Transcurrió otra noche en vela, cargada de ansiedad, con ruidoso ajetreo de carretas y cañones por el suelo empedrado, estrépito de pisadas, voces, riñas, órdenes… La Mamora hervía, debatiéndose entre el pánico y el coraje.
Después de no haber dormido nada, por la mañana fui a echarme un rato bajo los soportales, buscando la sombra y algo de tranquilidad; pues estaba agotado por tantos trabajos: subir y bajar por las escaleras, cargar pertrechos y soportar todo el día el sol implacable. Apenas cerraba los ojos cuando se presentó un muchacho con un aviso urgente: Toribio el Ceutí me mandaba llamar; y debía yo ir al momento a su casa, solo y con discreción.
Encontré la puerta cerrada, llamé y, cuando me abrieron, me topé en la pequeña estancia con un montón de hombres. Me hicieron pasar con apremio; nadie hablaba, nadie me dijo nada, y penetré en un ambiente atestado y sofocante, cuerpo con cuerpo. Cerraron detrás de mí la puerta y quedé en medio de las caras rudas, sombrías, las miradas torvas, las expresiones contraídas y los ojos con el brillo de la conspiración; todo el mundo de pie, sucio y hediendo sudor podrido, hollín y pólvora quemada.
Me mantuve quieto, esperando a que alguien me dijera por qué se me había llamado, puesto que no veía por ninguna parte al Ceutí. Hasta que éste apareció a media altura, abriéndose paso entre sus rudos partidarios, con aire de misterio, el ojo derecho guiñado y una ostensible impaciencia en sus ademanes.
—Cayetano, ha llegado el momento —me dijo a bocajarro—. ¿Estás con nosotros o contra nosotros?
Medité un brevísimo instante y respondí con resolución:
—Con vuaced, por supuesto… ¿Qué hay que hacer?
El Ceutí sonrió, pero su sonrisa no restó nada a la ansiedad que dominaba su cara. Contestó:
—Una carta… Hay que redactar de inmediato una carta. Y tú la has de escribir, puesto que nadie aquí sabe de letras… Así que… ¡a ello!
Todos se hicieron a un lado, comprimiéndose todavía más para dejar espacio junto a la mesa. El aire era fétido, irrespirable. Me senté y un ayudante me dio papel, pluma y tintero.
—Vamos, vamos, escribe —me apremió el alcaide.
—Sí, sí, sí… Pero… ¿Qué? ¿Qué pongo? ¿A quién debo dirigir la carta?
—¡Al gobernador, carajo! ¿A quién demonios si no?
—Bien, bien —respondí nervioso—. ¿Cómo le nombro? ¿Excelencia? ¿Usía…?
—Nada de excelencia, ni usía, ni… ¡Mierda! ¡Gobernador a secas!
Me temblaban las manos, sudaba, me resbalaba el cálamo entre los dedos; emborroné la hoja, raspé, taché…
—No importa, no importa —me decía el Ceutí, dándome pescozones—. Letra clara es lo único que te pido… ¡Letra muy clarita! Para que se entere bien…
Después de titubear un rato y tener que desechar un par de cuartillas, la carta quedó así:
Al gobernador:
A la vista de que la morisma es desmesuradamente superior en número a los hombres útiles que defendemos esta plaza y que, defendiéndonos, no haremos sino encolerizar al enemigo más, peligrando de aquesta manera las vidas de las mujeres, niños, enfermos y toda la guarnición, reunidos en junta de marineros y vecinos, hemos resuelto rendir esta parte de la fortaleza y abrir la puerta para tratar las condiciones de paz con el sultán de los moros. Así que pedimos que se haga ahí lo mismo para no empeorar las cosas.
El alcaide y la junta
—Muy bien —dijo el Ceutí cuando terminé de leerla—. ¡Perfecto!
—¿Y los sellos? —observé. —¿Los sellos? ¿Qué sellos? —Habrá que ponerle un sello al menos… —¡Nada de sellos! ¡No tenemos sellos aquí! Enróllala y ¡marchando!
Toribio le dio la carta a uno de sus hombres y le ordenó que fuera inmediatamente a entregarla en la ciudadela.
Nos subimos a una de las torres desde la que se divisaba muy bien el patio de armas del cuartel. Vimos entrar al enviado y hablar con los guardias de la puerta. Al cabo salió un oficial, recogió la carta y entró con ella en la mano en la Capitanía. Pasado un rato, salió don Juan de Peñalosa con pasos acelerados, el rostro encendido, rojo de rabia, llevando un arcabuz en las manos. Se detuvo, apuntó a la cabeza del mensajero y le disparó un tiro sin contemplaciones, haciendo que los sesos y la sangre saltaran por los aires.
—¡Será hijo de la gran puta! —exclamó el Ceutí.
Todos estábamos perplejos, mirando hacia el muerto que yacía sobre un gran charco de sangre en el empedrado.
—¡Esto se acabó! —bramó a nuestro lado el alcaide—. ¡Vamos a por ese cabrón!
Los hombres no se lo pensaron, echaron a correr escaleras abajo; recogieron las armas y se concentraron en la plaza a los gritos de:
—¡Rebelión! ¡A por ellos! ¡Tumbemos la puerta!
