1. SAN MIGUEL DE ULTRAMAR

La Mamora, aquella fortaleza lejana, alzada desde antiguo en la costa de Berbería, había sido conocida como «fuerte de San Felipe de La Mamora», allá en los tiempos en que perteneció al rey de Portugal. Luego pasó a manos de moros y fue reducto de piratas ingleses más tarde. Hasta que en el año del Señor de 1614, un 10 de agosto, fue ganada por España tras la conquista de Larache. A partir de entonces, la plaza fue rebautizada como San Miguel de Ultramar, como hasta el presente se nombra.

La ciudad fortificada se alza sobre un otero, a poco más de una milla de distancia desde la desembocadura del río Sebú, por lo que se contemplan desde las almenas el estuario, las riberas y el mar. Al pie de la loma está el fondeadero, de poco calado, dependiendo siempre de las mareas y del caudal del río. Difícilmente se podrá hallar en aquellas costas un lugar tan inhóspito y desangelado. Apenas hay próximas un par de aldeas de moros, polvorientas, ruinosas, donde malviven gentes míseras con sus cabras. No hay mercados cerca, ni caminos transitados; algunas pobres barcas de pescadores faenan en la anchura del río; no se ven velas en el estuario… ¿Quién se va a aventurar transportando una carga por aquellos derroteros? Nadie en su sano juicio, a no ser que ignore que a tan solo seis leguas al sur está Salé, el nido de los piratas berberiscos, y a veinte leguas tierra adentro, la ciudad de Mequinez, donde reina el belicoso sultán Mulay Ismail, del que se cuentan hechos terribles, por su ambición sin mesura, su crueldad y el odio que profesa a la religión cristiana y al reino de España.

En La Mamora, cuando nosotros fuimos a dar allí con nuestros malhadados huesos, moraban tres centenares de almas. Toda la ciudad se hallaba dentro de las murallas, las cuales eran muy fuertes, elevadas y de pura piedra. Desde lo alto, se divisa un amplio territorio, y los cañones del baluarte apuntaban entonces hacia el atracadero permanentemente. Siempre había centinelas en las torres y un constante ambiente de alerta impregnaba el discurrir de la vida, con obras de refuerzo en los muros, frecuentes cambios de guardia, ajetreo de aparatos de guerra, maniobras, revistas, recomendaciones y simulacros. En fin, el orden y la disciplina marcial marcaban el paso de las horas y los días. Enseguida se apreciaba que aquella gente vivía acuciada por el temor de un ataque. Lo cual era de comprender, teniendo en cuenta que la fortaleza había tenido que resistir una decena de asedios en las últimas cinco décadas. Tal estado de cosas propiciaba en los habitantes un evidente espíritu desasosegado, como si su existencia pendiera de un hilo; y a la vez una singular fe en la Providencia Divina, que se manifestaba en la asiduidad de oficios religiosos, misas, rezos de rosarios, oraciones colectivas, procesiones, confesiones y penitencias a las que nadie faltaba. Unido todo esto al encierro lógico que requería la seguridad del presidio, hacía que se respirase en San Miguel cierto aire como de clausura monacal, cuando no de cárcel.

Murallas adentro, la población era compacta, con callejuelas estrechas, adarves y pasadizos. Solo había holgura en la gran plaza de armas, a la que daban la residencia del gobernador, las casas de los oficiales, el convento de los frailes y la iglesia. Era aquél el único sitio por donde se podía transitar con cierto desahogo, y donde se encontraba el único establecimiento comercial, que a la vez servía de cantina y donde podía comprarse muy poca cosa, si acaso unas castañas secas, algo de vino añejo, harina, miel, aceitunas…, todo ello a un precio abusivo. Por lo demás, casi nada podía hacerse en aquel abigarrado conjunto de fortificaciones, muros, barbacanas, escarpas y cuarteles, excepto cultivar la paciencia esperando a que un día u otro apareciese en el horizonte un navío que nos sacase de allí.

El gobernador de la plaza era el maestre de campo don Juan de Peñalosa y Estrada, caballero de la Orden de Alcántara; hombre de complexión menuda, de mediana edad, cabeza pequeña, arrogantes bigotes atusados, finas piernas, pasos rápidos y cortos; imperioso, nervioso, malhumorado, gritón… Ya el primer día nos fatigó con un largo discurso salpicado de admoniciones y severas advertencias, en el que dejó bien claro que él y solo él eran la suprema autoridad, que todo pasaba por él, que nada se escapaba a su perspicacia, que no toleraría reyertas, insubordinaciones, robos, alborotos…, y que cualquier grave indisciplina sería castigada sin miramientos con la máxima pena: la de la vida.

Por debajo del gobernador, subordinado a él, sumiso y resignado a soportar su endiablado carácter, ejercía el oficio de veedor don Bartolomé de Larrea, un navarro bonachón y paciente, recio y a la vez barrigudo. Le seguían por orden en el mando del fuerte el capitán Juan Rodríguez; el alférez Juan Antonio del Castillo, joven y de aspecto atolondrado, y el sargento Cristóbal de Cea, un viejo y astuto militar, hecho a salirse con la suya y experto pelotillero. Ejercían también como contables dos hermanos gemelos, sobrinos del veedor navarro, por pura recomendación de su tío.

