1. UNA ESPAÑA POBRE Y DESVENTURADA

Las fiestas de la Natividad del Señor pasaron en medio del luto y la inquietud por la nueva vida que se avecinaba, en tanto la casa estaba gobernada por los estados de ánimo de doña Matilda: a ratos triste, a ratos animosa y, ordinariamente, con impaciencia, como un vago anticipo de las importantes mudanzas que teníamos por delante. Añadíase a ello la inevitable sensación que a todos nos embargaba, mezcla de congoja y cierto alivio, al extinguirse un año que nos había mantenido en permanente estado de ansiedad e incertidumbre. Concluía aquel raro 1680, en el que pareció haberse dado larga licencia a todos los demonios para que afligiesen a las gentes de España con penurias, carestías y desgracias sin cuento. Porque es justo reconocer que no solo a nosotros, los que habíamos padecido la ruina de la casa de don Manuel de Paredes, se nos habían puesto los asuntos cuesta arriba; eran muchos, de toda suerte y condición, quienes sufrían necesidades, hambres y aflicciones, no ya en Sevilla, sino a lo largo y ancho de la vastedad del reino. ¡Qué tiempos tan malos eran! Hasta los viejos, de quienes se dice que están curados de espanto, se lamentaban amargamente y manifestaban sin reparos que ni a sus abuelos habían oído contar historias que siquiera se parecieran a tanto desastre, decadencia y calamidad como se veía cotidianamente.

No está en mi ánimo hacer relación exhaustiva de los males y desarreglos que componían aquel estado de cosas; pero permítaseme adobar este relato dando cuenta de algunos sucesos y circunstancias que, a mi corto entender, tuvieron buena parte de culpa en el desaguisado en que devino la república y la sociedad. Los que entendían de estas cosas decían que todo era a causa de la desgana de quienes tenían encomendadas las tareas de gobierno; los cuales se habían preocupado más de su beneficio propio que del bien común. Y resultaba evidente que proliferaban en las intendencias malentretenidos, noveleros y personas ineficientes e interesadas; gentes medianas que no hacían otra cosa que entorpecer con sus lenguas y manos el buen curso de los negocios. Y si los que estaban arriba como válidos y favorecidos no cumplían con su oficio, sino que se dedicaban a medrar y mirar por lo suyo, ¿cómo iba a esperarse que los de abajo fueran honestos y laboriosos? En todas partes, tanto en lo alto como en lo rastrero, en lo de mucha responsabilidad y en lo de poca, había arraigado la vagancia y la rapacería, sin que fuera fácil encontrar personas honestas y de palabra.

Los grandes señores estaban muy lejos, y si fueran de verdad los únicos con capacidad y prestigio suficiente para poner coto a los desmanes, o no querían o —como tanto se decía por ahí— eran los que mayores ganancias sacaban de tanto río revuelto. No cundía pues el buen ejemplo, y por ende, la estimación de la justicia, el bien universal y la práctica común de las virtudes estaba ausente.

Bien es cierto que el nombramiento del duque de Medinaceli como primer ministro del reino fue recibido por la gente con esperanza y alegría, por el prestigio de su nombre, su juventud y todas las buenas cosas que de él se referían. Pero muy pronto se supo hasta en el rincón más apartado que, aun teniendo cualidades y buenas ideas, no gozaba de energía propia ni de partidarios suficientes para poner en orden el reino. ¿Qué hizo de nuevo? Poco. Recurrió al acostumbrado recurso de crear juntas. O sea, que puso más gente a dictar ordenanzas y a entorpecer más la vida. Ya de por sí salir adelante era difícil y, encima, toda la carga de alcabalas y diezmos, impuestos y tasas por la mínima gestión. Sirva de ejemplo lo que pasaba con el vino: los cosecheros vendían la arroba del mejor a diecisiete reales, pagando de tributo doce reales y medio; y gastando de coste por medio de mozos y transporte por lo menos tres reales. ¿Qué les quedaba de ganancia teniendo en cuenta el costo de las labores del campo y los lagares? Nada. Así que resultó que concluyeron que estaban dando el vino de balde y se abandonaron viñas y bodegas. También los panaderos dejaron de hacer pan, los zapateros se amotinaron y muchos otros gremios se negaban a seguir haciendo sus labores. Como consecuencia, empezaron a entrar productos y mercaderías del extranjero, a precios altos. La moneda era en su mayoría falsa y estaba tan devaluada que abundaba la calderilla de metal pobre, desapareciendo la plata y el oro, que todo el mundo se guardaba. Esto propició que el rey dictara un edicto alterando el valor de la moneda de vellón, lo cual enojó aún más al pueblo, que se veía pobre y sin remedio de sus males y, para colmo, mermados sus ahorros si los tuviere. En fin, todo eran calamidades, desmanes y amargas quejas.

Los sabios decían que la raíz de los males había que hallarla en tanta guerra como se había sostenido en las décadas precedentes: ora con el turco, ora con Inglaterra, ora con Flandes… Decían, asimismo, que el reino estaba despoblado y sin fuerzas, por causa de la expulsión de los moriscos y de la mucha gente que se había ido a repoblar las Indias. Los campos estaban solos y baldíos; los ganados menguados y las ciudades habitadas por legiones de pobres, mendigos, maleantes y pedigüeños. Los que estaban en edad de hacer un esfuerzo y tenían medios, en vez de hacer negocios prósperos, se adquirían casas, tierras, préstamos al Estado, cargos, tributos de nobleza o se agenciaban cualquier otro arreglo para ganar la mínima renta y vivir sin necesidad de trabajar. También achacaban los sabios el mal de la patria a esta holgazanería que con tanta pujanza tenía a la gente cruzada de brazos, como en espera, a ver si les venía el remedio desde fuera y no del sudor de su frente. Lo cual era vicio adquirido —decían— por el descubrimiento de las Indias y las riquezas que dio a Castilla en oro y plata que vino fácil y veloz, destemplando el ánimo de los españoles. Luego el descuido que la grandeza engendra, dejó escapar a las demás naciones la riqueza. En fin, que si España hubiera sido menos pródiga en guerras, y más laboriosa en la paz, se hubiera hecho con el dominio del mundo. Pero ya mal remedio tenía la ruina y desconveniencia sobrevenida, por más que fueran delatadas las causas y los culpables; porque toda riqueza parecía haberse esfumado y la poca que hubiere estaba bajo llave en las grades casas y linajes, en lujos vanos de alhajas y ornamentos, sepultados, como aquellos otros tesoros que esconde la tierra avarienta en lo hondo de sus entrañas.

2. ATRÁS SE QUEDA SEVILLA

Volviendo al punto inicial del presente capítulo, diré que pasaron las fiestas de la Natividad del Señor y se presentó el Año Nuevo con la inexorable amenaza del desahucio. Después de la Epifanía, se hicieron presentes los acreedores, con los oficiales de la contaduría y los alguaciles. No nos cogieron de sorpresa esta vez, puesto que estábamos concienciados y prevenidos. Nuestras pertenencias ya habían sido empaquetadas y todo en la casa estaba limpio, en orden y dispuesto para hacer el traspaso de la propiedad y los enseres correspondientes. Con dignidad, sin aspavientos, doña Matilda hizo entrega de la llave y se desprendió sin una sola lágrima de lo que había sido su hogar durante los últimos veinte años de su vida.