Un instante después reventó la puerta de la ciudadela, por un cañonazo a cuatro varas de distancia. Todo fue muy rápido a continuación: los marineros y la brava gente del Ceutí entró en el recinto militar tiroteando, aullando y llevándose por delante a cualquiera que se pusiera por medio. Yo iba también en la turba, con mi mosquete, como poseído por una fuerza y un coraje desconocido antes en mi persona. Disparaba al aire, cargaba y volvía a disparar…, formando parte del atronador estallido de furia que cogió por sorpresa a la guarnición. A los oficiales no les dio tiempo a reaccionar y no pudieron reorganizar a los soldados. Y estos enseguida levantaron los brazos y soltaron las armas, porque una mayoría de ellos ya había tenido conversaciones con los de fuera y estaban conformes con el motín.
Apenas hubo alguna que otra pelea, forcejeo y, finalmente, un solo herido, el odioso sargento Cristóbal de Cea, que no se pudo librar de la inquina de aquéllos a quienes había maltratado: sus propios subordinados le dieron una gran paliza y a punto estuvieron de arrojarlo al aljibe.
También quisieron los marineros y los soldados apalear al nada querido gobernador, pero el alcaide salió al paso y logró detenerlos con grandes gritos:
—¡No! ¡Quietos! ¡Que no se toque a nadie más! ¡No somos bandidos!
Trajeron a don Juan a rastras al medio del patio de armas y allí, delante de todo el mundo, el Ceutí le habló de esta manera:
—Vuecencia capitulará la redención de la plaza con los moros, quiera o no quiera. Así que nombre aquí mismo a un emisario y mándelo al sultán, si en algo estima su vida.
El gobernador le miraba con unos ojos lánguidos, raros, llenos de estupor. Toda su soberbia estaba rendida ante el ímpetu del pequeño y jorobado alcaide que con tanta autoridad le inquiría.
Entonces, el capitán Rodríguez dio un paso al frente, al ver que su superior no reaccionaba, y dijo con una voz quebrada:
—Esto es una plaza militar y ningún civil da órdenes aquí…
Toribio se fue hacia él, le puso el cañón del mosquete en la nariz y rugió:
—Aquí se hará lo que dice la junta, que es quien tiene ahora el mando. Así que o capitulan usías o capitulamos nosotros y allá vuecencias…
—¡Eso, capitulemos ya! —gritó la gente—. ¡Salvemos las vidas! ¡Nombrad un emisario! ¡Y que salga ya!
De pronto, de forma inesperada, el gobernador alzó la voz y dijo con desesperación:
—¡Dejadme hablar! ¡Soy el gobernador! ¡En nombre del rey, escuchadme!
Se hizo un silencio impresionante, en el que todas las miradas se volvieron hacia él. Don Juan estaba jadeante, brillante de sudor, en camisa, sin su sombrero, sin el penacho de plumas ni el resto de sus arrogantes atributos.
—¡Yo y solo yo debo decir lo que debe hacerse! —añadió.
—Hable pues vuecencia —le instó el alcaide—. Diga todo lo que tiene que decir. Pero cuide sus palabras… Nuestras vidas penden de un hilo… Así que cuide de no contrariarnos… Porque… ¡Porque le dejo seco aquí mismo!
Don Juan tragó saliva, miró a un lado y otro, como buscando ayuda en alguna parte… Al fin, habló:
—Está bien. Comprendo que no hay salida… Si hay que capitular… Si hay que capitular… Si hemos de…
Calló, como agobiado, como si quisiera medir bien sus palabras ante la acuciante amenaza del mosquete de Toribio que le apuntaba a dos palmos. La expectación era enorme; la tensión asomaba en todos los rostros.
—¡Hable! —le apremió el Ceutí—. ¡Siga vuecencia o le mato! ¡No hay tiempo!
El gobernador hizo un gran esfuerzo para aparentar una serenidad y un coraje que no le sobraban. Miró a sus oficiales y, como si ignorase a quien le amenazaba, dijo:
—¡Sea! Pactemos, capitulemos, rindamos La Mamora… Pero hagamos las cosas como deben hacerse; siguiendo las sagradas leyes de la guerra. Somos súbditos del rey de las Españas… ¡Comportémonos como tales!
—¡Bien dicho, señor! —exclamó el capitán Rodríguez—. Haremos lo que vuestra excelencia disponga.
—¡Calla tú! —gritó el Ceutí, apuntando ahora hacia el capitán—. Deja que el gobernador prosiga.
Don Juan de Peñalosa tragó saliva de nuevo y, retomando su fingida compostura, añadió:
—Yo rendiré la plaza al sultán si se respetan las condiciones que considero oportunas para cumplir las leyes militares.
—¡Diga vuecencia cuáles son esas condiciones! —le exhortó el alcaide—. Pero dígalo sin rodeos… ¡Nuestra paciencia se agota! Y esos moros de ahí están deseando atacarnos… Así que ¡hable!
—Mis condiciones son éstas: que mi señora esposa y todos los oficiales de sargento para arriba con sus mujeres queden libres; y que yo pueda salir al frente de todos ellos sin que nadie nos estorbe para embarcarnos en un navío rumbo a España…
El gentío estalló en airadas protestas:
—¡Nada de eso!
—¡Pégale un tiro, alcaide!
—¡O todos o nadie!
El Ceutí gritó con autoridad:
—¡Silencio todo el mundo! ¡Dejadle terminar!
El gobernador prosiguió:
—Si cumplís esa condición; si nos dejáis partir sanos y salvos, yo me comprometo a procurar que los demás seáis rescatados cuando llegue a España. Comprended que no hay otra solución. Si todos cayéramos cautivos del sultán, ¿quién nos ampararía? En cambio, si yo voy a presencia de las autoridades cuanto antes y les convenzo de que la fuerza enemiga era invencible, me creerán. ¡Yo soy el único gobernador de La Mamora! ¡A mí me creerán!
