1. EN FAMILIA

Antes de proseguir con mi relato, considero justo reconocer que mi vida cambió mucho a partir del día en que doña Matilda tuvo a bien subirme a los aposentos del piso alto, y allí, en presencia de Fernanda, tratarme con familiaridad y dulzura, no como a un simple asalariado, sino como a alguien, como suele decirse, de la casa. Sería por lo acogedor del salón, por el vino y, sobre todo, por la mirada encantadora de Fernanda, que algo sucedió dentro de mí, algo extraño, diferente, novedoso… Sería porque nadie antes me había tratado así por lo que me vi súbitamente rendido, obligado, y me olvidé desde ese momento de los cien reales y de mi determinación de no trabajar a cuenta ni fiado. En fin, que hasta desdeñé los consejos de mi buen padre y me abandoné resignado a la suerte de ser esclavo.

Bien es cierto que en aquella casa, como he referido, se comía poco y mal, pero la calidad y la abundancia de los alimentos dejaron de importarme lo más mínimo cuando pasé repentinamente a gozar del privilegio de sentarme en cada desayuno, cada almuerzo y cada cena en la propia mesa de los amos. Hasta entonces había comido siempre en la cocina, con las esclavas mulatas. Pero el día después de manifestar mi decisión de seguir prestando mis servicios se presentó en la oficina doña Matilda a la hora del almuerzo y me dijo cariñosamente:

—Hoy te sentarás con nosotros a la mesa, Tano. Es lo menos que podemos hacer, viendo tu buena disposición. Si bien no se te puede pagar el sueldo que te mereces, es de justicia tratarte con miramientos. Así que, ¡vamos al comedor!

Asombrado por la inesperada invitación, asentí con una sonrisa y una agradecida inclinación de cabeza. Y pasamos al aposento donde almorzaban, que estaba en la planta baja, dando directamente al patio; un espacio fresco, azulejado hasta la mitad de la pared, con el techo muy alto, del cual colgaba una lámpara con brazo de madera tallada. Al fondo, una alacena con puertas cubiertas con visillos dejaba ver al trasluz la antigua vajilla y las copas de vidrio verdoso. Colgados en las paredes había platos con bonitas ilustraciones y un gran cuadro de frutas, verduras y piezas de caza maravillosamente pintadas. Nunca antes en mi vida había comido en un sitio así, tan agradable, ni siquiera cuando servía al sargento mayor don Pedro de Castro. La mesa estaba ya dispuesta, con su mantel blanco, pero todavía no había nadie en la estancia cuando entramos doña Matilda y yo. Ella me dijo:

—Anda, siéntate.

Me senté, pero al momento hube de levantarme otra vez, cuando entró don Manuel, seguido por el administrador y Fernanda. Cada uno ocupó su sitio: el amo en la cabecera, frente al ama; don Raimundo a mi derecha y Fernanda en el lado opuesto.

Ya no cabía ninguna duda: en mí se había operado un cambio, me había vuelto distinto. Ya no me importaba nada el sueldo que se me debía, ni el porvenir, ni la natural obligación de cualquier hombre de procurarse el sustento. Fantasioso como soy, me sumergí en los recuerdos a modo de prueba, pero al punto regresé al presente horrorizado, como si hubiera echado un vistazo a un espacio oscuro y triste. Incluso la alegre vida del tiempo que estuve acompañando al sargento mayor me pareció ajena y estúpida. Allí, en el comedor íntimo de los amos, me sentí súbitamente a gusto, como transportado a una realidad que, aun siendo completamente nueva para mí, en el fondo era querida y aceptada en plenitud. Y aquella sensación tan reconfortante se acentuó cuando doña Matilda me miró con ternura y me preguntó:

—¿No estamos mejor así, en familia?

Creo que me ruboricé, algo desconcertado, pero al momento hice muy mías esas palabras: «en familia». Bien es verdad que al decir «familia» todos pensamos en abuelos, padres, hermanos; en todo aquello que en mi vida había sido tan breve, tan fugaz; y que los que estábamos sentados a la mesa del comedor de don Manuel —salvando el matrimonio presente de los amos— en poco nos parecíamos a eso. Pero yo estaba quizá tan deseoso de cariño… ¿En qué me había convertido? En una suerte de mendigo que suspiraba tan solo por unas migajas de afecto y, encima de sentirme acogido y considerado, para colmo de mi dicha, allí, frente a mí, estaba toda la deleitable e inalcanzable hermosura de Fernanda.

Las mulatas sirvieron el plato único del almuerzo: nabos guisados con algo de bacalao, muy poco, apenas unos pellejos y unas espinas desnudadas del pescado; y de postre un poco de compota de cidra sobre una rebanada de pan. Por la consabida escasez o porque era Cuaresma, no se sirvió vino. Pero el ama escanciaba el agua en las copas pulcras como si fuera puro néctar.

Nunca se hacía referencia a la penuria que se cernía sobre la vida de todos en aquella casa, por omnipresente que fuera. En cambio, doña Matilda convertía aquellas frugales colaciones en verdaderas fiestas. No paraba de hablar e incluso proponía brindis, aunque fuera con agua.

—Para la Pascua encargaremos un cabrito y un par de gallos gordos, vino de Jerez y mantecados —aseguró como si tal cosa—. ¡Lo pasaremos de maravilla!

Y a mí me parecía ya estar hincando los dientes en la carne tierna y saboreando los guisos y el delicioso caldo.

El administrador, por su parte, se entregaba a aquel juego de ilusiones y añadió con naturalidad:

—Si le parece bien a vuestra merced, doña Matilda, mañana mismo me pasaré por el mercado para hacer los encargos; no sea que luego se acabe todo, como ha sucedido algunos años el lunes de Pascua.

—Me parece muy bien. Será mejor estar prevenidos, aunque falta todavía más de mes y medio.

Don Manuel, enjuto y pálido, con la servilleta colocada sobre el pecho, comía con avidez, al tiempo que arqueaba las cejas y miraba con aire culpable, como hacen los chiquillos, tan pronto a su esposa como a don Raimundo. Daba la impresión de que se habría echado a llorar si no fuera porque podía degustar con placer la dulzura de la jalea de cidra y así mitigar su hambre y su permanente tristeza.

Cuando se acabó lo poco que había para comer, todos nos quedamos en silencio, como esperando algo más. Entonces doña Matilda soltó una espontánea carcajada y luego, con socarronería, dijo:

—¡Mira que se hace larga la Cuaresma! Pero ya vendrá la Pascua, ya vendrá…

Concluido el almuerzo salimos al patio y fuimos hasta el retablo para dar gracias al Cristo, como era costumbre. Entonces aproveché para mirar detenidamente y de soslayo a Fernanda, sirviéndome de mi posición a un lado, a las espaldas de los demás. Nos arrodillamos. El olor penetrante del azahar y la cera acentuaba el brío de mis emociones; y arrobado, como si volara, me encontré de repente enteramente feliz por participar junto a ella de los pequeños asuntillos de la casa, y por poder contemplarla tan cerca. Fui subiendo la vista desde la cintura hasta la delgada clavícula y me complací al ver la nuca bajo el arco de la coleta rubia, y más aún al detenerme en el perfil chato, suave, y en los ojos tan claros. Luego me fijé en los labios, entreabiertos al musitar las oraciones, dejando ver los dientecillos blancos.

