LA TUMBA DE PYRÈNE

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Hizo tanto frío en París en el mes de enero de 1891 que los mendigos, los vagabundos y las chicas de la calle que trabajaban en la Place Clichy llegaron a decir que se había muerto el sol.

Se helaron las aguas del Sena. Los pobres y los que no tenían dónde caerse muertos morían en efecto como ratas, por lo que las autoridades a regañadientes abrieron refugios en los gimnasios, en las galerías de tiro, en las escuelas públicas y en los baños públicos. El mayor de estos dormitorios de caridad era el que estaba en el Palais des Arts Libéraux, en el Champ-de-Mars, a la sombra de la magnífica torre de Monsieur Eiffel. Diseñada para ser símbolo del esplendor, de lo patriótico y de lo moderno, seña de identidad de la Tercera República, la estructura de metal se levantó en cambio sobre los sombríos, tenebrosos, insonoros días del invierno. Multitud de personas se apiñaban como los refugiados, fugitivos que huían del frío. Las escenas recordaban, al decir de los tenderos, a los días lúgubres de la guerra franco-prusiana, cuando las tropas alemanas desfilaron por los Campos Elíseos.

George Watson, que había sido oficial del Real Regimiento de Sussex, se acordaba de sus días de combate en el calor del Transvaal, en diciembre de 1880, cuando sofocaron la revuelta. Tan sólo tres meses de principio a fin. Había pasado allí el día en que cumplió veintiún años con el fusil al hombro.

Por toda Francia fue idéntica la historia de aquel invierno. En Carcasona, al pie de los Pirineos, el río Aude reventó las orillas y se desbordó sobre los quartiers más vulnerables, los de Trivalle y Paicherou. En el Ariège, los pueblos quedaron incomunicados por la nieve y el hielo. También en Inglaterra, según leyó en el Times, en un ejemplar que tenía unos siete días de antigüedad, una gran tormenta de nieve se había abatido por todo el sur ya en la primavera.

La Naturaleza plantaba cara.

Sin embargo, para George Watson fue 1891 un año de prodigios. Fue un año de experiencias desacostumbradas.

Llegó a París con la pálida y lluviosa primavera, que ese año fue tardía, y se quedó en la ciudad durante el breve y caluroso verano. Su padre había fallecido el año anterior —héroe en la batalla de Jartum, tuvo un funeral militar por todo lo alto—, y George pronto tendría que asumir sus nuevas responsabilidades en Inglaterra.

Sin embargo, durante unos cuantos meses gozó de entera libertad. Estuvo en Francia con la idea de tomar una decisión de cara a su futuro y no tenía ninguna prisa. Tras renunciar a su puesto de oficial, George se propuso transformarse y dejar de ser soldado para convertirse en flâneur, en artista, en filósofo. No tenía nada en común con los poetas, los artistas y los compositores sobre los cuales leía noticias en la prensa, y además lo sabía, a pesar de lo cual estaba resuelto a probar la experiencia y vivir al máximo la metrópolis alternativa y bulliciosa que era París entonces.

Su padre nunca vio la ópera con buenos ojos. Pero el viejo había muerto, y George tenía la intención de compensar los años perdidos asistiendo a todas la óperas para las que consiguiera una entrada. Estuvo en el estreno de Griselde, de Massenet, aunque le gustaron bastante más las melodías descaradas de Bizet en Carmen. Vio Los hugonotes, de Meyerbeer, y el Don Giovanni de Donizetti, y el Guillermo Tell de Rossini, y el Hamlet de Ambroise, y La Juive de Halèvy y el Fausto de Gounod. Y aunque no fuera de su gusto, ni mucho menos, percibió que le afectaba lo que entonces se daba en llamar «espíritu de fin-de-siècle». Sentado George con sus guantes y su sombrero de copa en el Palais Garnier, admirando los adornos de plumas y la blanca piel de las damas que lo rodeaban, se juró que nunca más olvidaría qué era la juventud. Iba a atesorar todos aquellos recuerdos para contárselos a sus hijos en los años venideros. Cómo estimuló las pasiones en la Comédie-Française la obra Thermidor, la pieza de Victorien Sardou, tan virulentamente contraria a Robespierre que había llegado a suscitar tal intensidad de sentimientos que el Ministerio del Interior se vio obligado a prohibir las representaciones. Cuando el Lohengrin de Wagner se montó en el Palais Garnier, el abucheo del público obligó a cancelar la representación, igual que sucediera con Tannhauser treinta años antes.

