1. FUERA DE LA CIUDADELA: INDIGNACIÓN Y ARREBATO

Por la misma puerta que un día entré en la ciudadela de La Mamora, salí un lunes 21 de abril, para retornar a la dureza de la vida en la ciudad exterior, a la desdicha, al hambre…, a la separación de mi amada Fernanda. Afuera me encontré nuevamente con la marinería, con los pecheros, con los malhadados habitantes de aquellos barrios cochambrosos; todo el mundo allí estaba famélico y en extremo irritado, porque faltaba de todo y sobraban enfermedades, pulgas y piojos; el enojo de los hombres rayaba en la cólera, y el resentimiento hacia el gobernador les hacía echar pestes por la boca, pues le consideraban responsable del abandono y la desgracia en que se hallaban.

Nada más enterarse de que me habían expulsado y de que andaba yo pululando por allí, vino en mi busca el portugués Joao de Rei, quien fuera maestre del navío que nos trajo desde Cádiz; desgreñado y barbudo como un salvaje, su cara estaba encendida de furor, manoteaba, echaba fuego por los ojos, bufaba… Me hizo muchas preguntas sobre la gente de dentro, sobre los oficiales, sobre el armamento, sobre el estado de ánimo de los soldados…

—Ahí dentro están mucho mejor que aquí —respondí sinceramente—. La escuadra trajo víveres, municiones y otros pertrechos.

—Tudo, tudo para eles —dijo con ira—. ¡Egoístas!

Comprendí su rabia, que era la rabia de toda aquella gente; su desánimo, su contrariedad y su rencor; porque yo había compartido antes la vida de aquel lugar de miseria y había sufrido en mi propia carne la incuria de los de la ciudadela, de aquéllos que, al fin y al cabo, tenían la responsabilidad de cuidar de toda la población, por ser la autoridad legítima, los custodios del conjunto de la plaza. Y yo que tenía mis propios motivos, mi justa inquina, me uní al coro de la indignación; sintiéndome acogido a mi vez e incluido en aquella turba doliente e iracunda.

Y enseguida advertí sorprendido que, a diferencia de lo que sucedía a nuestra llegada que cada uno andaba a su aire, ahora reinaba allí cierto orden, nacido al socaire del abandono: estaban de alguna manera organizados; los más bravucones ejercían el mando, imponían sus normas y controlaban el curso de la vida del resto de los vecinos. Y al frente de todos, habían nombrado un alcaide: Toribio de Ceuta, al que apodaban el Ceutí; un marino viejo a quien los piratas berberiscos le habían quemado el barco en el fondeadero, como nos sucedió a nosotros; era un hombre tosco, sin lo que llamamos ilustración, pues ni siquiera sabía leer ni escribir, pero dotado de extraordinarias facultades para organizar al pueblo y de un sutil conocimiento del arte de la sublevación; habilidades estas que, como se verá, nos proporcionaron imponderables beneficios más adelante, cuando las cosas allí se pusieron harto peligrosas y apuradas. Además, el Ceutí era experto en asuntos de moros, por haberse criado cerca de ellos y haberse pasado media vida tratando con ellos, comerciando, trapicheando por las ciudades de Berbería; conocía a algunos magnates, tenía amistades en Fez y en Mequinez, que eran los emporios más nombrados en aquella parte de África.

Me mandó llamar el alcaide al segundo día de mi expulsión. Acudí a su casucha, en la que solo había dos estancias: una interior con su dormitorio, que compartía con una mujerzuela que se le había arrimado, y otra exterior donde tenía instalado un auténtico puesto de mando, con su mesa, sus papeles e incluso un asistente para despachar a las visitas. Toribio de Ceuta era uno de esos hombres jorobaditos, pequeño de estatura, pero de brazos largos y manos grandes, que miraba con la cabeza inclinada y que parecen tener siempre un ojo guiñado. Mi primer pensamiento, nada más verle por primera vez, fue preguntarme cómo era posible que hubieran elegido los calamitosos habitantes de aquel barrio a alguien así como jefe.

—Siéntate, siéntate —me dijo el Ceutí con extrema cordialidad, sonriente, esforzándose por resultar educado.

Me senté y al momento su ordenanza puso en mi mano un vaso lleno de vino hasta el borde.