Un gato se acercó en ese preciso momento y empezó a restregarse por su pierna. Ella dio un respingo y se volvió hacia mí. Se me quedó mirando extrañamente y me dio un vuelco el corazón, al suponer que había pensado que era yo quien la tocaba. Alcé entonces las manos y las junté piadosamente, orantes. Ella vio el gato y se echó a reír. Luego sus ojos me buscaron de nuevo y me concedieron una mirada larga y comprensiva, que interpreté como una disculpa por haber sido malpensada.

Algo definitivamente cambió aquel día, como ya dije. A partir de entonces me vi atascado en imaginaciones fantásticas, deseos extremos y alguna ansiedad agobiante; todo eso que nace del amor, al ritmo de una poderosa felicidad, y a la vez de una atronadora confusión.

2. DAMAS FLAGELANTES EN LA OSCURIDAD

Era jueves de Pasión. Lo recuerdo bien porque apenas faltaban unos días para la Semana Santa, y porque en el cielo primaveral ya despuntaba una luna llena poderosa. Después de la cena, cuando los amos se retiraron a sus aposentos, salí al patio mientras las mulatas encendían los faroles suspendidos en el crepúsculo. Me gustaba permanecer allí a esperar la caída de la noche, haciéndome el distraído; pero mi verdadero interés era estar atento al piso de arriba, a la ventana de la habitación donde el traslúcido encaje de un visillo me dejaba ver de vez en cuando los movimientos de Fernanda, aunque fueran solamente sombras. Después, cuando la luz se apagaba, todavía me quedaba el placer de imaginar que ella estaría tal vez pensando en mí antes de dormirse.

Aquella noche, cuando todo se quedó a oscuras excepto la sala de estar de los amos, a intervalos me llegaban retazos quejumbrosos e indistintos de una conversación. La voz de doña Matilda, insistente, machacona, sobresalía muy por encima del murmullo apagado de las pocas frases que mascullaba don Manuel. Y por más que yo aguzaba el oído, no lograba enterarme de nada. Únicamente entendía palabras sueltas: «maravedíes», «galeones», «lonjas», «Indias»… No resultaba demasiado difícil hacerse al menos una idea de lo que estaban hablando, habida cuenta del negocio que estaba en juego. La entrecortada plática prosiguió hasta bien tarde, aunque de manera más taimada. A mí se me caían los párpados y me fui a la cama, porque mis problemas eran más livianos que los de los amos. Así que no tardé en dormirme arropado por mi despreocupación y por el gozo de mis ensoñaciones.

Luego desperté repentinamente en plena oscuridad. Unos ruidos extraños y algo así como unas quejas y unos suspiros llegaban desde alguna parte. Me sobresalté temiendo que alguien se hubiera puesto enfermo o que sucediera algún mal grave. Pero por la ventana no se veía nada y ninguna luz estaba encendida. Así que permanecí acostado muy quieto, tratando de escuchar. Al cabo retornó el ruido, como golpes espaciados, y luego un gemir delicado, de voz de mujeres. Entonces decidí levantarme e ir a ver.

Salí al patio. El resplandor de la luna que penetraba a través de los árboles creaba un mosaico de sombras en el suelo, y junto al retablo titilaban las llamas de las lamparillas.

—¿Hay alguien ahí? —pregunté en un susurro temeroso.

—¡Ay! —respondió alguien suspirante—. ¡Qué susto!

Era la voz inconfundible de doña Matilda, que provenía del rincón donde estaba el retablo.

—¡Señora! ¿Qué os sucede? —exclamé preocupado, yendo hacia allá.

—¡No, no te acerques! —contestó ella—. ¿No ves que estamos haciendo penitencia?

En la penumbra, pude ver al ama y a Fernanda, arrodilladas a los pies del Cristo, con unos flagelos en las manos. Entones comprendí que se estaban disciplinando.

En voz baja, con lacónica impaciencia, doña Matilda me dijo:

—Anda, vuelve a dormir, muchacho, que esto es cosa nuestra. Ya te llegará a ti tu penitencia; que todos en esta casa hemos de poner nuestra parte de sacrificios, a ver si nos echan una mano desde lo alto…

Obedecí sin comprender lo que quería decirme. Y me costó trabajo conciliar otra vez el sueño, porque se golpeaban fuerte, ora la una, ora la otra; y se me hacía que la pobre Fernanda estaba allí obligada, por lo que me daba mucha lástima al oír los zurriagazos y los suspiros.

Al día siguiente por la mañana, lo primero que hice fue aguardar en el patio, para ver si pasaba ella por allí o iba como cada día a esa hora a regar las macetas. Y nada más verla aparecer le espeté:

—¿A quién se le ocurre? ¿Qué pecados puede tener una doncella como vuaced, criatura? Si el ama necesita penitencia, que se avíe sola… ¡Qué locura!

Ella se me quedó mirando y luego replicó con un mohín de enojo:

—Sepa vuestra merced que nadie me obliga a disciplinarme. Lo hago para pedir favores al Cristo. Mucho tenemos que pedir en esta casa y no está de más que el Señor vea que hacemos penitencia. Pues no hay quien no tenga pecados en esta vida…

—No hay por qué enfadarse —le dije con dulzura—. Me preocupaba por vuestra merced… ¿Os duelen los zurriagazos? Sonaban recios…

—Eso es cosa mía —contestó huraña, pasando por delante de mí en dirección a la escalera.

—No quería ofender —dije.

Se volvió y, con un tono que denotaba superioridad, observó:

—También vuaced hará penitencia. ¿No oísteis lo que os dijo anoche el ama?

Ni siquiera intenté responder, porque nuevamente me dio la espalda y subió los peldaños airosa, dejándome con pesadumbre por haber sido inoportuno.

3. ESTACIÓN DE PENITENCIA

Como bien he confesado con la correspondiente vergüenza, por entonces no tenía vida sino para pensar en Fernanda, soñar con ella y seguirla a hurtadillas por los rincones de la casa, con una ansiedad desmedida y un enamoramiento encarnizado. No era dueño de mí mismo y me dejé convencer para continuar en mi empleo sin sueldo ni merced, con el solo sustento de mi persona, que era bien fugaz. Es más: me dejé arrastrar a hacer cosas que quizá no hubiera hecho de no ser por la fuerza de tal pasión. Por verla complacida y ganarme su estima, cualquier cosa hubiera hecho que ella me pidiera; incluso someterme al suplicio y al desuello. Y Fernanda, con la rara mezcla de dulzura y dominio que emanaba de su pecho, me puso en manos del verdugo, que me dio una buena mano de azotes en las espaldas; resultando, para colmo, que ese verdugo fui yo mismo. Sí, me flagelé con determinación; y a la vez con hipocresía, porque, haciendo ver que lo hacía por mortificación y dolor de mis pecados, no era sino por puro amor. Aunque bien es verdad que, ya de por sí, el amor es una dura y dolorosa estación de penitencia.