Toribio le miró con severidad y le dijo:
—Está bien, de acuerdo. Pero yo le pongo a vuecencia una condición por nuestra parte: que no se hable nunca del motín; que las autoridades no sepan lo que ha pasado… ¡Aquí todos somos uno! Si os dejamos partir en ese navío, no nos denunciaréis…
—Así será —asintió don Juan—. Aquí no ha pasado nada.
—¡Júrelo! ¡Júrelo vuestra excelencia por Dios! —le exhortó el alcaide—. ¡Júrelo por su alma!
—¡Lo juro! ¡Tenéis mi palabra de cristiano y de caballero!
—¡Pues adelante! —sentenció Toribio—. ¡A capitular!
Una gran ovación de conformidad, brotada espontáneamente del gentío, certificó el trato.
Acto seguido, partieron el capitán Juan Rodríguez y el propio alcaide hacia el campamento de los moros para pactar las condiciones de la rendición de La Mamora.
Mientras tanto, yo fui a la casa de los veedores, donde estaban refugiadas Fernanda y doña Matilda. Las encontré arrodilladas, pálidas, aterrorizadas, rezando el rosario delante de un cuadro de la Virgen. Se abrazaron a mí.
—Todo está resuelto —les dije—. Ahora solo queda esperar.
Y luego, con más tranquilidad, les referí lo que había pasado. Ellas me miraban, temblorosas, sin acabar de creerse cuanto les decía. A ratos parecían consoladas, pero enseguida volvían a inquietarse.
—¿Ay, qué va a ser de nosotros? —sollozaba el ama—. ¡Señor, qué miedo! ¡Qué miedo tan grande!
Y Fernanda, poniendo sus ojos espantados en el mosquete que yo llevaba en las manos, exclamó:
—¿Y eso, Tano? ¡Por Dios! ¿Y eso?
—Ya te contaré… —respondí.
—¡Tano! No habrás… No habrás causado mal a alguien…
—No, a nadie, Nanda, a nadie…
Allí las dejé a mi pesar, porque debía volver donde los demás, para evitar que alguien pudiera sospechar de mí; para no dar lugar a que empeoraran las cosas…
Dos horas después, antes del ocaso y en medio de una gran expectación, regresaron los emisarios con buenas noticias. Todo había resultado como se esperaba: el sultán estaba conforme con las condiciones y aceptaba la rendición en los términos propuestos por el gobernador. Se respetaba la noche y se fijaba el mediodía como la hora en que debían abrirse las puertas. Un barco estaría preparado en el puerto al amanecer para dejar que pudieran irse solo las siguientes personas: el maestre de campo don Juan de Peñalosa y su mujer; el veedor don Bartolomé de Larrea y la suya; sus dos sobrinos gemelos; el capitán Juan Rodríguez, el alférez Juan Antonio del Castillo, el sargento Cristóbal de Cea, y las respectivas esposas de estos tres últimos; más los dos capuchinos que hacían de capellanes. En total pues quedaban libres trece personas; ni una más. El resto de los habitantes de San Miguel de Ultramar, que sumábamos tres centenares de almas, con las mujeres y los niños que había en la plaza, quedábamos como rehenes a merced de los asaltantes.
La noche fue larga, anhelante, cargada de suspiros de ansiedad. La incertidumbre reinaba en La Mamora en medio de una quietud terrible. En cambio, abajo en el campamento de los moros había jolgorio: el tamborilear y los cánticos llegaban lejanos, con la brisa del mar. Arriba, solamente silencio, miedo y ningunas ganas de dormir.
Cuando despuntó la primera luz del día, vimos que un barquichuelo solitario venía río arriba hacia el atracadero… Allí se detuvo, echó el ancla y se quedó esperando a los que tenían la suerte de escapar de tanta tribulación.
Los afortunados recogieron sus cosas y atravesaron la plaza en silencio. Delante iban el gobernador y su esposa, seguidos por los oficiales. Al final de la fila, los veedores y sus sobrinos. La gente les miraba con una mezcla de resentimiento y expectación. Unas mujeres les gritaron con angustia, entre sollozos ahogados.
—¡No se olviden de nosotros vuestras mercedes!
—¡Tengan caridad! ¡Por Dios, no nos abandonen!
—¡Lleven al rey nuestras súplicas! ¡Que nos rescaten! ¡Por la Virgen Santísima! ¡Que vengan a sacarnos de aquí!
Solo doña Macaria se volvió, alzó las manos y, llorosa, contestó:
—¡Perdonadnos! ¡Nos duele el alma por dejaros aquí! ¡No nos olvidaremos de vosotros! ¡Haremos todo lo posible…! ¡Por mi vida que lo haremos! No descansaremos hasta que logremos que os liberen…
También los frailes lloraron, lanzaron bendiciones y se fueron entre lágrimas. Qué lamentable era ver partir a los pastores dejando allí a sus ovejas, a merced de los lobos… Pero el temor es tan humano…
Amaneció: el sol empezó a lamer San Miguel de Ultramar con una luz dorada, extraña, que fue acariciando las torres, los campanarios, las almenas, los tejados… Se avecinaba la temida hora de abrir las puertas y la gente se iba congregando, apiñada, buscando la proximidad humana para mitigar de alguna manera la desazón del trance. Yo estaba en lo alto de una barbacana y vi zarpar el barquichuelo de los liberados, batir remos y alejarse por el estuario hacia el océano. No muy lejos del fondeadero, el inmenso ejército de los moros se agitaba entre sus tiendas; las hogueras de la noche se extinguían y lanzaban al cielo innumerables hilillos de humo negro; y los dichosos tambores, que habían descansado durante algún tiempo, volvieron a iniciar su inquietante fragor; mientras, una neblina marina empezaba a envolver el campamento, los caballos, los camellos, las banderolas… Sin contornos, el horizonte inaccesible parecía sumido en una nada opaca que resultaba desconcertante…
Aun en medio de la preocupación, hallé en mi espíritu algo de calma y decidí ir al encuentro de Fernanda, del ama y de don Raimundo. Los encontré en medio de la gente, rodeados de un ambiente impregnado de angustia mortal. Los llevé aparte, me puse frente a ellos y, sacando de mí toda la serenidad que pude, les dije en voz baja:
—Seamos fuertes… Ahora darán la orden de abrir las puertas y los moros entrarán…
Los tres me miraban, demudados, completamente pendientes de mis palabras. Solamente doña Matilda emitió una especie de gemido y balbució:
—Ay, Dios… ¡Dios mío! ¿Qué va a hacernos esa gente…?