—Bebe, bebe, joven —me animó.

Bebí, sintiéndome reconfortado, a gusto; porque de ninguna manera esperaba ser tratado mínimamente bien entre aquella chusma de la que guardaba tan malos recuerdos. Y como si me leyera los pensamientos, el alcaide me dijo afablemente:

—Así que… primeramente estuviste fuera, luego te dejaron entrar a la ciudadela y… ¡fuera otra vez!

—Así es —respondí con despecho—. Ahí dentro no hay justicia, ni caridad, ni consideración alguna… Sinceramente, no sé qué es peor aquí en La Mamora; estar dentro o fuera.

Soltó una carcajada, hizo una señal a su ayudante para que me rellenara el vaso y, poniéndose de repente muy serio, observó:

—Tú lo has dicho, joven: ni justicia, ni caridad, ni consideración… Aquí estamos olvidados, en el mismísimo purgatorio, sin posibilidad de redención. El que tiene la mala fortuna de dar en La Mamora con sus huesos, ya sabe lo que le espera… Y no pienses que esos militares de la escuadra que han venido tengan la más mínima intención de ir a pedir socorro a España… Cuando se larguen, me temo que aquí ya no va a volver barco alguno…

El vino se me atragantó.

—¿Qué dice vuestra merced? ¿Cómo sabe eso? —le pregunté, demudado.

—Porque es evidente. Las cosas en España están cada vez peor y nadie allí va a preocuparse por un lugar como éste, tan apartado, peligrosamente rodeado de piratas y moros belicosos. Estamos a merced del desastre…

Dicho esto, se me quedó mirando, para ver qué reacción producían en mí estas palabras. Y luego, entrelazando los dedos sobre su barriga, añadió:

—Así que nos estamos organizando: aquí hemos tomado el toro por los cuernos y estamos dispuestos a buscar alguna solución que no sea estarse así, de brazos cruzados, esperando la muerte… Y tú, un hombre joven, debes decidir en este mismo instante si estás dispuesto a unirte a nosotros incondicionalmente…

—¿Incondicionalmente…? —pregunté extrañado—. ¿Unirme a vuacedes para qué?

—Para lo que sea menester —contestó rotundo, con un brillo enigmático en sus ojos entrecerrados.

Reflexioné un momento y dije:

—Ahí dentro están mi novia y dos personas a las que estimo, con las que vine en el viaje desde Cádiz. Si me está hablando vuestra merced de un motín…

Sonrió y respondió:

—Digamos que debemos hacernos valer para que el gobernador nos tenga mayor consideración…

—Tienen armas, cañones, mosquetes… —repuse.

—¡Y nosotros también! —contestó, dando con un puño en la mesa—. Tenemos de todo eso aquí afuera. ¿Cómo comprendes si no que podríamos defender esta parte de la fortaleza? Ahí radica precisamente la cuestión: aquí tenemos las mismas obligaciones que los de dentro, pero ningún beneficio. Si los moros atacan La Mamora, los primeros en pelear y, en su caso, en caer, seremos nosotros… ¡Y encima nos tienen hambrientos! ¡Ya está bien! Somos tan españoles como los de ahí adentro. ¡Somos súbditos del mismo rey! ¿Por qué no nos tratan como debieran? ¡Mira cómo estamos…! Aquí muere gente a diario… ¡Como perros!

Después de meditar acerca de lo que me decía, y de considerarlo en extremo justo, dije con decisión:

—Puede contar vuestra merced conmigo para todo.

—Así se habla, joven. ¡No te arrepentirás!

La conversación se quedó ahí, y yo me puse a esperar órdenes. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Resignarme conformándome con malvivir? Eso ya lo había probado y así me había ido.

Los días inmediatamente posteriores fueron para mí desasosegados, en un deambular casi sin sentido, percibiendo en torno como un vacío; el del destierro y la soledad. Pero tuve no obstante un consuelo: Fernanda me envió comida, mantas, mi sombrero y un papelito en el que había escrito su nombre y una breve frase: «Pronto volveremos a estar juntos».

2. LA HORA DE LAS TINIEBLAS

Una mañana de aquéllas zarparon los cuatro galeones. Los despidieron con salvas de cañón desde las torres. Subimos a las alturas para verlos. Mientras se alejaban por el estuario, los marineros decían con rabia:

—¡Ya se van ésos! Anden con Dios…

—Para lo que nos han beneficiado, mejor no haber venido.

