Se hundió el Jesús Nazareno, merced a la inmisericorde tenacidad de un temporal. Y a nosotros nos llegó la noticia funesta en medio de una tormenta. Aquel mes de julio se inició tempestuoso. Estuvo lloviendo sin cesar durante cuatro días. Primeramente, en la mañana del día 12, dio comienzo una larga obertura de truenos que parecieron rodar por los tejados, retumbando en los patios, colándose hasta las bodegas, y luego fue el agua, estridente, crepitando a ratos con gruesos granizos. Después del disgusto, la noche fue larga, sobresaltada por las cadenas de relámpagos y un viento caliente que bufaba en las galerías. El amanecer nos halló a todos desconcertados, más pobres que nunca. De la cloaca de las deudas, habíamos pasado así, de repente, al abismo de la ruina absoluta. En la casa solo había silencio y desesperación. Y enseguida empezaron las angustiosas cuestiones: si todo se había perdido y la casa ya no les pertenecía a los amos, ¿cuándo debíamos dejarla? ¿Adónde ir ahora? ¿Había alguna posibilidad, por pequeña que fuera, de salir adelante?
Por la mañana llegaron los holandeses que resultaron ser murcianos. También ellos estaban deshechos, agotados y llenos de preguntas; también ellos se habían arruinado con el catastrófico negocio del Jesús Nazareno. Venían con lágrimas y con otra garrafa de vino de Málaga, de una arroba esta vez.
Cuando les abrí la puerta, debí de mirarles con cara nada amigable. Entonces Tomás Moreno (antes Vandersa), en el mismo portal, se hincó de rodillas y dijo:
—Venimos a compartir la desgracia y a ahogarla con este vino.
—Aquí nadie tiene ganas de fiesta —repliqué con parquedad.
—¡Déjalos entrar! —gritó a mis espaldas don Manuel.
Obedecí y pasaron al patio. Doña Matilda se hizo presente enseguida y empezó a gritar:
—¡Qué desastre! ¡Maldita la hora que nos pusimos en las manos de vuestras mercedes! ¡Primero la mentira y ahora esto! ¡Nos han traído la mala fortuna a esta casa!
—Calla, mujer —le dijo con pesadumbre el amo—. Nadie es culpable de lo que nos ha pasado. También ellos se han arruinado… Habrá sido el designio del Todopoderoso…
Tomás Moreno se arrodilló ahora delante del ama diciéndole:
—Señora, que me parta un mal rayo si hemos pretendido causarles algún mal a vuestras mercedes. Mentimos diciendo que éramos holandeses, cierto es, pero somos gente honrada. También nosotros lo hemos perdido todo, como bien ha dicho su esposo.
Ante estas palabras, ella se quedó callada, mirándole con expresión extraordinariamente apenada. Detrás, a cierta distancia, estaba Fernanda, igualmente muy triste. Se hizo un impresionante silencio, al constatarse la amistosa sinceridad con que el murciano se expresaba.
Entonces don Manuel suspiró hondamente, alzó los ojos a los cielos y sentenció:
—Dios da y Dios toma, ¡bendito sea Dios! En efecto, nos hemos quedado sin nada, pero aún tenemos la fe.
Y después de decir esto, se fue hacia Tomás Moreno, le puso las manos en los hombros y añadió:
—Álcese vuestra merced, que nada hay que perdonar ya. Lo de la mentira quedó subsanado y nadie tiene culpa de lo demás. Ahora no toca sino aceptar la voluntad del Altísimo. Así que compartamos ese buen vino y ahoguemos en él las penas. Mañana será otro día…
A su lado, doña Matilda lanzó un suspiro y, mirando a Fernanda, dijo:
—Anda, ve a las cocinas y diles a las mulatas que saquen de la despensa las sobras del banquete. Debe de quedar pernil de cochino, queso, guiso de gallo…
—Señora, el guiso de gallo se quemó —observó Fernanda—; las almendras se pegaron al fondo del caldero y se quedaron negras como carbonilla. Se lo eché todo a los perros, pues no se podía sacar provecho alguno por el sabor tan malo que tenía.
—Da igual, saca lo que haya. Solo Dios sabe si esas sobras serán lo último bueno que comamos en mucho tiempo…
Se puso la mesa y aquel nuevo banquete, trasunto del anterior, parecía un velatorio. Se comía entre suspiros; se bebía con mesura. No obstante, don Manuel estaba muy raro: no ya melancólico como de costumbre, ni transido como el día anterior; estaba poseído por una conformidad, una aquiescencia que le brotaba de sus adentros; como si se manifestara plenamente dispuesto a aceptar el desastre con obediencia a la voluntad divina. Nadie decía nada, las miradas estaban torvas, fijas en los platos, mientras él murmuraba:
—¿Qué se le va a hacer…? Así es la vida… El hombre propone, pero Dios dispone…
Y a todo esto, como perdido en sus meditaciones, apuraba vaso tras vaso del vino de Málaga.
Doña Matilda lloraba a ratos y se lamentaba:
—¿Y ahora qué? ¡Por Dios, qué hacemos ahora!
Entonces Tomás Moreno le hizo una seña a su ayudante, para indicarle que le acercara la cartera. Desató las correas, metió la mano dentro y sacó una bolsa.
—Aquí hay ciento cincuenta reales, unos cinco mil maravedíes. Es parte de lo que se iba a emplear en los gastos necesarios a la vuelta del navío. Este dinero es de vuestras mercedes.
Don Manuel cogió la bolsa y dijo:
—Algo es algo, bendito sea Dios.
Pero doña Matilda refunfuñó con exasperación:
—¡Y qué hacemos con eso! ¿Qué son ciento cincuenta reales sin tener casa? ¡Hemos perdido quince mil! No podremos recuperar este hogar…
—¡Basta! —gritó don Manuel, dando un fuerte puñetazo en la mesa—. ¡Dios cuidará de ti, mujer! ¡No desesperes de esa manera, que te empecatarás!
Después de aquello, nadie volvió a rechistar. Tampoco los murcianos tenían ganas de fiesta, porque se fueron pronto. Dejaron allí la bolsa con los ciento cincuenta reales y media garrafa de vino.
El amo llenó una vez más los vasos; pero, constatando que nadie excepto él bebía, acabó poniéndose en pie, y dijo:
—En vista de toda esta amargura, yo me voy por ahí a airear las preocupaciones.
—¿Por ahí? ¡¿Adónde?! —inquirió su esposa.
—No te preocupes —respondió él—. No soy hombre de mancebías ni de pendencias, ya lo sabes. Me voy en busca de vino… y de recuerdos…
—¿Solo? —dijo ella—. ¡A ver si te va a pasar algo!
—Yo le acompañaré —se ofreció el administrador.
Cogieron ambos sus bastones y se marcharon, envueltos en un manto de pesadumbre. Allí en el patio nos quedamos el ama, Fernanda y yo, mirándonos perplejos.
—No se apure, doña Matilda —dijo Fernanda—. Ya verá como todo ha de arreglarse.
—Cómo, hija, cómo…
—Dios proveerá.
Después de un largo silencio y algunas docenas de suspiros más, el ama me miró y me preguntó con voz pesada y somnolienta:
—¿Y tú, Tano? ¿Qué harás tú?
Yo miré a Fernanda y luego a ella. Hice un esfuerzo grande para sonreír y respondí:
—Yo de momento me quedo. Luego, Dios dirá…
Doña Matilda alargó la mano y me la puso en el antebrazo, cariñosamente, con los ojos inundados de lágrimas y la boca temblorosa, y dijo:
—Ay, hijo, que Dios te bendiga. ¡Qué bueno eres!
Suspiré conmovido.
—Nunca he tenido una familia —dije—. Aquí se me ha tratado muy bien… Si en algo puedo serles útil todavía…
Mientras decía aquello, bien sabía yo que por nada del mundo abandonaría esa casa mientras morase en ella Fernanda.
—Dios te lo pagará, Tano —contestó el ama.
Tras la charla, a ellas se las veía cansadas. También yo lo estaba. Habían sido tres largas noches sin dormir y nos retiramos pronto, cuando todavía no había caído la noche.
No bien me disponía a acostarme, cuando alguien dio algunos débiles golpes en mi ventana. Me asomé y allí estaba Fernanda, haciéndome señas con la mano para que saliera. Nos reunimos en el patio y fuimos a ocultarnos en las sombras. Hubo abrazos, besos y palabras de amor susurradas.
—Gracias, gracias, gracias… —me decía ella al oído.
—Nada de gracias —replicaba yo sinceramente—. No te dejaré sola.
—¿Y qué hacemos? —preguntaba ella, dejando escapar algunas lágrimas—. ¡Qué mala suerte!
—Somos jóvenes —dije—. Podemos irnos juntos a buscarnos la vida cuando queramos.