En los salones con vistas al Parc Monceau visitó a los amigos de su padre. Sus esposas y sus hijas leían L’Argent, el último Zola del momento, de la serie épica Les Rougon-Macquart, y George escuchó con expresión cortés sus opiniones literarias. Más adelante, sin embargo, iba a beber absenta a su café preferido, en la Rue d’Amsterdam, donde leía libros no tan aceptados en sociedad, que compraba a Edmond Bailly en su Librairie de l’Art Indépendant, en la Chaussée d’Antin. Baudelaire había muerto veinte años antes, aunque sus versos seguían vivos en los salones y tabernas de Montmartre, adonde George se sentía cada vez más atraído. No sólo por su poesía, llena de brujas huesudas y lunas rojas como la sangre, yuxtaposiciones de belleza urbana y de decadencia y horror. También por sus traducciones de los morbosos poemas de un escritor norteamericano, Edgar Allan Poe.

George sabía que su sitio no estaba ni siquiera en la periferia de ese demi-monde. Era tan sólo un turista. Pero consideraba que formaba parte de su educación esencial conocer ese ambiente, para que, cuando regresara a Inglaterra e hiciera la proposición de matrimonio a Anne, según suponía que haría, el matrimonio pusiera fin a tales concesiones. Vendría a cambiar las cosas, tal como la muerte de su padre había venido a cambiar las cosas. George se daba cuenta del rumbo que tomaría su vida y se daba por contento de que así fuera. Le esperaba una buena vida, una sólida vida a la inglesa, la vida para la que había nacido. Primero esperaba tener un hijo que se llamaría como él, George, y que seguiría sus pasos. Un muchacho fuerte y valiente, destinado al ejército, como él y su padre antes que él. Después esperaba que llegase una niña, Sophie, o tal vez Fredericka, que tocaría el piano y compartiría con él su gusto por los libros, la ópera y la naturaleza.

Al pensar precisamente en esos hijos imaginarios George decidió pasar en París más meses de los que había previsto en principio, para almacenar recuerdos de cara a un futuro polvoriento. Pero al cabo llegó la estancia a su fin. Cuando el perfume del otoño era más terso y más patente en el aire, George reconoció que había llegado la hora de viajar. A pesar de sus denodados esfuerzos por mejorar sus gustos literarios, lo cierto es que seguía prefiriendo los relatos de aventuras de Rider Haggard y de Jules Verne. George había leído Viaje al centro de la tierra varias veces, imaginando que era el erudito y explorador, el profesor Von Hardwigg, y pensó que el paisaje más violento del sur de Francia tal vez le proporcionase algún conocimiento. Había visto el polvo en el Transvaal, había vivido el calor, pero aún tenía que experimentar la claustrofobia de los mundos subterráneos, en donde pensaba que su imaginación podría florecer. Esto fue lo que le decidió a viajar al sur, donde según tenía entendido se encontraba quizás la red de cuevas comunicadas más grande de toda Europa. Muchas aún estaban cerradas, pero las de mayor tamaño, como era Lombrives, en Ussat-les-Bains, al sur del pueblo montañoso de Tarascon-sur-Ariège, se habían excavado y estaban abiertas a los visitantes mediante cita previa. Desde allí su intención era seguir viaje por España antes de regresar a Inglaterra a tiempo de celebrar la Navidad.

* * *

Una luminosa mañana de otoño, cuando la luz caía formando ángulos marcados sobre el andén tras atravesar el techo de acero y cristal, George tomó el expreso en la Gare de Montparnasse. El cortante silbido de la máquina, el chirrido de la locomotora al expulsar las primeras bocanadas de humo, y atrás quedó París, perdido para George en medio de una nube de humo blanco.

Siete días le llevó el viaje. Discurrió por Laroche, Tonnerre y Dijon hasta Mâcon, donde interrumpió el trayecto. A la mañana siguiente, sobre un cielo azul infinito, siguió a Lyon-Perranche, Valence, Aviñón y por último Marsella. George pasó un par de días en el puerto viejo, probando la especialidad local, la bouillabaise, y luego tomó el tren de la costa hasta Carcasona. Por todas partes se extendían los viñedos y los campos de girasoles, legado de la ocupación romana de siglos atrás.