En lo que atañe al clero, los asuntos de la Iglesia eran atendidos por los dos frailes que viajaron con nosotros desde Cádiz: los padres fray Andrés de la Rubia y fray Jerónimo de Baeza, capellán primero y capellán segundo, respectivamente. Eran ambos nuevos, como ya se dijo, igualmente silenciosos, discretos, recién salidos del noviciado y, consecuentemente, inexpertos y asustadizos.

Por lo demás, la soldadesca que estaba destinada a defender aquella plaza lejana era de desigual aptitud, algunos demasiado mozos, entregados a su oficio; pero los más de ellos perros viejos con el colmillo retorcido, tropa desechada de los Tercios, milicia de última fila, rufianesca, de vuelta de todo y siempre atenta a procurarse su propio beneficio. Se comprenderá así que no recibieran de buen grado a la recién llegada marinería del malogrado pingue Santo Sacramento; ya que desconfiaban de unos hombres hechos a la particular vida de la mar, ruda, inestable y con frecuencia feroz. Se formó pues en el fuerte una masa abigarrada y peligrosa, con unos y otros mirándose al sesgo, recelosos, marcándose las distancias y casi enseñándose los dientes.

En cuanto al personal civil, era menguado e igualmente variopinto, confuso. Vivían allá algunos negociantes, pocos, apenas una docena, ocupándose de abastecer las necesidades de la población; un par de artesanos, cuatro comerciantes, un médico y dos enfermeros, un sastre, el cantinero y un barbero sacamuelas. Todos ellos tenían sus mujeres e hijos, sus viviendas, almacenes y talleres, detrás de la ciudadela, en un pequeño laberinto de callejuelas, donde también vivían en sus casuchas los pecheros, los esclavos y algunos menesterosos.

A toda esta gente fuimos a sumarnos los veinte pasajeros y los treinta marineros del Santo Sacramento; acogidos a la benevolencia de la población, y a sabiendas de que resultábamos incómodos, puesto que aquel lugar apartado y casi olvidado del mundo carecía de recursos propios y los víveres que llegaron a la bodega de nuestro pequeño barco no iban a dar de sí para mucho tiempo. Con todo, no faltaba la esperanza; porque se tenía la certeza de que en poco más de un par de semanas debía arribar una escuadra de la armada de las islas custodiando al relevo del destacamento y portando un buen cargamento de alimentos, armas y municiones.

2. INCURIA, MISERIA Y MALTRATO

La plaza fuerte de La Mamora se componía, como ya he referido, de una ciudadela interior reservada exclusivamente para los militares y sus familias. Allá fueron llevadas doña Matilda y Fernanda, con loable deferencia, para que se sintieran seguras. Pero don Raimundo y yo tuvimos que ir a morar a la otra parte de la ciudad, a los barrios circundados por la muralla exterior, donde estaba el personal civil, el populacho, los pecheros y una buena tropa de mendigos y desheredados. Durante aquellos primeros días de nuestra estancia embarazosa y harto apurada en esta particular villa, don Raimundo y yo anduvimos vacilando, desconcertados, buscando acomodo de un lado para otro entre las escasas posibilidades que se nos ofrecían. Encontramos de momento un poco de todo: compasión, favor, simpatía…; pero también caras largas, indiferencia e incluso algunos malos modos. Como no teníamos dinero, no podíamos pagar el alojamiento ni la manutención. Al principio, quizá pensaron aquellas gentes que podrían sacar algún beneficio de nuestro trance, mas, cuando se percataron de que estábamos solo con lo puesto y sin blanca, empezaron a recortarnos el socorro, a torcer el gesto y a ahorrarse los miramientos. No tuvimos más remedio que solicitar la caridad de los más pudientes, hasta que finalmente acabamos durmiendo bajo un arco del adarve, sin otro avío que unas mantas viejas, rodeados por la peor chusma de la marinería, soportando burlas, malas palabras e insultos. Si para mí, que era joven y estaba acostumbrado desde niño a la vida áspera, aquello resultaba insufrible, imagínese lo que suponía para el viejo administrador. Hacía mucho frío, llovía, azotaba el aire, comíamos siempre poco y a deshora, sobras del rancho de los soldados, gachas, pan duro y galletas rancias.

No obstante, don Raimundo no se quejaba. Y yo, manteniendo firme la ilusión, le decía:

—Menos mal que esto ha de durar poco… En unos días vendrá esa escuadra y nos llevará a la nueva vida que nos espera en la isla.

—Veremos a ver… —contestaba él.

—¡Ánimo, don Raimundo! No hay nada que merezca la pena en esta vida que no se logre sin tener que soportar algún sacrificio… Ahora nos toca padecer esta contrariedad, pero ya vendrá el goce y el descanso… Seamos fuertes.

Voluntad no le faltaba al pobre hombre, pero al cabo de una semana enfermó. Tosía, tiritaba, le ardía la frente, sudaba a chorros… Me entró una preocupación grande y decidí finalmente acercarme hasta la ciudadela para tratar de ver a doña Matilda.

