1. VELAS DE LONA Y VELAS DE CERA

—¡Navíos! ¡Galeones en el estuario! ¡Vienen velas hacia poniente! —se oyó gritar en lo alto de la torre.

Era Domingo de Ramos y apenas acababa de salir de la iglesia la procesión. Caminábamos en fila siguiendo el estandarte, con nuestras palmas en las manos, y el aviso hizo que nos detuviéramos y que nos quedáramos perplejos, mirándonos unos a otros sin saber qué hacer. El fraile que presidía la ceremonia interrumpió el canto que iba entonando y se quedó parado, fijos los ojos en el gobernador, que estaba a unos diez pasos de él, con su uniforme de gala y las orgullosas plumas del sombrero agitándose suavemente por la brisa de la mañana.

A mi lado, don Raimundo susurró con voz temblorosa:

—Ah, los navíos… Los navíos… ¡Por fin!

Un rumor sordo brotó entre los fieles, que miraban hacia la altura de la torre pendientes del vigía. Y éste volvió a gritar:

—¡Velas! ¡Una escuadra de navíos viene hacia el fondeadero!

El fraile seguía pendiente de don Juan de Peñalosa, con gesto interpelante, como diciéndole: «¿Qué hago? ¿Sigo o no con la procesión?». A su lado, un monaguillo candoroso sostenía el incensario, haciendo que se balancease y que soltase el humo hacia los cielos. Todas las miradas estaban atentas, ora al vigía ora al gobernador, con ansiedad, porque aquel aviso no podía ser más esperado y deseado, aunque se diese en un momento tan inoportuno. No había allí quien no quisiera salir corriendo para subir a las almenas y ver los ansiados barcos que traían los víveres tan necesarios.

Don Juan de Peñalosa dudó nervioso, carraspeó y le dijo secamente al fraile:

—¡Prosigamos, por Dios! ¡Prosigamos, pero… prestos, prestos…!

La procesión dio la vuelta a la plaza a toda prisa, con el canto entonándose atropelladamente.

¡Hossanna in excelsis!

Hossanna, hossanna…

Entramos en la iglesia. La misa fue cantada muy rápida, en medio de la impaciencia, del sofoco, de los sahumerios… Tras la bendición final la gente salió en tropel, a empujones, y pudo al fin encaramarse en las alturas para otear el horizonte: allí estaban los cuatro galeones de la escuadra anclados en el fondeadero, arriadas ya las velas. El vocerío, la algazara, las albórbolas arrebatadas saludaron aquella aparición tan venturosa.

Don Raimundo y yo nos abrazamos, emocionados, y luego fuimos a compartir nuestra alegría con el ama y con Fernanda. Ellas lloraban dichosas, sabiendo que por fin podríamos proseguir el viaje hacia las islas.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó doña Matilda—. ¡Se acabó la espera!

Desde lo alto vimos el desembarco de los marineros y los soldados, cómo cargaban con los pertrechos y se encaminaban por el sendero en cuesta hacia la fortaleza, con las banderolas agitándose al viento. Los pífanos y los tambores marcaban el paso, entre las órdenes de los oficiales. Bajo el sol del mediodía, la visión de la tropa resultaba radiante y esperanzadora.

Aquel domingo feliz, aunque daba comienzo la Semana Santa, en La Mamora hubo fiesta, alboroto, risas y vino a raudales, hasta que a la caída de la tarde el toque de queda hizo reinar el silencio y la quietud.

2. UNA ALEGRÍA DISIPADA Y UN JUEVES SANTO TRISTE

Habíamos inflado nuestras almas de ilusiones el domingo con la llegada de los navíos; pero, al día siguiente, todas nuestras esperanzas se derrumbaron. La escuadra no navegaba hacia las Islas Canarias y, aunque así hubiera sido, eran galeones de guerra que no admitían pasajeros a bordo. Cuando estuvimos seguros de esta fatal realidad, se apoderó de nosotros el desaliento. Llevábamos en San Miguel de Ultramar ya dos meses; ¿cuánto tiempo más deberíamos permanecer allí? El dinero se nos había agotado y sobrevivíamos por la pura caridad de las buenas personas que nos tenían recogidos en sus casas. Bien es cierto que nada nos reprocharon durante la estancia, pero, con todo, era aquella una situación harto incómoda. Y doña Matilda, poco acostumbrada a la humillación de vivir a costa de los demás, no se cansaba de decirles a los veedores:

—Todos estos gastos que están haciendo vuestras mercedes para mantenernos les serán satisfechos, hasta el último maravedí. Nunca os estaremos suficientemente agradecidos… Quiera Dios que pronto podamos embarcarnos y, una vez que estemos en Santa Cruz de la Palma, lo primero que haré después de recibir la herencia será proveer lo necesario para que seáis debidamente indemnizados y recompensados.

—Ande, calle vuestra merced —le contestó doña Macaria—, esto que hacemos es deber de cristianos. Dios nos lo pagará…

—No, ¡yo os lo pagaré! —replicó muy digna el ama—. Dios os premiará en la Gloria, pero, aquí en la tierra, yo les pagaré hasta el último maravedí.