La cosa sucedió como sigue. El Jueves Santo a mediodía, se presentaron doña Matilda y Fernanda en el patio, vestidas enteramente de negro. Pasamos al comedor como de costumbre, pero se comió de pie, poco y deprisa. Nada se sirvió para postre, sino que, al terminarse la colación, todos salimos de allí en silencio, a sabiendas de que debíamos partir inmediatamente hacia el convento de San Francisco para asistir a los oficios propios del día.

Entonces, cuando me disponía a entrar en mi cuarto para vestirme adecuadamente, vi de reojo que Fernanda venía detrás llevando algo en las manos. Me volví extrañado y ella, desplegando ante mí una camisa de penitente, me dijo sin previo aviso:

—Ande y póngase esto vuaced.

Estupefacto, me quedé mirándola. Y, poniendo luego mis ojos en la prenda, contesté:

—¿Esto? ¿Para qué?

—¿Para qué va a ser? ¿No ve vuaced que es una saya de penitente? Ande, vístala vuestra merced, que se hace tarde.

No repliqué más, tomé de sus manos aquella camisola de lienzo basto y fui a ponérmela encima de la ropa. Y luego, cuando salí, me encontré en el patio a don Manuel de Paredes y al administrador vestidos de la misma guisa, con sus hábitos de penitentes. Y doña Matilda, al ver que yo llevaba la ropa debajo, me recriminó:

—¡Vaya manera de llevar el sayo! Debajo del anjeo debe ir la piel y nada más. Así que ve a desnudarte y viste la camisa de hermano de sangre como Dios manda.

—¡Hermano…! ¿Hermano de… sangre? —murmuré sin salir de mi estupor.

—¡Naturalmente! —dijo doña Matilda sulfurada—. Hoy es Jueves Santo y todos los hombres de esta casa deben disciplinarse en la procesión de la Vera Cruz. Esa promesa hizo mi señor esposo al Santísimo Cristo hace treinta años, cuando ingresó en la hermandad, comprometiéndose él de por vida y asimismo a todos sus hijos varones. Como Dios no ha estado servido de otorgarnos descendencia, todos los hombres que nos deben obediencia están obligados por el voto. ¿No es así, esposo?

—Así es, esposa —respondió escuetamente el amo.

Enjuto, seco como era, don Manuel de Paredes ofrecía un aspecto digno de compasión; vestido con la camisa tiesa de paño, larga hasta por debajo de las rodillas, ceñida en la cintura por el basto cordón franciscano; las canillas asomando enteramente desnudas, como palos de cerezo, delgadas y blancas; y asimismo los pies, largos, descalzos sobre el frío suelo. Aunque más pena daba todavía ver a don Raimundo a su lado; ataviado con la misma pobreza su corpezuelo insignificante, que parecía el de un fraile mendicante, sin otro adorno que las lentes en el redondo rostro, pálido y ojeroso.

Pasmado, miraba yo ora al uno ora al otro, haciendo negación en mi fuero interno de humillarme cerrando el trío. Y Fernanda, en vez de apiadarse de mí, se me plantó delante y me apremió:

—Ande, vista el hábito vuaced, que debemos irnos ya.

Lo mandó y yo fui a cumplirlo, como si me sujetara a ella un voto de sumisión perpetua. Volví a mi cuarto, me quité toda la ropa y salí vestido solo con la camisola, bien ceñida a la cintura, con el cíngulo apretado y las piernas sin calzas, al aire desde medio muslo, pues aquella prenda debió de pertenecer a un penitente mucho más menudo que yo. ¡Qué vergüenza! Fernanda me miró y remiró bien de arriba abajo y no pudo reprimir una sonrisita de medio lado en su bonita boca y una chispa de picardía en los ojos.

Camino del convento de San Francisco fuimos delante los tres flagelantes, cubiertos ya los rostros bajo el capirote romo. Nos seguían las enlutadas damas a diez pasos, en completo silencio. Y ya en las proximidades de la capilla, nos unimos a una turba de sayones, negros los de los hermanos de luz y blancos los de los hermanos de sangre. A la sazón, arropados por aquella multitud, todo fue más llevadero de momento, mientras dentro de la iglesia se iba desenvolviendo la liturgia del oficio, con sus cantos y las rotundas melodías del órgano, los sahumerios y las plegarias. Pero, terminada la misa, llegó la dura realidad de lo que me esperaba: los superiores de la cofradía entregaron los látigos a los hermanos de sangre y los cirios a los hermanos de luz. Ya sabíamos lo que teníamos que hacer los flagelantes, por mucho que nos doliera, pues era nuestro sino; mientras que a los que llevaban la cera les bastaba con ir descalzos y alumbrando, por mucho que también se llamaran «penitentes».

Salió el cortejo con toda su solemnidad, en medio de un silencio impresionante. El orden que se llevaba era el siguiente: primeramente iban los muñidores, cada uno con su campanilla; seguíanles doce muchachos de la doctrina, vestidos con sus ropas de seda, precediendo al estandarte, al cual acompañaban treinta hachas encendidas; después salieron las cruces de madera llevadas por los frailes franciscanos; y luego de muchas antorchas y velas de los hermanos de luz, cuando ya era noche cerrada, nos tocó el turno a los disciplinantes… A una voz del hermano mayor, dio comienzo el volteo de los látigos y el restallar de las correas en las espaldas. A todo esto, alzaron las trompetas su lamento, tañendo a dolor, y los mozos de coro, bien abrigados con sus sobrepellices de terciopelo, iniciaron un canto muy triste. Entonces me dije: «llegada es la hora». Me descosí el lienzo y desnudé la espalda como veía hacer al resto de los hermanos. El primer golpe me lo di taimado, con cautela, para probar, solo, pues era nuevo en el oficio… Mas se puso Fernanda a mi lado, en la fila, con un cirio en la mano, sin quitarme ojo para inspeccionar la faena, a ver si cumplía yo bien. Así que me até los machos dispuesto a ser el más eficiente; no fuera a pensar que era un blandengue, y me castigué recio, hasta sentir en los huesos las correas y los nudos.

Tardó en salir el Santo Cristo, clavado en la cruz, entre humos y luces. Ya llevaba yo una centena de azotes a las espaldas. De manera que, pensando en el Señor y su Pasión, me conformé diciéndome: todo sea por lavar pecados. Y seguí la fila resignado, notando que ya se me abría la piel y que me corría la sangre como a los de delante, salpicando a cada golpe.