—Oh, no, no, no… No puedo hacerles eso…
—¡No seas tonta! Piensa en ti. Piensa en nosotros…
—Oh, no, no… No me lo perdonaría nunca… Si les hacemos eso, acabaremos de hundirlos del todo —repetía acongojada.
—Es tu vida, Fernanda… ¿No te das cuenta? Ellos tuvieron su oportunidad, sus propias vidas… No puedes unir tu destino al suyo. ¡Están acabados!
Ella me miró a los ojos y contestó sin dudar:
—No trates de convencerme. Ni siquiera puedo imaginar hacer una cosa así. Ya sabes cómo ha sido mi vida; ya te lo conté… ¿Cómo se te ocurre proponerme que abandone a doña Matilda?
Sacudí la cabeza. En efecto, conocía bien su historia porque ella me la había contado. Su infancia fue una de tantas, como la mía propia: un pueblo, miseria, muchos hermanos… Nada había de particular en esa vida, excepto que habían aparecido en ella los amos, cuando Fernanda apenas dejaba de ser niña. Ellos se hicieron cargo de ella, se la llevaron a su casa de Sevilla y la criaron como una hija. No era una simple criada; ella se sentía eso, una hija; y tanto doña Matilda como don Manuel la trataban como si lo fuera. Era pues inútil insistir. Fernanda los quería de verdad y ni siquiera se le pasaba por la cabeza la posibilidad de abandonarlos, precisamente ahora que todo iba de mal en peor. Así que dije:
—Está bien, olvidémoslo; lo comprendo.
Fernanda me dedicó una sonrisa de agradecimiento y yo sonreí también. Pero lo cierto es que me sentía contrariado, porque me parecía todo aquello una serie de coincidencias muy desafortunadas: no iba a cobrar lo que se me debía, había encontrado verdadero amor y no quería perderlo; es decir, me hallaba atrapado, comprendiendo que debía compartirla a ella con la desventura que arrastraba aquella casa. Y lo malo era que, a mis veinticinco años, ya tenía la sensación de que el tiempo empezaba a correr muy deprisa y de que la vida seguía sin ofrecerme posibilidades de elegir.
Apenas transcurrido un mes después del naufragio, se personó una mañana en la correduría el oficial mayor de la contaduría de Sevilla, con los alguaciles y los acreedores. La deuda estaba vencida y venían a cobrar la prenda, que era la casa con todas sus pertenencias. Sin que pudiéramos hacer nada para impedirlo, lo registraron todo a conciencia delante de nuestros ojos, comprobando si el lote se ajustaba a lo que ponía en los libros.
Uno de los prestamistas se asomó a las cuadras y luego preguntó:
—¿Y el caballo?
—Murió —respondió don Manuel.
—Pues habrá de pagarse su importe como si viviera —dijo el otro.
Después de la inspección, el contador acordó concederle algunos meses más de gracia a don Manuel, en atención a su hidalguía y a que había prestado servicios en los tercios de su majestad. Pero advirtió muy severamente: —A últimos de diciembre, después de la fiesta de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, y antes de que se inicie el nuevo año, deberá ser el desalojo, sin dilación ninguna. Mejor será que vuestras mercedes salgan de la vivienda pacíficamente, dejando todo dentro, para evitar el desagrado de un desahucio y los males que ello acarrea.
—No hay cuidado —contestó don Manuel con gran dignidad—. En esa fecha entregaré las llaves.
Los acreedores quisieron protestar, considerando que la prórroga era excesiva, pero el funcionario zanjó la cuestión sentenciando:
—No se hable más. He dicho pasada la Natividad del Señor; así que a esperar.
Esa misma mañana, cuando aquellos desagradables visitantes se fueron, don Manuel entró silencioso y meditabundo en su despacho. Le vimos sentado junto a su mesa, con una pluma en la mano y alumbrado por la luz de una vela. El administrador a su lado, medio inclinado hacia él, seguía con la vista lo que hacía. No hablaban una palabra. Había por un lado una preocupación grave; por otro, esa resignación religiosa que se crece en la tragedia. Yo no sabía qué se estaba escribiendo, ni a quién iba dirigida la carta, memorial, solicitud o lo que quiera que fuera. Pero, evidentemente, don Raimundo sí que lo sabía. En el patio oíase el persistente suspirar y gemir de doña Matilda.
Después de más de una hora, y de haber hecho algunas raspaduras en el papel, don Manuel estuvo leyendo concienzudamente y en silencio el escrito, que ocupaba varias cuartillas, por lo menos diez. Luego se lo pasó al administrador, que también lo leyó para sí, estampó los sellos correspondientes y lo metió en un sobre que cerró y lacró con meticulosidad. Había apreciable misterio en todo lo que hacían. Nada revelaron de lo escrito y leído.
—Ahora, vamos al puerto —dijo don Manuel, con una expresión que reflejaba convicción y autoridad—. Debemos dar al correo esta carta… ¡Y quiera Dios que llegue a tiempo a su destino!
Ganas me dieron de preguntar el porqué, pero me contuve. Los vi salir apoyándose en sus bastones, apresurados, como si fueran a encontrarse con la posibilidad de algún nuevo negocio. Y como dentro de mí también aleteó cierta esperanza, me acerqué a donde estaba el ama y le dije:
—Algo traen entre manos don Manuel y el administrador. Han estado escribiendo una larga carta y la llevan al puerto, al correo…
—¡Bah! —dijo ella con desdén—. Son cosas de viejos; fantasías…
Pasó el resto de la mañana, llegó el mediodía y la hora del almuerzo. La mesa estaba dispuesta, pero no regresaron con la puntualidad que de costumbre. Ya muy tarde, tuvimos que empezar a comer sin ellos. Luego, viendo que pasaban las horas, el ama empezó a preocuparse.
—¡Qué raro! ¡Qué raro…! —repetía, mirando el reloj de pared.
Era ya tarde cuando se presentó don Raimundo solo, con una agitación unida a cierta embriaguez, exudando vapores vinolentos.
—¡Don Raimundo, por Dios! ¿Y el amo? —le preguntó doña Matilda nada más verle.
El administrador sonrió extrañamente y respondió:
—Se ha quedado allí…
—¿Allí? ¿Dónde?
—En la taberna del Gordo Diego.
—¿Solo? ¿Lo has dejado allí solo en la taberna? ¡Estará borracho!
—¡Psch! —contestó él, tambaleándose.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó el ama—. ¡Solo en la taberna y borracho! Pronto se hará la noche…
—No quiso venirse conmigo —dijo don Raimundo con cara bobalicona—. Fuimos a llevar la carta… Luego se le apeteció ir a tomar vino… Y allí, ya sabe vuestra merced, doña Matilda, se juntó con unos y con otros, todos viejos amigos… En fin…
—¡Gastándose los últimos reales! —gritó ella, dándose una palmada en el muslo—. ¡Era lo que nos faltaba!
El administrador se encogió de hombros, miró hacia donde estaba su habitación y dijo, derrotado:
—Yo no puedo más… Me voy a dormir… Discúlpeme, señora…
—Pero… ¿Cómo te vas a ir a acostar? ¿Y el amo?
Me di cuenta de que don Raimundo apenas podía tenerse en pie y no tuve más remedio que decir:
—Señora, iré yo a buscarle.
—¡Vamos, date prisa! —contestó ella aliviada—. ¿Sabes dónde es?
—Sí, señora, conozco la taberna del Gordo Diego.
Eché una ojeada a Fernanda, y ella, con sus ojos, me animó; manifestando de alguna manera la seguridad que les infundía tenerme allí. Así que salí a la calle, contento por resultar útil.
Aquella tarde de mediados de agosto, poniéndose el sol, el Arenal estaba animado, después de un día ardoroso, sofocante. El Guadalquivir se veía de un azul casi negro y el cielo era vaporoso. A lo lejos, en el puerto, los palos de los veleros estaban muy quietos y todas las barcas varadas en las orillas. Bandadas de chiquillos correteaban y jugaban como gorriones revoloteando, en torno a las atarazanas, donde los carpinteros componían y reparaban los costillares de los navíos, claveteaban, aserraban, distribuían pez… La vida seguía allí hasta que caía la noche; pero los trabajos decaían poco a poco y los marineros y las gentes del puerto se distribuían por las tabernas, donde hablaban a gritos, discutían, opinaban de lo mal que está todo o se agrupaban en torno a algún maestre que traía noticias de otras costas. Anduve deprisa junto a la muralla, mientras a mis espaldas la ciudad refulgía iluminada por los últimos rayos del astro, y centelleaba en sus tejados rojizos y amarillentos, dejando escapar destellos de las vidrieras y de la azulejería de algún campanario. Transitando cerca de los muladares, donde se amontonaba la basura bajo enjambres de moscas, hube de cubrirme la boca y la nariz con el pañuelo, pero más adelante el aire cálido traía el aroma de las orillas, fragante y amargo.