—Nada —respondí—. No debemos ponernos en lo peor… Respetarán el pacto y no tocarán ni un pelo a cuantos estamos aquí; eso es lo acordado… Aunque todo lo que hay en La Mamora les pertenece, nuestras personas tienen la condición de rehenes; somos sus cautivos y negociarán un rescate. Eso es lo que suele hacerse en estos casos… Confiamos en lo que juró el gobernador antes de irse: que acudirá nada más llegar a España a las autoridades para que envíen cuanto antes a emisarios que negocien nuestra liberación. Por lo tanto, no nos queda otra cosa que esperar, esperar resignados…
Fernanda abrazó al ama y, consoladora, le dijo: —Nada malo nos va a pasar… ¡Habrá que confiar en Dios! Una vez más, habrá que confiar…
Estando en esta conversación, la campana empezó a emitir un tímido tintineo para convocar a la gente. Venía el alcaide con todos sus hombres para dar las últimas instrucciones. Se puso en medio de la plaza y habló con mucha autoridad:
—¡Compadres —comenzó diciendo—, no debemos tener miedo! Si nos hubiéramos empeñado en resistir, ahora todos estaríamos muertos… Pero, gracias a Dios, ha triunfado la sensatez y hemos logrado ablandar el fiero corazón del sultán. Nadie sufrirá daño, todas las vidas serán respetadas… Eso sí, debemos pagar un tributo: cuanto poseemos, todo lo que de valor tenemos guardado en nuestras casas o lo llevamos encima, debemos entregarlo. Así que preparad el oro, la plata, el dinero y las alhajas que tenéis, porque hay que darle todo eso al sultán. ¡Y que nadie se pase de listo! Nada de esconder, engañar o enredar… He dicho: ¡todo! Y no me haré responsable si se incumple esta ley… Si alguno de vosotros quiere morir o que le corten una mano, ¡allá él!
Un denso murmullo fue creciendo, mientras se intercambiaban miradas llenas de preocupación y la gente empezaba a palparse las ropas, los bolsillos, las faltriqueras, las entretelas…, rebuscándose las pertenencias de valor.
—¡Y otra cosa! —añadió el Ceutí—. También las armas deben entregarse… ¡Todas y cada una de las armas! Así que id amontonando los mosquetes, espadas, cuchillos, navajas… Poned ahí a la vista todo aquello que pudiera servir para defenderse… ¡Y tampoco en esto caben trampas!
La gente obedeció sin rechistar. Pronto hubo en medio un montón enorme de armas y utensilios de todo género; incluidos punzones, clavos, tijeras, hoces, azadas, martillos, horcas… Allí encima puse yo el mosquete que me había acompañado de noche y de día desde el ataque, sintiendo que me quitaba de encima un gran peso, pues siempre temí tener que dispararle a alguien.
Una vez que vio el alcalde que se cumplía lo mandado, prosiguió con sus disposiciones:
—¡Compadres! No hace falta que os diga que ya no hay gobernador en La Mamora… El que había, va navegando a España… A partir de ahora, yo soy la única autoridad entre los compatriotas que aquí estamos. Yo velaré por cada uno; yo veré la manera de que no sufráis mal alguno; yo os defenderé y pondré orden entre vosotros… Pero una cosa os digo ya desde este momento: nada de riñas, nada de peleas, nada de chinchorreo… Aquí todos somos iguales, todos somos cautivos del sultán… ¿Habéis oído bien? ¡Todos iguales! Que nadie se crea por encima de los demás ni se procure la libertad por su cuenta… O todos o ninguno. ¿Comprendido?
La gente asintió muy conforme:
—¡Sí, señor!
—¡Así lo haremos!
—¡Confiamos en ti, alcaide!
Dentro de la ansiedad que reinaba, las palabras del Ceutí lograron sembrar algo de esperanza. Y los ánimos se aquietaron todavía más cuando dijo con aire tranquilizador:
—¡No os preocupéis, compadres! Comprendo que tengáis miedo, porque ésta es una hora mala, pero yo os aseguro que saldremos adelante… Yo conozco bien a esos moros; algunos de sus jefes son buenos amigos míos. No son tan mala gente como pensáis; tienen otra religión, creen en su Alá y en su profeta Mahoma, pero son temerosos de Dios… En todas partes hay gente buena y mala… También entre nosotros… ¿O no? Así que ¡arriba esos ánimos, compadres!
Algunos aplaudieron y gritaron:
—¡Eso, muy bien!
—¡Que sea lo que Dios quiera!
—¡Estamos en las manos del Señor!