Transcurrió así la estación de penitencia, larga, lenta, sofocante, andando del Sagrario de San Francisco, en dirección a la catedral, y desde ésta a la iglesia del Divino Salvador, por Santa María, por el convento de San Pablo… Y yo, dale que dale, con la disciplina castigándome, con la monotonía de aquel estrépito de latigazos, el escozor, el dolor mortecino, la sed y el esparcir de la sangre… Y Fernanda siempre a mi lado, alumbrándome con su vela y con la luz bella de sus ojos, entre compadecida y llena de devoción delirante.

Cuando todo acabó y las sagradas imágenes se recogieron en sus capillas, parecíame haber salido del mismo purgatorio, y me contenté mucho con ello, sintiendo verme libre de muchas culpas. Retornábamos silenciosos a casa; don Manuel delante, compungido y meditabundo; detrás don Raimundo, suspirando, y yo, con las espaldas ardiéndome y los pies en carne viva, en pos de doña Matilda y Fernanda.

Llegados al caserón fuimos a las cocinas, para curarnos y beber agua fresca, pues teníamos secas las gargantas. Y allí, a la luz de las lámparas, se descubrió el pastel: resulta que las espaldas del amo y el administrador estaban ilesas, apenas algo enrojecidas, cuando a mí me caía la sangre a chorros.

—¡Ahí va! —exclamó doña Matilda al verme—. Pero, Tano, ¿qué te has hecho?

También don Manuel se admiró mucho y me estuvo observando las llagas y magulladuras, mientras decía:

—¡Oh, el ímpetu de la juventud…! No hacía falta darse tan fuerte… Bastaba con cubrir el expediente, muchacho…

Y don Raimundo añadió:

—Ya tendrás pecados gordos para haberte dado de esa manera…

¡Menuda necedad la mía! Me había tomado la tarea mucho más en serio de lo que correspondía. Ellos se daban flojo, espaciadamente y con tiento; yo en cambio, harto afanoso, con brío y velocidad. De manera que me había lastimado a conciencia.

Con la cara de tonto que se me debió de poner, miré a Fernanda para ver su reacción, avergonzado por mi estupidez. Ella, lejos de reírse de mí, estaba muy sentida, cabizbaja y tal vez pesarosa por la parte de culpa que le tocaba.

Y doña Matilda, moviendo precavidamente la cabeza, dijo:

—Habrá que curar esas heridas ahora mismo, no sea que nos den que sentir… Anda, Fernanda, ve a por agua de romero, sal y ungüento.

Y entonces llegó para mí el más dulce consuelo: todos se fueron a dormir menos Fernanda, que se quedó allí conmigo, lavándome con cuidado, aplicándome los remedios y hablándome al oído dulcemente.

—Ya veo cuán osado es vuestra merced —decía—. Y yo que había pensado mal… Se me hacía que no iba convencido a la penitencia, que era por salir del paso; mentir y cumplir como suele decirse… ¡Seré mal pensada! Mas luego vi con mis propios ojos cómo se daba vuaced con la disciplina… ¡Dios Santo! He sufrido mucho viendo la sangre correr… ¡Cuánta devoción ha de tener vuestra merced! Hoy se ha ganado un pedazo de cielo, señor Cayetano.

Y dicho esto, me acarició tiernamente la nuca y me besó por detrás de la oreja; haciéndome de súbito ascender a la misma gloria. Con ese regalo se despidió en silencio y escapó corriendo por el patio como una sombra, dejándome estremecido y arrobado.

4. DE REPENTE, LA FELICIDAD

El Viernes Santo, al despertarme, me sentí feliz. Un estado insólito en relación a la sensación que normalmente tenía. Porque, en general, los días amanecían para mí pareciéndose demasiado los unos a los otros, ya fueran laborables o festivos, porque nada de particular solía suceder en mi trabajo o en mi vida ordinaria. No poseía dinero ni pertenencia alguna; de modo que no tenían por qué asaltarme las preocupaciones de la jornada anterior, ni las tareas que tenía por delante. Así que me había acostumbrado a afrontar la vida sin demasiado esfuerzo ni especial entusiasmo. Pero aquel día me encontré repentinamente feliz, inmensamente feliz. Un estado de ánimo nuevo para mí, de tal fuerza que se imponía sobre mis sentidos y mi mente. Y sabía muy bien el motivo. El dolor que percibía en mi espalda me recordaba con certidumbre todo lo que había sucedido la noche anterior, antes de que me fuera a dormir: Fernanda me había cuidado amorosamente; me había prodigado una ternura y un cariño exentos de cualquier asomo de fingimiento. Y para colmo de sorpresas, ¡un beso! Sí, un beso. Ciertamente, había sido un beso rápido, espontáneo, pero, en su misma fugacidad, estaba la evidencia de la franqueza, del impulso irrefrenable y, por tanto, el asomo de la pasión. Y con tal demostración, ¿cómo no iba a sentirme dichoso? Aunque no hubo palabras amorosas, sino solo silencio, ella había hablado al fin; con gestos, con caricias de sus manos temblorosas, con el latir de su pecho, perceptible bajo la seda negra, y con el ardor dócil y húmedo de sus labios detrás de mi oreja. No me cabía ya la menor duda: Fernanda sentía algo por mí. Porque nadie regala un beso desprendido y desenvuelto así, de cualquier manera, bajo la luna llena del Jueves Santo, si no fuera por verdadero amor.

Me levanté temprano, saboreando esa nueva experiencia, mi propia felicidad. Y disfruté mientras me lavaba con agua fresca la cara, los brazos y la nuca, sintiendo que todos mis miembros funcionaban perfectamente entre sí y con el mundo de alrededor. Me encontré proporcionado, con una energía nueva y una fuerza inagotable; a pesar del intenso dolor y la tirantez en la espalda, signos inequívocos de que el sacrificio había merecido la pena. Y lleno de alegría, rebosando seguridad, salí al patio; donde enseguida me encontré en perfecta armonía con la luz matinal y el verde del cidro, los naranjos y limoneros y las macetas. Hinché mi pecho con aquel aire fresco saturado de azahar y fue como si nunca antes hubiera tenido preocupaciones, ni angustia, enfermedad, competición o lucha por la supervivencia. Quien nunca ha estado enamorado de verdad, no sabe lo que es eso. Y si eso no era felicidad, ¿qué otra cosa podía ser?

Y de repente la descubrí mirándome. Tan absorto había estado, sumido en mis pensamientos, que no me había percatado. Fernanda estaba bajo la galería, regando las macetas con una expresión extraña, gallarda y sonriente. Su cara estaba pulcra y fresca; sus ojos brillantes. El vestido azul de faena, ajustado al talle y ceñido por el mandil, le daba un aspecto lozano, como de campesina.

De momento me quedé en silencio, devolviéndole la sonrisa. Pero luego me sorprendí al dejar escapar el primer pensamiento alocado que brotó de mi mente.

—¡Fernanda! —exclamé—. ¡Ya quería yo ver a vuestra merced!

Dicho esto, fui hacia ella con los brazos abiertos, dejándome arrastrar por mi estado obcecado y delirante.

Fernanda reculó y soltó la regadera, huidiza, asustada por mi arrebato, y corrió a esconderse tras una columna.