La taberna del Gordo Diego estaba intramuros, al pie de la torre de la Plata, junto al Postigo del Carbón. Me detuve antes de entrar con curiosidad y cierta nostalgia: detrás de aquellas paredes espesas, bajo el tejado cubierto de hierbajos secos, había estado yo muchas veces acompañando al sargento mayor don Pedro de Castro; era su taberna favorita y en ella, detrás de las cuadras, gozaba casi en propiedad de un tugurio, un cuartucho sucio donde incluso llegó a tener un camastro para dormir las borracheras. Si no fuera porque sabía a ciencia cierta que estaba él tan lejos, en la Nueva España, habría temido el sobresalto de encontrármelo sentado en alguna de las mesas. Atravesé el patio que hay a la entrada, donde hallé las mismas matas y la tinaja ventruda tumbada en una esquina. El mesón tiene una única y vasta sala, enorme, en la que está la cocina, el comedor y un almacén o tienda, en la que se amontonan grandes rollos de cuerda en el suelo junto a los estantes en que hay aceites, bálsamos, botellas de licor y medicinas. En las mesas, distribuidas aquí y allá bajo los arcos que sujetan la bóveda, no había demasiada gente, para el recuerdo que yo guardaba de aquel sitio, siempre atestado.
Enseguida vi a don Manuel. Estaba solo, en el lugar reservado para los hidalgos, a la derecha de la cocina. Apoyaba el codo del brazo izquierdo en el mármol blanco de la mesa y su cara reposaba sobre la palma de la mano; miraba a su alrededor, como si esperara a alguien, sonriendo extrañamente. Enjuto, pálido, con una servilleta en el pecho, de vez en cuando pellizcaba un pedazo del queso que nadaba en aceite en un plato. Luego sorbía el vino. La cabeza grande, las cejas pobladas cenicientas, el espeso bigote gris, curvado como un arco, el fuerte mentón, la barba lacia, los ojos azules tristones…, todo ello le daba un aire melancólico y ausente.
Me acerqué con respeto y le dije:
—Amo, me envía la señora. Es tarde ya…
Me miró extrañado, como tratando de recordar. Su rostro adquirió entonces la misma expresión de siempre, fría, ni inteligente ni estúpida.
—¿Es tarde para qué? —preguntó en tono monocorde.
—Dentro de un rato se hará de noche.
—Mejor que mejor, muchacho. Que se haga de noche; de noche Sevilla es embrujadora… Además, hay luna llena…
Se bebió otro vaso, casi de un trago. Luego puso en mí unos ojos llenos de autoridad y dijo:
—Anda, muchacho, siéntate y bebe conmigo.
Obedecí comprendiendo que no podría convencerle para que nos fuéramos a casa. Mientras me llenaba el vaso, observó ufano:
—A mí el vino todavía no me puede… a pesar de mis años… En cambio, don Raimundo hace muy poca bebida. Será que, como es tan pequeño de cuerpo…, poco odre tiene en la barriga…
Después de decir esto, soltó una risita maliciosa, tras la que se quedó pensativo, mirándome, antes de añadir:
—¿Y tú, haces mucho vino o poco?
—El que sea menester —respondí.
—Bien dicho, muchacho: el que sea menester. ¡Qué buena respuesta!
Llenó mi vaso de nuevo. Bebí, mi rostro se relajó y no sé por qué razón, me sentí a gusto, alegre. Entonces algo dentro de mí me impulsó a decir:
—Todo se arreglará, amo. No se preocupe vuestra merced.
Asintió con la cabeza, me miró con asomo de ternura, y contestó:
—Me encuentro pobre y acabado, ya lo sabes; pero no me siento vencido del todo. ¡Eso nunca! El mundo es misterioso; la vida encierra sus secretos: lo que hoy está oscuro y bloqueado, mañana puede iluminarse y abrirse… ¡Ah, si supieras todo lo que llevo pasado en esta existencia mía! Tú me conoces desde ayer, como quien dice, pero atrás tengo mucho camino recorrido… Yo he tenido lo mío, muchacho; lo que me correspondía, que no es poco…
Alzó la mirada al techo, perdiéndose en sus recuerdos. Luego llenó una vez más los vasos, bebimos y él empezó a hablar. Comprendí que necesitaba ser escuchado, que la vida pasada se le agolpaba en la mente y deseaba contar sus viejas historias. Refirió cómo fue su infancia, allá en las Islas Canarias, en Santa Cruz de la Palma, donde se crio a la sombra del gobernador don Ventura de Salazar y Frías, su protector. Se emocionaba recordando sus inicios en la milicia, la vida de soldado, los ascensos, las batallas, los peligros… El vino que había bebido traía a su imaginación la locura de la juventud, la brutalidad, los pecados… A ratos recorría su cara una amplia sonrisa, mientras evocaba momentos felices, o repentinamente apretaba los labios, conteniéndose, y los ojos le brillaban acuosos, quizás al sentir nostalgia. Hablaba y hablaba, como consigo mismo, y solo de vez en cuando me miraba de soslayo para ver si yo estaba atento. Me sorprendió que contemplara su vida como un todo en el que no cobraban entidad sus últimos años. Dejaba en libertad los recuerdos de su época de soldado con una avidez enorme, como si únicamente entonces hubiera tenido una verdadera vida, como si solo durante aquellos años hubiera sentido alegría: años de bebida, risas, canciones, mujeres y pasiones, disfrutados entre amigos y compañeros. Nada realmente extraordinario había en aquella existencia, que era como la de tantos hombres de su generación; por más que él la magnificase y se esforzase para llenarla de sublimes actos de valentía y abnegación… Sería por ese motivo, o porque el relato se alargaba demasiado, que se me empezó a hacer pesado, también el vino empezaba a hacerme efecto a mí, y me llevaba revolado a mis propios amoríos y recuerdos…
Cuando la taberna se quedó casi vacía, el gordo Diego emitió un ruidoso bostezo desde el mostrador, como un aviso, y empezó a contar lentamente las monedas recaudadas, para que nos percatásemos de que era llegado el momento de pagar. Pero don Manuel no se dio en absoluto por aludido, sino que pidió otra botella.
—¡Es tarde ya! —protestó el tabernero desde el mostrador.
—¿Tarde para qué? —replicó bruscamente el amo—. ¡Anda, trae eso de una vez!
El hombre cogió la botella del estante y se acercó arrastrando pesadamente los pies y balanceando su voluminoso y blando cuerpo envuelto en un delantal lleno de manchas. Entonces, tres mozos que estaban en la única mesa ocupada además de la nuestra, al ver que nos servía, gritaron:
—¡También a nosotros danos más vino, Diego!
—¿Qué pasa hoy? —preguntó el Gordo—. ¿Es que nadie se quiere ir a casa? Es casi de noche…
Y dicho esto, empezó a recorrer el local encendiendo las lámparas lentamente, produciendo con sus pesados pies un ruido peculiar, entre fatigoso y resignado.
—Don Manuel —dije—, deberíamos irnos ya; la señora estará preocupada…
El amo resopló, llenó los vasos y, como si lo que acababa de oír no fuera con él, se me quedó mirando fijamente, arqueando las cejas, y dijo:
—A los viejos nos gusta contar nuestras historias… No creas que no soy consciente de haberte aburrido…
—Oh, no, no… —me apresuré a contestar.
—¡Anda ya! No necesitas quedar bien conmigo.
Me sentí avergonzado y me excusé:
—Amo, no es que quisiera irme porque estuviera aburrido. Pensaba en la señora…
—A la señora no le pasará nada por estar en vela alguna noche. También yo me he privado de venir a las tabernas durante años… ¡Con lo que me gustan! Porque… ¡vengo demasiado poco para lo que me gustan las tabernas!
Me eché a reír, porque su voz ebria, sincera y quebrada, me hacía gracia, rio también con ganas, hasta que le brotaron lágrimas. Repetía como para sí:
—¿Y el vino? ¡No me gusta nada el vino! ¡Bebo demasiado poco para lo que me gusta!
Después se quedó serio de pronto, bebió un sorbo, me miró conmovido y dijo:
—¿Qué quieres que te diga, muchacho? Tengo una buera opinión de ti… Te tengo cariño; todos en casa te hemos cogido cariño —prosiguió, poniéndome la mano en el antebrazo y frunciendo el ceño—, por eso pienso que tenemos que hablar… Por eso me ha parecido oportuno pedir más vino y que nos quedemos un rato más…
Extendió la mano de nuevo, cogió la botella y llenó los vasos. Le miré con respeto y me esforcé para que viera que no podía estar más atento a sus palabras. Y él dijo de forma inesperada:
—Sé lo tuyo con Fernanda.
Tragué saliva. Me cogió por sorpresa y no supe qué responder.
—¿Qué…? —balbucí.