No quedaba sino conformarse. Nada ganábamos desalentándonos ni dejando que el resto de paciencia se nos agostase tontamente en quejas inútiles. Esta enseñanza, tan fácil de entender, pero tan difícil de aplicar, aprendí yo de Fernanda. ¡Qué mujer! Todos estábamos compungidos, ella también, pero siempre había en sus ojos un destello de ánimo y el brillo de la esperanza. Ella consolaba a doña Matilda, cuidaba de don Raimundo, me confortaba a mí… No sé en qué momentos ni de qué manera se fortalecía a sí misma. Pero, con toda la belleza serena que emanaba de su rostro joven, aun entre lágrimas, sonreía sinceramente y nos animaba:

—¿Ahora nos vamos a descorazonar? ¿Ahora que estamos tan cerca de la isla? Dios no permitirá que nos quedemos aquí toda la vida… Que hay que esperar una semana más, tal vez un mes… ¿Y qué? Nos aguarda la herencia… Tarde o temprano nos llevarán a Santa Cruz de la Palma… ¡No nos desanimemos!

Y la veedora doña Macaria, que era una mujer muy perspicaz, se la quedaba mirando cuando le oía decirnos estas cosas, asentía con la cabeza y decía:

—Esta muchacha es un tesoro. El que tenga la suerte de casarse con ella poco va a necesitar para ser feliz.

Como bien se comprenderá, el hombre que esto escribe sentíase afortunado y, aun en medio de aquel trance, no paraba de dar gracias a Dios al ser tan agraciado por saber suyo el tesoro.

3. LOS GEMELOS LARREA

Con toda franqueza aseguro que estaba yo firmemente dispuesto a ejercitar la paciencia, a no perder la esperanza, a no desanimarme…; mas no se me pusieron las cosas nada fáciles para poder triunfar con holgura en tales virtudes. Porque, a las ya consolidadas tribulaciones, como a su tiempo anuncié, vino a sumarse la perniciosa circunstancia de tener que vivir con unos tunantes: los sobrinos del veedor, con quienes me veía obligado a compartir habitación; unos auténticos rufianes; mozos desalmados, ruines y desprovistos del menor decoro; que si bien poseían cierto ingenio —a los truhanes no suele faltarles— no perdían ocasión de aguzarlo para sus bellaquerías. Como gemelos que eran, Marcelino y Hernando se parecían el uno al otro de tal manera que resultaba casi imposible distinguirlos, si no fuera porque a uno de ellos le faltaba un diente; rubicundos ambos, lampiños, apuestos, fornidos; igualmente burlones, sobrados de socarronería, irrespetuosos y temerarios; tenían siempre dibujadas en sus rostros semejantes sonrisas de medio lado y un algo desafiante, indolente; se complementaban en su absoluta indiferencia por los sentimientos del prójimo.

La buena de doña Macaria, aunque los conocía bien, dispuso para mí un camastro en el cuarto de sus sobrinos, porque no tenía más espacio en la casa. Mi acomodo no era ni mejor ni peor que el de ellos, con colchón y mantas. Esa comodidad, para alguien como yo que venía de los rigores de la parte de fuera, resultaba todo un lujo.

No me desagradaron de momento los hermanos Larrea; me parecieron simpáticos a simple vista. Pero esa primera impresión muy pronto se desvaneció. La segunda noche, cuando llegó la hora de irnos a acostar, fueron hacia mi cama sin mediar palabra y, entre risitas y con aire chacotero, me arrebataron el colchón y las mantas, apropiándoselas. Y como yo creí que era simple guasa, les dije amigablemente.

—Dadme eso, muchachos, que tengo sueño.

Nada respondieron a mi petición. Uno de ellos se puso mi colchón encima del suyo y las dos mantas que me correspondían se las repartieron. Soplaron la vela y al rato estaban roncando. A mí me tocó echarme sobre las tablas duras, arropado con el capote, y tardé un buen rato en dormirme pensando en la mala condición que hay que tener para estar pasando calor, como hacían esos dos, sobrados de mantas, por el solo antojo de fastidiar a un semejante.

No rechisté ese primer día, desconcertado como me hallaba, por no causar algún problema; encima de que me alojaba allí por la pura magnanimidad de sus tíos los veedores. Pero la segunda noche, cuando vi que insensibles se disponían a privarme de la mínima comodidad que me correspondía, protesté disgustado:

—¿Qué más os da dejarme el colchón y las mantas? ¿Qué ganáis con verme perjudicado?

Uno de ellos, cualquiera, pues ya digo que eran igual de ruines los dos, me contestó:

—Cierra el pico y confórmate con lo que hay, que bastante es que te dejemos dormir ahí en el catre pelado; que ésta es nuestra habitación y no tenemos por qué aguantar más hedor de pies que el de los nuestros propios. Y el otro gemelo añadió desdeñoso: —Y que no se te ocurra soltar ni un pedo siquiera. Aquí solamente pedorreamos mi hermano y yo…

Dicho lo cual, ambos pusieron los traseros en pompa y, apuntando hacia mí sin ningún recato, iniciaron un dúo de pedos sonoros que me revolvió las tripas.