La seguí, rogándole:

—¡Hábleme vuestra merced, por caridad! Dígame algo, no se me oculte…

Ella se echó a temblar. Tan pronto sonreía como se ponía muy seria. Bajó la mirada, suspiró hondamente, como para infundirse ánimo, y luego respondió:

—No he podido pegar ojo en toda la noche pensando en vuestra merced… ¡Por Dios, déjeme, que pueden vernos!

Me sentí embriagado al verla en aquel trance y saboreé esa confesión: no había dormido preocupada por mí. Entonces mi loca boca no pudo contenerse y acabé declarándole:

—Te amo, Fernanda… ¡Lo juro por mi vida! ¡Si supieras cómo te amo!

Ella se cubrió el rostro con las manos, soltó un débil grito y salió corriendo para escapar escaleras arriba.

5. EL HOLANDÉS QUE VINO DE LEVANTE

Pasó la Pascua. Pero en la casa de don Manuel de Paredes no se comió cabrito, ni gallos gordos, ni vino de Jerez, ni mantecados… Las fantasiosas promesas de doña Matilda no se cumplieron. Fundamentalmente, porque en aquella casa no había un maravedí. Ya nadie nos fiaba, y entonces empezamos a pasar verdadera necesidad. No obstante, yo seguía sintiéndome feliz. Cuando uno está enamorado, la Pascua va por dentro. Y Fernanda y yo compartíamos la inopia alimentándonos con nuestro amor atolondrado. Su cara radiante, su mirada soñadora y su sonrisa bobalicona me decían cada día que ella también era feliz. Si es verdad eso de que penas con pan son menos, igualmente puede decirse que hambre con amor se hace más liviana. Además, era primavera. Sevilla es una ciudad, un jardín, una atmósfera… Y Fernanda brillaba para mí, como si fuera transparente, en medio de toda esa luz. Cuando de repente —sería a finales de junio—, llegó al fin el holandés tan esperado. El caso es que a don Raimundo se le vio apreciablemente preocupado desde una semana antes. Todas las mañanas iba al Arenal a husmear, a preguntar, a hacer averiguaciones, y luego regresaba lleno de ansiedad. Durante los parcos almuerzos, de apenas sopa de castañas o habas guisadas, sudaba copiosamente en su redonda frente y se pasaba el pañuelo arrugado una y otra vez para secarla. En cambio, don Manuel seguía su vida taciturna y tristona, con invariable monotonía.

Hasta que, uno de aquellos días, el administrador vino exultante, con la cara roja de entusiasmo, proclamando a voz en cuello:

—¡Bendito sea Dios! ¡El holandés ya está en Sevilla!

La noticia resonó en el patio como si fuera el anuncio del fin de todos los problemas. Don Manuel se frotó las manos con visible alegría y por fin se le vio sonreír. Doña Matilda soltó una tormenta de risotadas y, el solo barrunto de la fortuna que podía avecinarse pareció hacerla más voluminosa cuando hincó su pecho para exclamar:

—¡Llegó la Pascua a esta casa!

Esa misma tarde, sin mayor dilación, se presentó el deseado personaje. Era el holandés un tipo de cuarenta y pocos años, gordo y de aspecto vulgar; aunque vestía muy ricamente: buena camisa de hilo blanco, sayo bordado, gregüescos negros y capote fino. Si no fuera por la indumentaria de corte extranjero, nada en aquel hombre, basto, con aire de hortelano, se diría propio de un mercader adinerado. Yo había visto muchas veces a los ricos flamencos e italianos en el puerto, opulentos, orgullosos, distantes; hombres grandotes, de engreídas barbas rubias o pelirrojas y metálicas voces. Nuestro holandés, en cambio, era aceitunado, de cabello oscuro y ojos muy negros; ciertamente, hablaba con un acento extraño, como foráneo, pero había un algo en él poco convincente; un no sé qué de individuo espabilado y revestido de pura apariencia. Según decía, se llamaba Rudd Vandersa. Le acompañaba su ayudante, un tal Bas, más o menos de la misma edad que él, facciones duras y curtidas, y ojos castaños muy tristes; vestido con holgado ropón de verano azulenco, con manchas de sudor, sobre su larguirucho esqueleto. Tampoco este infundía demasiada confianza.

No obstante el raro aspecto de los visitantes, don Manuel de Paredes y su administrador les recibieron locos de contento, como si los conocieran de toda la vida; y lo mismo hizo doña Matilda, que se apresuró a conducirlos al piso de arriba, al familiar salón donde no entraba cualquiera.

—Tano, sube tú también con nosotros —me dijo con los ojos bailándole de felicidad—. Habrá que empezar hoy mismo a poner en marcha el negocio.

Y al pronunciar aquella palabra, «negocio», lo hizo con tal convencimiento y veneración que no cabía asomo de duda al creer que, en efecto, se iban a arreglar definitivamente las cosas por la sola presencia de aquellos dos hombres.

Después de los saludos y las primeras alegrías, de los cumplidos y parabienes, llegó el momento de hablar de aquello por lo que tanto nos interesaba la visita: el negocio, es decir, el asunto del navío y las mercancías. Fue llegar la conversación a este punto y empezar todos allí a ponerse nerviosos, como si ya atesoraran en sus manos centenares de doblones de oro… Y el tal Vandersa, reluciente de satisfacción, explicó que venía directamente de Levante, que habría estado aprovisionándose de abundante seda, buen paño, cobertores, bayetas, hilo, lino…; todo aquello que podía ser llevado a Portobelo para ser vendido a buen precio. Después había recalado con su barco en Málaga, donde también adquirió manufacturas, perfumes, especias, vino, libros y jabón. En Sevilla tenía previsto comprar lana de Burgos, manufacturas y objetos de lujo. Según lo iba contando, todo parecía muy fácil; los quinientos mil maravedíes del préstamo hipotecario habían dado de sí lo necesario para que el dichoso negocio se desenvolviera por sus cauces naturales sin ningún sobresalto.

Por mandato de Vandersa, su ayudante puso encima de la mesa una cartera. Estaba tan gastada como sus manos curtidas, con las que extrajo un cuaderno de notas y fue leyendo con detenimiento las compras hechas, el precio pagado y lo que se esperaba ganar aproximadamente por cada mercancía. Luego mostró las facturas, las licencias, los documentos de la contaduría y los diversos presupuestos de los galeones que harían la carrera de Indias.

Don Manuel de Paredes lo estuvo observando todo con detenimiento. Su rostro, al que la luz de la tarde daba un aspecto macilento, castigado, se iluminó.

—Bien, bien… —dijo, acariciando los papeles—. Muy bien… Ahora confiemos en que la segunda parte del negocio salga como esperamos.

—¡Clago, clago que saldrá bene! —se apresuró a exclamar el holandés—. ¡Naturalmente! ¡Clago que sí! En aquesto lo dificile era conseguir el préstamo… ¡Tudo resuelto!