Pero, tal y como me temí desde un principio, choqué de frente con todos los impedimentos que rodeaban al estamento militar. Los guardias de las puertas del fuerte no me hicieron ni caso, después de tantos días de viaje, del percance del ataque y de la penosa estancia en San Miguel, mi aspecto debía de ser poco diferente al de la rufianería que malvivía en las casuchas: mi ropa estaba hecha jirones, mi pelo desgreñado, mi barba crecida y la porquería adherida a todo mi cuerpo… En fin, sin escucharme siquiera, me dieron largas mandándome a que guardara cola en un portón donde permanentemente una fila de mendigos y lisiados esperaba a que saliera alguien para repartir limosnas.

Allí me puse, el último, a ver qué pasaba. Al cabo de algunas horas, crujieron las maderas del portón y chirriaron los cerrojos. Los pordioseros, ciegos, cojos y mancos saltaban como si cobraran repentinamente bríos renovados. Todos empezaron a gritar a la vez. Traté de abrirme paso entre ellos, me llovieron encima bastonazos, puñetazos, tirones de pelo y hasta sentí muerdos en las posaderas… Por encima de la barahúnda de cuerpos y sombreros viejos, vi el rostro de una mujer sonriente, que repartía algo, unos fardos, tal vez ropas…

—¡Señora! —grité—. ¡Señora, por Dios!

Avancé a trompicones. Entonces alguien me agarró por el tobillo y perdí el equilibrio. Caí al suelo, me pisotearon a conciencia, con maldad e inquina; y un palo en mi ojo casi me deja tuerto.

Cuando pude levantarme, el portón ya estaba cerrado y los feroces mendigos se peleaban entre ellos tratando de repartirse las limosnas.

Volví a donde los guardias y los encontré retorciéndose de risa, disfrutando con el espectáculo. Así que, sin poder contenerme, les grité con todas mis fuerzas:

—¿De qué se ríen vuestras mercedes? ¡Necesito entrar! ¡Vayan, por Dios, en busca de mi ama, doña Matilda!

Me miraban extrañados, con cierta fanfarronería. Yo insistí, casi amenazante:

—¡Mi ama doña Matilda se aloja ahí dentro, en la casa de los oficiales! ¡Vayan vuestras mercedes inmediatamente a decirles que Cayetano está en la puerta!

Por única respuesta, recibí una tremenda patada en la barriga y caí de nuevo al suelo sin respiración.

—¡Fuera de aquí! —rugió uno de los guardias—. ¡Fuera o te mandamos dar veinte azotes! ¿Quién te crees que eres?

Regresé al adarve, maltrecho y humillado. En un rincón, tiritaba don Raimundo. Me preguntó con un hilo de voz: —¿Qué pasa? ¿Y el ama? ¿Has podido ver al ama? ¡Ay, yo me muero…!

Compadeciendo al verle en tan penoso estado, fui incapaz de decirle la verdad.

—Pronto vendrá doña Matilda —respondí—. Ya está avisada…

3. ENTIERROS FUERA Y ENTIERROS DENTRO

Comprendí que, en tal estado de cosas, igual que nosotros teníamos impedida la entrada en la ciudadela, los de dentro no podrían salir a su antojo, máxime las mujeres.

Entonces me alegré por un lado al pensar que ellas estarían seguras y bien tratadas en el ámbito familiar de los oficiales; aunque también me asaltaron las dudas, los recelos y un amago de resentimiento. ¿Acaso ellas no eran conscientes de que afuera lo estábamos pasando muy mal? ¿Por qué ni siquiera mandaban recado con alguien? ¿Se olvidaban de nosotros…?

Para colmo de males, enfermé también yo. Mi pecho emitía al respirar un ruido raro, como de pitos, me ardía por dentro la garganta y sentía una debilidad enorme. La fiebre me agotaba, deliraba por las noches y no me sentía siquiera con fuerzas para ir a buscar la comida cada día. A mi lado, don Raimundo ya casi no hablaba. Entonces empecé a considerar seriamente la posibilidad de que pudiera de verdad morirse; la cual se me hacía más cruda al ver que, un día sí y otro no, se quedaba tieso alguno de aquellos pordioseros y lisiados que pululaban por los alrededores.

Ciertamente, en La Mamora la gente se moría con demasiada asiduidad. No solo los pobres que estaban fuera de la ciudadela enfermaban y dejaban este mundo, también los de dentro, que comían a diario buen pan, tasajos, lentejas e incluso carne y pescado. Porque, si bien los que estábamos fuera sabíamos a ciencia cierta que dentro vivían infinitamente mejor, nos enterábamos de que también había entierros allí, porque oíamos doblar las campanas.

Aunque fuera doblaban con mayor frecuencia… Y es preciso, antes de proseguir, explicar esto. Digamos que había misas y rezos en los dos sitios: en la ciudadela estaba el convento y, en nuestra parte, una capillita donde acudíamos aquéllos a quienes no se nos permitía entrar en el recinto militar. Aunque, cuando hablo de «dentro» y de «fuera», en realidad me refiero a todo el conjunto de San Miguel de Ultramar, encerrado enteramente en las mismas murallas, las cuales, como capas, defendían el reducto interior, donde moraban la oficialía y los intendentes con sus familias. La comunicación entre uno y otro espacio era mínima; pero la gente de dentro tenía mayor libertad y podía salir a la plazuela exterior, donde todos los martes se celebraba una especie de mercadillo al que acudían moros de los campos de los alrededores para vender verduras, pescados secos y otras minucias. Dos martes seguidos esperé durante toda la mañana, confiando en que doña Matilda y Fernanda aparecieran entre los que iban a comprar. Pero… ¡nada!