Una carreta nos aguardaba en la puerta. Acomodamos todo aquello que podíamos llevarnos y el equipaje particular de cada uno. Allí mismo en la calle, nos despedimos de las esclavas, que optaron por estrenar su libertad probando suerte en aquella Sevilla variopinta que las había visto nacer. Al ama le costó trabajo desprenderse de ellas, pero bien sabía que llevarlas consigo a la isla le hubiera costado el dinero de los pasajes, del que no disponía. Así que nos montamos en la carreta los cuatro que emprendíamos aquella aventura: doña Matilda, Fernanda, don Raimundo y yo. El carretero arreó a las mulas y atrás se quedó la plazuela, la calle del Pescado, la Carretería y el adarve. Por la puerta del Arenal, salimos de la ciudad a media mañana. A nuestras espaldas, el cielo nublado parecía suspirar triste, y el bosque desguarnecido que componían las arboladuras de los navíos se quedaba como en desamparo, en la soledad del puerto casi desierto en invierno.

3. PESTE EN EL PUERTO DE SANTA MARÍA

Como andábamos escasos de dinero y se trataba de ahorrar cuanto se pudiera, nos conformamos haciendo el viaje en una barca sencilla, de las que llevaban viajeros desde Sevilla a Sanlúcar, con la incomodidad de ir a la intemperie entre mercancías y pertrechos; en vez de hacerlo de forma más rápida y segura en una galera. Acomodados donde nos dijeron, en un rincón del pasillo de popa, vimos subir una larga fila de soldados, frailes y mercachifles. Cargaron a bordo infinidad de sacos, fardos, pipas y baúles; también una docena de cabras, dos asnos y una yegua. La barca iba hasta los topes y zarpó fatigosamente, con la proa hundida casi hasta la borda, que daba miedo ver el agua tan cerca.

Al poco de iniciar la travesía empezó a llover, para colmo de inconvenientes. Sentados como podíamos encima de nuestro equipaje, empapados, vimos quedarse atrás Sevilla, bajo la inmensidad del firmamento gris. Todos estábamos cariacontecidos y en silencio. El aspecto de doña Matilda era lamentable: cubierta con una manta oscura, pálido el rostro y el cuerpo torcido entre la impedimenta, echó una última mirada triste a la ciudad.

—¡Dios mío! —suspiró—. ¡Ay, Dios mío, que no nos pase nada!

Luego apoyó la cabeza en el hombro de Fernanda y estalló en amargos sollozos.

El viaje hasta Sanlúcar fue penoso, soplando viento del norte y bajo una lluvia copiosa y fría. Al llegar a la barra, nos encontramos con un fuerte oleaje que zarandeó la embarcación y causó mareos a los que no estábamos acostumbrados a navegar. Y cuando ya se veía el puerto, nos salió al paso un barquichuelo rápido de dos palos, que nos avisó de que no se podía atracar porque había peste en el Puerto de Santa María y las autoridades tenían prohibido el entrar y salir de las ciudades. Solo a Cádiz, se podía seguir. De manera que el maestre tuvo que ordenar echar el ancla y esperar instrucciones. En el fondeadero se veían muchos navíos, pero el puerto estaba en calma, sin que hubiera ningún movimiento.

Al cabo de varias horas de ir y venir en los botes al lugar donde estaba el puesto de emergencia de la autoridad, esperando bajo el persistente aguacero, volvió el barco de dos palos y descendieron de él los veedores y los funcionarios para cobrar la tasa. Hubo mucho enojo, porque tuvimos que pagar religiosamente aun no pudiendo desembarcar allí. Y los que íbamos al puerto de Cádiz nos preguntábamos preocupados: ¿Y ahora qué? El maestre nos comunicó entonces que solo teníamos dos opciones posibles: volver río arriba a Sevilla o navegar hasta la bahía, teniendo que abonar el pasaje en cualquiera de los dos casos. Se armó una bronca tremenda. Los militares acusaron a los barqueros de saber de antemano lo que sucedía y a punto estuvo de formarse una pelea.

Después de un buen rato de voces, insultos y amenazas, los marineros y los viajeros llegamos al acuerdo de pagar solo la mitad. A fin de cuentas, a todos los que viajábamos en la barca nos interesaba ir a Cádiz y, puesto que no había más remedio que seguir, se salía ganando.

4. LA FLOTA DE TIERRA FIRME

Llegamos a la vista de Cádiz el día 20 de enero. Desde primera hora de la mañana caía una lluvia fría y copiosa, el viento soplaba y se había levantado un fuerte oleaje. Los que entendían de navegación decían que con ese tiempo la barca no podría entrar en la rada. Pero, tras un gran esfuerzo, a golpe de remo, consiguió abarloar el piloto. En el atracadero estaban alineados los veinte navíos que componían la Flota de Tierra Firme. Impresionaba el espectáculo de los veinte galeones alineados, ¡inmensos!, costado con costado, y la considerable altura de los palos, componiendo una suerte de boscaje con las arboladuras y los cabos.

Desembarcamos atravesando peligrosamente la pasarela, que se movía mucho a causa del oleaje. Empapados, aturdidos y con la ropa fría pegada al cuerpo, cruzamos el puerto en dirección a la ciudad, ansiando con desesperación hallar un lugar donde calentarnos y poder secar todo lo que se nos había mojado. Pero, como suele suceder en tales sitios, allí mismo se nos ofreció un carretero que se empeñaba en llevarnos a una fonda que decía ser la mejor. Le hicimos caso y sobrevino otro calvario, porque no paraba de llover y el hospedaje se encontraba lejos, en la otra parte de la ciudad.

—Ya estamos llegando —decía a cada momento aquel buscavidas—, al cabo de aquella esquina está la fonda…

Pero el trayecto se hacía muy largo, interrumpido a cada momento por la circulación caótica de infinidad de bestias y carromatos de todos los tamaños. Como la flota estaba ultimando los preparativos para su partida, Cádiz entero era una locura de gentes variopintas, mercachifles y negociantes de todo género. Los precios estaban por las nubes y todo el mundo andaba de aquí para allá buscando su ganancia.

—¿Cuándo llegaremos? —se quejaba doña Matilda—. ¡Por Dios, esto se hace interminable!

—Ahí mismo está, señora, ahí. Ese caserón que ve es la fonda.

Como me temí desde el principio, cuando al fin se detuvo el carretero delante del hospedaje, aquello resultó ser un tugurio infecto, atestado de gente desaseada, de animales y de sucios pertrechos. Nada más entrar, me di cuenta de que no era lugar propio para damas, y me encaré con el hombre:

—¿Cómo se te ocurre traernos a un sitio así? ¡Esto está hecho un asco! No es adecuado para estas mujeres.