4. UNA ESCOBA EN LAS COSTILLAS Y LA HONRA MALTRECHA

Para un hombre joven y con energía, estar de prestado y vivir de la caridad siempre resulta vergonzoso. Máxime cuando tienes al lado quien te mira mal; como me sucedía a mí con los gemelos Larrea, que me echaban ojeadas despectivas por encima del hombro, como si yo les estuviera robando parte de su pan. Así que, como allí en la ciudadela había poco trabajo y nadie acababa de decirme lo que debía hacer, agarré por mi cuenta un escobón y me puse a barrer los patios. Y, aunque no había más suciedad que la tierra que traía el viento, me afanaba con brío, arañando las piedras, levantando polvo, sudando: ¡ris ras, ris ras, ris ras…! Estaba convencido de que, si me veían laborioso y esforzado, me tendrían en mayor estima mis benefactores. Como además era Jueves Santo por la mañana y habían decretado descanso en la oficialía, se me ocurrió que valorarían más mi voluntaria faena.

No se me pudo haber pasado por la cabeza una tontería más grande. Era muy temprano y se ve que todo el mundo estaba todavía en la cama; de manera que el ruido estridente que hacía yo al barrer con tanto ímpetu les despertó.

De repente, me asustó un vozarrón, como un trueno a mi espalda:

—¡¿Qué carajo es esto?!

Me volví y me encontré con la presencia desagradable del sargento Cristóbal de Cea; que venía a medio vestir, grueso, renegrido, velludo, bigotudo y visiblemente malhumorado.

—Señor —dije—. Esto está sucio… Y hoy es Jueves Santo…

—¿Cómo que sucio? ¡Y quién te manda a ti…! ¡Serás mentecato! ¿Quién eres tú para decir lo que está sucio y lo que no? ¡Me has despertado, hijo de…! ¡Y mira la polvareda que estás armando!

A medida que gritaba, se iba alterando más; avanzaba con pasos bruscos, alzando el puño. Y yo, intimidado, dije apocadamente:

—Lo he hecho con buena voluntad…

—¡Idiota, mastuerzo! ¡Deja eso!

Rabioso como estaba, lanzó una fuerte patada a la escoba, con tan mala fortuna que, al soltarse de mi mano, botó y le dio en la cara por las hebras, arañándole. Me miró con los ojos encendidos de ira, agarró la escoba y me golpeó primero en la cabeza y luego, como yo me protegiera con los brazos, en todo mi cuerpo, hasta romper el palo. Y no contento todavía, me cubrió de manotazos, pescozones y puntapiés. Bufaba:

—¡Te mato! ¡Yo te mato, majadero, mentecato, necio…!

Escapé de la paliza como pude y corrí lejos de él, temiendo que de verdad me matase. Y al huir, reparé en que la gente había salido a ver qué pasaba, alentada por las voces y el escándalo. Allí estaban riendo a carcajada los gemelos, los asistentes, los centinelas…; y también, delante de la puerta de la casa, la veedora, el ama y Fernanda.

Pasé entre las mujeres, ultrajado, con la cabeza gacha. Me dolía más la vergüenza que los lomos donde me habían llovido los golpes. Y fui a ocultarme en el último rincón que encontré, en las cuadras, en lo oscuro de un pesebre donde se amontonaba la paja.

Si hay alguna cosa horrible; si existe una realidad que va más allá del padecimiento del cuerpo, es ésta: estar en plena posesión de la fuerza, tener energía y salud, notar un corazón que late y una voluntad que discurre; sentirse hombre y joven; en suma, amar y saberse amado, y verse repentinamente afrentado a ojos de la amada, sin poder uno alzar ni la voz, ni los propios bríos para vencer la humillación; defenderse justamente, desahogarse, aullar, pelear, desquitarse… No sé qué hubiera pasado de no ser porque mi raciocinio, milagrosamente, me contuvo diciéndome: «¡Quieto, quieto, aguanta, aguanta!». Tal vez de no ser por eso me habría arrojado al cuello de aquel sargento mentecato para ponerlo en su sitio.

No obstante, algo misterioso, como una voz de cordura interior, me condujo a recluirme en lo oscuro del pajar, donde lloré con amargura, como un niño vejado e incomprendido. Pensaba en mis adentros: «¿Por qué estoy aquí? ¿Qué hago yo en este apartado lugar? ¿Cuál es el sentido de toda esta humillación? ¿Qué caprichoso hado me trajo a estos mundos, con esta gente hosca, intratable y desconsiderada?». Y estuve allí no sé cuánto tiempo, arrugado sobre mí mismo, entre la furia y el desconsuelo, añorando la venganza, deseándole el mal al odioso sargento.

Hasta que unos pasos delicados y una voz conocida, vagamente, me arrancaron de la ofuscación para traerme a la realidad de la vida. Era Fernanda que venía a buscarme, susurrando:

—Tano, Tano… ¿Dónde estás? Tano, sal, que soy yo…

Aguanté sin contestar. No quería ver a nadie; ni siquiera a ella.

—Tano, Tano —insistió—. No seas crío y sal, por favor.

—¡¿Crío?! —repliqué, yendo hacia ella—. ¿Me llamas crío? ¿También quieres tú humillarme? ¿Tú también?

Fernanda saltó hacia mí, me rodeó el cuello con los brazos y empezó a besarme, en la frente, en la cara, en los labios…

—¡No! —protesté, rechazándola con un empujón—. ¡Déjame! ¡Déjame en paz! ¡Dejadme todos en paz!

—Pero… ¡Tano! ¡Tano, querido! No te pongas así, ¡por Dios! ¿Qué te pasa? ¡No me asustes, Tano!

—¿Que qué me pasa? ¿Y encima me lo preguntas? ¿Acaso no has visto lo que acaba de sucederme? ¿No has visto cómo ese cafre me golpeaba y me humillaba delante de todo el mundo?