—Ahora nos dejan otra vez aquí, a merced de los moros.

—Deberíamos haberles arrebatado los navíos para huir de aquí…

Y yo también participaba de aquel arrebato de odio, al sentir que con la escuadra se iban nuestros sueños y nos quedábamos en el mayor de los desamparos.

Apenas cuatro días después, un sábado 26 de abril de aquel año de 1681, una quietud especial y un silencio dormido envolvían San Miguel de Ultramar; respirándose una brisa mansa, que venía del mar y arrastraba el aroma de las amarillas anémonas de las laderas. Cuando el sol se ocultaba ya en el poniente despejado, después de que sonaran las campanadas que marcaban las siete de la tarde, una tras otra, espaciadas, monocordes, repentinamente se inició un repiqueteo violento, desigual y estridente en las dos iglesias de la fortaleza.

—¡Alerta! —gritaron arriba los centinelas—. ¡Moros! ¡Alerta! ¡Moros, moros, moros…! ¡Alerta!

Todas las miradas se dirigieron a las alturas.

Las siluetas de los campanarios y, algo más lejos, las robustas formas de las torres se recortaban sobre el cielo violáceo del ocaso. Las voces preguntaban:

—¿Qué ocurre?

—¿Por qué tocan?

—¿Qué diablos está pasando?

La gente se quedó momentáneamente paralizada; pero, un instante después, empezó el abrirse y cerrarse de las puertas y ventanas, las carreras, los gritos, el alboroto del pánico… Y las campanas no cesaban: tan, tan, tan…, llamando a rebato de manera ensordecedora, mientras en las almenas las voces cada vez más desgarradas de los centinelas anunciaban:

—¡Moros, moros, moros…! ¡Alerta, alerta, alerta…!

Un tropel de hombres, como una estampida, cruzó el barrio en dirección a las rampas, y luego se vio al gentío seguirles subiendo por las escaleras, atropelladamente. Yo también eché a correr y no tardé en encaramarme en lo más alto de los muros, después de ascender a saltos por una empinada escarpa.

—¡Allí, allí…! —señalaban los dedos.

Miré hacia el sur, donde estaban fijos todos los ojos: el negrear de una hilera de hombres y animales, caballos, mulas y camellos venía desplazándose lentamente, levantando polvo. En torno a mí, por todas partes, exclamaban:

—¡Moros! ¡Son los moros! ¡Un ejército de moros! ¡Dios nos asista!…

Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza, ante la presencia de aquella intempestiva amenaza que se aproximaba a la par que las sombras de la noche.

En la fortaleza no pararon de sonar los pífanos, las trompetas, las órdenes, los lamentos… La población iba de un lado para otro, inquieta, augurando los males posibles: asedio, asalto, derrota, cautiverio, degüello… Y los más viejos, que habían sobrevivido a otros ataques precedentes de los moros, decían más tranquilos:

—Ya están aquí, como cada año… Esto tenía que llegar; tarde o temprano tenía que llegar…

—Con la primavera, ya se sabe: ¡moros!

—Todos los años lo mismo…

Entrada la noche se cernió sobre La Mamora una calma espesa y a la vez interrogativa. Allá abajo, al pie de la loma, los enemigos iniciaron un estruendo de tambores, como un tronar que retumbaba en los montes cercanos, y encendieron hogueras en una gran extensión. La visión era como para ponerse a temblar…

También en nuestra parte de la fortaleza, en el centro de la plaza principal, se amontonó madera suficiente para encender un gran fuego, en torno al cual se celebró una especie de consejo. Toribio de Ceuta, el alcaide, se puso en medio de la gente rodeado por sus hombres de confianza. Las preguntas cargadas de ansiedad le llovían alrededor:

—¿Y ahora qué haremos?

—¿Cómo vamos a defendernos?

—Dinos lo que tenemos que hacer…

El Ceutí parecía muy poca cosa para dar respuestas a interpelaciones tan angustiadas: pequeño, contrahecho, nada en él se asemejaba lo más mínimo a la figura de un gran líder. Sin embargo, aquel medio hombre ocultaba dentro de sí todas las cualidades para el gobierno; si no fuera así, no estaría amparado por sus rudos subalternos, que cumplían a pies juntillas todo lo que mandaba, cualquier cosa que fuese.