—A estas horas, con el vino que llevamos para el cuerpo, no hace falta hacerse el tonto… ¡Lo sé y basta! Tú eres un joven fuerte, bien educado e inteligente. Cualquier muchacha buena puede quererte… Fernanda está loca por ti y espero que tú la ames de la misma manera. Y no te preocupes por nada más… ¿Comprendes lo que quiero decirte? Mirándole con estupor, respondí: —Comprendo, amo… Vuestra merced no tiene hijos y…
—¡Quién ha dicho que no tengo hijos! —replicó bruscamente—. Doña Matilda no me ha dado hijos, pero Dios sí…
Apuré mi vaso, sin saber qué pensar ni qué decir. Empecé a sentirme angustiado, pues no comprendí lo que él quería decir. Él entonces me miró con lástima y dijo:
—No te asustes, muchacho. ¿No te dije que teníamos que hablar? Para mí hablar es hablar de verdad…
Bebió, se pasó el dorso de la mano por los labios y añadió:
—La vida es, en efecto, hermosa; pero… ¡qué infierno de dificultades y mentiras! Seguir los impulsos del corazón no siempre procura felicidad a los hombres… ¡No! Sentirse libre y al mismo tiempo feliz no es nada fácil… Ya te he contado cómo fue mi juventud: intrépida, apasionante; pero también loca e inconsciente… Sí, muchacho, tuve amores… Tuve mis amores y mis placeres. ¡Y engendré hijos! Cinco vástagos naturales me dejó aquel tiempo fugaz y atolondrado: dos los tengo en Lisboa, varones; en Jerez, hembra y varón; en Sevilla, un fraile de Santo Domingo… Todos son ya hombres y mujeres hechos y derechos. De todos ellos me ocupé y, ya ves, en el pecado llevo mi penitencia; ¡viejo y arruinado! Esas mujeres, las madres de mis hijos, no eran de familias que tuvieran linaje o fortuna; así que proseguí mi vida, esperando sentar cabeza conforme a mi condición… Luego llegó doña Matilda y la boda… ¡Y más tarde la ruina!
Tras esta confesión, enmudeció y se encerró en sus cavilaciones. Yo estaba profundamente conmovido y sin acertar a decir nada.
El gordo Diego estaba terminando de apilar las sillas y las mesas, se quitó el delantal y lo colgó en un clavo de la pared.
—¡Señores! —exclamó—. ¡Voy a apagar las lámparas! Los tres mozos abonaron lo que debían y se marcharon. Mientras el tabernero ahogaba la última llama, don Manuel se puso en pie trabajosamente. Se apoyó en el bastón con la mano izquierda y con la derecha en mi hombro. Salimos a la oscuridad exterior y fuimos caminando casi a tientas por el laberinto de calles que partía del Postigo del Carbón, intramuros, que yo conocía de memoria por haberlo recorrido mil veces. Los gatos cruzaban como sombras y las ratas trepaban por las paredes.
Al llegar a la casa, nada más abrir la puerta, doña Matilda exclamó llorosa:
—¡Por la Virgen Santísima, esposo! ¡Con los males que tenemos encima!
—¡A callar! —contestó él como un trueno—. ¡A grandes males, grandes cogorzas!
Sentí deseos de contarle a Fernanda lo que don Manuel me había referido la tarde anterior en la taberna del Gordo Diego. Era como si aquel secreto me quemase por dentro y necesitara compartirlo con ella. La busqué por la mañana, la llevé a un lugar apartado en el patio, y después de asegurarme de que nadie pudiera oírme, le dije:
—Fernanda, me he enterado de algo que debes saber… Pero te ruego que no se lo cuentes a nadie…, ni siquiera a la señora…
—Confía en mí —contestó.
—Lo que voy a revelarte son verdades muy crudas —empecé—. Son cosas que ayer tarde me confesó el amo, entre vino y vino… No sé por qué, a mí precisamente, me contó cosas muy íntimas…
—Pero ¡qué cosas! —se horrorizó ella—. ¡Habla de una vez!
—El amo tiene hijos; ¡cinco nada menos!
—¡Acabáramos! —exclamó con un suspiro, sonriendo—. Eso lo sabe todo el mundo; doña Matilda la primera.
—Entonces… ¡Tú lo sabías!
—Claro que sí. Es un secreto a voces… El amo tiene cinco hijos y nueve nietos. ¿De dónde sino crees que le ha venido la ruina?
Me quedé en silencio un instante, mirándola con asombro. Luego mascullé algo enojado:
—¿Y por qué no me lo has dicho?
—No lo sé… Porque no me lo has preguntado…
—¡Querida! —repliqué malhumorado—. ¿Qué estás diciendo, querida? ¿Por qué iba a preguntártelo? Lo normal es que hubiera salido de ti decírmelo…
Fernanda se quedó un momento sin pronunciar palabra, apenada, seria, la mirada fija en mi cara; luego declaró con frialdad:
—Querido, ¿qué importancia tiene eso? Don Manuel tiene hijos y nietos, ¿y qué? ¡Pareciera que yo soy la madre!
—No comprendes lo que quiero decirte —repliqué—. Creía que entre nosotros había confianza… ¿Ves lo que ha sucedido? En cuanto que yo me he enterado, he corrido a contártelo… Quería que lo supieras, puesto que no debe haber secretos entre nosotros. No es un asunto baladí…
Ella frunció el ceño, irritada, sintiéndose cada vez más molesta por mis reproches.
—¡Pero bueno! ¿A qué viene esto? No acabo de ver por qué me echas en cara esos hijos… ¿Acaso a ti y a mí nos afectan en algo?
—Por un lado, no nos afectan en nada —repliqué—; pero, por otro, sí… ¿No te das cuenta, querida? He hipotecado mi vida en esta casa, implicándome en su ruina y en sus problemas, que no son pocos, y nadie me había contado lo de esos hijos… ¿No será que hay más secretos aquí?
Fastidiada por mis dudas imprevistas y mis sospechas, ella contestó enojada:
—¡No digas bobadas! ¡Qué secretos ni qué…!
Me quedé pensando un momento e inquirí con decisión:
—Dime con franqueza: ¿por qué no me lo contaste?
Dudó y luego respondió:
—No lo sé… Tal vez porque temí que te abrumaras con un inconveniente más y decidieras marcharte…
—¡Ya veo! ¡Ah! Ahora lo entiendo… Me lo ocultaste de acuerdo con ellos.
—¿Con ellos? ¿Con quiénes?
—Con los amos, naturalmente. ¡Qué listos! Muy bien pensado… Pensabais que si el tontito este se enteraba de que hay más gente con la que repartir las ganancias…
Se produjo un silencio. Ella había perdido todas las fuerzas: su rostro ahora adoptó una expresión culpable, apenada…, confusa como la de una niña. Retrocedió y después se marchó lloriqueando.
Ese mismo día, durante el almuerzo, apenas se habló desde que nos sentamos a la mesa. Las caras estaban tristes y escurridizas. A mí se me había pasado todo el enfado y ahora sentía una gran lástima por Fernanda; pensaba: «¡Qué vergüenza! Me he comportado como un chiquillo. Ella no tiene ninguna culpa. He debido de parecerle ridículo y terco…».
Al final de la comida, cuando creía que íbamos a levantarnos ya de la mesa para rezar, sin que nadie dijera nada, doña Matilda me miró cariacontecida y dijo con aflicción:
—Los hombres son débiles y pecadores… Lo malo es que las consecuencias de los pecados y las locuras de los hombres las sufren las mujeres inocentes…
Después de decir eso, se echó a llorar con amargura. Se hizo un silencio más tenso aún que el anterior; mientras ella sollozaba y se enjugaba las lágrimas con la servilleta.
Me fijé en la cara de don Manuel; miraba a su esposa con una mezcla de estupor y seriedad, y al cabo de un rato, murmuró entre dientes:
—Empiezo a cansarme de tanto lloriqueo y tanta mandanga…
Doña Matilda se volvió hacia él y explotó desesperada:
—¡Encima esto! ¡Un respeto, por Dios! ¡Compadécete de mí! ¡Ay! Tengo una angustia…
—¡Cállate, mujer! —le espetó él—. ¿Te vas a pasar la vida echándome en cara mis pecados de juventud? ¡Quién no ha tropezado de mozo!
—¡No callaré! —contestó ella dolida y lastimera—. No debo callar… ¡Ay!, ¡desgracias de mujeres! Desgracias de mujeres que vienen de los hombres…
El amo se puso a mirarla en silencio, movía la cabeza como negando, muestra de su ánimo alterado. Mientras, su esposa proseguía entre sollozos:
—¡Es la triste realidad! ¿Qué puede esperar ya de la vida una mujer como yo? Sin hijos, sin esta casa, sin futuro, sin el navío… ¡Sin nada! ¡Dios tenga misericordia! Y todo por culpa de tanta taberna, tanto vino, tantas malas mujeres… Ay, si yo lo hubiera sabido… ¡Ay! Quién me mandaría a mí…
Don Manuel suspiró desde lo más hondo y la observó ahora con ojos abatidos, diciéndole con débil voz:
—Esposa, por el amor de Dios, no me humilles más… ¿Acaso no sabes cuánto sufro yo también?