—Pues no hay otra cosa en Cádiz —contestó él, muy ofendido—. Si quiere buscar por su cuenta vuestra merced y ¡con la que está cayendo…! ¡Allá vuestras mercedes!

—Llévanos a un sitio digno —le dije.

—Esto es lo que hay, señores, lo toman o lo dejan, pero a mí me tienen que pagar el viaje.

Viendo que la lluvia no iba a cesar, que no sabíamos dónde ir y que enfermaríamos de seguir empapados y helados, acepté de momento. Entramos nuestras cosas y nos acomodamos bajo un cobertizo. Salió el posadero; un hombretón desmelenado, barbudo, mal hablado y colérico, dijo:

—Tendrán que esperar aquí vuestras mercedes mientras desalojan una estancia que tengo en el piso de arriba.

—Mire vuestra merced cómo estamos —contesté—. Estas pobres mujeres no se han secado desde hace dos días.

Las miró sin compasión y dijo desaprensivo:

—Si se quieren calentar, tendrán que hacerse vuacedes lumbre en el patio, por diez maravedíes les daré la leña que necesitan.

Un momento después, don Raimundo y yo no teníamos otro remedio que intentar encender fuego en un rincón, bajo un tejadillo, con la leña que nos habían dado, que estaba completamente mojada. Menos mal que unos arrieros se apiadaron y nos dieron ascuas de su hoguera, con lo que pudimos después de un largo rato obtener una lumbre medianamente aceptable para nuestro propósito.

La noche fue eterna, horrible, echados en unos apestosos jergones en un pasillo del piso alto, donde llovía casi tanto como afuera a causa de las goteras. Y encima doña Matilda lloriqueando y lamentándose todo el tiempo:

—Ay, ay, Dios mío… ¡Qué penitencia! Ay, ¿cuándo querrá Dios que lleguemos a la isla esa? Si no morimos antes por el camino… ¡Ay, si no morimos!

Y don Raimundo, queriendo consolarla, le decía:

—Señora, tenga paciencia vuestra merced; hágase la cuenta de que somos peregrinos… Piense en aquel pueblo de Dios que salió de Egipto e iba sufriente en busca de la Tierra Prometida… Ánimo, que nosotros vamos a nuestra propia tierra prometida, que es esa bendita isla de la Palma donde nos aguarda nuestra nueva vida…

Pero el ama, enfurruñada, replicó a voces:

—¡Ande, calle vuestra merced! ¡Calle, que no estamos para sermones! Qué tierra prometida ni qué… ¡Calle y no me ponga de peor humor!

—Pero… ¡Señora! Si lo que yo quiero es infundirle ánimos… ¿No ve que estas calamidades son pasajeras? No desesperemos, señora…

—¡Que se calle, demonios!

Y así seguían discutiendo, el uno queriendo animar y la otra poniéndose más soliviantada; y como quiera que la porfía molestó a unos huéspedes, subió el posadero y nos regañó de muy malas maneras:

—O dejan dormir al personal o ¡a la calle! —¡Ay, que soy una dama! —gimoteó doña Matilda—. ¿Qué trato y qué maneras son éstas?

A mí se me partía el alma, porque comprendía que aquel trance no era propio de alguien como ella, hecha a vivir con regalo y que nunca se había visto en viajes ni incomodidades de posadas y malas camas. En cambio, aun sufriendo también por mi amada Fernanda, me alegré en cierta manera al ver que era recia, que no se quejaba y que se amoldaba a la dificultad lo mejor que podía la pobre.

5. PARTE LA FLOTA Y ES MENESTER EMBARCARSE

Al día siguiente, amaneció sin llover y el viento había amainado. Recogimos temprano nuestras pertenencias y salimos del purgatorio de aquella mala posada, buscando dar reposo y algo de calor a nuestros huesos. Después de no haber pegado ojo, íbamos sin hablar en el carromato, bajo el cielo gris, entre ráfagas frías. Gracias a Dios, dimos con un carretero que nos llevó hasta el extremo opuesto de la bahía, donde se alzaban unos caserones nuevos y los mejores alojamientos de Cádiz. Allí nos condujo a una fonda grande, limpia y bien iluminada, próxima a los atracaderos, y pudimos por fin secarnos, comer y descansar. Fernanda y doña Matilda dispusieron de una alcoba para ellas solas. A pesar de lo cual, el ama no mejoró en su ánimo; malhumorada, completamente hundida y paralizada por la desgana, se encerró y se metió en cama.

Y viendo que se negaba a levantarse y que no afrontaría lo que tuviéramos que hacer para proseguir el viaje, Fernanda me dijo con resolución:

—Hay que comprenderla: está deprimida y llena de temores. Nunca se ha visto en trances como éstos…

—Lo comprendo —respondí—, pero debemos seguir adelante… ¡No vamos a quedarnos aquí! ¡No podemos volver a Sevilla!

Ella se quedó un momento pensativa. ¡Cómo me asombraba la serenidad de Fernanda! Luego dijo circunspecta: —Mira, Tano, debemos hacernos a la idea de que a partir de ahora no quedará más remedio que tomar las decisiones sin contar con el ama… Tampoco don Raimundo va a servirnos de mucho; ya lo ves: está cansado y como ausente… Nunca fue demasiado eficiente que digamos, y ahora, que es viejo y casi tiene perdida la vista, está más a expensas de que le solucionen la vida que de cualquier otro menester… ¡Qué se le va a hacer! Las cosas se han puesto de esta manera y hay que seguir adelante. Como bien dices tú, no podemos volvernos atrás ya… No podemos hacer otra cosa que coger cuanto antes un barco y cruzar el mar hasta la isla… Allí todo se solucionará… Allí podremos descansar y dedicarnos a ser felices…

—Sobre todo tú y yo —le dije conmovido—. No tengo a nadie más que a ti…

—También yo únicamente confío en ti… Tú administrarás lo que me corresponda de esa herencia…

Luego nos dimos un beso y pasamos un buen rato apretados el uno contra el otro, guardando silencio y soñando con la venturosa vida nueva que nos aguardaba en la Palma. No hacía falta que hiciéramos planes. Nos casaríamos nada más llegar y recibir la herencia. Entretanto, nos dedicaríamos a cruzar cuanto antes el dichoso mar.

Después de aquella conversación, era evidente que yo tendría que ocuparme de los pormenores del viaje. Salí lleno de decisión y me enfrenté a una jornada larga y extraña. Igual que un hombre que deja atrás su mocedad y se enfrenta por primera vez al rigor de la madurez definitiva, me fui a gestionar los asuntos portuarios con la esperanza de encontrar lo antes posible ese barco que había de llevarme al futuro de mis ilusiones.

Ya en mis primeros contactos con las gentes de la mar, supe que arreciaba el rumor de que la Flota de Indias iba a zarpar muy pronto, tal vez en unas semanas; algunos aseguraban incluso que en unos días. Todos los preparativos se estaban culminando y el ambiente general del puerto apuntaba a que no se trataba solo de habladurías, aunque todavía la autoridad no había comunicado nada en firme.