Una semana después de salir de París, tras haber hecho transbordo al ramal que comunicaba los pueblos de montaña del valle del alto Ariège, George se encontró en un paisaje asilvestrado y prehistórico que fue muy de su gusto. Los pequeños pueblos se apiñaban entre los roquedos. Las nubes pendían bajas en la angostura de los valles, como el humo de las hogueras de otoño, tan cercanas que le daba la sensación de poder tocarlas con los dedos. Y por todas partes se veían en lo alto las negras aberturas de las cavernas, como bocas abiertas en los riscos de granito. No existía un orden, una línea clara, sino más bien un perfil dentado e irregular formado por montañas y cerros, iracundo contra el cielo, como si el mundo se hubiera formado en un cataclismo, en una violenta convulsión.

George se acomodó en un modesto hotel de Ussat-les-Bains, una antigua localidad con balneario pocos kilómetros al sur de Tarascon. Contrató a un guía y un coche de punto para la mañana y, tras almorzar jamón curado y pastel de pollo con una botella de vin de table del mismo pueblo, se quedó dormido, soñando con la aventura que iba a emprender.

A la mañana siguiente, a las diez, vestido con ropa y botas apropiadas para recorrer la montaña, George y su guía, Henry Sandall, fueron dejados por el coche en el arranque de una senda prácticamente cubierta por la maleza que iba a dar a la carretera. Cercada por los bojes y las arbustos de laurel, al principio fue fácil caminar, pero poco a poco el terreno se hizo más escarpado, y George se dio cuenta de que seguían casi la pendiente de la montaña.

El guía era un joven geólogo ingles que había estudiado con Monsieur Noulet en el Museo de Historia Natural de Toulouse y se había casado con una muchacha de la región. Sandall conocía bien las cuevas, y a medida que ascendían hacia la abertura por la cual bajarían sólo al primer nivel, el guía le fue explicando que la temperatura interior de las cuevas de Lombrives era siempre la misma, de unos diez grados centígrados, al margen del tiempo que hiciera en el exterior. Esto significaba que las cuevas, a lo largo de los siglos, hubieran sido utilizadas como refugio por parte de quienes huyeron de las persecuciones en tiempos de guerra. Le dijo que aun cuando los visitantes no podían ir más allá de los primeros niveles, existían kilómetros de cuevas a siete niveles distintos, en las que había restos de aragonita de calcio, una piedra caliza. Sandall le explicó cómo se formaban las estalagmitas y las estalactitas, todo ello de una manera sencilla y clara que le recordó más que nunca las hazañas del profesor Von Hardwigg, su sobrino Axel y el guía de ambos, Hans.

El camino se volvió más empinado, y George comenzó a sentir la tensión en las piernas. También le costaba esfuerzo respirar. Hasta ese momento no había caído en la cuenta de lo rápido que había sido el tránsito de soldado a hombre desocupado. Demasiado poco ejercicio, demasiada lectura. Al ver que resollaba, Sandall propuso que descansaran un rato antes del último ascenso, y los dos permanecieron en solidario silencio.

Contemplando aquel paisaje intemporal, sobre las hojas que iban pasando del verde al oro y al cobre del otoño, George sintió un arranque de afecto por el mundo de la naturaleza, tanto más punzante por haber comprendido que ya sólo podría posponer su regreso a Inglaterra muy poco tiempo más. Algo había en la quietud del aire y en la persistencia de la naturaleza y del paisaje que le llevó a reflexionar, tanto que no se dio cuenta de que Sandall le estaba hablando; esta vez, según dijo, para contar una historia más relacionada con la mitología que con la historia o los estudios científicos. ¿Le apetecía escucharla? George dijo que sí, y se acomodó para escucharle.

A Sandall le brillaba en los ojos el placer del narrador. Relacionada con una caverna en particular de las cuevas de Lombrives estaba la historia de cómo se formaron y tomaron su nombre los Pirineos. Remontándose más allá de la historia conocida de la región, más allá del pasado hugonote, visigodo, romano y prehistórico, estaba el mito de que el semidiós griego Heracles se encontró en el Ariège al dar por terminado el décimo de sus diez trabajos. En aquella época, los pobladores de la Cerdaña, los bébrices, vivían bajo el gobierno de su rey, llamado Bebryx.