Ella volvió a intentar abrazarme y, sin poder contenerse, con un tono en que se unían la súplica y la angustia, se puso a decirme:

—¡Tano! ¿Le vas a dar tanta importancia? ¡Razona!

Me dejé caer de rodillas en el suelo, como desesperado, y empecé a revolver la paja con rabia, gritando:

—¡¿Que razone?! ¿No lo has visto, querida? ¿No has visto lo que ha pasado?… Me puse a barrer los patios con mi mejor intención, por hacer algo útil, por resultar provechoso… ¡No me gusta que me miren como a un haragán! ¡No quiero que me consideren un vago! Y ya ves: ¡una paliza! Ese asno me rompió la escoba en los lomos… ¿Y me pides que razone? ¿Que razone yo…?

Ella se echó también de rodillas junto a mí. Sonreía como avergonzada, temiendo encolerizarme todavía más, y cambió su tono, excusándose con gracia:

—Tienes razón, vida mía… ¡Claro que tienes razón! Lo vi todo: ¡ese cerdo sin alma! Pero… ¡Tano…! ¡No seas niño! Tú eres mi hombre inteligente, razonable, cuerdo… ¿Qué te importa eso? Tú a lo tuyo… Nosotros a lo nuestro… ¡Piensa en la isla, Tano!

Yo comprendía muy bien lo que Fernanda venía a decirme, pero deseaba dar rienda suelta a mi ira, desahogarme y destrabar todo lo que llevaba dentro.

—¡Harto! ¡Estoy harto! ¿Qué demonios pinto yo aquí, en este cuartel? ¡Cuando nunca me ha llamado la vida militar! ¿Por qué demonios tengo que aguantar a mastuerzos como ése, a pazguatos hechos a humillar a los demás y a tenerlos bajo la suela de sus zapatos? ¡Oh, Dios, Dios…! ¡No me hables de la isla! Por culpa de esa maldita isla nos vemos aquí, ¡en este purgatorio! ¿Cuándo se va a terminar esto? ¡Dios Santo, cuándo!

Ella rompió al fin a llorar, muy perturbada al verme en tal estado.

—¡No desesperemos! —sollozó—: ¡Dios nos ayudará!

—Sí, nos ayudará… Pero… ¿cuándo?

—Cuando Él quiera, Tano, querido… Hasta ahora Dios no ha dejado de socorrernos… ¿No te das cuenta? Cuando teníamos un problema, al final siempre acababa llegando la solución: cuando se hundió el Jesús Nazareno y todo parecía perdido, llegó la noticia de la herencia; luego fue lo de los pasajes… y pudimos emprender la travesía…

—¡Y por poco nos matan los piratas! —la interrumpí.

—Sí, pero ¡estamos vivos!… Estamos vivos, Tano, vivos y con salud; nos tenemos el uno al otro… ¡Nos amamos! ¿Qué más podemos pedir? Lo demás llegará a su tiempo; estas cosas son así, Tano, estas cosas son así… Piensa en la isla, mi amor; piensa en lo que allí nos espera, en esa vida nueva con la que soñamos, en la boda, en los ocho hijos que dices que quieres tener…

La miré a los ojos con intensidad, como si quisiera penetrar en lo profundo de su bondad y su fortaleza. Me avergoncé de nuevo; esta vez por haberme comportado como un chiquillo: por haber sido un quejica. La abracé: era tierna y cálida; siempre me olía muy bien… Dije endulzando el tono:

—Si no fuera por ti, Fernanda… ¡Ah, si no fuera por ti! Eres de verdad lo único que tengo…

—Anda, tonto… ¡Qué tonto eres! ¿Qué te importa a ti ese gordo desalmado? ¿Qué nos importa a nosotros? Este sitio es solo de paso en nuestras vidas. Un día saldremos de aquí y, luego, cuando nos acordemos de La Mamora, nos reiremos…

En esto, llegaron doña Matilda y la veedora, con los rostros abatidos y a la vez despechados.

—Muchachos, no os preocupéis —dijo el ama—; ¡ya pasó todo! El sargento ese se ha ido a sus asuntos y ya no hay nadie en los patios. Volved a casa y desayunad algo.

Doña Macaria sonrió levemente y me dijo con ternura:

—Has hecho muy bien en aguantar, Cayetano. No quiero pensar siquiera lo que podría haber pasado si te hubieras encarado con el cretino del sargento Cea. Ya sabes lo que te dije: debes procurar pasar desapercibido para que el gobernador no se entere de que te tenemos recogido en la ciudadela.

—¿Y si el bestia ese se lo dijera? —le pregunté.

—No se lo dirá. Ya me encargué yo de cerrarle la boca con unos obsequios. A Cea no le interesa enemistarse con mi esposo; no le trae cuenta tener al veedor en contra…

—Gracias, gracias, señora.

Y doña Matilda aprovechó aquello para decirle a la veedora una vez más:

—Un día os pagaremos todo lo que estáis haciendo por nosotros. Sois muy buena, Macaria, muy buena.

—¡Vamos! —contestó la veedora—. Es Jueves Santo; hoy habrá oficios en la iglesia y saldrá en procesión el Nazareno… Ya veréis qué sagrada imagen de Cristo tenemos aquí en La Mamora. Debemos ir a rezar, debemos pedirle al Señor que nos ayude… ¡Todos necesitamos su ayuda!