Como no quedaba otra cosa que confiarse y rezar, todo el mundo echó mano de la fe. Y unas mujeres propusieron:
—¡Saquemos al Nazareno! ¡Oremos todos juntos al Divino Señor de La Mamora!
Esto pareció una buenísima idea y fuimos todos a la iglesia. Allí al fondo estaban las tres cortinas, corridas, ocultando la imagen del Cristo. Nadie se atrevía a acercarse, puesto que, al no estar los frailes, no se sabía quién debía hacerse cargo, porque eran ellos los únicos que tenían potestad para manejar las cosas del Nazareno. De manera que se produjo una situación rara, con aquella muchedumbre ferviente, quieta, mirando hacia el camarín que permanecía velado.
Entonces alguien exclamó:
—¡El monaguillo! ¡El monaguillo! ¡Que retire las cortinas el monaguillo!
Todas las miradas se volvieron hacia un chiquillo de unos ocho años, muy despierto, rubito y candoroso, que hacía de monaguillo en las misas cuando estaban los capuchinos.
—¡Anda, ve! —le ordenó el alcaide.
El niño titubeó, sonrió y dio una carrerita hasta las cortinas.
—¡Abre, abre…! —le instaban—. ¡Abre de una vez!
Descorrió la primera cortina, temeroso, y luego miró al Ceutí.
—¡Todas! —le dijo éste—. ¡Las tres cortinas, hijo!
Tiró de la última y apareció el Señor, con toda su serena majestad, la mansedumbre de su rostro y esa mirada de aceptación que parecía posarse en cada uno de los que estábamos a sus pies. Solo le hubiera faltado arrancarse a hablar para decirnos: «No temáis; yo estoy con vosotros».
Esperábamos un milagro. Cuando todo sucumbe, ¿quién no alberga en el fondo de su ser la bendita ilusión de un prodigio? Yo pensaba: y si ese sultán decidiera ahora, de repente, por una misteriosa inspiración, levantar sus tiendas y volverse a su recóndita ciudad; y si tal vez apareciera en la mar una escuadra de cincuenta galeones españoles, todos provistos de diligentes soldados y eficaces cañones que pusieran en fuga al ejército moro; y si una legión de ángeles enviada por el Todopoderoso descendiera desde lo más alto del cielo… Pero era la jornada del destino, el cual había de recibirse como venía. Porque una fuerza superior tenía designado aquel día como el de nuestro cautiverio. Y aunque no hubiéramos perdido la fe, aunque en lo más hondo confiásemos finalmente en Dios, nos dábamos perfecta cuenta de que el sol estaba en lo más alto y que dentro de un momento se abrirían las puertas de La Mamora a aquella muchedumbre de hombres desconocidos que se nos antojaban aterradores. De ahí el espanto de todos; de ahí el silencio escalofriante de esas almas sencillas, indefensas, que no tenían ya nada que decir ni que hacer después de haberse encomendado al único que puede gobernar los destinos.
—¡Ya vienen! ¡Ya están ahí! —gritaron los centinelas en las torres.
Y el alcaide, con todo lo menudo y deforme que era, pareció crecerse, se puso delante de los dos centenares de personas que estábamos allí pendientes de sus órdenes y dijo:
—Hagamos las cosas como se ha acordado… ¡Compadres, no temáis!
Y después de esta última admonición, se dirigió a sus hombres y les mandó:
—¡Abrid las puertas!
Un estremecimiento y algunos suspiros angustiados recorrieron la masa que se iba apretujando cada vez más, como buscando convertirse en algo compacto y sólido. Nos santiguamos, mientras veíamos descorrer los cerrojos, alzar las aldabas, recoger las gruesas cadenas; el crujir de las maderas, los chasquidos de los hierros y el chirriar de los goznes acabaron de poner en vilo las almas. A mi lado, Fernanda me tomó de la mano y susurró:
—Bueno… Que sea lo que Dios quiera…
Oímos luego estruendo de cascos de caballo, voces y relinchos en las partes de la ciudad que no se veían desde allí. Todos los ojos estaban muy fijos en el arco de entrada de la ciudadela, cuyo gran portón permanecía entrecerrado. Y de repente acabó de abrirse bruscamente, dejando ver una turba de moros armados, vestidos con aljubas y petos de cuero, las cabezas con turbantes y manifiesta avidez en los rostros oscuros y barbudos. Detrás de ellos venían otros moros a caballo, a lomos de asnos, en camellos, todos ellos con lanzas, mosquetes y alfanjes en las manos. Penetraban en la plaza con ímpetu, pero enseguida se detenían, mirando a un lado y otro, como desconfiando. A ratos prorrumpían en griteríos espontáneos; a veces callaban, como si no terminasen de creerse del todo su fácil victoria. Nos observaban con sus caras asombradas, pero se mantenían a distancia de nosotros.
El alcaide se fue hacia ellos con las manos en alto y les habló en su lengua, con afabilidad y sumisión. Los que parecían ser los jefes por su aspecto, contestaron, sonrientes, apreciablemente satisfechos. Uno de ellos montaba un camello blanco imponente, al cual hizo inclinarse con facilidad, obligándole a doblar las patas delanteras; descabalgó y caminó con desparpajo, haciendo que su capa verde y vistosa oscilase con poderío; era un hombre fornido, bien parecido, con hilos de plata en la barba negra. Conversaron brevemente el Ceutí y él, sin que comprendiéramos sus palabras. Luego el moro aquel se dirigió a nosotros, nos miró con suficiencia y dijo algo en su lengua.