En los mentideros donde se reunía la marinería me enteré de muchas otras cosas: que había pendencias con los franceses, que la Flota de la Nueva España iba a tardar en regresar y que en la Flota de Tierra Firme, que estaba a punto de zarpar de la bahía de Cádiz, iba el nuevo virrey del Perú, el duque de la Palata, y que ése era el motivo de tanta premura y del hecho poco común de que partieran los galeones en fecha tan temprana. También supe que había mucho revuelo e inquietud, a causa de las noticias de ataques de piratas que llegaban de diversos naufragios en los que se habían perdido vidas humanas y mucho oro y plata.

Hice mis indagaciones para ver la manera de ir a las Canarias y allí todos me dijeron lo mismo: que los barcos que hacían el viaje a las islas iban, como se decía, «en conserva», que era navegar siguiendo a corta distancia a la Flota de Indias, aunque sin integrarse en ella, pero gozando de su protección; porque de un tiempo a esta parte había muchos piratas en esos mares. Es decir, que había que esperarse hasta que se les diera la orden de zarpar a los galeones y adquirir un pasaje en uno de los muchos navíos que saldrían aprovechando la ocasión.

Pregunté en los atracaderos. Me informaron de que era preciso acudir a la oficina de un escribano para firmar una escritura con el contrato de la compra del pasaje, que previamente debía ser concertado con el patrón del barco. Allí mismo me indicaron dónde podía hallar a un tal Juan Barroso, que era un conocido corredor de viajes que tenía por oficio encargarse de estos asuntos. Así que fui a él para pedirle que arreglase lo nuestro.

Barroso no era un cualquiera; en el puerto de Cádiz era todo un potentado. Tenía unas oficinas grandes, provistas de contables y de personal dedicado a todos los negocios propios de los viajes a Indias. Me atendió un subalterno cejijunto y distante, que antes de nada quiso saber el motivo de nuestra necesidad de viajar a las islas. Con detenimiento y precisión, le expliqué el caso; que íbamos a Santa Cruz de la Palma para hacernos cargo de una herencia. Por la cara que puso, comprendí que no estaba dispuesto a creerme. Entonces le di detalles: nombres, apellidos, fechas y demás. Él inquirió muy estirado:

—¿Una herencia nada menos que del regidor perpetuo de la isla? ¿Tiene vuestra merced los documentos que lo prueban?

—¿No me cree vuaced?

—Bueno, no tengo por qué creer a nadie… Aquí viene cada uno con su historia… Comprenderá que…

—Está bien, traeré los documentos; los tiene el administrador de la viuda.

—Tráigalos pues vuestra merced y entonces hablaremos…

Fui a la fonda, que no estaba lejos, y al momento regresé llevando conmigo los papeles. El escribiente los examinó con detenimiento y luego observó circunspecto:

—Esto son solo cartas… No hay documento notarial alguno… ¿Quién me dice a mí que no son falsificaciones?

—¿Falsificaciones? Están los sellos, las firmas, los nombres…

Disimulando mal su despecho y mirándome de reojo, repuso:

—Bueno, hay por ahí mucho despabilado que sabe imitar muy bien todo eso…

—¡Esto es afrentoso! —repliqué—. La viuda de don Manuel de Paredes está a cuarenta pasos de aquí, en la fonda del Buen Reposo. ¿Me va a hacer que la haga venir en persona?

—Eh, más despacio… —respondió irguiéndose—. Estoy cumpliendo con mi obligación. Si he de agenciarles el pasaje a vuestras mercedes, debo asegurarme de que se cumple con lo necesario.

Respiré hondo y dije, con templanza:

—Está bien, ¿qué más necesitamos?

—¿Tienen vuestras mercedes dinero?

—¿Cuánto?

Hizo sus cuentas y respondió:

—Son vuestras mercedes cuatro viajeros, dos damas y dos hombres. Para ofrecerles un pasaje digno, conforme a la categoría de unas herederas nada menos que del regidor de la Palma —esto último lo dijo con retintín—, deberán pagar ciento cincuenta pesos por cada una de las damas y cien por cada uno de los dos varones. O sea, quinientos pesos en total, a pagar en escudos de a diez reales de vellón de plata antigua.

Me llevé las manos a la cabeza:

—¡¿Tanto?!

—Eso es lo que hay. Comprenderá vuestra merced que se trata de un viaje que ha de durar entre una semana y dos, según el estado de la mar, y que han de comer y pernoctar en el navío conforme a la dignidad de los viajeros, lo cual supone cubierto de primera mesa para las damas, alojamiento en catres en la cámara principal y derecho a llevar el equipaje correspondiente: dos baúles de ropa y dos cajones más.

Me quedé helado, mirándole. Y él, acostumbrado a hacer su oficio, enseguida añadió:

—Aunque… Naturalmente, si quieren ir más barato, pueden viajar en cubierta, comiendo a segunda mesa… por cincuenta pesos cada uno; o sea, doscientos en total… Pero no se lo aconsejo a vuestras mercedes… Parece ser que la flota zarpará en unos días… Es enero y a buen seguro lloverá y arreciarán los fríos…

Después de permanecer pensativo, agobiado por estas explicaciones, acabé diciendo:

—En todo caso, no disponemos de ese dinero en metálico. Así que, puesto que tendremos que pagar a nuestra llegada a la isla, me decido por la primera opción. Los quinientos pesos serán abonados en Santa Cruz de la Palma, una vez que acudamos al notario allí y recibamos la herencia.

Resopló y me miró con una expresión indescifrable. Después dijo muy serio:

—Yo no tengo autorización para contratar fiado. Para eso, he de consultar con mi jefe… Vuelva vuestra merced mañana…

6. UN ADMINISTRADOR CEGATO, PERO EFICIENTE

—¡¿Quinientos reales?! —exclamó doña Matilda.

—Sí, además en escudos de a diez reales de vellón de plata antigua cada uno —especifiqué.

—¡Qué robo! ¡Qué locura! ¿De dónde sacaremos tanto dinero?

—Señora —le dije—, nos fiarán. Tendrán que fiarnos a cuenta de lo que tenemos en la isla. El subalterno me dijo que debía consultarlo con su jefe. Ya verá vuestra merced como todo se arreglará.

—No, no nos fiarán —suspiró descorazonada, a punto de echarse a llorar—. Es demasiado dinero…

Al día siguiente volví a la oficina del corredor de viajes, contrariado por tener que ver la cara del contable cejijunto otra vez; pero, no obstante, iba animoso.

Me hizo esperar el muy desconsiderado, para luego decirme secamente:

—O el dinero en metálico o no hay pasaje.