5. EL SEÑOR DE LA MAMORA

Aquella tarde, siguiendo el consejo de la veedora, fuimos a la iglesia, convencidos de que debíamos encomendarnos a Dios en medio de las dificultades que padecíamos… Pues la fe es necesaria al hombre. ¡Desgraciado quien no la posee!

Allí acudí yo a buscar ese don, en medio de mi humillación, de la precariedad, de la impotencia; porque ansiaba ampararme en lo invisible; hallar cobijo en el misterio y pedir luz, esa luz tan válida cuando todo alrededor parece que se queda a oscuras y no se ven por delante sino sombras…

Fernanda y yo nos pusimos en un rincón del pequeño templo, casi escondidos en la media luz, cerca el uno del otro, de pie los dos. Nuestros corazones estaban tan unidos en la prueba que seguramente pedíamos lo mismo: salir de allí, seguir adelante, empezar esa vida nueva… No se trataba de dinero, ni de bienes, ni de nada material; era únicamente eso: poder vivir juntos y realizar nuestros pequeños sueños. Éramos jóvenes; a nada más aspirábamos…

La iglesia estaba llena a rebosar y los que no cabían dentro esperaban apretujándose en la plaza, delante de la puerta por donde debía salir la procesión. Cuando acabó el oficio, llegó el momento en que correspondía sacar al Nazareno. Se oyó entonces el toque destemplado de un tambor y todas las miradas convergieron hacia una pequeña capilla, como un camarín situado a un lado del altar mayor. Un denso murmullo brotó tanto dentro como fuera.

Pero, antes de proseguir, es preciso que explique el porqué de la devoción tan grande que la gente de San Miguel de Ultramar profesaba a su Nazareno.

Aquella imagen —según nos dijeron— había sido traída de Sevilla haría unos cincuenta años por los frailes, por mandato del obispo de Cádiz, que era quien tenía jurisdicción en los asuntos religiosos de La Mamora. El Cristo era una talla espléndida, hecha en madera por los mejores escultores de aquel tiempo; representaba a Nuestro Señor de pie, maniatado, con la cabeza baja, como si se hallara en el día de su pasión después de haber sido azotado y coronado de espinas; como suele decirse: el Ecce Homo, presentado por Pilatos al pueblo de Jerusalén. Como la hechura era de natural estatura, el cuerpo perfecto y el rostro particularmente humano, dentro de su divinidad, parecía tan real que se te ponía la carne de gallina al mirarlo. En suma, aquella imagen proporcionaba a cualquiera que lo viese una semblanza inigualable de Jesús, llena de sublime hermosura, de mansedumbre y de paz, como si la ternura entrañable de Dios estuviese en él derramada. Así me pareció al menos a mí; sería porque me encontré particularmente unido a él, al sentirme tan humillado y desvalido por entonces.

Durante todo el año, el Nazareno de La Mamora permanecía velado, oculto detrás de tres cortinas de terciopelo granate, las cuales se descorrían el Jueves Santo después del oficio; solo durante ese día y en la mañana del Viernes Santo podía venerarse la imagen. Después volvía a su camarín y quedaba de nuevo cubierto. Únicamente los frailes tenían licencia para ocuparse de él, para tocarlo y limpiarlo en su caso; de esta manera se guardaba su encanto y su misterio…

Por eso, aquel Jueves Santo todos los vecinos estaban allí congregados, esperando el momento que tanto habían deseado durante todo el año. El tambor avisaba de que faltaba poco… De repente, se hizo un gran silencio. Se descorrió la primera cortina, luego la segunda y finalmente la tercera, apareciendo la figura del Señor, vestido con su tunicela de color morado, bordada con filigrana de hilo de oro; su estampa era regia y a la vez rendida, mansa, sumisa… ¡Qué emoción tan grande!

Las gentes, apelotonadas, fervientes, miraban, lloraban, se aproximaban a acariciar el pie, lo besaban, lo rodeaban de plantas y flores olorosas…

Cuando se está sufriendo mucho, cuando todo sucumbe alrededor, ¡cuánto bien hacen las devociones! Nunca había experimentado yo algo parecido: me brotaron lágrimas, me latía el corazón con fuerza; y me descubrí agradecido, al ver que mis sentimientos se purificaban y sanaban; que el ánimo y la fortaleza se renovaban delante de aquél que escucha al que padece y lo ama hasta el fin…