El alcaide tradujo:
—Quien os habla es Omar, ministro del sultán Mulay Ismail y general de sus ejércitos. Ha dicho que ahora somos cautivos de su señor, el rey de Mequinez; que ya es también nuestro amo y único dueño. Dice que nada hemos de temer, pues el sultán es compasivo y misericordioso como Alá; pero que no habrá compasión ni misericordia para quienes se resistan o se nieguen a obedecer.
La gente, al oír aquello, murmuró:
—¡Ay, gracias a Dios!
—Menos mal.
—Bendito sea Dios.
Miré a los míos: Fernanda parecía tranquila; no así doña Matilda, pálida, exhausta y despeinada. Don Raimundo, a su lado, había menguado mucho, envejecido por tantas peripecias, y tenía cierto delirio en los ojos, perdidos tras las lentes empañadas.
—No hay que preocuparse —les dije—. No va a pasaros nada…
No pararon de llegar más y más moros, con semejantes atavíos, algunos con pieles de leopardo y de león; eran los magnates del ejército. Hablaban entre ellos, formaban algarabía, lanzaban risotadas, a veces daba la impresión de que discutían… De pronto se formó un gran revuelo; todos ellos se volvieron para ver qué sucedía a sus espaldas; tronaban los tambores y las chirimías, arreciaban las voces…
—¡El sultán, el sultán viene! —nos indicó el alcaide—. ¡Haced reverencia!
Nos inclinamos. Yo vi de reojo cómo entraba a caballo el rey moro, sobre una montura riquísima, de pelo de gineta, con adornos de oro, perlas y sedas. Su presencia resultaba imponente, bajo una sombrilla que sostenía un negro enorme, una especie de coloso. No era el sultán muy alto; de mediana talla, tenía el rostro largo, moreno, la barba partida y fuego en la mirada. Detrás venían otros aguerridos gigantes custodiándole, todos igualmente negros, igualmente musculosos y brillantes de sudor, hechos como de acero. Solo éstos se mantenían de pie y erguidos, porque a derecha e izquierda todos los demás se habían doblado hasta casi dar con sus narices en el suelo. Un pregonero de aguda voz lanzaba al aire proclamas incomprensibles, como aullidos, que eran contestadas con albórbolas de entusiasmo.
El sultán descabalgó, vio lo que había y apenas se detuvo allí un momento. Después desapareció por donde había venido y pudimos enderezarnos. Entonces llegó la hora de la rapiña…
Estalló repentinamente como una locura. Los moros se esparcieron por la ciudadela, penetrando en las casas, hasta en los últimos rincones, mientras se oía el tronar de las hachas destruyéndolo todo, el encrespado vocerío de las disputas y el fragor del forcejo afanoso de la codicia. Arriba en la torre del homenaje seguía ondulando la bandera del rey católico; subió uno de los guerreros, la arrancó del mástil, la mostró ufano y luego la arrojó desde lo alto, yendo a caer al patio, delante de nosotros, donde la hicieron trizas con saña.
Era la hora ya de pagar nuestro tributo. El alcaide Toribio y sus hombres entregaron al general Omar dos cestos con todo el oro y la plata recogidos entre nosotros. A mi lado, doña Matilda se lamentó en un susurro:
—Ahí va mi alianza… ¡Qué pena! Mi anillo de bodas y los obsequios de mi difunto esposo…
—¡Anda con Dios! —dije—. Eso son solo cosas… Mientras conservemos la vida…
Lo peor todavía no había llegado. A continuación los jefes moros entraron en la iglesia, impetuosos, furibundos. Nuestra gente al verlo se removió estremecida. Hasta me duele la mano al tener que escribir lo que sucedió a continuación; una escena para la que no estábamos preparados: ¡un sacrilegio! Salieron los sarracenos arrastrando entre varios la imagen del Nazareno, sin ningún respeto ni compostura, y la arrojaron allí delante de nosotros, en medio de la plaza. La sagrada testa dio en el empedrado un tremendo golpe; seco, de recia madera, que retumbó bajo las galerías. Nuestra gente gritó y gimió horrorizada. En el suelo, de costado, yacía el Señor de La Mamora, con las manos amarradas y los pies descalzos. Uno de los saqueadores le arrebató la corona y las potencias de oro, bruscamente, y el otro desnudó la imagen, encantado, feliz por hacerse con la túnica tan bonita bordada con hilos de oro.
El resto de las imágenes corrieron semejante suerte: fueron sacadas con desprecio, despojadas de cualquier elemento valioso y amontonadas en un rincón. Me conmovió mucho el llanto de las mujeres, que veían por el suelo las tallas de la Virgen María, del Niño Jesús, de San Miguel, de los apóstoles, de los santos… ¡Qué gran dolor y qué espanto! Era como si sucumbiera todo, en aquel torbellino, en aquel caos que nos rodeaba por doquier sin que pudiéramos hacer nada ni decir nada. Porque, a cada momento, el Ceutí nos advertía:
—¡Quietos! ¡Aguantad! ¡Callad y aguantad! Si queréis salvar las vidas, no hagáis ninguna tontería… Mirad hacia otro lado, cerrad los ojos… ¡Aguantad! Una anciana alzó la voz y replicó: —Pero ¿no ves lo que están haciendo? ¡Mira cómo tratan las sagradas imágenes!
—¡Silencio! ¿No me habéis oído? —contestó el alcaide—. Dejad eso ahora, porque nada lograremos enfrentándonos… Ya me encargaré yo a su tiempo de salvar todos esos santos…
El saqueo se prolongó más de tres horas, durante las cuales permanecimos en el mismo sitio, sin comer, sin beber, atemorizados y confundidos. Los que más lástima daban eran los ancianos, los enfermos, los niños… No había por el momento ninguna compasión ni miramiento hacia ellos, por mucho que el tal Omar lo hubiera prometido.