Yo miré entonces a Fernanda y vi cómo la invadía la tristeza. Agachó la cabeza y le corrieron brillantes lágrimas por las bonitas mejillas. Pensé: «No se merece vivir en medio de este drama terrible. Ella es buena y pura; no, no se lo merece…».
En la primera ocasión que se me presentó para estar a solas con ella, le hablé con franqueza y seguridad.
—Fernanda —le dije—, decididamente, voy a marcharme de esta casa…
Ella me lanzó una mirada sorprendida y dirigió rápidamente su cabeza hacia otro lugar, como diciéndome: «No tengo ninguna intención de hablar de eso ahora».
—Fernanda, debes escucharme —le rogué—. ¡Por favor, mírame!
—Ya sabía yo que acabarías dejándonos…
Esta frase llegó a mis oídos como un lamento fúnebre. No quería afligirla, pero me sentí obligado a dar alguna explicación; así que contesté:
—Debes comprenderlo, me siento como prisionero de una existencia que no es la mía…
Me miró fraterna, en medio de una tristeza que hizo temblar en sus ojos el asomo de las lágrimas.
—Sí… Lo sé —dijo—. Sé muy bien lo que te pasa… ¿Y cuándo tienes pensado irte?
—Estos serán mis últimos días… Mañana o pasado mañana le comunicaré mi decisión al amo… Créeme, me duele mucho tener que decirte esto…
—Tú no conoces el dolor —susurró con voz muy triste—. Y le pido a Dios que no tengas que conocerlo nunca… Espero que te vaya muy bien y que encuentres a quien te ame y te haga feliz…
—¡Ven conmigo, Fernanda! —supliqué—. Yo te haré feliz a ti.
Sonrió y negó con la cabeza.
Aquella sonrisa me empujó, envalentonado como un niño, a abrazarla y dar rienda suelta a mis sentimientos:
—¡Oh, Dios, cómo podría convencerte! No debes seguir aquí, esta tampoco es tu vida. ¡Acabarás siendo una amargada!
Ella temblaba y decidí no insistir para no agobiarla. La apreté contra mi pecho; y entonces ella, de manera totalmente inesperada para mí, dijo de repente:
—Sí, sí… ¡Llévame contigo! ¡No me dejes aquí!
No podía creer lo que oía, así que la aparté y me quedé mirándola fijamente, para ver si hablaba convencida.
—Sí… —repitió—. ¡Llévame!
Sentí el corazón por encima de una ola de felicidad, latiéndome con fuerza.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Gracias a Dios!
Con una cara que ocultaba el sufrimiento, Fernanda dijo:
—Esto es muy duro para mí… Llevo con los amos más de ocho años…
—¡No te arrepentirás! —me apresuré a contestar, con el corazón suspirando—. No tenemos nada; ni tú ni yo tenemos otra cosa en la vida que nuestra mocedad… ¡Adelante! Te juro que te haré feliz…
—Hoy mismo hablaré con los amos —dijo con determinación.
Esa misma tarde Fernanda subió al salón de los amos, y allí permaneció durante una hora que se me hizo eterna. Abajo en el patio, esperando para ver en qué quedaba aquello, llegué a pensar que ella se echaría atrás y que no sería capaz siquiera de abrir la boca. Pero, de pronto, se oyó arriba un agudo grito de doña Matilda que me estremeció el alma:
—¡No, Fernanda, por el amor de Dios!
Hubo un silencio largo, algunos sollozos y palabras incomprensibles. Luego sonaron pisadas presurosas en la escalera. Bajaba Fernanda, y tras ella venían los amos, suplicándole:
—¡No hagas una locura!
—¡Piénsalo bien!
—¡Hablemos con calma!
—¡Espera!
Sobresaltado por aquellas voces acudieron enseguida el administrador y las mulatas. De repente, estábamos todos en el patio, envueltos en el aire trágico de un nuevo disgusto. Y doña Matilda me miraba furiosa, apretando los dientes; mientras, don Manuel venía hacia mí, amenazante, alzando el bastón y gritando con una voz exasperada por el rencor y la ira:
—¡Truán! ¡Hijo de mala madre! ¡En mi casa! ¡En mi propia casa! ¿Esto es lo que has hecho con mi confianza? ¿Engatusar a la moza para llevártela? ¡Ladrón!
Viéndome insultado de aquella manera, traté de reunir toda la serenidad que podía, a pesar de la tensión del momento, y repliqué:
—¡Ella es libre! Ella no es una esclava y puede hacer lo que le dé la gana… ¡Y no consentiré que se me ofenda! ¡Cuidado con lo que se dice!
—¡Canalla! —gritó doña Matilda—. ¿A eso has venido a esta casa? ¿A llevártela? ¡Ladrón! ¡Sinvergüenza!
—¡Cuidado con la lengua! —contesté—. ¡He dicho que ella es libre!
—¡Cállate! —gritó groseramente el amo—. ¡Fuera! ¡Fuera de esta casa! ¡Aléjate de mi vista o haré correr tu sangre en el mismo suelo que estás pisando! ¡Don Raimundo, mi espada! ¡Vaya inmediatamente vuaced por mi espada!
El administrador iba de un lado a otro por el patio, aterrado, desconcertado, y empezó a exclamar con voz desgarrada:
—¡Calma! ¡Por Dios bendito, tengamos calma!
—¡Mi espada! ¡He dicho que me traiga vuaced la espada! —volvió a gritar el amo.
Y doña Matilda, jadeante, avanzó hacia Fernanda con los brazos abiertos.
—¡Mi pequeña! ¡No te dejes engañar, no te vayas!
Fernanda empezó a llorar. Se cubrió el rostro con ambas manos y se dejó caer de rodillas en las losas de mármol, gimiendo con desesperación. Entonces yo fui hacia ella y le dije valientemente:
—Ve por tus cosas… ¡Coge tus ropas y salgamos de aquí!
Me miró desde un abismo de amargura y temí que fuera incapaz de hacer otra cosa que llorar; pero, milagrosamente, pareció cobrar ánimo, se puso en pie y obedeció mi consejo. Volvió a subir por la escalera al piso alto. Los amos fueron tras ella, entre gritos:
—¡¿Adónde vas?!
—¡Detente!
—¡No le hagas caso!
—¡No te vayas!
Arriba se oyeron nuevas voces, como truenos, entre lamentos y sollozos. Luego hubo silencio. Siguió arriba el rumor de una conversación más calmada, y un nuevo silencio expectante. Al cabo sonaron pasos en la escalera. Fernanda venía acongojada, acompañada por el ama que la llevaba con el brazo sobre los hombros, besándola de vez en cuando y hablándole al oído.
—¿Se puede saber qué pasa ahora? —inquirí, temiendo que la hubieran convencido—. ¿Vas a venir conmigo como dijiste o no?
Doña Matilda me traspasó con la mirada y masculló:
—¡Déjala, por Dios! ¡Déjala pensar!
—¿Pensar? —repliqué—. ¿Qué tiene que pensar?
El ama dio entonces una fuerte palmada y les ordenó a las esclavas:
—Jacoba, Petrina, id a preparar un cocimiento de tila y azahar… Necesitamos tranquilidad… Sí, todos necesitamos tranquilidad… —Y después de suspirar hondamente, añadió—: Será mejor que entremos en el comedor; aquí en el patio, con tantas voces, estamos alimentando la insana curiosidad de los vecinos. ¡Andando al comedor, allí hablaremos!
Se hizo el silencio mientras entrábamos. Nos sentamos derrotados en torno a la mesa. Y, al oírse los pasos del amo en el patio y el golpeteo de su bastón, temí que viniera provisto de su espada… Pero, cuando abrió la puerta, apareció con una actitud muy diferente a la que había manifestado hacía un rato: venía con su habitual aspecto melancólico, como sin energía, callado y pesaroso. Se sentó y estuvo sorbiendo el caldo, mientras le corrían lágrimas por los surcos de las arrugas. Doña Matilda le miraba con disgusto, sin decir nada, dejándole apurar el tazón. Luego, en un tono que aunaba resignación y tristeza, le indicó a su esposo:
—Ahora debes hablar; debes contarlo todo… Con lo que llevamos pasado, en esta casa no debe quedar nada oculto… ¡Basta ya de secretos! ¡Todo debe saberse! ¡Absolutamente todo!
El amo alzó la mirada. Ya no quedaban restos de enfado en su expresión abatida. Soltó la taza, cruzó las manos sobre el puño de su bastón y afirmó con una voz débil y monocorde:
—Sí, debo contarlo todo… Se acabaron los misterios… Dios quiere que la verdad salga a la luz…
El administrador era ya el único que seguía visiblemente alterado; sus nervios lo dominaron de repente y, entre jadeos, murmuró:
—Señor, considero que… Señor… piense vuestra merced que…
—¡Calla! —gritó el amo, golpeando el suelo con el bastón—. ¡He dicho que debo hablar y voy a hablar!