Entonces, el segundo martes, fui directamente hacia unas mujeres que estaban charlando muy tranquilas, me puse a una distancia de ellas de como unos diez pasos, temiendo asustarlas, y con mucha templanza y respeto, les dije:

—¡Señoras! ¡Eh, señoras!

Me miraron. Yo había procurado arreglarme el pelo y la barba, recordando lo que me pasó con los centinelas. Les sonreí ampliamente y dije:

—¡Dios las bendiga, señoras! Por favor, necesito enviar recado urgente a doña Matilda, viuda de Paredes y Mexía, que vive en la ciudadela…

Me seguían mirando sin decir nada.

—Es muy importante, señoras… ¡Tengan caridad! El administrador de doña Matilda y yo, su contable, estamos muy enfermos… ¡Necesitamos hablar con ella!

Una de las mujeres vino hacia mí con cara de interés y me preguntó:

—¿Y por qué no va vuestra merced a ver a esa señora?

—Los guardias no me dejan entrar.

—¡Ah, claro! ¡Ah, claro! —contestó, dándose una palmada en el muslo—. Desde que vinieron todos esos marineros, se anda con mucho cuidado…

—¡Señora, por Dios! —le supliqué—. Busque vuestra merced a doña Matilda y dele el aviso: dígale que don Raimundo y Cayetano están muy enfermos… La mujer sonrió.

—Creo que tu ama vive en la casa del veedor —dijo—. Descuida, mozo, que yo la pondré al tanto…

4. EL ADMINISTRADOR EMPIEZA A DESESPERAR

—No dejes que me muera aquí —me suplicaba don Raimundo, con un rostro tristísimo, consumido, exangüe—. ¡Por la Virgen Santísima, Cayetano!

Yo no sabía qué decirle, ni qué hacer… También yo me sentía sin fuerzas.

—Ellas deben de estar ya avisadas —respondí lo más animoso que pude—. ¡Ande, no se venga abajo vuaced!

—Es que no quiero morir aquí… No es este sitio para dejarse uno los huesos en tierra… ¡Haz algo, Cayetano! Si ha llegado mi hora, quiero ver esa isla antes de dejar este mundo… ¡Ve a buscar a doña Matilda!

—Ya he ido y está avisada… Pronto ha de venir. No se impaciente vuaced…

—¡Ay, me muero! ¡Ve y dile que me muero!

Sus ojos vidriosos, torpes, me miraban fijamente, como buscando escrutar la expresión de mi rostro. ¿Cómo puede un hombre envejecer tanto en tan poco tiempo? Apenas podía ya incorporarse; se aferraba a mi mano con un débil apretón, sacando fuerzas de su extrema flaqueza.

—Vuaced no se morirá —le dije—. Ande, no pierda las esperanzas, don Raimundo. ¿Ahora se va a venir abajo? Vuaced siempre ha sido un hombre de fe… ¡Ande, confíe en Dios!

—Yo confío… Confío mucho… Pero… ¿Por qué no viene doña Matilda? ¿Se ha olvidado de mí?

—No, no se ha olvidado. Lo que pasa es que aquí las normas son harto estrictas. Ellas están dentro de la ciudadela y a buen seguro no encuentran la manera de venir aquí. Igual que nosotros no podemos entrar. Esto es una plaza militar y hay leyes castrenses de por medio.

—¿Y por qué no mandan recado? ¿Por qué no se interesan por nosotros?

—Porque seguramente piensan que estamos bien. Estarán esperando como nosotros a que de un momento a otro llegue esa escuadra de barcos… Creerán que nos estamos ocupando de las cosas del viaje…

—¡Pues ve a ver a los frailes, demonios! ¿No ves que me estoy muriendo? ¿No hay caridad en este purgatorio?

Fui a ver al fraile. Ya había hablado con él en varias ocasiones, al acabarse la misa, y siempre me contestaba que no podía hacer nada, que eran muchos los que estaban en idéntica situación que nosotros y aún peor.

—¡Por el amor de Dios! —le supliqué—. Tiene que hacer algo vuestra caridad, este compañero mío se está muriendo…

Me miró visiblemente compadecido. Me puso la mano en el hombro y me dijo, asintiendo con un movimiento de su cabeza:

—Aquí muere gente casi todos los días, hermano… Hay fiebres, disentería, malnutrición, lepra, escorbuto… Todos los males parecen querer venirse a este infecto lugar…

—¿Y qué puedo hacer, padre? ¡¿Cuándo podremos salir de aquí?!