6. VIDA OCULTA

Pasó la Semana Santa, con su piedad y sus sagrados ritos. A todos los oficios acudí yo, con mi humillación a cuestas, hecho uno con la pasión de Nuestro Señor. Adoré la cruz, confesé, comulgué y no desdeñé ninguna penitencia, a pesar de que los agravios sufridos los tenía aceptados dócilmente como pena justa por mis pecados. Lo más difícil para mí fue no odiar al violento sargento De Cea; hice no obstante un esfuerzo enorme y acabé haciendo muy mío el consejo de Fernanda: en efecto, ¿qué me importaba a mí ese hombre? Así que opté por ignorarlo, evitando siquiera tenerlo a la vista; como si no existiera, como si jamás hubiera tenido por qué verme con él. ¡Qué buena solución resultó ser ésta! Hay veces en la vida que trae más cuenta hacerse uno invisible que luchar contra los elementos; no es resignación, es pura astucia. Esta táctica la cumplía a rajatabla: en la iglesia asistía a las ceremonias desde los ángulos en penumbra, lejos de las velas; en las procesiones acudía con mi sombrero calado hasta los ojos, la cabeza gacha y el capote envolviendo mis contornos; por el día andaba oculto, como un fantasma, por los adarves sombríos, por los cobertizos traseros, por las cuadras; procurando no alzar la voz, hablar lo menos posible, conformarme con lo que me daban de las sobras cuando todo el mundo había comido… Me sentía pobre y marginado. Solamente a Fernanda veía con frecuencia de lejos y nos encontrábamos al menos una vez al día, en lo escondido de mis refugios. Lo peor de todo era cuando llegaba la noche y debía ir a dormir a la habitación de los dichosos hermanos Larrea; ¡aquellos sinvergüenzas! Gozaban haciendo todo aquello que sabían que me hacía sufrir y se burlaban de mí una y otra vez, recordándome la escoba, la paliza, los insultos del sargento… No era aquella una vida fácil, pero era la que tocaba en la ciudadela; y no correspondía sino aceptarla, conformarse, pues la única alternativa suponía volver a los barrios de fuera, donde ya sabía muy bien lo que había: miseria, hambre y mortandad.

Tampoco Fernanda lo tenía fácil; nadie lo tenía fácil en la rígida existencia que se desenvolvía dentro de los espesos muros del presidio militar. Pero ella tenía una aceptación, una fortaleza, una paciencia…, ¡una bondad natural! Seguía cuidando del ama y de don Raimundo. A mí me guardaba comida todos los días; seguramente se la quitaba de su ración. Yo le decía:

—Fernanda, que no necesito nada… ¡Estoy bien! ¡Cuida de ti misma!

—Sí, sí —contestaba ella—, pero déjame ocuparme de ti… Que los hombres coméis mucho… ¡Mucho más que las mujeres!

—Si yo no hago ningún trabajo aquí; no gasto energías…

—Da igual. Tú come, que si no te vendrás abajo; te deprimirás y empezarás a verlo todo negro. Por la inanición vienen la debilidad y la melancolía. ¡Hay que estar fuerte!

Me asombraba su buen humor. ¿Cómo iba yo a quejarme? Fernanda era pura inteligencia y pura generosidad. Casi nunca hablaba de sí misma, de lo que pasaba por su preciosa cabecita, ni de lo que se movía en su bondadoso corazón. Por eso yo intentaba sonsacarla y con frecuencia le preguntaba:

—¿Y tú, querida mía? ¿Cómo estás tú? —Yo bien. Por mí no te preocupes. Doña Macaria nos trata de maravilla.

7. LA ASTUCIA, COMO LA PACIENCIA, TIENE SU LÍMITE

Determinación para aguantar no me faltó, pero resultó que los gemelos Larrea acabaron poniéndomelo muy difícil. No es porque fueran tunantes, socarrones, pedorreros, malhablados…; todo eso lo hubiera soportado yo imperturbable. Pero me tocaron el nervio más hondo y más alterable: no tuvieron consideración ni siquiera con mis íntimos afectos.

Ya venían esos dos pajarracos soltando los picos desde hacía tiempo, buscándome la paciencia; y yo aguantando, aguantando… Hasta que un día ensuciaron con sus puercas bocas el nombre de Fernanda: empezaron con que si era bonita y grácil, alabaron su pelo, sus ojos…; hasta ahí la cosa podía pasar, aunque me hervía la sangre al oírles. Pero luego se fueron calentando y, cuando llegaron al talle y a las caderas, viendo que acabarían donde estaba el límite del peligro, me planté en mitad de la habitación y dije:

—Una palabra más y hago un desatino. ¡De esa doncella no se habla en mi presencia!

Callaron, gracias a Dios. Y aunque tuve que sufrir todavía sus risitas y sus cuchicheos, no pasó el asunto de esa raya.

Pero, al día siguiente, acabó sucediendo lo que era de temer. Todo fue como sigue.

Resulta que los veedores dieron una comida en su casa con motivo de la Pascua e invitaron a algunos de los oficiales que habían venido en los navíos. Como estaba previsto que zarparan al día siguiente, era una manera de agasajarlos y a la vez de despedirse de ellos; habida cuenta de la manera en que debían hacerse allí las cosas, por las obligaciones que tenía don Bartolomé de Larrea debido a su cargo.

No me invitaron. Tampoco yo tenía demasiado interés en ir, siendo consecuente con el plan que me había impuesto de pasar lo más desapercibido posible desde que sucedió lo de la escoba. Pero no pude evitar escamarme cuando Fernanda me confesó que ella y doña Matilda iban a estar presentes en el banquete.

Muy molesto, le dije:

—No me agrada, no me agrada nada que vayas a eso…

—¿Por qué? —me preguntó con candidez—. ¿Por qué no te parece bien?

—No lo sé… Esos condenados gemelos… ¿Irán los gemelos?

—Supongo que sí. Pero… ¿qué te importan a ti ésos?

—Ah, querida, ¡qué ignorante eres a veces! Los sobrinos de los veedores no me gustan un pelo… ¿Acaso no te has dado cuenta de que te miran?

—¿Que me miran? ¡Qué cosas dices, Tano!

