en la ciudad fray Pedro de los Ángeles, trinitario descalzo perteneciente a nuestra orden, el cual regenta allí un pequeño y pobre hospital, y se encarga de atender a los numerosos cautivos españoles, se complicó a última hora la salida por tener este fraile en su poder la hermosísima imagen del que fuera el Nazareno de La Mamora, por haberle permitido el sultán que la guardara, pero bajo amenaza de que si resolvía mandarla a España debía pagar un buen rescate, y que si no lo hacía sería quemado vivo con la sagrada imagen. Y como quiera que los lacayos del sultán se percatasen de que pretendíamos llevarnos oculto al Nazareno, se encolerizaron mucho y a punto estuvieron de armar un desastre y dar al traste con el negocio. Fue menester entonces iniciar con habilidad y rendimiento nuevas conversaciones, para llevarles a razones y que estuvieran conformes aceptando algunos caudales en pago.

A todo esto, cuando temíamos que no se convencieran por sentirse agraviados en lo que entendieron era un engaño por nuestra parte, estuvo servido Dios de que se presentara por allí el rey sarraceno en persona; el cual exigió que le fuera entregado el precio de 60 ducados, en 30 monedas de oro, doblones, por los que tiene desordenado apetito. Se le dio lo demandado, sin rechistar, pues no era cosa de contrariarle y hacer peligrar lo que más nos importaba del negocio, que eran los pobres cautivos. Contento el sultán y sus ministros y tesoreros por la pingüe ganancia obtenida, nos dieron pronto la licencia para emprender viaje de vuelta.

Tres jornadas de camino dista Mequinez de Tetuán; siempre hacia el norte, sin variación alguna. Los cuales hicimos casi de un tirón, a veces sin aliento, pero sin quejas de los desdichados cautivos, por débiles que se hallasen; en todo momento ilusionados, contentos, porque cada palmo de terreno que se quedaba atrás les alejaba un poco más del infortunio vivido…

Al segundo día, cuando vencíamos ya la mitad del trayecto, empezó a llover. Grandes masas de nubes oscuras venían de poniente, mientras avanzábamos por un sendero áspero, atravesando agrestes y montuosos campos donde crecían apretados arbustos entre peñascos y retorcidas encinas. Nuestra caravana proseguía lenta, frenada a veces por el barro, recorriendo extensiones baldías y territorios inhóspitos en los que se divisaban apenas míseras aldeas de cabreros. A la cabeza iban los caballeros en sus monturas y tras ellos cabalgábamos los frailes en nuestras mulas. Nos seguían los cautivos formando una larga hilera, la mayoría a pie y los que no podían caminar a lomos de borricos. Detrás, guardaban la retaguardia medio centenar de hombre armados, a los que se les pagaba por custodiarnos. Por último, cerrando la fila, iban los viajeros y mercaderes que se unían para transitar seguros por los peligrosos caminos siempre tan asaltados por bandidos.

Y de esta manera, sin apenas darnos descanso, se completaron las tres jornadas; avistándose Tetuán, la última de las ciudades moras, descolgándose por las faldas de una montaña alta. Allí hicimos noche, mas no dentro de las murallas, sino en los arrabales que se extendían por las afueras, próximos a las casas polvorientas que se desparramaban por un llano desamparado.

No tardó el cadí de la frontera en venir a reclamar la parte que le correspondía por dejarnos pasar adelante; hubo porfía, regateos, tratos… Nada puede hacerse en aquel reino sin gastar mucha saliva y sudores en largas conversaciones con cualquier motivo; máxime cuando andan de por medio los dineros.

Cuando dio el cadí el permiso era media mañana. Proseguimos entonces nuestro viaje, como siempre hacia el norte, sorteando los montes y esquivando aldeas y pueblos, para evitar tener que pagar ni un solo maravedí más. Y al ponerse el sol, apareció a lo lejos el mar…

Después de pernoctar en una playa solitaria, castigados por un viento fuerte y frío, salimos al amanecer por un sendero bien marcado cerca del mar, llano, que iba derecho hacia el norte. Y tras una última, larga y anhelante jornada de camino, llegamos a la vista de Ceuta…

Un alentador sentimiento de gozo, que era a la vez ansiedad, dio ánimos a nuestro corazón, impulsándonos a apretar el paso, al tiempo que los cautivos rescatados prorrumpían en un alborozado griterío. Querían las pobres criaturas reír, saltar, cantar y sacudirse esa fatiga pesada del largo cautiverio, del infortunio, del viaje… Un último rayo de sol hacía brillar las murallas y los edificios hacia oriente; el cielo estaba claro, ligeramente purpúreo, y era maravilloso saber que ahí, apenas a cien pasos, íbamos a pisar al fin el suelo de España…