—¡Silencio! —ordenaron éstos—. ¡A callar todo el mundo! ¡El alcaide va a hablar!

Reinó un mutismo absoluto, obediente y expectante. Toribio se adelantó, sosteniendo una antorcha que iluminaba su rostro, y habló con voz segura, cargada de dominio.

—Lo que tanto temíamos ya está aquí, lo de cada año —empezó diciendo—; lo que tenía que pasar, lo que veníamos advirtiendo, lo que era lógico y natural… ¡Los moros vienen a por La Mamora! ¡Vienen a por nosotros! Vienen a intentar echarnos mano…

Un intenso murmullo se elevó de aquella humanidad indigente y sobrecogida.

—¡Silencio! —gritaron los brutos adjuntos—. ¡Todo el mundo a callar!

El alcaide prosiguió con aparente serenidad:

—Los moros vienen por La Mamora y esta vez parecen estar resueltos a hacerse con la presa… Nuestras vidas, en efecto, peligran; todos estamos ciertos de esta triste realidad; no somos niños, sabemos muy bien lo que nos espera… Pero…, amigos, ¡compadres!, no vamos a consentir que nos rebanen el cuello a la primera. ¡No, eso no! Buscaremos una salida, haremos uso de nuestra inteligencia y trataremos por todos los medios de salvar los pellejos… ¿Confiáis en mí, compadres?

—Sí, sí, sí… ¡Dinos lo que hay que hacer! ¡Muéstranos tu plan! ¡Te seguiremos en todo!

El pequeño Toribio se creció ante esta adhesión incondicional, hizo girar la antorcha en la negrura de la noche y dijo:

—Ahora, compadres, ¡todos a descansar! Procurad dormir, que nos esperan días de fatigas… Y dejadlo todo en mis manos. Ahora es ya de noche y nada debemos temer por el momento. Pero mañana, cuando amanezca, mis hombres y yo pondremos manos a la obra para tratar de salvar a cualquier precio la vida de todos vosotros. ¿Confiáis en mí, compadres?

—Sí, sí, sí… ¡Claro que confiamos, alcaide! ¡Haz lo que tengas que hacer!

A pesar del consejo de Toribio, no creo que nadie pudiera pegar ojo esa noche, ni siquiera él mismo. Yo por lo menos no dormí ni un solo momento, cavilando sobre el peligro que se cernía sobre nosotros. Y acordándome de Fernanda, se me presentaban todos los males. ¿Estaría ella bien? ¿Cómo vivirían la amenaza en la ciudadela? Y daba vueltas y vueltas en el duro suelo, pensando en las palabras del enigmático Toribio: ¿qué se proponía? ¿Cuál era su plan? ¿Qué quería decir con aquello de tratar de salvar a cualquier precio nuestras vidas?…

3. EL ASEDIO

Amaneció con estrépito de pisadas, voces y agudos silbidos de pífanos. Siguió un silencio expectante, que se alargó durante un rato largo y extraño. Tras el cual, de repente, los gritos arreciaron en las torres:

—¡Ya vienen! ¡Nos atacan! ¡Alerta! ¡Alerta!

Estalló en todas partes la agitación, el desorden y el desconcierto, mientras las campanas iniciaron el pertinente toque a rebato y las cornetas enloquecían resonando en los muros; y al fondo, como un rugir lejano y a la vez próximo, el vocerío y los tambores de los moros.

—¡A las armas! ¡Todo el mundo a las almenas! ¡Preparad las mechas! ¡Apuntad! ¡Esos cañones! ¡Todos los cañones mirando al sur! ¡Que nadie dispare hasta que se dé la orden!

Una tropa de soldados, a la carrera, venía desde la ciudadela para apostarse en las defensas de la parte sur de la fortaleza. Los oficiales gritaban las órdenes a voz en cuello y los tambores las transmitían. Arriba las mechas encendidas centelleaban en el crepúsculo y el aire de la madrugada parecía estar impregnado de incertidumbre y temor. Las mujeres, los ancianos y los niños corrieron a cobijarse en los sótanos; y en la plaza desangelada nos quedamos únicamente los hombres sanos y jóvenes, esperando a que alguien viniera a decirnos lo que teníamos que hacer.