Pasamos una última noche en La Mamora, junto a los escombros y las ruinas resultantes del saqueo. Al día siguiente, 1 de mayo, amaneció una extraña mañana, pesada y sofocante; grandes masas de nubes oscuras pasaban por el cielo y el viento levantaba un polvo molesto que se metía en los ojos y en la boca.
Con prisas, con voces, con empujones, nos sacaron de la fortaleza en fila y nos condujeron por el sendero en pendiente, hacia donde se arracimaban las multitudes que componían el inconmensurable ejército moro. Ya se habían levantado las tiendas y empezaba a marchar la cabeza de la ingente masa humana, hacia donde nacía un sol amarillento, velado por las brumas y la polvareda. Como una riada oscura, la masa de hombres y bestias se encaminaba hacia Mequinez, la capital de su reino. Y nosotros debíamos seguirla a pie, componiendo una hilera asustada y llorosa.
Caminábamos despacio, pero sin descanso, por los llanos, por los cerros, por senderos serpenteantes, pasando entre alamedas, atravesando olivares, labrantíos, barbechos, cruzando ríos, por vados, por encima de viejos puentes… Hacíamos noche en cualquier parte, dondequiera que encontrásemos un prado, un terreno uniforme, una vaguada… Nos daban de comer, aunque poco, como el agua; siempre a destiempo. Cuando hallábamos un manantial, bebían hasta las bestias antes que nosotros.
No solamente la gente de La Mamora íbamos cautivos en aquella caravana; el ejército había ido juntando prisioneros por otras conquistas: negros, blancos, morenos, trigueños, beréberes, alárabes, montañeses, gentes de las riberas, aldeanos… No sé con exactitud cuántos sumábamos en total; pero creo recordar que por lo menos dos mil. Como todos éramos propiedad particular del sultán, nadie se atrevía a maltratarnos, siempre que fuéramos dóciles y diligentes en la marcha. Pero había muy poca caridad y casi ninguna humanidad entre unos y otros; iba, como se suele decir, cada uno a lo suyo. Y por las noches había que tener mucho cuidado porque en la oscuridad se movían sombras sospechosas y algunos desalmados pasaban entre los cuerpos, buscando a las mujeres jóvenes para su provecho. Así que yo no dejaba a Fernanda y a doña Matilda ni a sol ni a sombra, porque me daba cuenta de que las remiraban los hombres, con la lujuria asomándoles por los ojos.
Algunos incluso, ya fueran soldados o prisioneros, se acercaban con el mayor de los descaros a Fernanda y le preguntaban en lengua española bien entendible:
—¿Tienes marido, guapa? ¿Necesitas esposo?
Me hervía la sangre y a punto estuve de hacer un desatino, si no hubiera sido porque se hallaba siempre cerca el Ceutí, que me templaba diciendo:
—Calma, calma, Cayetano… No te pongas en peligro, que aquí el que levanta el gallo acaba desplumado.
Pero ya el alcaide se iba preocupando por lo que les estaba pasando a las mujeres. Y como para evitar males mayores, nos reunió una tarde, cuando nos encontrábamos detenidos en un páramo al final de la jornada, y nos habló muy sabiamente, instruyéndonos acerca de lo que debíamos y lo que no debíamos hacer para no tener problemas con los moros.
—Mucha paciencia —nos dijo—, mucha paciencia y humildad hay que tener; siempre con sumisión, con acatamiento; no olvidemos que ellos son ahora nuestros amos, que somos prisioneros y que no consentirán la mínima actitud de soberbia o rebeldía. Pensad en todo momento en el rescate, poned en él todas vuestras esperanzas… Confiemos en que pronto nos enviarán a alguien que pagará el precio de nuestra liberación. El gobernador así lo juró.
—¿Adónde nos llevan, alcaide? —le preguntaban—. ¿Está muy lejos? ¡Estamos cansados!
—Nos llevan a Mequinez, donde el sultán tiene la capital de su reino. No está lejos; dentro de cuatro o cinco jornadas de camino habremos llegado… Yo he estado allí y lo conozco bien. No tengáis miedo, compadres, no es mal lugar aquel… ¡Sobreviviremos!
—¡Dios te oiga, alcaide! —exclamó una mujer—. ¡Quiera Dios que vengan pronto a rescatarnos! Pero no dejes que nos perjudiquen estos moros… A las mujeres no nos dejan en paz ni un momento… Cada día se están poniendo más pegajosos…
Y todas allí empezaron a contar sus peripecias: cómo eran solicitadas por los hombres, cómo las observaban, les hablaban e incluso llegaban a toquetearlas…
Esta situación creaba mucho malestar, confusión y desasosiego; mucho más que tener que caminar cada día bajo el sol, con hambre y con sed. Solamente aquellas mujeres que estaban acompañadas por sus maridos se veían libres de este acoso. Por eso yo permanecía constantemente al lado de Fernanda y lo mismo hacía con doña Matilda; para que en ningún momento las vieran solas y desprotegidas.
El Ceutí meditó sobre este asunto peliagudo, muy preocupado, y finalmente propuso:
—Hagamos una cosa: hagamos matrimonios, establezcamos parejas de maridos y mujeres entre nosotros.
—¿Qué quieres decir con eso, alcaide? —le preguntaron con extrañeza—. ¿Cómo que hagamos matrimonios? ¿A qué diantres te refieres?