—Entonces —dijo don Raimundo—, si todo está ya resuelto, ¿qué nos queda por hacer?

—¡Nada, amigo mío! —respondió eufórico Vandersa—. Solamente agmar el navío, pero de eso también me encaggaré yo mismo. Ya he hablado con los maestres y los sobrecargos, con las autoridades del puerto y con el comandante de la flota. ¡Tudo resuelto!

—Siendo así —observó don Manuel—, solamente nos queda confiar en Dios y tener paciencia.

Esa tarde, después de aquella larga y entusiasta conversación, los holandeses se fueron a cenar —según dijeron— con unos mercaderes a los que debían cumplimentar. Menos mal, puesto que en nuestra casa poco había para ofrecerles. Pero doña Matilda, con habilidad y delicadeza, consiguió sacarles antes algunos maravedíes como anticipo de lo debido; con el fin de aprovisionarse y ofrecerles un banquete de bienvenida y celebración de los negocios, cuando todo estuviera finalmente resuelto y el navío concertado.

6. UNA CENA GENEROSA, ABUNDANTE VINO, UNA LOCA DECLARACIÓN Y UNA SOSPECHA LATENTE

Había que ver a doña Matilda durante los días siguientes, reinando entre asados de cabrito, gallos en guiso de almendras, pierna de cochino, buen queso, torrijas y demás exquisitos manjares aparecidos en la casa, como por arte de encantamiento, merced al préstamo de los holandeses. Por la mañana se fue temprano al mercado, con las mulatas y dos grandes capachos, y desde medio día se encerró en la cocina para dirigir los preparativos. Tanto tiempo había soportado la penuria de las despensas, que ahora parecía rozar el paraíso. Porque se diría que el ama estaba hecha para esa vida: para olisquear el pescado, con el fin de determinar su frescura; para sazonar el salpicón, hilar la salsa del bacalao, bridar perdices o manejar con destreza el clavo, la nuez moscada y la pimienta; como también para disponer manteles, vajillas, cubiertos, aguamaniles, toallas y jabón. Era una de esas mujeres palaciegas, hechas a la hartura de los festines, a dar lecciones sobre las artes culinarias, los usos de la buena mesa y el buen gobierno de las orzas, alcuzas, arambeles, morteros, escabeches, salazones, chacinas y toda suerte de especiería, así que la hambruna padecida por la ruina de su esposo la tuvo desorientada y como fuera de sí misma. Y ahora estaba dispuesta a desquitarse.

El día 10 de junio, dando el reloj las campanadas de las siete de la tarde, llegaron los holandeses con puntualidad de extranjeros. Había en toda la calle un olor delicioso que escapaba por las chimeneas de nuestra casa, por lo que ya entraron ellos relamiéndose. No hace falta decir que los de dentro teníamos removidas y en queja las tripas desde bien temprano.

Vandersa irrumpió impetuoso; precedido por su oronda barriga, se puso en mitad del patio y alabó el aroma de las viandas que se le prometían, con la boca hecha agua y avidez en la mirada. Y su ayudante traía en la mano, en vez de la cartera, una garrafa de media arroba llena de oscuro vino de Málaga. Al ver el obsequio, a don Manuel se le aguzó la vista y se le dibujó en la cara una amplia sonrisa de felicidad. Hubo regocijo general, abrazos y palmoteos en las espaldas, cuando el mercader anunció con solemnidad:

—Ya está agmado il galeone. Las nostras mercaderías irán en el navío de nomine Jesús Nazareno. Si il Nostro Siñore está servido, partirá il día duodécimo di julio.

—¡Qué maravillosa noticia! —exclamó el amo alzando las manos, al tiempo que se le veía por primera vez verdaderamente alegre—. ¡Alabado sea Dios! ¡Matilda, baja! ¡Esposa mía, ven enseguida!

Acudió el ama muy contenta, vestida con cuerpo de terciopelo verde oscuro y enaguas de paño fino, zarcillos balanceantes de plata en las orejas, collares y tocado con pedrería. Detrás de ella venía Fernanda, inmensamente bella, con galas de princesa, sedas, brocado, alhajas y el pelo rubio recogido en la nuca. ¿Era real lo que veían mis ojos? ¿Era fantasía? Un cálido cosquilleo recorrió mi estómago y me dejé vencer y embargar por toda aquella euforia: por el banquete, por el vino, por la noticia del navío, por la abundancia que se prometía, por los sueldos atrasados que pronto cobraría…

Era una tarde calurosa. La cena fue larga, ardiente, vehemente, inflamada de vapores de vino, de brindis, albórbolas y auspicios de despreocupación. Era como si se hubiera levantado el lóbrego manto que pesaba sobre la casa y todos sus habitantes. Y no podía negarse que, aun siendo tipos raros, los holandeses resultaban divertidos y cariñosos.

Vandersa, achispado por el vino, no perdía ocasión de halagar a doña Matilda:

—Dama hermosa, prudente, digna esposa, inteligente… —le decía con una vocecilla lisonjera.

Y ella reía a carcajadas, encantada, sin poder disimular el beneficio que le causaban todas aquellas cobas. Estaba recobrando la felicidad y se hallaba dispuesta a gozar plenamente de aquel momento. ¡Tanto lo había estado esperando!

Como las mulatas no daban abasto con los guisos, de vez en cuando tenía que ir Fernanda a ver cómo iban las cosas o a traer algo, ya que el ama había bebido un poco de más y estaba desinhibida, enfrascada en el vocerío y el lisonjeo del banquete. Aprovechando uno de esos viajes a la cocina, me fui yo detrás, haciendo ver que iba a echar una mano. ¡Y bien que la eché! Acorralé a Fernanda en el corredor e hice presa en ella, abrazándola fuerte, e inmediatamente después, desenfrenado, seguí dándole besos en las mejillas, en la nariz, en los párpados, mientras la sujetaba por el talle delgado y firme. Ella no intentó zafarse, pero se mantenía como en estado de alerta, por si yo avanzaba un paso más.

—Ahora no, ahora no —suplicaba, pero con la boca chica, mientras temblaba toda—; ¡déjame, que pueden vernos!

—Es que te quiero —decía yo—. ¡Te quiero tanto! ¡Casémonos, Fernanda!

—¡¿Te has vuelto loco?! ¡Suéltame ahora mismo!

Regresé a la mesa. Doña Matilda acababa de empezar a tocar la guitarra y se disponía a cantar. Me senté con el alma ensombrecida, acuciado por pensamientos confundidos. ¿Por qué me había llamado loco Fernanda? ¿Por qué ahora me rechazaba? ¿Cómo se me había ocurrido la tontería de hablarle de matrimonio? Ciertamente, había obrado como un loco… El vino y la exaltación me habían perturbado.

El ama sacó el cuello por encima de su busto sublime, y dejó escapar su voz gloriosa en una copla alborozada, mirando a Vandersa con picardía:

No me case mi madre

con hombre gordo,

que en entrando en la cama

güele a mondondo…

Y el mercader, lejos de enfadarse, se regocijó mucho, palmeaba y reía gustoso.