Se presentó allí el alférez Juan Antonio del Castillo, sudoroso y aturdido, acompañado por un cabo todavía más joven que él. Nos miraron, pensaron, titubearon, y el alférez acabó diciendo:

—¡¿Qué hacéis ahí parados?! ¡Todo el mundo arriba! ¡Arriba! ¡A las almenas!

—¡No tenemos armas! —repuso alguien—. ¿No van a darnos nada para defendernos?

El joven alférez vaciló, como dudando, miró a su ayudante y le ordenó:

—¡Corre a la intendencia! ¡Que traigan inmediatamente cincuenta mosquetes, munición, pólvora…! ¡Corre!

No había acabado de dar la orden cuando estalló arriba un cañonazo… ¡Luego otro!… Y una fuerte voz gritó: —¡Fuego! ¡Disparad!

Un tronar de explosiones y tiros brotó en medio de una nube de humo negro, a la vez que nos llovían encima piedras, pedazos de plomo y otros proyectiles. Corrimos a protegernos bajo los soportales y desde allí vimos el ajetreo en las almenas: la carga de los cañones, el acarreo de las balas, el encendido de las mechas, los estampidos…

No había pasado media hora cuando se oyó gritar: —¡Se retiran! ¡Se van! ¡Alto! ¡Alto el fuego!

Siguió una calma, con toses y carraspeos entre el humo denso, algún disparo suelto y después el silencio total.

—¡Vamos arriba! —dijo alguien.

Subimos a las almenas y vimos a lo lejos el polvo que dejaban atrás en su retirada los asaltantes. Algunos caballos sueltos vagaban en desamparo por la ladera, pasando entre los cadáveres que yacían sobre la hierba aplastada. Abajo, en el llano, los moros se concentraban junto a su campamento.

—¿Hay alguna baja? —preguntó el alférez.

—¡Aquí, señor!

Traían a un muchacho herido. Una bala le había rozado la cabeza, por encima de la oreja; tenía el pelo pegado a la herida y un viscoso chorro de sangre oscura le caía por la mejilla y el cuello, hasta empaparle la camisa; pero la cosa no parecía ser demasiado grave.

—Llevadlo a la enfermería —mandó el alférez.

Un rato después llegaron a la plaza dos carretones con nuestras armas. A los que nunca habíamos tenido un mosquete en las manos nos dieron cuatro instrucciones básicas: la manera de agarrarlo, la carga, la mecha, el disparo… A cada cual se le asignó su puesto en las defensas, con severa indicación de no disparar hasta que se diera la orden. Había poca munición y no se debía desperdiciar.

A pleno sol, a resguardo de mi almena, me quedé yo en el sitio que me fijaron, al lado de un soldado viejo que debía aleccionarme en aquellos menesteres de la guerra tan desconocidos para mí.

En mi absoluto desconcierto, le pregunté:

—¿Cómo ve vuestra merced la cosa?

Aguzando sus ojos de aguilucho hacia donde estaba el enemigo, oteó primeramente el panorama, y luego respondió con mucha circunspección:

—¡Quiá! Son cuatro moros piojosos… Han hecho un amago para ver cómo andábamos de fuerzas…

—¿Entonces?

—Cualquiera sabe…

4. ¿MOROS JACTANCIOSOS?

Cuando pasó el desconcierto inicial, los ánimos se fueron sosegando poco a poco. Los que tenían experiencia por haber vivido otros ataques precedentes no parecían estar demasiado preocupados; nos tranquilizaban diciéndonos que todos los años por esas fechas, con el buen tiempo primaveral, los moros se entretenían yendo a incordiar, por el puro gusto de lucir sus caballos, las ricas monturas, las tiendas de campaña, las armas…; pero que no era aquello sino un alarde; como una feria para exhibir su espíritu belicoso, sin que tuvieran verdadera intención de hacerse con la plaza; que, por otra parte, hubiera de suponerles mucho esfuerzo, pérdida de hombres y bestias, gasto de pólvora y munición… En fin, que debíamos preocuparnos lo estrictamente necesario. Aquel ejército que había acampado al pie de la loma no era lo demasiado grande como para conquistar una fortaleza tan robusta; que San Miguel de Ultramar, aunque contaba con una guarnición de soldados menguada, no era presa fácil, por la altura de sus muros, la facilidad para cañonear desde arriba y la dificultad que suponían las pendientes y la proximidad del río. «No es tan fiero el león como lo pintan —decían los veteranos con cierta indolencia—. Esos moros andrajosos mañana o pasado se cansarán de estar ahí, con sus tambores y sus canturreos a pleno sol, y se irán por donde han venido como si tal cosa». O sea, que en La Mamora estaban acostumbrados a que, ya fuera a finales de abril o a principios de mayo, la morisma apareciera por allí un día u otro a darles la lata.