—Claro que te miran, Fernanda. Esos dos arden de deseos de estar cerca de ti… ¡Menudos puercos están hechos! ¡Unos lascivos son! ¿Cómo no te fijas, mujer?

—¡No me asustes, Tano! ¿A qué vienes con esas ahora? ¡No seas retorcido!

—Retorcido, retorcido… Yo sé muy bien lo que me digo. Los hombres nos damos cuenta de esas cosas… A mí no me engañan ese par de truhanes. Mejor sería que hicieras como si estuvieses mala…

—¿Como si estuviera mala…? ¿Qué quieres decir?

—Sí, diles que estás enferma; que te duele la cabeza o la barriga… ¡Qué sé yo! Dile a la veedora cualquier cosa y no vayas a esa comida, que no quiero que pases la tarde ahí con todos esos hombres.

—No estaré sola, Tano; estarán allí otras mujeres: la veedora, el ama, la mujer del teniente…

Acabé enojándome y le grité:

—¡Hazme caso, Virgen Santa! ¡No vayas! Hazlo por mí… ¿Tanto interés tienes en ir?

—Está bien, está bien… Pero me sabe mal desairar a los veedores; ¡son tan buenos!

—¡Diles que estás enferma! —insistí bruscamente.

Ella suspiró y replicó con firmeza:

—No me gustan las mentiras, Tano, lo sabes de sobra… No considero justo andar engañando a esa buena gente y, además, no me parece nada bien dejar sola al ama, cuando ella está tan ilusionada con ese banquete… Comprende que lo ha pasado muy mal la pobre mujer y no le vendrá nada mal divertirse…

—Divertirse, divertirse… —contesté malhumorado—. Todos lo estamos pasando mal… Ya vendrán momentos mejores cuando estemos en la isla… ¡Allí nos divertiremos, diantre!

Fernanda hizo un mohín, como de reproche tímido y afectuoso, y mirándome con dulzura, dijo:

—¡Anda ya! ¿Por qué te pones así por una minucia? ¡Qué chinche te estás volviendo! ¿No confías en mí?

Callé y medité, vencido por su bonita mirada, tan limpia. Y ella, sabiéndome a su merced, preguntó sonriendo levemente:

—Entonces… ¿Qué hago? ¿Voy? ¿No voy…?

—Ve, ve —cedí al fin—. ¿Cómo voy a desconfiar de ti, mujer…? Pero no te quedes allí sino lo necesario. Cuando veas que los hombres han bebido ya demasiado vino, te excusas y te retiras a tus aposentos.

—Te lo prometo, querido mío. —Me dio un beso cariñoso, doblemente contenta.

Desde aquella conversación, anduve en un sinvivir hasta el día del banquete. Asistí al ir y venir de los preparativos desde la distancia: vi cómo mataban los carneros, cómo encendían la lumbre y cómo los criados acarreaban las viandas, los calderos, el pan, el vino… Y yo, con el alma en vilo, andaba de aquí para allá en un deambular desconfiado, con un husmeo que me iba calentando los ánimos cada vez más, sobre todo, cuando los gemelos estuvieron por allí merodeando, relamiéndose por la fiesta que se iban a dar sentados a la misma mesa que mi Fernanda.

Cuando llegó al fin la hora de la comida, desde un rincón del patio, observé la llegada de los militares y los demás invitados. Mujeres entraron pocas, como me temía; apenas cuatro, siendo Fernanda la más joven de todas con diferencia. Me decía para mis adentros: «Calma, Cayetano, calma, que ella sabe muy bien dónde tiene la cabeza». Pero no podía frenar los latidos de mi corazón ni el brote de furor que me nacía dentro. Sobre todo, cuando vi aparecer a los hermanos Larrea, fanfarrones, ufanos, con sus buenos jubones y sus calzas de seda ambarina, los capotes a medio hombro; presumiendo altaneros, como gallitos que eran. «Calma, Cayetano, calma…».

Pasó como una hora; ¡qué larga se me hizo! Oíanse risas, voces, ruido de platos y cubiertos, estridencias… «Qué bien se lo están pasando —me dije—, y yo aquí, dado de lado, apartado, ignorado…». Alcé los ojos al cielo y supliqué paciencia, más paciencia…

Y de repente, no sé qué hora sería, pero ya tarde, me pareció entender que una voz nombraba a Fernanda. No eran imaginaciones mías; se volvió a oír con toda claridad: «Fernanda esto, Fernanda aquello… Fernanda para acá, Fernanda para allá…». Y después su risa, inconfundible. ¡Ella se divertía!

No pude más. Corrí hacia una de las ventanas y, amparado en la penumbra de la noche que caía, vi lo que sucedía dentro a la luz de las lámparas: había jolgorio y brindis; los invitados en torno a la mesa de pie y, entre los caballeros más jóvenes, estaba Fernanda. Todos allí se alegraban, encantados con la fiesta, y ella parecía feliz, indolente… Entonces ocurrió lo que tanto temía yo: a su lado, lo más cerca de ella que podían, estaban esos dos pícaros… ¡Esos dos con mi amada! ¡Con lo que me hacían pasar cada noche…!

Y de pronto, algo estalló dentro de mí cuando uno de ellos, delante mismo de mis ojos, le tomó la mano a Fernanda y se la besó con mucha laminería.

—¡Hasta aquí hemos llegado! ¡Se acabó la fiesta! —grité desde la ventana.