Se hizo un impresionante silencio, en el que todos estábamos pendientes de él. Pensé: «Ya sabía yo que debía de haber más secretos en la casa».
El amo dio algunos golpes más con el bastón en el suelo y después empezó a hablar con voz profunda:
—Bien sabéis que me crie allí en las islas, en Santa Cruz de la Palma. Mi madre no era una mujer rica, pero nunca le faltó de nada… A mis cuatro hermanos y a mí tampoco nos faltó de nada; aunque no teníamos padre… Bueno, toda criatura tiene un padre. Y no me refiero al Padre Eterno; todos venimos al mundo merced a un padre humano como nosotros… Yo no supe quién era el mío hasta que fui mozo… Con dieciséis años cumplidos me enteré de que mi padre vivía cerca, aunque siempre me dijeron que andaba lejos, en las guerras… Y resultó que mi señor padre era don Ventura Salazar de Frías, el gobernador de la isla…
Don Manuel se quedó callado, se le encogió el labio inferior mostrando una sonrisa enigmática, y prosiguió con voz apagada:
—Naturalmente, don Ventura tenía otros hijos además de los que engendró con mi madre… Sus otros hijos eran los legítimos, habidos en su matrimonio con doña Leonor de Sotomayor Topete y Vandalle, su legítima esposa… Nosotros éramos los bastardos… Pero no se desentendió mi señor padre de nosotros. A cada uno de los varones, cuando tuvimos la edad oportuna, nos dio oficio en la milicia y nos llevó consigo a las campañas militares… A las hembras les dio dote y casamiento… A mí me tenía especial cariño. No obstante, nunca me llamó hijo, nunca me dijo que era mi padre natural; pero siguió sin faltarme nada mientras estuve bajo su autoridad… Años después, cuando decidí venir a la Península para buscar mis propias aventuras, me otorgó libertad y me dio dinero suficiente para empezar aquí la vida… Después ya se sabe lo que pasa: el tiempo todo lo aleja y todo lo transforma… No volví jamás a la isla y nada más necesité de don Ventura; aquí en Sevilla me encaminé por mi propio camino y me labré mi propio destino, sin la ayuda de nadie, hasta el día de hoy… Gracias al documento que me acredita como hijo de don Ventura Salazar de Frías, pude demostrar la pureza de mi sangre y la hidalguía que me ahorró mayores dificultades. Viví años de prosperidad y años de carencias, como todo hijo de Dios, pues la vida contiene en sí misma tanto lo bueno como lo malo. No puedo quejarme pues. Es ahora, en mi vejez, cuando más estoy padeciendo; cuando más desvalido me encuentro…
Bajó la vista con dolor y abatimiento. Luego, con una triste tranquilidad, siguió:
—Ahora, aunque tengo ya edad de ser abuelo, y Dios me ha dado a mí también mis propios hijos y nietos naturales, vuelvo a necesitar un padre… Ahora vuelvo a acordarme de don Ventura Salazar de Frías…
Movió su mano, como si quisiese explicar lo que quería decir, y añadió:
—Y aunque ya hace por lo menos veinte años desde que supe que don Ventura, mi señor padre, había muerto en Santa Cruz, siendo maestre general de campo, gobernador y regidor perpetuo de la isla, no le molesté nunca. Nada reclamé entonces de lo que me pertenecía en derecho, según ese documento que me acredita como hijo suyo; porque nada necesitaba entonces. Pero hoy, puesto que soy viejo y pobre, pienso pedir la parte que me corresponda en la herencia… Soy hijo y, como tal, estoy seguro de que mi señor padre dispuso en su testamento algo para mí, pues era un hombre noble, justo y buen cristiano, cumplidor de sus obligaciones…
Mientras escuchaba lo que decía su esposo, en los ojos de doña Matilda se encendían chispas de alegría y esperanza; pero se mantenía en silencio, por fuerte que fuera su deseo de estallar en manifestaciones de júbilo.
Don Manuel prosiguió:
—He escrito cartas al obispo de Santa Cruz de la Palma, a los notarios y escribanos y al heredero legítimo de don Ventura, mi medio hermano don Pedro Salazar de Frías. Espero pronta respuesta… Estoy bien seguro de que Dios no me ha abandonado y tengo la esperanza de recibir el legado que me corresponde en justicia lo antes posible; no solo por mí, sino por esta esposa mía, que tanto ha sufrido por mi causa, por mis hijos naturales, a quienes ya no puedo ayudar… Y porque… —su voz se quebró—. Y porque…
Aquí doña Matilda ya no pudo aguantar más, rompió las ataduras que la mantenían sumisa y callada, e instó a su marido.
—Dilo, dilo de una vez… ¿No ibas a contarlo todo sin ocultar nada?
El amo movió la cabeza, apenado; sus ojos se inundaron de lágrimas una vez más, y dijo a media voz:
—Tengo una hija más, la sexta, la más joven, y a la que debo cuidar especialmente…
Se quedó callado. El silencio y nuestra atención le apremiaron. Con la mano izquierda se retorció el bigote nerviosamente, miró a Fernanda y le dijo con voz temblorosa:
—Sí, eres hija mía, Fernanda, te tengo reconocida como tal, aunque nunca hasta hoy te lo dije…
Ella se estremeció apreciablemente, enseguida apareció el desconcierto en su rostro, y observó con un hilo de voz:
—Pero… Pero si yo tengo padre y madre…
Don Manuel la siguió mirando con ternura y explicó…
—Hija mía, en el pueblo tienes madre, en efecto, pero su legítimo esposo no te engendró… No te miento cuando te digo que soy tu padre, porque lo soy, ante Dios y ante el mundo. Puedes ir y preguntárselo a tu madre si te cuesta creerlo; ella te dirá la verdad…
Doña Matilda se creyó con derecho a intervenir y dijo en un tono serio, que disimulaba sus auténticas emociones:
—Yo lo supe hace mucho tiempo, Fernanda. Te acogí en la casa porque mi marido me lo pidió… ¿Qué si no podía hacer? Después, con el tiempo, te cogí cariño… ¡Como a una hija de verdad! Así somos las mujeres: aguantar, aguantar y aguantar… Y así son los hombres: a lo suyo, siempre a lo suyo, como si sus acciones y su egoísmo no tuvieran consecuencias… ¡Así son los hombres!
Molesto, el amo masculló:
—Así sois vosotras, las mujeres, un manojo de lamentos…
Nos quedamos en completo silencio, mirándole. Para mí particularmente, aquellas revelaciones todo lo cambiaban. A partir de ese momento, ¿qué podía hacer yo? Ni se me ocurrió ya insistir más incitando a Fernanda para que se marchara conmigo. Así que, completamente desconcertado, me levanté y me dispuse a salir de allí.
—Con permiso —dije abrumado—, yo me despido. Visto lo visto, no tiene ningún sentido que siga en esta casa… Me siento confundido, avergonzado…
—Ha estado muy mal querer llevarse a la muchacha —me reprochó doña Matilda—, muy mal; así, de esa manera, sin pedir siquiera nuestra opinión…
Don Manuel le echó una mirada furibunda a su esposa y le dijo:
—Deja que yo ponga las cosas en su sitio, mujer.
Luego me miró a mí con un aire de serenidad que le hacía venerable.
—Muchacho —dijo—. En efecto, eso ha estado mal, muy mal. Comprendo que aquí no encuentres porvenir y que estés enamorado; pero no tenías por qué tratarnos de esa manera, sin tenernos consideración, desechándonos como a cacharros viejos e inservibles… Me enojaste. Me enojaste tanto que por poco hago una locura. Cuando no tenías necesidad… Pero, gracias a Dios, has dado con un hombre comprensivo, y alcanzo a entender que la juventud tiene esas cosas… Ya te dije que confiamos en ti. Puedes irte si quieres, pero no es justo que te lleves contigo a mi hija…
Calló mirándome interpelante. Un instante después, añadió:
—Y, si en vez de eso, también te pareciera oportuno quedarte en la casa, puedes seguir con nosotros. Te debo mucho y quiero pagártelo. Cuando reciba mi herencia saldaré la deuda contigo. Por lo demás, todo está perdonado. Aquí no ha pasado nada…
Tomé de nuevo asiento y, volviéndome hacia Fernanda, le dije:
—No te he obligado a hacer nada que no quisieras hacer tú. Díselo a ellos. He sido sincero contigo, como tú lo has sido conmigo. Irte de esta casa o quedarte, es decisión tuya. Y comprendo que un padre es un padre… Pero yo me iré. Ya tengo recogidas mis escasas pertenencias…
Ella no respondió. El amo hizo con la mano izquierda ese movimiento que parece dar por terminada una cuestión enfadosa y nadie dijo nada más. Entonces salí de allí y fui a mi cuarto para coger el hato.