5. ALGARADA, PITORREO Y UNA SERIA AMENAZA

De momento no hubo ningún ataque importante. Los moros cabalgaban a distancia, fuera del alcance de nuestros mosquetes; hacían cabriolas con sus caballejos, exhibían sus grandes y desmadejados camellos, sacaban a relucir los alfanjes, tiroteaban al aire, formaban algarabía; pero lejos. Parecía ser pues que tenían razón los viejos soldados cuando decían que aquello no era sino pavoneo y vana algarada, pero que no había en el fondo ganas de atacar seriamente, por mucho que el primer día nos dieran un susto.

El martes por la mañana la turba de enemigos estuvo especialmente revuelta: desde muy temprano anduvieron formando tropas e iban y venían al galope, hasta el pie de la pendiente, donde, siempre a prudente distancia, hacían ostensibles las armas, amenazantes, con mucho griterío y aspavientos. Y los nuestros a su vez, desde arriba, les insultaban a voz en cuello, respondiendo a la provocación:

—¡Bujarrones!

—¡Venid si tenéis redaños!

—¡Poneos a tiro si os atrevéis, moros cagados!

Y así siguió la cosa toda la mañana, como en un juego de críos. Pero a mediodía, cuando el sol estaba en su punto más alto, nuestras miradas dejaron de lado el campamento y se dirigieron hacia el río: una veintena de jabeques y embarcaciones menores llegaba por el estuario, a la deshilada, y se detenía como a media legua del fondeadero, quedándose estática, anclada y con las velas recogidas. ¿Quiénes venían a bordo? ¿Acaso piratas berberiscos? ¿Aliados de los atacantes? Nadie supo responder a estas preguntas y todo el mundo en La Mamora se quedó extrañado y haciéndose todo tipo de suposiciones.

Esa tarde a mí me tocó hacer guardia en una de las barbacanas que miraban hacia el sur, desde donde se divisaba una gran extensión de terreno pelado, cerro tras cerro. Tuve que estar allí muchas horas, aguantando a pleno sol mi propia contrariedad y la pena que sentía por no poder ver a Fernanda y por no haber vuelto a tener noticias suyas en medio de tantos sobresaltos.

En plena siesta, me adormilaba aprovechando la poca sombra que me proporcionaban las almenas, cuando de repente alguien gritó a mi lado:

—¡Madre mía! ¡Virgen Santa! ¡Mirad, mirad!

Una visión aterradora y completamente inesperada me despabiló: venía una nube de polvo inmensa, envolviendo una enorme multitud de hombres y bestias. Un nuevo ejército, descomunal este, se aproximaba lentamente por la planicie donde crecía la hierba rala y pobre.

Nuevamente enloquecieron las campanas, los pífanos, las trompetas, las voces y las carreras de los hombres. Y nuestra gente subió para ver la amenaza que se avecinaba. Una hora después, horripilados, veíamos levantarse un campamento cien veces mayor que el anterior…

6. UN TORBELLINO DE HECHOS

Lo que sucedió a partir de aquel martes fatídico fue tan vertiginoso, tan atropellado, que todavía me cuesta trabajo poner en orden en mi memoria cada acontecimiento, cada incidente y cada sobresalto, dada la intensidad con que los viví, poseído por un extraordinario estado de ansiedad, como una zozobra, un enloquecimiento…

Vayamos pues por partes, y pido desde este momento perdón si pudiera quedar trastocado el orden de los hechos u omitida cualquier peripecia de menor importancia.