Apretó los labios con gesto resignado y contestó:

—No lo sé, sinceramente… Los militares esperaban que arribasen esos barcos esta semana y no hay noticias… Solo queda tener paciencia y confiar en Dios…

—Don Raimundo se muere… Vaya vuestra caridad y dígaselo a doña Matilda; dígaselo antes de que sea tarde…

—Ya se lo he dicho y tu ama me aseguró que está tratando de hallar una solución. Ellas se alojan en casa del veedor, don Bartolomé de Larrea, y a buen seguro estarán convenciéndole para que haga algo. Pero debe vuestra merced tener en cuenta que dentro de la ciudadela rige un severo reglamento que impide la entrada a los enfermos de la parte de fuera. Ya hubo pestes y contagios en otras ocasiones… Comprenderá vuestra merced que no quieran poner en peligro al destacamento militar. Si los soldados empezaran a enfermar, ¿quién defendería la fortaleza?

—Lo sé, pero vaya vuestra caridad una vez más, por el amor de Dios… La cosa es inminente: el administrador de doña Matilda se muere…

—Iré, pero no os aseguro nada…

5. UNA FUERTE TORMENTA Y UN RAYO DE ESPERANZA

Encima de todo lo que estábamos pasando, del hambre, la enfermedad y el abandono, aquella misma noche reventó una tempestad como yo, al menos, nunca había soportado. Primeramente los vientos azotaron las murallas, aullando arriba en las almenas y las torres; brillaron los relámpagos y el cielo y la tierra temblaron con los truenos; finalmente, cayó el aguacero. ¿Qué más podía tocarnos en suerte? El vendaval arrancó las techumbres y los vecinos vinieron a cobijarse bajo el arco que nos servía de casa. Apelotonados, empapados, tiritando, transcurrieron horas de horror y sufrimiento.

Luego, cuando vino la calma, la noche era fría, pero serena y transparente. A mi lado, don Raimundo no paraba de rezar y deliraba:

—Ya, ya vienen los ángeles de Dios a buscarme… ¡Dios mío, ten compasión de mí! Ya veo el cielo, ¿no ves esas luces? Perdón, Señor, perdón… ¡Credo in Deum, Patrem omnipotentem! ¡Credo in Deum…!

Después se quedó en silencio y temí que hubiera expirado. Pero le oí removerse y más tarde musitar oraciones. Luego logré dormirme algún rato, aunque entre pesadillas y malos presentimientos.

Cuando amaneció, desperté percibiendo rumores de pasos, lamentos y conversaciones a media voz. Me estremecí, porque me había puesto a pensar en Fernanda. ¿Dónde dormiría? Seguramente muy cerca… Porque todo estaba cerca en La Mamora, pero todo estaba separado por gruesos muros…

De pronto, se oyó una voz fuerte y seca: —¡Cayetano!

La gente que se había resguardado bajo el arco empezaba a removerse. Sobresaltado, miré hacia los cuerpos pardos y las achaparradas siluetas que deambulaban en la fría madrugada. La voz volvió a alzarse:

—¿Están por aquí un tal Cayetano y un tal don Raimundo?

—¡Aquí! —grité, dando un respingo—. ¡Aquí estamos! Se acercaba un soldado llevando un farol en la mano: —¿Cayetano…? ¿Don Raimundo…? —preguntó. —¡Aquí estamos! —contesté, agitando las manos. Vino hacia mí y dijo:

—Vénganse conmigo vuestras mercedes, que les mandan llamar de la comandancia.

6. EN LA CIUDADELA, COMO EN LA MISMÍSISMA GLORIA

A don Raimundo tuvieron que llevarlo en camilla. Iba trastornado, delirante, exclamando apasionadamente:

—¡Ya me llevan a enterrar! ¡Pobre cuerpo mío! ¡Acoja la tierra estos huesos pecadores!

Cuando me vi en la plaza de armas, traspasadas las puertas de la ciudadela, volaron mis temores, se templó mi ánimo y una viva emoción me sacudió de pies a cabeza. ¡Si la tierra se hubiera abierto bajo mis pisadas, no me habría estremecido tanto! Y se me presentó el cielo delante al ver de repente el rostro de Fernanda, allí muy quieta y sonriente, al lado de doña Matilda. Sin poder articular palabra, fui hacia ellas, ardoroso y vencido por la turbación. No pude evitarlo: me eché a llorar.

Ellas parecían contentas, pero estaban espantadas ante nuestro lamentable estado. Exclamaban: —¡Dios bendito! ¿Qué os ha sucedido?

—¿Cómo estáis de esta guisa?

Me contuve. No podía abrazarme a Fernanda delante de todo el mundo; pero deseaba abandonarme rendido en sus brazos.

Junto a ellas estaban otras damas, el fraile, los oficiales y varias personas más. El veedor, don Bartolomé de Larrea, tomó la palabra y dispuso:

—Ahora es menester que se den un buen baño con agua caliente y se quiten de encima toda esa porquería. El anciano debe ponerse en manos del médico; se le ve muy mal… Pero el joven se repondrá enseguida. Que nadie se acerque a ellos más de lo necesario, no sea que hayan contraído algún mal contagioso. Toda precaución es poca…

Así se hizo. Los enfermeros nos frotaron con estropajos hasta casi arrancarnos la piel; nos dieron friegas, nos aplicaron ungüentos, nos rasuraron las cabezas y las barbas… Olíamos a trementina, romero, linimento… A mí me dolía todo, pero parecía retornar la salud y las fuerzas a los miembros como milagrosamente. Aunque mayor prodigio se obraba en don Raimundo, que dejó de toser casi de repente y se bebió con la avidez de un muchacho un gran tazón de caldo ardiente. A pesar de que su rostro seguía como extraviado, con sus ojos de loco, y decía cosas extrañas como:

—Bendita sea doña Matilda, loada, ensalzada sea… ¡Mujer bella y admirable! Dama benefactora… ¡Bendita sea!