Miró entonces doña Matilda al ayudante y prosiguió, guiñando un ojo:

No me case mi madre,

con hombre flaco,

que en entrando en la cama

parece un palo…

Y el tal Bas, que era hosco, se quedó serio y retraído. Así que su jefe le dio un pescozón, sin dejar de reír, como para animarle a unirse a la fiesta.

Le llegó entonces el turno al administrador, y le miró la cantora.

No me case mi madre

con hombre chico,

que lo muevo en las manos

como abanico…

También reía con ganas don Raimundo. Lloraba de la risa y se le empañaron las gafas por el sudor y las lágrimas.

Cásame mi madre

con hombre güeno

que lo visto con sayo

de Nazareno…

Sintió don Manuel que esta estrofa iba por él, viendo la manera con que le miraba su esposa, y se puso a aplaudir con ganas; no parecía el mismo hombre que unos días antes, era como si le hubiera poseído el alma de otra persona: hablaba sin parar, manoteaba, carcajeaba… y no paraba de beber.

La verdad es que el vino empezaba a causar estragos en todos los que participábamos del banquete. Vandersa se había arrancado a bailar y estaba zapateando al final del salón, mientras su ayudante cabeceaba adormilado, don Raimundo sudaba copiosamente; el amo, como digo, estaba irreconocible, y doña Matilda, dale que dale, con la guitarra cantando coplas picantes. Y yo, ¡avergonzado! Me había llamado loco y no podía perdonarme haber obrado con el ardor que solo era achacable a la obviedad. Entonces pensé: ¡Fernanda! Ella no había regresado a la mesa y temí que mi inoportunidad la hubiera asustado. Así que decidí ir a ver y en su caso pedir perdón.

La encontré en la cocina sentada, llorando. Y las mulatas, al unísono, me anunciaron en medio de una nube de humo:

—¡El pollo con almendras se ha quemado! ¡Ha sido por tu culpa! —me gritó Fernanda.

—¡Perdón, perdón, perdón…! —supliqué—. Tienes razón, soy un loco…

Mis palabras, pronunciadas con un desasosiego que a mí mismo me sorprendió, fueron acogidas por Fernanda con una expresión rara, como de angustia y a la vez esperanza. Se puso en pie, vino hacia mí, me tomó las manos y, entre gimoteos, dijo:

—El pollo se ha quemado porque… ¡Oh, Dios, qué locura es ésta!

Entonces las mulatas me dieron la explicación: —Vuestra merced le pidió matrimonio y se le fue el alma a las nubes. Se puso a contárnoslo y ¡se quemó el guiso! Con una noticia así, ¿cómo íbamos a atender a la lumbre? ¡Ella está enamorada!

Me quedé espantado. No sabía qué decir ni qué hacer, así que solamente balbucí: —¿Entonces…?

Fernanda me miraba a los ojos, anhelante, llorosa, y acabó señalándome con el dedo, mientras preguntaba:

—¿Lo has dicho de corazón? ¿De verdad quieres que nos casemos?

oh, Dios mío, no podía creer lo que me estaba sucediendo. ¿Era posible tanta felicidad?

—¡Claro que sí! —La abracé—. ¡Lo juro, lo juro, lo juro por mi vida!

Y ella, envalentonada, me dijo a la oreja con voz firme: —Entonces mantengámoslo en secreto de momento. Cuando se solucionen los negocios, se lo diremos a los amos. Y ahora, vuelve al banquete, que yo iré dentro de un momento.

Obedecí sin rechistar. Mientras iba por el patio caminaba con una inequívoca sensación de triunfo. En el salón el bullicio era tremendo. ¿Cómo podían armar tanto jaleo cuatro personas tan dispares juntas? Lo comprendí al toparme de repente con una escena grotesca: todos allí se habían puesto a bailar. Doña Matilda zapateaba en el centro y los tres hombres, de cuerpos tan dispares, evolucionaban con torpeza a su alrededor, ahítos de vino, como si la adorasen, como si fueran fieles paganos en torno a su diosa, y el caso es que yo, tan dichoso como me sentí, me uní a la danza…

Más tarde salimos al patio, cuando ya era noche cerrada. Allí prosiguió el beber, el cantar y el bailar. Todo era felicidad. Fernanda y yo estábamos el uno frente al otro, ella débilmente iluminada por uno de los faroles, yo semioculto entre las sombras de un limonero. Pero nos veíamos bien; todo nos los expresábamos con miradas cómplices, mientras la copla de doña Matilde decía:

¿De dónde sois que tan alto venís

don Pipiripío?

Por lo despacio de vuestro cantar

y por quemarnos donde no hay hogar,

debéis ser de cualquier lugar

nacido en medio del estío,

don Pipiripío…

Con el canto, con el lindo sonido de la guitarra, con el vino, un cálido cosquilleo recorrió mi cuerpo, unos ojazos dulces y afectuosos relucían frente a mí, ella me miraba con fijeza, mientras sus pies jugueteaban al son de la música, sobre el mármol fresco.

Ya que nos dais tanto placer,

es justo que os demos mujer,

mas me gustaría saber

de dónde sois con vuestro hechizo

don Pipiripío…

En efecto, yo estaba completamente enamorado, y mil lirismos nuevos, naciendo en las íntimas regiones de mi pobre humanidad, me hacían ver el mundo y la vida de manera nueva y diferente.

Con vuestra danza y vuestras mañas,

y vueltecitas tan extrañas,

debéis venir de las montañas,

donde la alondra hace su nido,

don Pipiripío…

A todo esto, Vandersa salió al medio del corro, balanceándose torpemente, sudoroso, ebrio; había perdido toda compostura y anunció a gritos:

—¡Ahora cantaré yo! ¡En Murcia tenemos una copla que dice…! ¡A ve, doña Matilda, toque esa guitarra! ¡Que no pare el cante! La copla dice… Dice de así… ¡Toque por parranda, doña Matilda!

En ese momento, no obstante mi arrobamiento, pude darme cuenta con lucidez completa de que algo muy extraño estaba sucediendo: el tal Bas dormía, mientras su jefe parecía haberse transformado en alguien diferente, descamisado, suelto, ya no hablaba de la misma manera que una hora antes, con aquellas erres pronunciadas gangosas y las palabras italianas intercaladas… Ahora pronunciaba con el claro acento de la gente de España. Así que concluí que había estado fingiendo: ¡era un farsante! Ya me había rondado a mí la sospecha que ahora se confirmaba; que no eran extranjeros, sino españoles.

Desconcertado por el descubrimiento, no supe qué hacer en un primer momento. Pero enseguida decidí cerciorarme y, obrando en consecuencia, me puse de pie y le espeté con ironía:

—Ande, calle vuestra merced, que los murcianos no saben de coplas ni de cante alguno.

Él se volvió hacia mí airado y contestó:

—¡Que no sabemo los murciano de cante! ¡Quién demonio dice eso! Sepa vuestra mercé que en Murcia se cantan las parrandas más graciosas y galanas que pueden oírse en parte alguna.