—¿Qué me está diciendo? —repliqué—. ¿Dónde está el jefe? ¿Dónde está Barroso? Debo hablar con él y explicarle…

—Don Juan Barroso no recibe a nadie —contestó con aspereza—. No están las cosas como para andar fiando. Imagine vuaced que, después de llegar a la isla, resulta que no pueden las herederas hacerse pronto con los quinientos reales. ¿Quién nos pagará el viaje? Vuestras mercedes habrán viajado de balde a costa de la correduría. ¡Ya nos han engañado demasiadas veces! No estamos aquí para hacer caridad… Esto es un negocio.

Salí de allí deshecho y anduve de un sitio para otro del atracadero, incapaz de resignarme, intentando hallar a alguien que confiara en mí y me concediera los pasajes. No logré convencer a nadie. Todos me respondían lo mismo: que la vida estaba muy mala, que ya no se fiaba, que la palabra últimamente no valía nada… En fin, o el dinero contante y sonante o nos debíamos quedar en tierra. Y lo peor: circulaban cada vez más rumores de que la salida de la flota era inminente.

Cuando volví a la fonda y les conté a los otros lo que pasaba, aquello se convirtió en un valle de lágrimas.

—¿Y ahora qué? —sollozaba el ama—. Tendremos que volver a Sevilla, pues aquí nos estamos gastando lo poco que tenemos… ¡Ay, Dios mío! ¿Y qué vamos a hacer allá, sin casa y sin nada? Tendremos que pedir limosna… ¡Ay!

—¡No desespere, señora! —le decía don Raimundo, aunque llorando también él—. Ya verá como Dios no ha de faltarnos… ¡No pierda vuestra merced la fe! ¡Confiemos en quien todo lo puede!

—Pero… ¡Si no hago otra cosa que rezar! —repuso ella—. ¡Dios no me oye!

Convencidos de que no quedaba otra solución que rezar, se fueron a misa. Yo no tenía ánimo ni siquiera para eso; además, empezaba a faltarme la fe.

Esa tarde, abatido, me compré unas botellas de vino y me bebí una entera sentado frente a la ventana. Me decía a mí mismo: «Mira que verme metido en este atolladero; mira que tener que lidiar con barcos y gente de la mar a estas alturas de mi vida, cuando nunca me llamó eso…». Pero al momento, sería por la turbación de la bebida, reparaba conmovido en mis amoríos con Fernanda y desdeñaba cualquier tentación de abandonarla allí.

Veía el mar gris, hostil y descomunal, ahí frente a mí, y quería decirle: «Maldito, si no fuera por ti, tendría a la mano una vida feliz, casándome con ella y viviendo con una renta de por vida».

Oí rumor de voces en la escalera. Regresaban de misa cuando yo llevaba bebida la mitad de la segunda botella. Y entraron en la estancia eufóricos, dando voces, de manera que parecían estar borrachos ellos y no yo. Gritaban:

—¡Un milagro!

—¡Bendito sea Dios!

—¡Nuestras oraciones han sido escuchadas!

Me puse en pie y me quedé mirándoles, atónito. Entonces Fernanda se colgó de mi cuello. Lloraba de alegría y proclamaba:

—¡Ya tenemos los pasajes! ¡Ya los tenemos! ¡Ya podemos irnos!

Entonces, atropelladamente, entre albórbolas de entusiasmo me contaron lo que sucedía. ¡Lo que son las casualidades! O sería que, verdaderamente, Dios había escuchado nuestras oraciones y se apiadaba de nosotros. Fueron a la catedral, y allí don Raimundo se encontró nada más entrar con un fraile capuchino conocido suyo. Después de saludarse, el administrador le contó nuestra peripecia, y el buen fraile, compadecido de nosotros, fue a presentarle a su superior. Éste escuchó también la historia y, juzgándola digna de ser creída, le pareció oportuno hacer gestiones para que se nos diera el pasaje en el mismo navío que unos hermanos de su orden, confiado en obtener a su vez un buen donativo de doña Matilda para su convento en Santa Cruz de la Palma.

—¡Qué maravilla! —exclamé, poseído por una inmensa y repentina alegría—. ¡¿Es posible?!

—¡Tan cierto como que Dios es Cristo! —sentenció don Raimundo, rojo de emoción, con los espesos anteojos empañados.

—No lo puedo creer… No lo puedo creer… —repetía yo, entre trago y trago.

—Pues créelo —dijo el administrador—. ¡Los milagros existen! Porque… ¡mira que no veo casi nada!, pero me dio por poner estos mis ojos torpes en aquellos frailes que estaban allí arrodillados… y resultó que reconocí entre ellos al bueno de fray Pedro de Jerez, compañero de juegos que fue en mi infancia y después hermano mío en el convento de los capuchinos de Sevilla… ¿Quién me iba a decir que, al cabo de los años…? ¡Y precisamente en este trance! Enseguida le conté lo que nos pasaba y, ni corto ni perezoso, estuvo dispuesto a echarnos una mano…

—¿Y ahora qué tenemos que hacer? —le pregunté.

—¡Nada! —dijo él, rebosando entusiasmo—. Solamente acudir mañana al convento de San Francisco, donde se hospedan, para ultimar los asuntos del pasaje. Los frailes se encargarán de lo demás…

Tal alegría me entró en el cuerpo por la noticia y por el vino, que me puse a bailar y a dar saltos. Entonces se acercó doña Matilda a mí y, mirándome muy fijamente, me preguntó:

—Tano, muchacho, ¿tú has bebido?

—Naturalmente, ama, y más que voy a beber ahora que sé todo esto… ¿No se acuerda de lo que decía su difunto esposo? ¡A grandes males, grandes cogorzas!

7. ¿QUÉ ES UN PINGUE?

Aquellos buenos frailes capuchinos «habían caído del cielo», según decía don Raimundo. ¿Y cómo no creerlo?, después de las penalidades pasadas y viendo ahora que todo se solucionaba súbitamente.

Fuimos al convento de San Francisco por la mañana temprano, para solucionar cuanto antes los asuntos administrativos que requería el pasaje. Allí nos recibió fray Manuel de Santa María, el superior; alto, delgado, lívido, enteramente venerable, con su luenga barba blanca, la mirada transida y una voz profunda y susurrante. Nos hizo sentar en el recibidor a los cuatro y nos ofreció un desayuno a base de pan, queso y pasas, al amor de una buena leña ardiente bajo la chimenea. Nos escuchó paciente, sin abrir la boca, como quien está acostumbrado a oír historias de miserias y confesiones de pecados. Las mujeres lloraron, no pudieron aguantarse; y solo entonces, como un buen padre, el fraile habló para consolarlas.

—Bueno, bueno —dijo—, hijas mías, ya todo está pasado; no miremos a lo de atrás, sino a lo que hay por delante… Si es la voluntad de Dios, pronto estaréis en la isla y podréis recibir todo eso que os pertenece de pleno derecho.

—¡Gracias a Dios! —sollozó doña Matilda—. Y pueden estar seguras vuestras caridades de que seré muy generosa… No solo le devolveré hasta el último real, padre, sino que le daré un buen donativo… ¿Qué menos puedo hacer después de un favor tan grande?