Cuando los médicos les dieron permiso, el ama y Fernanda vinieron a vernos. Estábamos en las camas de la enfermería del cuartel. Ellas nos miraban con el asombro y la pena dibujados en sus rostros.

—¿Cómo es posible que os veáis tan desmejorados? —se preguntaba el ama—. ¡Si apenas han pasado quince días desde la última vez que os vimos!

—Hemos estado a la intemperie —respondí sin exagerar nada—; llevamos dos semanas malcomiendo, enfermos, aguantando el frío de las noches…

—¡Ay, Dios mío! —se lamentó Fernanda—. No lo sabíamos… Pensábamos que estaríais acomodados con el resto de los hombres… ¿Cómo íbamos a suponer que estabais pasando un calvario tan grande?

—En la otra parte de la ciudad —expliqué—, ahí afuera, la gente malvive, buscándose cada cual la manera de salir adelante… Ahí falta de todo. Esa gente está agotada, enfurecida, rabiosa… Si hubiéramos tenido que estar ahí un par de semanas más, ¡Dios sabe qué nos podría haber pasado! Creí que don Raimundo moriría…

—¡Yo sí que lo creía! —exclamó el administrador desde su cama, estirando el cuello, sacando de entre las sábanas su pellejo macilento, arrugado y lacio—. Verdaderamente, creí que había llegado mi hora… ¡Ay, doña Matilda, qué amargo trance! Menos mal que vuestra merced nos envió socorro… ¡Redentora nuestra!

Al oírle hablar así, el ama se enterneció; se aproximó a él y le hizo una caricia delicada en la frente, mientras le decía con cariño:

—Bueno, ya pasó todo… Gracias a Dios, ha conservado la vida vuestra merced. Ahora, a reponerse, que no han de tardar en venir esos barcos que nos llevarán a la isla.

Don Raimundo se emocionó y rompió a llorar.

—¡Qué buena es vuestra merced, doña Matilda! ¿Qué sería de mí si no la tuviera? Porque… ¿qué hace un hombre viejo y solo como yo en esta vida? No tengo familiares, ni a nadie en el mundo… ¡Solo tengo a vuestras mercedes!

—¡Claro que sí, hombre! —le dijo ella, dándole unos golpecitos en el pecho—. ¡Nosotros somos su familia! Ahora nos tenemos los unos a los otros y debemos cuidarnos mutuamente. Por eso debo pedir perdón, porque me descuidé pensando que vuestras mercedes estarían bien… ¡He sido una tonta! Si les hubiera pasado algo peor, no me lo perdonaría nunca… Pero, gracias a Dios, aquí estamos; todos juntos otra vez… Y ahora, a esperar. Que tengo la corazonada de que los navíos vendrán muy pronto…

Este discurso del ama nos conmovió mucho. Nos mirábamos con afecto verdadero. Era cierto que todas aquellas adversidades nos habían unido mucho. Nos sentíamos cansados, desnutridos; deseábamos alcanzar por fin esa isla, esa tierra prometida, esa vida nueva… ¡Ese cielo que se nos prometía!

7. AMORÍOS E ILUSIONES

En menos de tres días me sentí repuesto. ¡Qué milagro el cuerpo humano! Me volvió la fuerza a los miembros, engordé; me sentía eufórico y feliz. Tardaba más en sanar don Raimundo y siguió en cama, pero ya su aspecto estaba muy lejos del que tenía cuando estuvo cercano a la muerte. También a él se le veía dichoso. Con frecuencia hablaba del pasado, contaba muchas cosas de la vida tan buena sirviendo a los amos, de lo bien que lo habían tratado, dándole casa, sustento y toda su confianza.

—Ahora el ama lo es todo para mí —decía, entornando los ojos, poniendo una cara muy rara; en extremo dulcificada, como si estuviera en trance.

Y a mí empezaba a parecerme que idolatraba demasiado a doña Matilda. Todo el día la tenía en la boca, con exaltación y adulación desmedida. Algo de locura había en aquella veneración; posiblemente proporcionada por la extenuación sufrida, por la enfermedad, por la fiebre…

Pero también yo, en lo que atañe a los sentimientos, me encontraba seguro y venturoso como nunca antes en mi vida; a pesar del peligro pasado, aun en aquella indigencia y en medio del encierro que nos mantenía inmóviles y expectantes, sin poder hacer otra cosa que soñar con la dichosa isla, con los barcos que nos sacarían de allí para llevarnos a esa nueva vida que nos esperaba y que no terminaba de ser nuestra.