—Muy sencillo —respondió—. Se trata de algo elemental. ¿No os dais cuenta de que nadie se acerca a las mujeres casadas? Ya os dije que los moros son temerosos de Dios, a su manera. ¡No son salvajes! Tienen sus leyes, sus costumbres, sus respetos… Los hombres y mujeres de la religión mahomética también se casan, igual que nosotros, como todo el mundo. Y conocen muy bien la palabra «pecado». El adulterio está prohibido para ellos, igual que para los cristianos, y está muy mal visto y duramente castigado. Por eso no se arriman a las mujeres casadas, sino únicamente a las solteras. Así que está claro: ¡hagamos matrimonios! Formemos parejas entre todos los hombres y mujeres solteras que aquí estamos y de esta manera evitaremos el desagradable arrimarse y el agobio que sufren esas pobrecillas.
—¡Pero qué cosas dices, alcaide! —replicaron—. ¿Cómo vamos a casarnos, si no tenemos curas? ¿Cómo vamos a hacer eso? ¿Quién celebrará las bodas?
—Creo que no me habéis comprendido bien —contestó el Ceutí, sonriendo lacónico—. ¡No hace falta casarse de verdad, mentecatos! Bastará con que finjamos los matrimonios, para que nadie parezca soltero… ¿No comprendéis, compadres? Es muy sencillo: se componen las parejas y, a partir de ahora, cada marido con su mujer…
Le miraban con tanto estupor, que tuvo que explicarlo un par de veces más. Hasta que se hartó el alcaide y acabó gritando:
—¡Hay que ver qué memos sois, compadres! Naturalmente que no es necesario que se metan mano los maridos y las mujeres, bastará con que se acuesten el uno al lado de la otra para que los moros vean que están casados…
—¿Entonces no podemos tocar a nuestras mujeres? —preguntó uno que estaba casado de verdad.
—¡Me cago en…! —bramó el alcaide—. ¡Me refiero a los solteros que fingen estar casados! Los casados de verdad pueden hacer lo que les dé la gana… ¿Tan torpes sois?
—Pues no lo entiendo, alcaide…
—¡Idos a la mierda!
Finalmente, después de muchas explicaciones, de porfiar, de refunfuñar unos y otros, se acabó comprendiendo que la solución que proponía el Ceutí era muy acertada. Se concertaron pues los fingidos matrimonios, emparejando a todas las solteras para que ninguna quedase sin marido y a merced de los molestos requerimientos de amor por parte de los moros. Costó trabajo poner de acuerdo a unos y otras, porque, encima, tenían sus preferencias o sus prejuicios a la hora de aceptar al marido asignado; y hubo riñas y algún que otro tirón de pelos.
—¡Demonios! ¡Poneos de acuerdo de una vez! —se exasperaba el alcaide—. Si esto es solo para salir del paso —repetía una y otra vez—. ¡Contentaos ya, carajo!
Aunque estábamos agotados, famélicos y soportando una gran tribulación, aquello tenía cierta gracia. Al menos a mí me lo parece ahora que ha pasado el tiempo. Había algunas mujeres encantadas con el marido que les tocaba en suerte; se les veía en las caras, en el rubor de las mejillas, en el brillo de los ojos. Y lo mismo pasaba con los hombres, que incluso llegaron a jugarse a los dados a las más lozanas.
Yo me puse con Fernanda, como era natural, feliz a pesar de todo, como ella con ser mi esposa. Pero a doña Matilda, que estaba muy solicitada, se la rifaron y le correspondió un castellano de Burgos, bobalicón, palurdo, montuno…
—¡Ni hablar! —protestó el ama enérgicamente.
En fin, al final acabó emparejada con don Raimundo por propia voluntad, aunque de mala gana, ya que nadie terminaba de convencerle.
Y el administrador se puso muy contento, complacido por resultarle útil a ella, su admirada patrona.
—Yo cuidaré de vuestra merced, doña Matilda —decía—. Ya verá como nadie se acerca; ya verá qué buen marido soy yo…
De esta manera, emparejados, tratando de ayudarnos unos a otros, aguantamos cuatro jornadas de camino por aquellos campos extraños, tragando el polvo que dejaba tras de sí el ejército; con la mugre adherida al cuerpo, las ropas hechas jirones, quemados por el sol, abrasados por el aire seco, malcomidos y llenos de incertidumbre. Porque eso era lo peor: el no saber qué iba a ser de nosotros y cómo sería la vida en aquel ignoto lugar a donde nos conducían.
Hasta que una mañana, de repente, apareció al remontar unas lomas un valle verde, y Mequinez allá abajo, entre palmerales y arboledas. Unas murallas altas, doradas, envolvían el conjunto de la ciudad; se veían casas de desigual altura, unas con tejados, con azoteas otras; esbeltos alminares, tapias, grandes y compactas edificaciones, palacios… Si no fuera por la fatiga y la aprensión que llevábamos, la visión hubiera resultado hermosa: con las montañas al fondo, las lomas áridas, pardas; los caminos blanqueando entre los huertos, los olivos, almendros, naranjos…
La muchedumbre guerrera, en cuya cola íbamos los míseros cautivos, marchaba camino de la puerta principal de las murallas, siendo recibida por un abigarrado gentío que la estaba esperando, clamoroso, extendiéndose por una gran explanada, formando un colorido panorama en el que destacaban los lánguidos camellos, las vestimentas de todas las tonalidades, los borricos, las aguaderas, los mantos, los capotes, las chilabas rayadas, los turbantes…