—Bien, hija mía —contestó el fraile—. Pero todo a su tiempo… Ahora es menester ocuparse de arreglar convenientemente lo de los pasajes.

Y dicho esto, se puso en pie y salió del recibidor, para regresar un momento después con los dos frailes que iban a hacer el viaje: muy jóvenes ambos, mas con sus barbas capuchinas crecidas. Sentáronse y se celebró una especie de consejo.

—El navío en el que viajarán vuestras mercedes —empezó diciendo el padre Manuel—, Dios mediante, no es demasiado grande… Lo cual no quiere decir que no sea seguro… Es uno de esos barcos que llaman «pingue», que se emplean para llevar mercancías y pasajeros a las islas. Navegará, como suele decirse, «en conserva», siguiendo a la Flota de Tierra Firme, a su abrigo y bajo su protección, por lo que nada se ha de temer…

Y después de pasear su mirada lánguida por nuestros rostros, continuó:

—Aunque… es preciso decir que el navío hará una escala en la costa de África, antes de seguir su singladura hasta las Islas Canarias…

De nuevo se quedó callado y volvió a observarnos, como queriendo apreciar nuestras reacciones ante esta revelación.

—¿Una escala? ¿En África? —pregunté yo.

—Yo os explicaré —respondió el fraile—. Resulta que, allá en la costa de África, se halla La Mamora, conocida como San Miguel de Ultramar; una poderosa fortaleza que se alza mirando al mar, sobre el río Sebú, donde hacen la vida como pueden unos trescientos soldados españoles, sacrificados compatriotas nuestros que defienden la ciudadela y el puerto. También viven allá unas cincuenta almas más, mujeres y niños, familiares de la oficialía. El barco en el que viajarán vuestras mercedes les lleva el correo, alimentos, medicinas, armas y otros suministros necesarios. Pero también aquellos hijos de Dios necesitan el sustento espiritual y el consuelo de la fe católica; y para esos menesteres, servía allí a la Iglesia un hermano nuestro, que, según supimos por un reciente aviso llegado de allá, murió de disentería hace dos meses… ¡Dios le haya premiado en su gloria! Por ello, estos dos frailes de nuestra orden van a hacerse cargo del convento en sustitución del difunto… O sea, que esa escala es necesaria. Pero apenas demorará un par de días el viaje a las Canarias. Una vez descargados los pertrechos y desembarcados los hermanos, proseguirá la travesía hasta las islas.

—Hágase todo como vuestra caridad disponga —le dijo doña Matilda—. Nosotros desde ahora estamos bajo su autoridad y amparo.

Después de aquellas explicaciones y de platicar amigablemente durante un rato más, el superior dispuso que fuera yo con uno de los frailes jóvenes a verme con el patrón del navío para ultimar los requisitos del pasaje.

Nada más llegar al atracadero, mi acompañante señaló hacia una hilera de barcos menores que estaban en el extremo y dijo:

—Aquél es el pingue.

—¿Cuál de ellos?

Nos acercamos caminando aprisa.

—Ése es, ése de ahí —señaló.

Me sorprendió, porque era un barco pequeño, con unos aparejos simples; la popa estrecha y, en cambio, la proa extraordinariamente ancha. No dije nada, porque no era yo demasiado entendido en asuntos de navegación, pero me pareció aquel navío muy poca cosa para el viaje que había de hacerse, en comparación con las naos y los galeones que se veían más allá, componiendo el grueso de la flota.

El fraile preguntó por el patrón a los marineros. Salió a la borda un hombre fornido, barbado y de aire feroz, con el torso desnudo, aun siendo pleno invierno, como si fuera hecho de pura madera.

—¡Qué hay! —soltó un vozarrón.

—Vengo a lo de los cuatro nuevos pasajes —respondió el fraile—; ya sabe vuestra merced…

Descendió al muelle el patrón refunfuñando, porque tenía mucha faena, según dijo. Farfullaba medio español medio portugués y, en cuatro palabras mal habladas, nos indicó que fuéramos al escribiente, que ya lo tenía él todo arreglado para que nos dieran las escrituras.

Sin reparo alguno, en la escribanía otorgaron pronto el documento con todas las firmas y sellos. El pingue se llamaba Santo Sacramento y el patrón Joao de Rei, portugués, como era obvio.

8. A BORDO Y RUMBO A LAS ISLAS

El día 27 de enero, a la caída de la tarde, un toque de campanas, largo y bastante complicado, anunció en todo Cádiz la decisión de partida de la flota. Había sido un día soleado, y el viento, según decían, era el más propicio. Un gran revuelo, como una sacudida, recorrió las calles, las tabernas, las fondas y el puerto. A la gente le entró de repente la prisa y una muchedumbre agitada y nerviosa empezó a correr de un sitio para otro, acarreando todo tipo de pertrechos y ultimando los preparativos. El arsenal se llenó de embarcaciones de infinitas formas y tamaños, y la marinería y la soldadesca vociferante empezaron a reunirse frente a los galeones, acudiendo a la llamada de los pífanos y cornetas.

El día 28 de madrugada, abriéndonos paso entre las multitudes, llegamos al pingue Santo Sacramento, temblando de emoción, ayudados por los mozos que cargaban nuestra impedimenta. Subimos a bordo, entre frailes, militares y toscos marineros. No hablábamos, solo mirábamos a derecha e izquierda, contemplando con asombro, el loco torbellino de la multitud en la luz vaga del amanecer.

Vimos llegar a los magnates con sus séquitos: el nuevo virrey del Perú, marqués de la Palata, que venía a caballo, seguido por importantes caballeros y damas; el almirante y los generales, capitanes y miembros del alto mando; los obispos, nobles señores, regidores, mercaderes, tratantes… Interminables filas de baúles y sacas de los equipajes eran cargados en las bodegas y cámaras. ¡Toda una ciudad se echaba a la mar!

Al toque de campanas, se dio la orden de zarpar. Las pasarelas se recogieron y las tripulaciones se entregaron al frenético ajetreo de su oficio:

—¡Izad el trinquete! —se oía gritar—. ¡Alzad aquel briol! ¡Levad el ancla!

Me entretuve contemplando aquellas operaciones. Zarparon primeramente los grandes navíos de la flota, siguiéndoles los demás. Al hacer la virada para salir del arsenal, atronaban a los cielos las aclamaciones y los hurras del inmenso gentío que desde tierra asistía al espectáculo del lento deslizarse de las naves.