¡Fernanda sí que lo era todo para mí! No hablábamos de boda, pero imaginábamos una casa, unos niños y una calma sencilla exenta de cualquier preocupación. Decirle que tener muchos hijos sería mi mayor felicidad era mi manera de pedirla en matrimonio.

—¿Cuántos? —preguntaba ella.

—No sé; muchos, siete, ocho, nueve…

—¿Tantos? —decía, sonriendo, y eso para mí equivalía a un «sí quiero».

Yo era capaz de ver nuestro futuro con mucha claridad. Aunque la isla estaba lejos y en mitad del océano inmenso, la percibía ya cercana. No íbamos a pasarnos allí en San Miguel de Ultramar toda la vida… Tarde o temprano vendrían los barcos y, entonces, ¡la felicidad!

Mientras tanto, los días transcurrían lentamente, muy semejantes los unos a los otros, con una monotonía espesa, castrense. Por la mañana nos despertaban el toque de la corneta, los gritos de los oficiales y el ajetreo del cambio de guardia, las pisadas marciales, las secas voces cantando las novedades de los centinelas… Había en la fortaleza un algo de tiempo detenido, como una atmósfera hecha de distancia e invariabilidad. La gente se movía allí aferrada a la reiteración y la resignación.

8. EN CASA DE VEEDOR LARREA

Tras salir del hospital fui a alojarme en unas estancias de la parte trasera de la casa del veedor, donde vivían sus sobrinos, los hermanos gemelos Marcelino y Hernando. En comparación con lo que yo había padecido fuera de la ciudadela, no me atrevería a decir que allí estuviera mal; pero, como referiré en su momento, aquellos dos mozos tunantes no me pusieron las cosas fáciles. Digamos por ahora que no les sentó nada bien que yo me incorporase a compartir con ellos el pan de cada día y la habitación donde estaban acostumbrados a refugiarse para ocultar su mucha holgazanería.

En cambio, el veedor don Bartolomé de Larrea y su mujer eran personas encantadoras. Él, por su llaneza y bonachonería, incluso podía llegar a parecer un simplón; rollizo, sonriente, enseñaba permanentemente los dientes de oro del lado derecho de su boca, dejando escapar alegres destellos. Le gustaba el vino, lo bebía a diario, y su rostro regordete se mostraba sonrosado a la caída de la tarde. Doña Macaria, la esposa, era una maravilla de mujer. Si no hubiera sido por ella, según repetían el ama y Fernanda, no habríamos podido entrar nunca en la ciudadela don Raimundo y yo. Era una de esas mujeres que disfrutan haciendo feliz a la gente y que no soportan ver sufrir a los semejantes. Como su marido, era de Navarra, sincera, espontánea y muy piadosa.

Con el ama y con Fernanda, doña Macaria hizo muy buenas migas. Las metió en la intimidad de su casa, las hospedó en un buen dormitorio y las sentaba a su mesa en cada comida. Eso propició que, como ellas se preocuparon tanto por mí y le hablaron muy bien de mi persona, la veedora estuviera desde que llegué muy pendiente de mis necesidades. Sintió lástima también de don Raimundo y le buscó acomodo en una vivienda vecina, con una familia de su confianza. De esta manera quedamos todos acogidos, sustentados y con la posibilidad de tener información que en otras circunstancias nos hubiera resultado inaccesible.

En la casa de los veedores nos enteramos de lo que de verdad sucedía en San Miguel de Ultramar: del abandono que allí se sufría. Era la fortaleza una suerte de destino maldito, al que iban nombrados, casi como castigados, todos aquellos militares que habían tenido algún percance desfavorable, que eran víctimas de la envidia, los celos o la inquina de sus superiores o que, sencillamente, eran considerados poco brillantes.

El veedor nada hablaba de estos asuntos, pero su mujer no desaprovechaba ninguna ocasión para lamentarse, aunque sin amargura ni resentimiento.

—Ya ven vuestras mercedes —decía entre suspiros—, aquí hemos de estar… ¡Dios sabe hasta cuándo! Hasta que Dios quiera… Aquí nos tienen y nadie se acuerda de nosotros… Quince años llevamos en La Mamora… ¡Ahí es nada! Hasta que Dios quiera…

—Déjalo estar, esposa —le decía don Bartolomé—. Lamentándonos todo el tiempo nada arreglaremos. Los hay que están peor que nosotros…

—Eso sí, esposo. Resignarse es lo que queda…

Y ciertamente no quedaba otro remedio que ése; la resignación en La Mamora resultaba muy necesaria. Al agobio propio del encierro, se sumaba un inevitable ambiente de incertidumbre y de precariedad. Según nos contaron, nunca fue aquello un lugar del todo seguro; siempre hubo ataques de los moros; siempre merodearon por aquellas aguas los piratas, ya fueran ingleses o sarracenos, y en muy pocas ocasiones hubo un tráfico fluido y estable con la metrópoli. Pero, de un tiempo a esta parte, especialmente en los últimos diez años, la cosa se había complicado sobremanera. Muy pocos navíos de bandera española se aventuraban por unas costas tan peligrosas. Llegaban algunos barcos desde las Islas Canarias; desde los puertos de España, cada vez menos. Eso propiciaba en la plaza un aire de desánimo y hasta cierto resentimiento, porque —decían— el reino se despreocupaba de aquella plaza lejana.