Después de esta contestación, ya no tenía duda: era del todo murciano y se había hecho pasar por holandés. ¡Un timo!

Me fui hacia él, le agarré por la pechera y le zarandeé, gritándole:

—¡Sinvergüenza! ¡Estafador! ¡Con que holandés! ¡Murcianos sois!

Doña Matilda dejó de tocar la guitarra y se hizo un gran silencio. Puestos en pie, don Manuel, el administrador y Fernanda me miraban espantados. Yo les dije:

—¡Vean vuestras mercedes el engaño! ¿No se han dado cuenta? Este truhán ya no pronuncia como antes; habla el español a la perfección… ¡Es murciano!

—Pero… ¿qué suerte de engaño es éste? —exclamó el ama—. ¿Cómo que murciano? ¡Hablad!

Vandersa entonces, viéndose descubierto y tan borracho como estaba, se arrojó a los pies de doña Matilda de rodillas y, agarrado a sus faldas, sollozó:

—¡Murciano soy, sí, señora! ¡Murciano hijo y nieto de murcianos! ¡Que Dios me perdone!

El ama dio un gran grito de horror y se llevó las manos a la cabeza. A su vez, don Manuel empezaba a dar voces:

—¡Por los clavos de Cristo! ¡Una estafa! ¡Una miserable y despiadada estafa! ¡Que venga la justicia! ¡Llamad a la alguacilería!

—¡No, por el amor de Dios! —suplicó el «holandés»—. Yo lo explicaré todo.

—¡Nada hay que explicar! —replicó don Manuel—. ¡Hemos sido engañados! ¿Y nuestro dinero? ¿Qué ha sido de los quinientos mil maravedíes del préstamo? ¡Habla, ladrón!

—¡Señora, por caridad! —imploraba Vandersa—. ¡Señora, escúcheme vuestra mercé!

—Pues habla de una vez —le dijo doña Matilda—. ¿Dónde está nuestro dinero?

—Señora, todo está en regla, tal y como expliqué el día de ayé. El navío ha sido armado ya, las mercancías estarán pronto a bordo y saldrán del puerto de Cadi como estaba previsto. En esta historia la única mentira e que seamo holandese. Pero todo lo demá e cierto. ¡Lo juro por mi vida!

—¡No me lo creo! —contestó el amo—. ¡Miserable embustero! ¡Nos has engañado!

—¡No, por Dios, juro que digo la verdad! Los papeles no mienten; todas las facturas y las licencias prueban que digo la verdad.

—Entonces —intervine yo—, ¿por qué os hicisteis pasar por holandeses? ¿Qué necesidad había de ello si, como dices, el resto del negocio está cumplido y en regla?

—Porque nadie en España se fía sino de extranjeros —respondió él, desmadejado, sudando a chorros y con lágrimas en los ojos.

—¡Estás borracho! —le gritó a la cara el administrador—. ¿Pretendes que nos creamos ahora esa patraña?

—¡Claro que estoy borracho! —contestó sinceramente el holandés—. ¡Todos estamos borrachos! ¿Por qué no nos vamos a dormir y mañana os explico todo con detenimiento? ¡Virgen Santísima, créanme vuestras mercedes!

—Tú no saldrás de aquí —sentenció doña Matilda—. ¡Nadie saldrá de esta casa hasta que todo esto se aclare! ¿Dónde están los quinientos mil maravedíes?

—En los papeles, en los papeles… ¡Los papeles no mienten!

—¡Cielos, me va a estallar la cabeza! —gritó doña Matilda—. ¡Dios mío, qué desastre! ¡Nuestro dinero, nuestra casa, nuestras ilusiones…!

—¡Señora, créame vuestra merced! ¡Juro que las mercancías han sido compradas y están en los almacenes! ¡Que me lleve el demonio si no digo la verdad! Déjenme vuestras mercedes que me vaya a descansar y mañana daré cuenta de todo con puntualidad y detalle. ¡Créame de una vez!

Se hizo un silencio cargado de ansiedad, suspiros y jadeos, el otro murciano se había despertado y contemplaba la escena cariacontecido, callado, hasta que abrió la boca para decir con voz grave:

—Vandersa, durmamos aquí, en esta casa, y mañana les explicaremos todo. Entonces comprenderán que no les hemos mentido y vendrán con nosotros al Arenal para ver las mercancías en el almacén y hablar con el sobrecargo del navío.

Así se hizo, más que nada porque, en el estado en que nos encontrábamos, no podíamos hacer otra cosa, así que me tocó hacer guardia en la puerta durante toda la noche, armado con un mosquete del amo. A los «holandeses» los encerramos en la cuadra y todo el mundo se fue a dormir, aunque, con el disgusto nadie pudo conciliar el sueño, a pesar del vino que se había bebido.

7. MENTIROSOS PERO HONESTOS

Por la mañana, los holandeses que resultaron ser murcianos rindieron cuentas, tal y como habían hecho juramento. Aunque el amo amenazó con ir a la justicia, no hubo necesidad de ello, porque todo estaba en regla. Fuimos al Arenal, a la contaduría, a los almacenes, a las oficinas de los sobrecargos… No había falsedad alguna en los documentos de la cartera: el navío estaba concertado, las mercancías compradas y pagadas, todo el dinero bien empleado y las licencias en orden y con sus tasas abonadas. Entonces, solo quedaba saber el porqué de la mentira: si eran murcianos honrados, ¿por qué se habían hecho pasar por holandeses? El enredo tenía su explicación. Ciertamente, por aquel tiempo los extranjeros eran los dueños de todos los negocios que se hacían en Sevilla y en Cádiz. A los españoles nadie les confiaba negocio alguno, por lo que, con permiso de un tal Vandersa, que de verdad existía y que era holandés auténtico, aquellos murcianos habían hecho todas las gestiones haciéndose pasar por él. Era algo que, según nos dijeron, se hacía con cierta frecuencia, dada la manera en que estaban las cosas. El murciano se llamaba Tomás Moreno y su ayudante Juan Ballester. El verdadero Vandersa estaba por entonces en Madrid y los murcianos actuaban en su nombre por poderes. En fin, un enredo para un asunto en el fondo tan simple; pero que a nosotros nos causó un enorme sobresalto.

Cuando todo se aclaró, me correspondió hacer copias de los documentos y obtener los sellos y las firmas necesarias que nos servirían como justificantes, para después reclamar las ganancias.

El día 12 de julio de aquel año de 1680, zarpó al fin del puerto de Cádiz la flota de la Nueva España; cargada con cuatro mil toneladas de mercancía y tres mil trescientos quintales de azogue. Al frente iban la Almiranta, el galeón Nuestra Señora de Guadalupe, la Capitana, el galeón de Nuestra Señora del Rosario y las Animas. Seguíanles los mercantes y la escolta. En el navío de nombre Jesús Nazareno navegaban rumbo a Veracruz todas nuestras ilusiones…