Nuestro pequeño pingue salió de los últimos; todavía nos seguían barcas menores y pataches. Cuando traspasó la boca del puerto, dejando a babor el dique, aceleró su marcha, y a estribor vimos toda la formación de la flota, con el velamen ya inflado, oscilando levemente de costado, haciéndose a la anchura de la mar…

9. ABURRIDOS Y VOMITANDO

La flota navegaba lenta, a pesar de los vientos a favor, porque las bodegas iban repletas y los vientres, por ende, muy hundidos. Esta primera parte de la singladura que concluía en las Canarias transcurría por el llamado mar de las Yeguas. Según decían, la distancia se cubría en diez o doce días, siempre a expensas de los vientos, naturalmente. En la primera jornada, soplaron muy favorables, de manera que se navegaba ligero, dado el peso. En cabeza iba la Capitana, con el estandarte bien alto izado en el palo mayor; seguían los mercantes y los navíos de previsión; y cerrando la formación, con sus insignias reales en el mástil de popa, navegaba la Almiranta. Los restantes galeones de la escolta custodiaban a los mercantes a barlovento, para aproximarse en caso de ataque lo más rápidamente posible y salvar la carga. Por último, siempre a la zaga, íbamos las embarcaciones en conserva, siguiendo la estela de aquellas fortalezas flotantes que nos proporcionaban seguridad.

A doña Matilda y a Fernanda las habían acomodado en un camarote compartido de la cubierta inferior, reservado para las mujeres y los niños; fue una deferencia, gracias a la intervención del superior de los capuchinos. Los frailes también iban a resguardo, en otro camarote. Pero a don Raimundo y a mí nos tocó hacer el viaje en la cubierta exterior, en un rincón entre los bártulos que se amontonaban por todas partes. Poco más de una veintena de viajeros componíamos el pasaje a bordo del Santo Sacramento: comerciantes la mayoría, los dos capuchinos, algún que otro funcionario camino de su destino, buscavidas, aventureros y nosotros cuatro. El resto del personal pertenecía a la tripulación.

Los primeros días de navegación se nos hicieron harto duros, pues la visión del mar inmenso e inquietante nos suscitaba temores. No teníamos costumbre de navegar y los mareos nos obligaban a vomitar constantemente. Soportando los males del cuerpo, poca distracción había a bordo. Las horas transcurrían entre los oficios religiosos, la conversación y la contemplación de la rutina de la vida de los marineros: trepaban con agilidad a los palos, recogían, arreglaban y ataban cabos, remendaban redes, fregaban las cubiertas, revisaban los aparejos y hacían reparaciones donde se necesitaban. De vez en cuando se organizaban sonoras broncas y peleas; también esto resultaba un entretenimiento.

Como estaba prohibido terminantemente descender al camarote de las mujeres, yo me tenía que conformar pasando muchas horas sin ver a Fernanda. Solo podía encontrarme con ella cuando subía a la cubierta; pero esto sucedía un par de veces al día nada más, porque no resultaba oportuno que las damas anduvieran cerca de aquella chusma marinera, que a cada momento soltaba los peores insultos, expresiones soeces, palabrotas y hasta blasfemias.

No obstante, cada atardecer, después de los rezos de vísperas, tenía un rato para estar con ella. ¡Qué momento de felicidad! Nos mirábamos, hablábamos a media voz y nos contábamos nuestras cosas. Ganas me daban de darle achuchones, pero me aguantaba, porque siempre estábamos rodeados de ojos curiosos y ante la presencia del ama.

Aunque ésta era muy comprensiva y, de vez en cuando, mascullaba:

—Una sabe que molesta… A los amantes les estorba todo menos su amado… Pero ya tendréis tiempo de arrimaros, criaturas… ¡Ay, qué par de tórtolos!

10. SOLOS Y A MERCED DE LA SUERTE

Al tercer día de navegación, con la primera luz del alba, nos despertó el revuelo de los marineros en la cubierta. Nos levantamos y nos enteramos al momento de lo que sucedía: la Flota de Indias timoneaba ya hacia el suroeste y se alejaba en mar abierto; mientras que nuestro pingue iba rumbo a levante. Nos separábamos de la protección de los galeones y nos aventurábamos a proseguir en solitario. A mi lado, un marinero observó con inquietud:

—Ahora viene lo malo…

—¿Por qué? —le pregunté, aun sabiendo bien la respuesta.

—Abundan en estas aguas los corsarios sarracenos —explicó él—; perros rabiosos, cimarrones, ávidos de presa…

—¿Quiere decir eso que nos atacarán? ¿Peligran nuestras vidas?

—¡No lo quiera el diablo! Hay riesgo… Pero ya sería mala fortuna que nos avistaran en el corto trayecto que hay desde aquí a La Mamora… Si no nos falta este viento favorable, por la tarde estaremos en aquel puerto. Además, tenemos cañones, armas y hombres suficientes a bordo para defendernos si llega el caso… Muchos tendrían que ser para hacernos pasar un mal trago…

Prosiguió la singladura, redoblada la vigilancia. Un muchacho trepó a lo más alto del palo mayor y permaneció allí mirando en todas direcciones; decían que tenía vista de lince. Había mucho más silencio que de ordinario; las bocas malhabladas de los marineros enmudecieron y los semblantes estaban tensos, como impacientes y a la vez intranquilos. Todo el mundo oteaba el horizonte, como si en cualquier momento fuera a aparecer el temido barco.

No faltó el viento y, mucho antes de lo esperado, se avistó las costas de Berbería. Hacia el este, emergían del mar azul unas colinas parduscas. Todo estaba en calma, y en los rostros se dibujaron gestos de alivio.

Más cerca de tierra, se calmaron casi de repente los vientos y las olas, fueron desmayando las velas y se redujo el avance. Se echó mano de los remos y se avanzó por unas aguas dormidas, de un verde oscuro profundo, que lamían el casco, abriéndose ante el tardo paso de la proa y formando ribetes de espuma. El aire era húmedo y turbio. Con una maniobra lenta, el pingue se dirigió hacia el estuario de un río.

—¡Esos remos! —gritaba a cada momento el patrón.

Esforzados, sudorosos, todos los marineros mantenían el ritmo de la boga, paleteando al compás del tambor.

Pronto se vio el puerto de La Mamora, aguas arriba, en la desembocadura del río Sebú, y la poderosa fortaleza coronando una loma. Pero todo el mundo se extrañó mucho al ver que en el atracadero no había ni una sola embarcación. Los que conocían aquellos andurriales exclamaban:

—¡Qué raro!

—¡Algo pasa ahí!

—¡Todo está como desierto!

Y lo que más inquietaba era ver al patrón y los que componían el mando, como cuchicheando entre ellos, con sigilo, con ademanes, y con las miradas intranquilas oteando la distancia.

Así fuimos avanzando, con lentitud, hacia el fondeadero, viendo ya las banderas ondeando en las torres del baluarte. Hasta que, de repente, se oyó un fortísimo grito del vigía:

—¡Jabeques! ¡Jabeques por la popa!

—¡Jabeques! ¡Jabeques! ¡Jabeques…! —corearon los marineros en cubierta.

Me volví para mirar hacia donde señalaban los dedos… Venían desde mar abierto varias velas recortándose en el horizonte. Los oficiales vociferaban:

—¡Por los clavos de Cristo!

—¡Fuerza a los remos!

—¡Todo avante!

El silbato del contramaestre chillaba desaforado, entre el estruendo de las pisadas en las maderas. Los hombres que no estaban bogando corrían a por las armas, y gritos de terror y sufrimiento empezaron a brotar entre los que se apresuraban a buscar refugio en la cubierta inferior.