Conservo claros recuerdos de lo que pasó esa misma tarde, es decir, el día 29 de abril, en las horas que siguieron a la llegada del gran ejército de los moros. Como es natural, se desató un pánico morrocotudo que se propagó hasta el último rincón de la fortaleza. Si bien el primer ejército había sido recibido con indolencia, y hasta con cierta chanza, ahora todo parecía perdido. Nunca antes en la historia de San Miguel de Ultramar se había conocido una amenaza de tal calibre. Los ánimos, pues, quedaron de pronto por los suelos: la inminencia del desastre era demasiado evidente.

Antes de que se ocultara el sol, se vio salir del campamento enemigo una hilera de camellos que se fue aproximando lentamente, conducidos por hombres que venían a pie llevando las riendas con una mano y sosteniendo en la otra una bandera blanca. Se trataba sin duda de un comité que venía a parlamentar; al menos eso nos pareció a todo el mundo.

Como los de fuera de la ciudadela éramos considerados tan poca cosa que nadie nos daba explicaciones de nada, tuvimos que conformarnos haciéndonos suposiciones. Unos decían una cosa y otros la contraria. Pero finalmente el alcaide reunió a la gente y expuso sin titubeos una serie de informaciones: que esos moros de los camellos traían una severa advertencia de parte de sus magnates; que las puertas de La Mamora debían abrirse para hacer entrega incondicional de la plaza; que si no nos rendíamos tendríamos que atenernos a las consecuencias; y que aquel inconmensurable ejército era el grueso de la hueste del sultán de Mequinez, Mulay Ismail, el más poderoso y temido de los reyezuelos de Berbería, que había decidido formarse nada menos que un imperio, no estando dispuesto a consentir que la presencia de una plaza española ensuciase la vastedad de sus dominios. Venía pues resuelto a conquistar San Miguel de Ultramar. Y por último, el Ceutí concluyó diciendo que era locura resistir, ya que no teníamos municiones ni pólvora suficientes en la santabárbara del fuerte para defendernos de tal cantidad de atacantes: unos ochenta mil, según decían los que sabían contar ejércitos a ojo. La suerte pues estaba echada. ¿Cómo no enloquecer viendo tan próxima la muerte?

Esa noche, como no le quedó más remedio, el gobernador cedió en su obstinación y se dispuso a unir a toda la población para la titánica defensa: abrió las puertas de la ciudadela y comunicó la comandancia con todos los barrios de La Mamora, distribuyendo armas y municiones; aunque advirtiendo severamente de que nadie de fuera podía pernoctar en el interior de la ciudadela.

Por un momento, me olvidé de todo lo que no fuera correr a buscar a Fernanda. La hallé en la plaza principal, pálida y llorosa. Nos abrazamos y mezclamos nuestras lágrimas. Ella decía:

—Perdóname, perdóname… ¡Fue por mi culpa!

—Deja eso ahora —contestaba yo—. ¡Estamos juntos!

Poco después del encuentro, las campanas repicaron y se anunció por todas partes que se iba a hacer una rogativa. La gente se congregó en la iglesia y los frailes descorrieron las tres cortinas que ocultaban al Nazareno. Al aparecer ante nuestros ojos la estampa serena del Cristo, cedió el pánico y nos poseyó la confianza. Hubo plegarias, cantos, gritos desgarrados… La muchedumbre se echó al suelo de rodillas, implorante, como si estuviera ante la única tabla de salvación. Y verdaderamente algo emanaba de la imagen, algo misterioso y difícil de explicar, como un profundo consuelo, una última esperanza, en medio de aquella hora espantosa…

Después de los rezos, a la luz de las antorchas, el gobernador compareció para dar las órdenes. Su discurso fue torpe, deslavazado y poco tranquilizador; más bien desmoralizante. Amonestó, amenazó y amedrentó aún más a la pobre gente. ¡Qué hombre tan inútil y tan desapacible!

Allí mismo se repartieron las armas, la pólvora y la munición. No había más horizonte ni más salida que resistir. La gente se puso en lo peor, se desazonó y brotó una llantera general. Algunos alzaron la voz para suplicar:

—¡Señor gobernador, rinda vuecencia la plaza!

—¡Salve nuestras vidas, por Dios bendito!

—¡No queremos morir!

Pero don Juan de Peñalosa no escuchaba; dio un rabotazo y se retiró a sus despachos sin decir ni una sola palabra más.