Doña Macaria no mostraba ningún recato al hablar de estas cosas.

—Al rey de España La Mamora le importa un rábano. ¡Aquí nos pudramos!

—¡Calla, mujer! —le regañaba el veedor.

—¡Ah, el día que nos tenga que pagar el rey todos los sueldos que nos debe! —se lamentaba ella con amargura—. Si es que llega ese día… Porque me dice el corazón que prefiere que nos corten el cuello los moros.

—No digas esas cosas, ¡qué tontería!

—¿Que no? Si nos echan mano los moros y nos matan, se ahorrará su majestad todo lo que nos debe…

—El rey no piensa en esas cosas, esposa; el rey tiene demasiadas preocupaciones como para estar pendiente de tres centenares de súbditos. Ya nos recompensarán sus ministros por cuidar de estas cuatro piedras… Todo ha de llegar a su tiempo…

—A su tiempo… Pues bien podía ocuparse su majestad y enviarnos a su tiempo más alimentos y más soldados para defender la plaza… ¡Aquí nos pudramos!

—Calla, calla de una vez… ¿No te das cuenta del cargo que tengo? ¡Acabarás metiéndome en un lío!

Y tenía razón don Bartolomé preocupándose por las amargas quejas de su mujer; porque, como veedor general de San Miguel de Ultramar, era el encargado de todo lo referente a la administración y la contabilidad de la plaza; teniendo que intervenir en todas las operaciones necesarias para el abastecimiento de la intendencia. Un oficio difícil, teniendo en cuenta que en aquel apartado y olvidado lugar todo escaseaba. Además, por la veeduría pasaban los requerimientos, escrituras, pagos, inventarios y relaciones de víveres y pertrechos. No obstante, nada se hacía en la fortaleza que no pasase primero por la supervisión del gobernador.

9. EL MAESTRE DE CAMPO DON JUAN DE PEÑALOSA Y ESTRADA, INSUFRIBLE GOBERNADOR DE LA MAMORA

Desde que estuve en el hospital, me hicieron una severa recomendación que no debía dejar de cumplir por nada del mundo: evitar cruzarme en el camino con el gobernador o ponerme al alcance de su mirada. Porque don Juan de Peñalosa era inflexible y nadie se veía libre de su control, sus rígidas normas y sus decisiones fulminantes. Él tenía rigurosamente prohibida la entrada en la ciudadela a cualquier hombre que no perteneciera a la dotación y cuyo nombre no estuviera inscrito en el registro del personal. Por lo tanto, si llegaba el caso en que me viese y resultase que mi rostro le pareciese extraño, desconocido o sospechoso, enseguida haría las averiguaciones oportunas y podía verme metido en un serio problema.

No obstante, esa posibilidad parecía remota, puesto que el gobernador era corto de vista.

—Está cegato perdido —nos dijo doña Macaria—. No ve a tres pasos. Deberían haberle jubilado ya, pero seguramente ocultó su defecto a los superiores.

La veedora no tenía en ninguna estima a don Juan de Peñalosa.

—Es un hombre insoportable —afirmó de él sin reserva—, un mentecato, un altanero, un soberbio, un déspota… ¡Un diablo! No se pongan vuestras mercedes a su alcance, porque a buen seguro se los llevará por delante. ¿Por qué creen si no que está aquí, en el culo del reino? Se lo han quitado de encima en Madrid porque nadie lo aguanta…

—Calla, mujer —la reconvino el veedor—. ¿Cómo dices esas cosas? También nosotros estamos aquí, como tú dices, en el culo del mundo…

Ella miró a su esposo con aspereza y le contestó:

—Sabes de sobra que lo nuestro es diferente. A ti te hicieron una mala jugada precisamente por lo buena persona que eres. Pero ese diablo… ¡A ése no lo soporta ni la bendita madre que lo parió!

—¡Ya está bien, Macaria!

—No, esposo mío, no me voy a callar, porque, como cristiana, me creo en el deber de advertir a estos buenos huéspedes nuestros de la clase de hombre que es el maestre de campo, para que estén alerta y pongan cuidado de no tener que vérselas con él… Don Juan de Peñalosa es un hombre peligroso e intempestivo… ¡Un trueno!

Y, a pesar del desagrado del veedor, nos contó que el gobernador pertenecía a una importante familia, lo cual le había proporcionado muchas ventajas y acomodos en el oficio militar; recomendaciones y prebendas que él no supo aprovechar a su tiempo, precisamente por su condenado temperamento, imperioso, altivo, pendenciero e imprevisible. Ya antes, en el año de 1676 había sido vicegobernador de la plaza, enviado allí como castigo por sus tropelías —según decía ella—; y luego, perdonado y devuelto a España, volvió a hacer de las suyas enemistándose con compañeros y superiores, teniendo broncas y cometiendo prevaricaciones, hasta que de nuevo lo mandaron al destierro.

Y la veedora, después de despacharse muy a gusto relatando éstos y otros desatinos de don Juan, sentenció:

—Ése se pelea con Dios bendito; excepto con el santo de mi esposo, con quien no hay Dios que se pelee… Con perdón…

—¡Macaria!