—¡Ánimo! —exclamaba el patrón con voz de trueno—. ¡Ánimo, que no tienen suficiente viento y no nos darán alcance! ¡Bregad! ¡Bregad como si os fuera la vida en ello!

El timonel mientras tanto viraba a estribor, para gobernar el barco y llevarlo hacia el atracadero.

Yo miraba a un lado y otro y veía los rostros feroces de los soldados, a los frailes rezar y a muchos hombres que bramaban y maldecían, ya fuera remando o aferrados a los mosquetes y las picas. Entonces, uno de los oficiales vino hacia mí y, poniéndome en las manos un espadón, me gritó:

—¡Coja esto vuestra merced, diantre! ¡Que aquí todos los hombres tenemos parte!

Hasta ese momento, no me di cuenta verdaderamente de la gravedad de lo que nos estaba pasando. Miré hacia popa y, sobrecogido, vi que los tres jabeques piratas se nos venían encima, a una velocidad endiablada. Y súbitamente, una especie de fogonazo puso una luz amarillenta delante de mis ojos, a la vez que un estampido y un inmediato chasquido de tablones rotos. Tembló toda la cubierta y se desplomó uno de los palos, envolviendo con la red de sus cordajes y con el velamen a varios marineros. Y al momento, un herido yacía cerca de mí horriblemente mutilado; el pellejo levantado desde el cuello hacia el mentón y la garganta abierta. Los gritos de espanto eran terribles.

Un instante después, con un golpe estrepitoso, atracamos, chocando nuestro costado contra el muelle.

—¡A tierra! ¡Todo el mundo a tierra! —gritó el patrón.

Mientras se echaban las pasarelas, muchos hombres se arrojaban directamente desde la borda y otros se apretujaban tratando de salir los primeros.

—¡Las mujeres! —grité yo—. ¡Por el amor de Dios, las mujeres!

Corrí hacia la escalera que descendía a la segunda cubierta y me topé con ellas, que ya venían despavoridas, chillando; Fernanda y doña Matilda de las primeras.

—¡Corred! ¡Corred! —las insté.

Como pudimos, atropelladamente, nos abrimos paso entre los cuerpos y el enredo de cabos, maderas, cajones y pertrechos. Mientras tanto, arreciaban los cañonazos, los disparos de los mosquetes, el fuego, el humo… Volaban astillas y cascotes.

Entonces, una vez que logramos saltar a tierra, vimos que venían muchos soldados desde la fortaleza a socorrernos, corriendo pendiente abajo; a la vez que, con mucho esfuerzo, se hacían entender a gritos y con gestos, apremiándonos para que huyéramos hacia ellos sin mirar atrás.

Yo llevaba a Fernanda de la mano; tiraba de ella, casi arrastrándola por el sendero empedrado, cuesta arriba, sintiendo detrás los gritos y jadeos del resto de los pasajeros. Cada uno buscaba su propia salvación sin preocuparse de los demás. ¡Bastante grande era el peligro!

Cuando nos cruzamos en el camino con los soldados que bajaban al ataque, sentimos un alivio inmenso. A nuestras espaldas el estruendo de las armas nos helaba la sangre; pero, en momentos así, uno saca fuerzas de donde puede y vencimos la empinada pendiente en un santiamén. Al llegar a lo alto miré y vi a los frailes jóvenes: ninguno de ellos había sufrido daño alguno. Doña Matilda estaba a mi lado, desgreñada, roja y brillante de sudor, gritando:

—¡Don Raimundo! ¿Dónde está don Raimundo?

—¡Aquí! ¡Aquí, señora! —contestó el administrador, que estaba un poco más allá, desmadejado en el suelo, entre la gente.

Nos temblaban las piernas, el corazón se nos salía por la boca, nos faltaba el resuello…; pero advertíamos, dando gracias a Dios, que habíamos salvado las vidas… Mientras allá abajo los tres jabeques se retiraban por el río hacia el mar abierto, acuciados por el tiroteo de los soldados.

Dos marineros perecieron en el ataque, víctimas del primer cañonazo que nos alcanzó; y otros dos estaban heridos, aunque no de gravedad. Se pasó revista al personal. Estábamos aterrorizados, en silencio, mirando los cuerpos de esos dos pobres hombres que yacían en el suelo, destrozados. Allí mismo, delante de la puerta, se hicieron las primeras oraciones. Con unas voces que parecían no querer salirles de los cuerpos, los frailes entonaron un salmo, mientras el sol se ponía, tiñendo de rojo la lejanía del mar.

Los piratas se alejaron hasta ponerse a salvo del fuego de los soldados, pero se quedaron a distancia, en el estuario. Los tres jabeques, con la proa mirando hacia la fortaleza, parecían tres perros de presa, esperando la oportunidad de lanzarse a despedazar nuestro barco, que estaba caído de costado y medio hundido. No obstante, pudo rescatarse la carga, que fue subida aprisa, fatigosamente, aprovechando la última luz del día.

Entramos en la fortaleza con la penumbra del ocaso, agotados, en medio de una gran pesadumbre. Aquellos espesos muros, la altura de las torres y la ausencia del horizonte, le daban al lugar aire de presidio; máxime por la mortecina luminiscencia de los faroles y el firmamento cada vez más oscuro.

El gobernador dispuso que se nos diera inmediatamente cena y alojamiento. A partir de aquel momento, estábamos bajo su jurisdicción, y autoridad, como así se apresuró a poner de manifiesto, advirtiendo de que en el baluarte regían las leyes militares y que no se consentirían los mínimos desmanes o indisciplinas. Supongo que aquello lo dijo por el personal marinero, que no gozaba de muy buena fama.

Las mujeres fueron acogidas por las esposas de los oficiales, en sus propias casas. Los frailes se hospedaron en su convento. Y el resto de los hombres que íbamos en el Santo Sacramento, tripulación, soldados y pasajeros, fuimos a alojarnos provisionalmente en unos cobertizos.

Cuando cayó la noche se tocó silencio. Después de la agitación vivida, por agotado que uno estuviese, era difícil conciliar el sueño. Las imágenes tan recientes estaban muy vivas en la mente y acudían al cerrar los ojos: el ataque, los muertos, la ferocidad de los hombres, los gritos…

Sería ya muy tarde cuando, estando todavía en vela, me sobresaltaron de súbito voces y ajetreo de pisadas. Me levanté y salí. En la plaza los hombres corrían hacia las escaleras que conducían a las almenas.

—¡El pingue está ardiendo! —exclamaban—. ¡Los malditos sarracenos han prendido fuego el barco!

Nadie me impidió subir, así que fui a ver. Al llegar arriba, encontré que todo estaba sumido en la negrura de la noche, excepto un punto allá abajo, en el atracadero, donde se alzaban las llamas devorando nuestro barco, con un resplandor tétrico que se reflejaba en las aguas quietas.

Joao de Rei, el patrón, rugía con desgarro:

—Filhos da puta! Mouros do diabo!