Había varias versiones del mito, pero la más habitual era que Heracles, al que luego los romanos llamarían Hércules, se había enamorado de la hija de Bebryx, Pyrène, y ella también se enamoró de él. Habían pasado una noche juntos, pero debido a los términos acordados por el héroe para llevar a buen fin su gesta, estaba obligado a conducir el rebaño de Gerión a la diosa Hera. Aprovechando la luz del alba, se había escapado sin decir adiós. Al despertar y descubrir que se había ido su amante, Pyrène, angustiada, sufriendo la ausencia, quiso seguirlo, y fue hecha pedazos por los animales salvajes. Al oír sus gritos, Heracles volvió y la encontró muerta. Lleno de remordimiento y de rabia, dio forma a los Pirineos amasándolos con tierra y piedras para que fuesen el mausoleo de su difunta amante.

Después de haber pasado seis meses en París, George no era ni mucho menos inmune a los relatos tomados de la Antigüedad, y el écrivain-manqué que alentaba en él disfrutó de la caprichosa explicación que se daba al nombre de las montañas, frente a las propuestas más prosaicas de los hombres de ciencia. Pero la parte más romántica de la historia aún estaba por relatarse. Lo más peculiar, añadió Sandall, era que existía una cueva en Lombrives en la que se había formado un depósito de roca caliza cuya estructura parecía una tumba o un sarcófago. Y aunque ya había dicho antes que la temperatura era constante en el laberinto de túneles y cavidades bajo tierra, en tiempos de sequía el agua que goteaba continuamente por las cuevas llegaba a secarse en todas partes, salvo en esa cámara en particular. Como si, al decir de los lugareños, la propia montaña llorase la pérdida.

—¿La tumba de Pyrène? —insinuó George.

—Así es. Un homenaje a la pena inconsolable que asedió a Heracles por la pérdida de su amada.

Mientras los dos dejaban pasar el tiempo en la ladera de la montaña, George pensó en su prometida, que le estaba esperando en Sussex: la señortia Anne Purfew, bella y caprichosa. Y por más que supiera que su amor no era equiparable al de Heracles por Pyrène, decidió ser un marido constante, firme, fiel. Sonrió entonces, y sus pensamientos pasaron demasiado veloces al hijo que tendrían y a la hija que llegaría después. Pensó en lo mucho que habría de esforzarse para ser mejor padre de lo que había sido el suyo con él. Menos distante, más afectuoso. Pensó en que él y el pequeño George saldrían a pasear por los Downs de Sussex y, tal vez, un día también por los Pirineos franceses. Pensó en que insuflaría en su hijo el amor por Francia que él sentía. Y en casa, cuando llegaran las largas veladas del invierno, pensó en que su hijita tocaría el piano y a él le maravillaría. Llevaría una vida apacible, sin sorpresas, pero con moderada alegría. Segura en el hogar y en la tierra, lejos del polvo, de la sangre y de las moscas que habían sido habituales en su juventud.

George pensó en su madre, en la alianza de boda de su madre, pacientemente a la espera, en una caja fuerte, a cargo del abogado de la familia, cuyo despacho miraba a la puerta oeste de la catedral de Chichester. Estaba decidido. La decisión era inapelable. Se presentaría al coronel Purfew a la primera oportunidad que tuviera, nada más regresar a Inglaterra. Y a partir de ese día toda su vida seguiría el curso trazado. Era hora de volver. Enero de 1892 lo pasaría ya en casa.

—¿Preparado para seguir, señor?

—¿Cuánto queda?

—Un buen trecho, señor. Y a partir de aquí bastante empinado.

George miró la roca pelada. De pronto, la tristeza del relato le pareció demasiado real. Tuvo un frío repentino, a pesar del calor de la tarde. Negó con un gesto.

—No —dijo. Seguir adelante le pareció imposible—. No, creo que no.

Sandall asintió, como si no le sorprendiera. Dieron la espalda a la cumbre y descendieron. Dejaron atrás el lugar en el que la montaña aún lloraba por Pyrène.

KATE MOSSE

Sussex, agosto de 2009