Y en un arrebato de locura, me encaramé y salté dentro. Agarré por la pechera a aquel canalla, le zarandeé, le abofeteé, le hundí la nariz de un puñetazo… Entonces el otro se echó sobre mí y, revolviéndome, también le di lo suyo… Les gritaba a la vez que les pateaba las tripas, ora al uno ora al otro:

—¡Par de sinvergüenzas, desfachatados, cabrones, hijos de puta…!

Los hombres que allí estaban de momento se quedaron atónitos, pero luego nos rodearon y me echaron mano por todas partes. Mucho debió de costarles inmovilizarme, pues me nacía dentro una fuerza arrolladora, como la de un toro bravo; y soltaba yo puños y coceaba a diestro y siniestro, como un molinillo, mientras no paraba de gritar como un loco:

—¡Soltadme! ¡Yo mato a alguien! ¡Lo juro! ¡Por los clavos de Cristo que los mato!

8. EN UNA PRISIÓN OSCURA

Amanecí en un frío y sucio calabozo, allá abajo en las profundidades de alguna parte del cuartel; sin saber dónde, porque me llevaron allí envuelta la cabeza en una capa, cegado, amarrado y sujeto por muchas manos, después de recibir golpes por todo mi cuerpo. La noche fue horrible, entre la ofuscación, la rabia y el dolor, en la total oscuridad.

Supe que era por la mañana porque oí lejano el toque de corneta que anunciaba la luz del día. Recuerdo que pasó un tiempo indeterminado, tal vez más de dos horas. Al cabo, vi acercarse un resplandor vago desde un lateral y al poco aparecieron dos guardias al otro lado de la reja.

—¡Andando! —me dijeron, mientras crujía la llave en la cerradura.

—¿Me van a colgar? —pregunté aturdido.

Se echaron a reír.

Me condujeron por unas escaleras estrechas y luego por unos corredores igualmente angostos. Atravesamos el patio de armas y entramos en las dependencias de la Gobernación. Allí, sentado en un banco del recibidor, estaba el odioso sargenteo Cristóbal de Cea; me miró con desprecio, escupió al suelo y dijo secamente:

—¡Adentro!

Me eché a temblar, temiendo que cuanto menos me cayera encima un palizón; pero me llevaron al despacho del alférez Juan Antonio del Castillo, joven como yo y más comprensivo, que me recibió de pie, detrás del escritorio.

—¿Nombre? —me preguntó.

—Cayetano Almendro Calleja.

Lo apuntó en un papel y luego me estuvo observando en silencio, mientras movía la pluma que tenía entre los dedos.

Y yo, queriendo saber cuanto antes la gravedad de mi delito, le pregunté con impaciencia:

—¿Les hice algún daño grave a los gemelos?

El alférez meneó la cabeza y respondió:

—Poca cosa: uno tiene un ojo morado y al otro le falta un diente.

—Ese diente ya le faltaba —me apresuré a decir—; por eso se les distingue al uno del otro…

—Ya lo sé —dijo circunspecto—; todo el mundo sabe eso. Pero es lo que ha alegado en el reconocimiento…

—¡Será cabrón!

—No empeoremos más las cosas, ¿eh? —exclamó él—. Si te hubiéramos dejado… ¡Ay si llegamos a dejarte! ¿Los querías matar? Dale gracias a Dios por que estuviéramos allí para detener la pelea…

—No hice sino lo que cualquier hombre hubiera hecho —interrumpí—: Defender mi honra. Esos andaban detrás de mi novia…

Me miró de manera comprensiva y dijo:

—Los celos son malos, muy malos…; hacen ver cosas que no son como se las ve…

—¡Yo sé muy bien lo que vi y lo que a esos dos les corría por dentro!

—Bueno, está bien —dijo el alférez apresuradamente, para zanjar la cuestión—. El caso es que debes presentarte ante su excelencia el gobernador para escuchar su veredicto, pues ya ha juzgado el caso.

—¿Ya? ¿Sin oír lo que yo tengo que decir? —protesté.

—Las cosas en el ejército son así; aquí estamos bajo disciplina militar y los juicios son sumarísimos…

Dicho esto, dio la orden a los guardias y fui conducido a las dependencias del gobernador.

Cuando se abrió la puerta, apareció una antesala sobria en la que me estremecí. Después me llevaron a un salón suntuoso donde, sentado en un sitial en lo alto de una tarima, estaba aquel hombre menudo pero terrible, con su gorguera blanca almidonada, sobre la que descansaba una cabeza altiva, infinitamente distante y una mirada inflexible. El escribiente que estaba a su lado preguntó:

—¿Nombre?

—Cayetano Almendro Calleja —respondí con la cabeza gacha, con toda la humildad que pude extraer de mi persona.

El gobernador se puso en pie, clavó en mí sus ojos justicieros y habló así:

—No se consienten altercados dentro de la ciudadela y tú has organizado una pendencia.

—Señoría, yo… —dije timorato.

—¡Silencio! —exclamó el escribiente. Su excelencia prosiguió con despectiva autoridad: —Nadie que no pertenezca al estado militar o eclesiástico puede vivir en la ciudadela. De modo que serás llevado al lugar de donde no debiste haber traspasado la puerta para venir acá. Quedas expulsado, so advertencia de que, si vuelves, serás ahorcado. He dicho.