Entre las 17 imágenes rescatadas, se encontraba como ya he referido la del Jesús Nazareno de La Mamora, de natural estatura, muy hermosa, con las manos cruzadas adelante… Se desembaló y se le colgó al cuello, sobre el divino pecho, el escapulario de nuestra orden, como asimismo se hizo con todos los redimidos que traíamos, como es costumbre para culminar la redención. Y fue luego colocado el Nazareno encima de unas andas traídas oportunamente por las buenas gentes de Ceuta, que salieron pronto alborozadas, enteradas de que transportábamos con nosotros al Señor Rescatado. Y de esta manera, en procesión solemne, hacíamos entrada en Ceuta el 28 de enero de 1682, con grandísimo júbilo y alegría. Salieron a la puerta a recibirnos todos los caballeros y soldados de la plaza, y tomando las andas sobre sus hombros con devoción y ternura, acompañadas de toda la ciudad, las llevaron al Real Convento de los Padres Trinitarios Descalzos, donde se cantó con toda solemnidad el Te Deum Laudamus, en acción de gracias.

Cuatro días después salimos de Ceuta, embarcados con destino a Gibraltar; de allí a Sevilla y después a Córdoba. En todas estas ciudades hubo grandes recibimientos, procesiones del Jesús Rescatado con los cautivos redimidos, solemnes misas en acción de gracias y fiestas.

El 17 de agosto de 1682, llegó la comitiva a Madrid, donde ya sabe Vuestra Excelencia cómo fue acogida, celebrada y festejada. Y el día 6 de septiembre se hizo su solemnísima procesión en presencia de sus majestades católicas el rey y la reina y los mayores señores de la Corte, con una muchedumbre inmensa que hizo suyo por aclamación al Nazareno, llevándole a recorrer lo más noble de la Villa y Corte hasta ser depositado a última hora de la tarde en el convento de los trinitarios de Madrid, donde hasta hoy es venerado con tanto cariño y devoción por los madrileños.

Aquel mismo día, delante de nuestro reverendísimo padre general fray Antonio de la Concepción, Vuestra Excelencia me mandó poner por escrito la peripecia de los cautivos de La Mamora y el portentoso rescate de la imagen de Nuestro Señor.

Pareciome poco oportuno narrar yo la parte que no presencié; la cual debía ser contada mejor por uno de los que la habían vivido en sus propias carnes. Y quiso Dios que hallase a la persona indicada: había entre los cautivos un joven de mirada limpia y franca, de nombre Cayetano Almendro Calleja, que sabía escribir muy bien, según fui informado. Estaba este acompañado por una moza, prometida suya, y por un niño de unos ocho años huérfano de padre y madre, al que decían haber tomado consigo durante el cautiverio y al que adoptarían como hijo cuando pudieran casarse; y con ellos estaba también una dama viuda, doña Matilde de Paredes y Mexía de nombre, a la que servía el joven. Todos ellos fueron hechos cautivos, según me contaron, mientras hacían escala en San Miguel de Ultramar, yendo embarcados de viaje a las Islas Canarias para recibir la herencia del difunto esposo de esta última.

Con ellos vine a Sevilla. Al tal Cayetano Almendros le encomendé que escribiera con detalle el memorial necesario para guardar cumplida relación de los hechos que nos ocupan. Estuvo muy conforme y le entregué dos mil quinientos reales del caudal de la redención para que pudieran irse todos a Santa Cruz de la Palma, donde tenían la hacienda que le correspondía a la viuda por legítimo testamento del finado.

El pasado día 20 de marzo del presente año del Señor de 1683 recibí carta del joven, en la que me decía que ya estaban en la isla, muy bien acomodados, casados y resueltos todos sus problemas. Envía agradecimiento a los padres trinitarios descalzos de nuestra orden y un buen donativo, devolviendo además los dineros que se les dieron en préstamo para su viaje. En documento muy bien redactado y limpio, cumple fielmente el mandato recibido de un servidor: detallando el relato de su salida de Sevilla, la estancia en La Mamora, el cautiverio en Mequinez y la gloriosa redención. Le paso copia del susodicho escrito.

Dios guarde a Vuestra Excelencia. Indigno siervo de vuestra merced

FRAY MARTÍN DE LA RESURRECCIÓN