Sin que yo lo esperara, detrás de mí entró don Raimundo, agitado, sudoroso, y me dijo:
—Cayetano, piénsalo, piénsalo bien…
Y después de un silencio lleno de ansiedad exclamó:
—¡No seas orgulloso, demonios! ¿No te das cuenta de que los tienes en el bote? Tuyo es el corazón de Fernanda y los amos no harán nada para impedir el matrimonio… ¡Demonios! ¿Por qué te marchas ahora que parece que todo va a solucionarse?
Hablando más bien conmigo mismo que con él, murmuré:
—Aquí siempre parece que todo fuera a solucionarse… Y después todo se echa a perder…
—¡La herencia! ¡Piensa en la herencia!
Le miré atentamente, creyendo que deliraba. Él continuó:
—Los Salazar de Frías son ricos, muy ricos. Por poco que le corresponda a don Manuel, a buen seguro serán unos cuantos miles de doblones, alguna hacienda en la isla, casa, ganados… ¡Piensa en la herencia! Perderás a la muchacha y perderás la herencia…
—¡A mí la herencia me trae al fresco! ¡Ella es quien me importa!
Me senté en la cama, hecho un mar de dudas. El administrador me puso la mano en el hombro y añadió:
—¿Adónde irás? No posees nada… Nada tienes que perder si te quedas…
—Sí tengo que perder: ¡tiempo!
—¡Bah! ¡Eres aún mozo! Si tuvieras mis años…
Mecánicamente, me puse a deshacer el hato. Suspiré con cierto alivio, y mientras devolvía mi ropa a la percha, pensé que en el fondo no había deseado irme.
A mediados de otoño se recibió una carta cuya procedencia era la isla de la Palma. Cuando don Manuel de Paredes hubo observado con meticulosidad el remite y los lacres, antes de abrirla, se quedó como sobrecogido de estupor y de alegría, como cuando se está delante de un prodigio. Permaneció así, con la cabeza temblorosa y la vista fija en el envoltorio, mientras todos estábamos pendientes de él, aguardando a que dijera algo.
—¡Vamos, ábrela de una vez! —le apremió nerviosa doña Matilda—. ¿A qué esperas?
El amo balbuceó en voz baja:
—Son los sellos de la casa de Salazar de Frías, no hay duda… Me escribe mi medio hermano…
—¡Ábrela de una vez!
Don Manuel no dijo nada. Tenía los labios pálidos, los ojos vidriosos y las manos trémulas. Sin dejar de mirar la carta, anduvo con pasos vacilantes y cruzó el recibidor en dirección a su despacho. Se encerró dentro con llave y nos dejó allí soportando nuestra incertidumbre e impaciencia.
—A cualquiera que se le cuente —dijo doña Matilda—. Tanto tiempo esperando y ahora parece no tener ninguna prisa… ¡Cuando en esa carta está nuestro porvenir! Este esposo mío cada día va teniendo más cosas de viejo…
El ama ya lo venía diciendo: «Mi esposo va decayendo». Y era cierto que, de un tiempo a esta parte, a don Manuel de Paredes se le veía envejecer de manera acelerada, casi de un día para otro. Apenas hablaba y se pasaba casi todo el día sentado en el patio, mano sobre mano. Ya no iba a las tabernas, ¡con lo que le habían gustado!; ya no golpeaba con el bastón la puerta, cuando regresaba y tardábamos en abrirle; ya no daba voces… En fin, estaba mucho más abatido. Se conservaba firme porque no se doblegaba, no se rendía, sabiendo que debía solucionarles la vida a los suyos. Pareciera que únicamente le mantenía en pie la espera de recibir noticias de la isla, de tener respuesta a su reclamación. Por eso, la llegada de la carta le sumió en una suerte de ensueño, como si no se creyera que fuera posible tenerla al fin entre sus manos.
Pasó un largo rato, en el que no supimos lo que hacía dentro del despacho, y llegamos a presentir y temer que la carta no tuviera ninguna buena noticia. Doña Matilda aguantó cuanto pudo su impaciencia; pero, cuando no pudo más, se fue hacia la puerta y la golpeó insistentemente con los nudillos.
—Esposo, esposo… ¿Te sucede algo?
Como el amo no le hacía caso, volvió al recibidor bufando:
—¿Cómo es posible que no me tenga consideración? ¿No se dará cuenta de mi desasosiego?
Después de una larga hora de espera y repetidas quejas del ama, al fin se oyó crujir la llave. Abrió el amo y asomó sonriente, conmovido, lloroso… Lo enjuto de su rostro, la profundidad de sus arrugas y la mustiedad general de su aspecto, no restaban nada a la visible alegría que traslucía su semblante.
El ama corrió hacia él, exclamando:
—¡Por Dios, esposo! ¡Habla! ¿Qué dice esa carta?
El amo dijo en tono de excusa:
—Debía cerciorarme bien… Comprende, mujer, que debía asegurarme de que lo que leían mis ojos eran realidades y no sueños…
—¡Por Dios, habla de una vez! ¿Qué dice la carta?
Don Manuel levantó su vieja cabeza, alargó su delgado y arrugado cuello y, poniendo la mirada en las alturas, exclamó:
—¡Dios es misericordioso! ¡Bendito sea! ¡Y bendito sea mi señor padre, don Ventura Salazar de Frías, que no se olvidó de este miserable hijo suyo!
—¡Dios mío! —gritó el ama—. ¡Dios bendito! ¡Dios mío!
Don Manuel tenía la carta en la mano, la apretó contra su pecho, como abrazándola, y dijo con voz temblorosa:
—Se acabó el infortunio en esta casa… En el testamento de don Ventura Salazar de Frías se me nombra como hijo natural, se me contempla y se me dota en el codicilo con una renta anual, una casa en Santa Cruz y una buena hacienda en el lugar conocido como «La Cova», que está en unos llanos de la isla… Aquí lo dice todo, con puntos y comas, en esta bendita carta… ¡Y aún hay más! En Santa Cruz tengo dispuesto enterramiento en un convento, junto a otros parientes míos… ¡Ya puedo morir en paz!
Doña Matilda soltó una carcajada; lloraba de pura alegría. Exclamó:
—¡Por Dios, esposo! ¡Quién piensa en morirse precisamente ahora!
—Sí, ríe, ríe —contestó el amo—, que nunca se sabe…
—¡Estaría bueno que no riera ahora, con lo que llevo llorando!
El viejo esbozó una sonrisa que acentuó las arrugas de su cara y dejó ver la dentadura irregular y amarillenta. Nunca se le había visto sonreír de aquella manera.
—Tendremos que viajar —dijo con satisfacción y cierto asomo de intrepidez en la mirada—. ¡Oh, quién me iba a decir a mí que acabaría mis días allí, en la isla, donde nací!
Su esposa le miró vanidosa, se llevó las manos al pecho y murmuró con mirada soñadora:
—Una casa en Santa Cruz, una hacienda, una renta, criados… ¡Como verdaderos señores!
—Así es, esposa mía —asintió don Manuel—. Debemos dar gracias a Dios y manifestarnos humildes y arrepentidos… Haremos caridad con los necesitados… No me esperaba ya tanta misericordia de parte de Dios… ¡En su gloria tenga a mi buen padre!
Después de orar de esta manera, se volvió hacia Fernanda y le dijo:
—Hija mía querida, ¿ves cómo debías quedarte con nosotros? Ahora no te faltará de nada. Allí serás presentada como lo que eres, como una verdadera hija.
La voz frágil y ronca de don Manuel anunciaba una gran plenitud de cariño y generosidad. Luego nos miró al administrador y a mí.
—Vosotros habéis permanecido fieles —dijo—. Os debo mucho, servidores míos… Os recompensaré. Podéis venir con nosotros a la isla, donde podréis gozar de una vida digna a nuestro lado. Mi esposa, mi hija y yo nos sentiremos muy felices teniéndoos con nosotros en nuestra nueva casa de Santa Cruz.
Avancé hacia él, le miré a los ojos y, con embarazo, murmuré:
—Señor… Fernanda y yo…
Él clavó en mí unos ojos en los que repentinamente se abrió paso la dureza.
—¡Ah, claro! —contestó bruscamente—. Ya sé lo que queréis. ¡Casaros! ¿No es eso lo que queréis?
Y se detuvo, mirando ahora a su hija; pero, antes de que ella o yo tuviéramos tiempo de responder, añadió con voz airada y grave, señalándome con su delgado y pálido dedo:
—Éste es un pelagatos, que no tiene otra cosa que lo que le debo y esa recompensa que le he prometido; pero… ¿qué puedo hacer yo? ¡Ya lo habéis arreglado! ¡Ya lo tenéis decidido!
