Seguí a Madame Galy por la escalera de baldosas, tropezando dos veces en el remate de madera de otros dos peldaños. En el primer rellano alzó la vela para iluminar un segundo tramo de escaleras, y subimos en fila india, hasta que ella hizo un alto ante una puerta que abrió con la llave.
—Le encenderé el fuego.
Hacía un frío intenso en la habitación, que sin embargo estaba limpia y aseada, y que despedía el mismo olor a cera de abeja y a polvo que había percibido en la planta baja.
Mientras madame Galy encendía las lámparas de aceite con la llama de la vela, miré en derredor. Un pequeño escritorio y una silla de anea junto a la puerta. Enfrente, dos altas ventanas —balcones más bien— del suelo al techo, en un mismo lateral. En la pared de la izquierda había una cama anticuada, de madera. Unas cortinas de brocado, de las que tenía en su casa mi abuela, colgaban de unas anillas de latón. Probé el colchón con la mano. Era desigual, duro, y daba la sensación de estar ligeramente húmedo, apelmazado, falto de uso, aunque me serviría de sobra.
Al otro lado de la habitación había una cómoda robusta con abundantes cajones y un tapete bordado encima, sobre el cual descansaban un gran cuenco de porcelana y una jarra. Encima había un espejo de marco sobredorado, con la superficie biselada y arañada en los laterales.
El corte que tenía en la mejilla me empezaba a escocer. Me llevé los dedos a la herida y palpé la sangre coagulada, endurecida. Le pregunté si tenía algún ungüento.
—En el choque —dije al sentir la necesidad de explicarme— me di con la cabeza contra el salpicadero.
—Le traeré algo que le irá bien.
—Se lo agradezco. Ah, una cosa más: tendría que enviar un telegrama a unos amigos míos que están en Ax-les-Thermes.
—No tenemos oficina de telégrafos en Nulle, monsieur.
—¿Y en algún lugar cercano? ¿Hay tal vez algún teléfono?
Madame Galy negó con un gesto.
—En Tarascon, por supuesto, pero esa clase de comodidades aún no han llegado al valle. —Me señaló la mesa—. Si quiere escribir una carta, puedo mandar a un chico para que la lleve a Ax por la mañana.
—¿Ax está más cerca?
—Un poco, sí.
Me pareció un camino larguísimo, pero si ésa era la única opción no iba a ser yo quien la desechara.
—Gracias —le dije, y temblé—. No quisiera molestar, pero es que me vi obligado a abandonar mi equipaje. En el coche. Si tuviera algo de ropa que prestarme, se lo agradecería mucho.
Madame Galy asintió.
—Algo encontraré para que se lo ponga mientras se le seca la ropa. —Calló un momento—. Si desea sumarse a nosotros, monsieur, la celebración de la fête de Saint-Etienne comenzará a las diez en punto. Será usted bienvenido.
—Es muy amable por su parte, madame, pero no quisiera entrometerme. Teniendo en cuenta el día que llevo, me parece poco probable que siga despierto hasta las diez.
—No será ninguna intromisión, se lo aseguro.
Madame Galy me sonreía, y a pesar de mi cansancio, a pesar de que me dolían todos los huesos, descubrí casi a mi pesar que le tomaba un cálido aprecio. Su entusiasmo era contagioso.
—Es la única noche al año en que se reúne todo el pueblo —siguió diciendo, como si recitase el texto de un folleto publicado por la oficina de turismo local—. Es costumbre ponerse los vestidos tradicionales… De tejedores, de esquiladores, de soldados, de hombres buenos, de lo que cada cual escoja.
—¿De hombres buenos?
Les bons hommes. Había oído antes esa expresión, pero no acerté a recordar ni dónde ni cuándo.
—Es la noche en que recordamos a los amigos. A los viejos amigos y a los amigos nuevos. A los que aún están entre nosotros, a los que ya se han ido.
Le tembló un poco la voz.
—A los que hemos perdido.
—Entiendo.