—Sí, señor… —balbucí—. No hace falta que diga que, si he seguido en esta casa, ha sido por ella…
—No hace falta que lo digas —respondió con voz severa—. Si antes no me pareció mal que estuvierais enamorados, ¿creéis acaso que ahora he cambiado de opinión? ¿Acaso por recibir esa carta? ¿Por saber que ya no somos pobres…? No, no voy a negarme… Y si no me gustare demasiado, me aguantaré… No tenéis que hacer más que pedirme permiso. Una formalidad… Pero yo y solo yo fijaré el día de la boda, que, por supuesto, no será aquí, sino allá, en Santa Cruz, cuando ya poseamos la nueva casa y la nueva vida…
Fuese casualidad, fuese que hubiera en él un principio de inquietud, el caso es que don Manuel de Paredes intuyó que era llegada la hora de su muerte. Extremándose los primeros fríos, a mediados de noviembre, se sintió enfermo y mandó a don Raimundo que llamara a un notario para hacer su testamento. Y una semana después de ordenar su herencia y de que los escribanos anotasen minuciosamente hasta la última disposición de su voluntad, ya no se levantó de la cama.
Doña Matilda, compungida, nos reunió en el patio y nos dijo entre lágrimas:
—Está convencido de que ha llegado su hora… ¡Debemos animarle entre todos! Es tan terco que, si se empeña en morir, se morirá… ¡Dios mío, ahora esto…!
Subimos a su dormitorio formando una suerte de comité vivificante, convencidos de que todo aquello era fruto de la fantasía del amo. Pero lo encontramos acostado, sin fuerzas; la vejez y la enfermedad parecían haberle arrebatado súbitamente la carne y la vitalidad, dejándole apenas un cuerpo insignificante que desaparecía en la lenidad del abultado colchón bajo el cobertor. Solo la cara, el cuello y un delgado brazo se dejaban ver, con una piel amarillenta y azulada pegada a los huesos. Aquella visión nos hizo desistir en nuestro empeño de darle enconados ánimos. Únicamente don Raimundo se echó sobre él y, besándole la mano seca, exclamó:
—Señor, señor… ¡Ay, Señor! ¿Cómo se va a venir ahora abajo vuestra merced? ¡Ahora que al fin hemos vencido las dificultades!
El amo estaba muy pálido, incapaz de hacer cualquier movimiento que no fuera entreabrir los párpados o llevarse la mano al pecho de vez en cuando. Miraba en torno suyo, como hombre que comprende dónde ha caído y que no espera ya levantarse; y sus ojos acuosos, sucesivamente dirigidos hacia los que le rodeábamos, se movían con una lentitud atenta y emocionada. Evidentemente, estábamos ante un hombre anciano que había pasado de un día para otro a ser moribundo.
Aun así, doña Matilda hizo un esfuerzo para unirse al administrador a la hora de darle ánimos.
—Esposo, no te dejes vencer… ¿Un poco de catarro va a poder contigo?
Con voz débil y fina, como la de un niño, don Manuel respondió:
—Quien ha visto morir, quien está acostumbrado a ver morir, reconoce a la muerte… La muerte avisa…
—Señor, señor… —sollozó don Raimundo—. ¡No os empeñéis en morir! Solo Dios sabe…
El amo le miró a la cara y respondió:
—Sí, solo Dios sabe… Pero yo también lo sé. —Se llevó la mano al pecho y añadió—: Lo siento aquí, aquí dentro. La muerte avisa…
Doña Matilda prorrumpió en un llanto sonoro y desconsolado.
—No es justo, no es justo —sollozó—. ¿Y ahora qué va a ser de nosotros? No es justo… Esposo, ¡tienes una casa en la isla! Te espera allá una nueva vida… ¡Cómo vas a morirte!
El viejo sacó fuerzas de donde pudo, hizo un gesto con la mano para captar la atención de todos y comenzó a hablar:
—Por mí ya no debéis preocuparos… Soy como el hombre que ha trabajado duro durante toda la jornada, soportando el calor, la fatiga y la sed… y que al caer la noche solo le preocupa irse a descansar… Por eso, al pensar en ese viaje a la isla y en aquella casa que tengo allí, no siento sino agobio… Ya no tengo fuerzas para empezar una vida nueva ni allá ni en ninguna otra parte… A mí solo me interesa ya alcanzar la vida verdadera, la vida eterna… Si es que el Altísimo tiene misericordia de mí y perdona mis muchos pecados…
Interrumpió su discurso y carraspeó con mucho esfuerzo, para librarse de un picor en la garganta. Tragó saliva y alzó hacia el techo sus ojos lacrimosos, emocionado, como si contemplara la misma gloria. Luego miró a su esposa y prosiguió con esfuerzo:
—Pero tú, esposa mía, eres joven y lozana… Tú sí tienes derecho a esa casa en la isla, a tu hacienda y rentas… y a esa nueva vida…
Se detuvo para toser. Después puso su mirada lánguida en Fernanda y añadió:
—Igual que tú, hija mía… También tú tienes derecho… Y has de saber que te doy mi permiso para que puedas casarte con Cayetano… Sed felices, ¡qué diantre! ¡Sed todos felices si os dejan! Yo he sido muy feliz…
Se hizo un silencio, al que siguió un coro de lloriqueos y suspiros. El amo también sollozó, tosió, carraspeó y pidió agua… Después de beber, señaló con el dedo sarmentoso al administrador y dijo con voz más clara:
—Don Raimundo conoce mi voluntad, mis postreras disposiciones y lo que he venido ordenando durante las últimas semanas… He preparado todo para que no tengáis dificultad alguna a la hora de dejar esta casa y emprender viaje a la isla de la Palma. Bien sabéis que se debe abandonar la vivienda con todo lo que hay en ella después de la fiesta de la Natividad de Nuestro Señor… No debéis preocuparos por eso… Fui a tiempo al notario y a la contaduría y les mostré los documentos que atestiguan mi herencia. Los acreedores os dejarán estar todavía algún tiempo más, en tanto podáis organizar el viaje. Ya me encargué de empeñar mis últimas pertenencias… Para el viaje que yo voy a hacer no necesitaré nada… Desnudos venimos al mundo y desnudos nos vamos de él… Pero vosotros necesitaréis ir a Santa Cruz de la Palma y subsistir hasta haceros cargo de la herencia. Tendréis dinero suficiente para el viaje y los documentos que os permitirán recibir lo que a cada uno os corresponde… Don Raimundo tiene la copia de mi testamento…
Doña Matilda soltó un largo gemido y luego exclamó: —¡Cómo vamos a salir adelante solos! ¡Cómo puedes decir cosas tan terribles!
Don Manuel la miró y dijo serenamente: —No seas chiquilla, esposa. No te queda otro remedio que cumplir fielmente todo lo que te digo. Viuda y sin nada no podrás seguir aquí. En la isla hallarás la felicidad y el sosiego que no he podido darte…
Doña Matilda se quedó en silencio, mirándole con los ojos llenos de lágrimas. El amo concluyó con voz apagada:
—Bien, ya he dicho todo lo que tenía que decir… Ahora dejadme, os lo ruego… Tengo mucho que rezar… Y decidle al sacerdote que venga a impartirme los últimos sacramentos… No tengo ningún miedo… Quiero bienmorir… Y vosotros también rezad, rezad al único que puede dar alivio a vuestras penas y males…
Tres días después, don Manuel de Paredes y Mexía espiró. El notario leyó el testamento, que no contenía ninguna sorpresa. A su esposa doña Matilda de Ayala y a sus hijos dejaba sus bienes, con la fórmula de costumbre: «Por el grande amor que les tengo y porque rueguen a Dios por mi ánima». Aunque el amo añadía algunas frases más de su propia cosecha: «Por remediar sus males, resarcirles del daño que pudiera haberles causado y que guarden de mí buena memoria». Reconocía a sus seis hijos naturales, dotando especialmente a Fernanda con una mejora, con la condición de que siguiese viviendo con la viuda, mientras ésta lo reclamase. Al administrador don Raimundo legole una renta de por vida y techo donde cobijarse en su casa de Santa Cruz. A las esclavas Petrina y Jacoba les daba la libertad y, por lo tanto, el derecho a decidir si querían o no seguir al ama. En cuanto a mí, además me otorgaba cinco mil maravedíes. En el codicilo permitía nuestro matrimonio, como prometió, pero la dote de Fernanda solo sería recibida en el caso de que doña Matilda lo autorizase. Por lo demás, hacía relación de las deudas a su favor y en contra, daba órdenes de pago e indicaba los contratos pendientes y las mercancías que le pertenecían y que estaban por ahí repartidas en diversos puertos y mercados. Por último, designaba como lugar de su sepultura la tierra del cementerio donde fueran menores los gastos, ya que renunciaba al sepulcro que le correspondía por propia herencia, en el sitio correspondiente en la isla, según el designio de su también difunto padre.
El 18 de noviembre del año del Señor de 1680, fue enterrado don Manuel de Paredes y Mexía en el cementerio del convento de San Francisco de Sevilla, amortajado con su hábito de la hermandad de la Vera Cruz.