Era algo completamente distinto a lo habitual en casi todos los demás sitios que había visitado, en los que siempre encontré la resuelta determinación de olvidar el pasado reciente para seguir adelante. Me atrajo el hecho de que Nulle honrase su historia y mantuviera sus tradiciones, aunque sólo fuera una noche al año.
—¿Y dice usted que la fête comienza a las diez en punto?
—A las diez en punto, monsieur, en el Ostal. No le será fácil de encontrar, ya que muchas de las calles no tienen nombre en el quartier más antiguo, y hay varios callejones que ahora no tienen salida. Pero le puedo dar un plano por si decide venir con nosotros.
Lo que deseaba era encontrar un sitio donde comer algo y acostarme temprano. Nunca he sido muy bueno en compañía de desconocidos; me vence la timidez, a menudo me quedo sin habla. Pero contra todo pronóstico, descubrí que me atraía la idea de asistir al festejo.
—¿Está segura de que no será una molestia?
Negó con un gesto vigoroso.
—Es usted muy bienvenido. —Calló un instante—. Además, me temo que esta noche no podría darle de comer algo caliente, no aquí. Estamos todos llamados a echar una mano con los preparativos en el Ostal a partir de las seis en punto.
Reí.
—Pues no hay más que hablar. Así las cosas, de todo corazón acepto su invitación y se la agradezco. Y le agradezco también el plano.
Se secó las manos en el delantal y me miró con ojos resplandecientes, evidentemente contenta de que hubiésemos zanjado el asunto, y en ese momento me recordó el rostro sonriente y maternal de la señora del Panadero que aparecía en mi vieja baraja de Las familias felices.
—¿E irá monsieur Galy al festejo?
Desapareció la sonrisa de su rostro.
—El aire de la noche no le sienta bien —dijo en voz baja—. El frío le cala hasta los huesos.
Depositó la llave sobre la mesa y volvió a tomar la palabra con su voz campanuda.
—El baño se encuentra al fondo del pasillo a la derecha —añadió—. Le prepararé la bañera y luego le encenderé un fuego y le traeré ropa de recambio.
—Gracias.
—Si no necesita nada más…
—No, nada más, muchas gracias.
Asintió.
—Alors, à ce soir.
En cuanto se marchó, me quité las botas y los calcetines mojados, que me empezaban a provocar picores, y vacié el contenido de los bolsillos sobre la cómoda. Mis llaves, mi funda para los cigarrillos, las cerillas, la libreta. Me senté en la mesa. Había varias hojas de papel, además de una pluma anticuada, con el tajo mal afilado. El tintero estaba sorprendentemente lleno. El papel no tenía membrete, así que busqué alguna notificación o aviso oficial que me diera la dirección exacta de la hospedería. Había un cartel clavado en el interior de la puerta para indicar lo que debían o no debían hacer los huéspedes en caso de emergencia o de incendio, pero nada más. Al final, puse tan sólo: «Al cuidado de m. et mme. Galy, Place de l’Église, Nulle, Ariège», y así lo dejé. No tuve ninguna duda de que si me respondieran, su carta me llegaría con toda facilidad.
Garabateé unas cuantas líneas para mis amigos, diciéndoles que me encantaría reunirme con ellos si aún seguían dispuestos a recibirme, y que como no tenía ni idea del tiempo que tardaría en reparar el coche, más adelante volvería a ponerme en comunicación con ellos, pasado un día o dos, para indicarles cuándo cabía esperar que llegase.
No había papel secante, así que agité la hoja y soplé sobre la tinta hasta que estuvo seca del todo. No había sobres, por lo que doblé la carta tres veces, anoté en el exterior de la hoja la dirección del hotel en que se alojaban mis amigos en Ax-les-Thermes y la dejé sobre la mesa, para bajarla después.
Me quedé en ropa interior. A pesar del agotamiento, mi ánimo era bueno. Al tomar la toalla limpia de encima de la cama e ir en busca del cuarto de baño, me di cuenta de que iba silbando.