La tormenta claramente se había alejado del valle dejándolo intacto, puesto que no quedaba ni rastro de nieve en el camino ni en los tejados.
Caminé despacio, tratando de hacerme una idea clara del lugar. Pasé ante un puñado de edificios bajos que me parecieron graneros o establos. Algunas gotas de agua se habían congelado en los canalones, formando hileras de dagas de hielo que apuntaban afiladas al suelo. A pesar del frío terrible, el pueblo parecía extrañamente desierto. No había chicos con un carro de reparto que vendieran leche y mantequilla. No había furgones de correos. En las casas vi alguna que otra sombra en movimiento, entre las franjas de luz que se colaban por las persianas en parte abiertas, pero no había nadie en la calle. Una vez creí oír pasos a mi espalda, pero al darme la vuelta me encontré con la calle desierta. Otros sonidos eran también escasos, un ladrido, un ruido extraño, repetitivo, como si una madera golpeteara contra los adoquines, y enseguida se disiparon en la bruma, a la misma velocidad a la que habían llegado. Al cabo de un rato empecé a pensar que todo eran imaginaciones mías.
Seguí caminando. Capté entonces lo que me parecieron balidos de ovejas, aunque pensé que eso era improbable en pleno mes de diciembre. Me habían hablado de la fête de la transhumance, el festejo con que en septiembre se señala la partida de los hombres con sus rebaños a los pastos de invierno, en España, y de nuevo en mayo, para celebrar su retorno. Por todos los valles altos de los Pirineos, este festejo marcaba dos veces al año el calendario, siendo una venerable tradición de la que estaban orgullosos los montañeses. Más de una vez había oído describir las laderas de España como côté soleil y las laderas de Francia como côté ombre. El sol y las sombras.
Las casas fueron ganando en volumen y mejoró la situación de la carretera, aunque seguía sin ver a nadie. En las paredes de los edificios se veían carteles publicitarios que anunciaban jabón o marcas de tabaco o aperitivos, y unos feos hilos de teléfono se extendían entre unos y otros. En Nulle todo parecía monótono y descorazonador. Los colores de los carteles estaban comidos por el sol, mortecinos, y el papel se rizaba por las esquinas. La herrumbre se descascarillaba en los apliques de metal que sostenían los cables. Algo tenía, sin embargo, la quietud de la luz en la tarde, el ambiente de desgaste, la sensación de que todo estaba venido a menos, algo que me gustó, como si fuera la fotografía de un destino turístico que en otro tiempo estuvo de moda y que ahora era viejo y parecía fatigado. De un modo extraño, me sentí como en casa estando en aquel pueblo olvidado, con su aire de haberse quedado atrás y lejos de todo.
Había llegado ya al corazón del pueblo, la Place de l’Église. Me eché la gorra hacia atrás —la nieve había mojado la banda interior y me picaba la frente— y me apresté a tomar buena nota. En el centro de la plaza había un pozo de piedra, un pozal colgado de un travesaño de hierro forjado que trazaba un arco por encima del brocal. Desde donde me encontraba vi un bistro-café, una pharmacie y un tabac. Todos los establecimientos estaban cerrados. El toldo del café parecía desaliñado y destensado en la pared, como si ya no tuviera esperanzas de ninguna clase. La iglesia ocupaba uno de los lados de la plaza, flanqueada por una pareja de plátanos, con la corteza plateada y moteada como la piel del dorso de la mano de un anciano. Uno y otro parecían desconsolados, abandonados. Las farolas estaban ya encendidas. Digo farolas, pero en realidad eran flambeaux como los de antaño, teas de pino o de abeto que ardían al aire libre. Las llamas proyectaban sombras y luces en forma de dardos entrecruzados a través de las ramas de los árboles y en los adoquines de la plaza.
Me llamó la atención un edificio estrecho, más grande que los demás, con un rótulo de madera que colgaba de una de las paredes. ¿Una pensión, o tal vez una hospedería? Me dirigí rápidamente hacia él, atravesando la plaza. Tres anchos peldaños de piedra daban entrada a una puerta de madera, no muy alta, bajo la cual colgaba una campana de latón. El grueso cordel se había enroscado con las rachas de viento. Un letrero escrito a mano anunciaba el nombre de los dueños: «M et mme Galy».
Titubeé durante unos momentos, consciente de que mi aspecto no era precisamente el más presentable. Ya no me sangraba el corte que me había hecho en la mejilla, pero tenía manchas de sangre seca en el cuello de la camisa, tenía la ropa empapada e iba sin equipaje. Estaba hecho un desastre, como un náufrago. Me enderecé la bufanda, guardé el pañuelo y los guantes manchados en los bolsillos del abrigo y me coloqué bien la gorra.
Di un tirón de la campana y la oí resonar dentro de la casa. Al principio no pasó nada. Luego oí unos pasos que se acercaban, y al cabo un cerrojo al descorrerse.
Se asomó un viejo con los dientes saltones, con una camisa sin cuello, chaleco y unos recios pantalones de campo. El cabello canoso enmarcaba un rostro curtido a la intemperie.
—Oui?
Le pregunté si tenía habitación para pasar la noche. Monsieur Galy, o al menos supuse que era él, me miró de hito en hito, pero no dijo nada. Al suponer que mi francés era el culpable, le señalé la ropa empapada, la herida en la mejilla, y comencé a relatarle el accidente sufrido en la carretera de montaña.
—Une chambre… pour ce soir seulement. Sólo una noche.
Sin quitarme la vista de la cara, gritó por encima del hombro hacia el pasillo en silencio que tenía a la espalda.
—Madame Galy, viens ici!
En la penumbra del pasillo apareció una mujer robusta, de mediana edad, con unos sabots de madera que hacían un ruido seco al golpear contra el suelo. El cabello, entrecano, lo llevaba peinado con la raya al medio, y retirado de la frente en una doble trenza. Le daba un aire de severidad, impresión que reforzó el hecho de que, salvo el pequeño delantal blanco, vestía por completo de negro, de los pies a la cabeza. Eran negras hasta las gruesas medias de lana, visibles bajo el dobladillo de la falda, que le llegaba a la pantorrilla. Pero cuando la miré a la cara vi que su expresión era de franqueza, de honestidad, y que tenía unos ojos castaños y una mirada amable. Cuando le sonreí, me devolvió la sonrisa.
Galy agitó la mano para indicarme que repitiera mis explicaciones. Una vez más recité la letanía de las desdichas que me habían llevado a Nulle. No dije nada de los cazadores.
Aliviado, comprobé que madame Galy parecía entender. Tras una breve y destartalada conversación con su marido, en un dialecto tan espeso que no pude seguirla, anunció que naturalmente que me daría una habitación para pasar la noche. También dispondría, según me dijo, que alguien me acompañara a la mañana siguiente a la montaña para recuperar el automóvil.
—¿No hay nadie que pueda echarme una mano ahora? —pregunté.
Hizo un gesto para disculparse y señaló a mi espalda.
—Es que ya es muy tarde.
Me di la vuelta y me asombró ver que, en efecto, en los pocos minutos que habíamos estado hablando, la noche se había llevado lo que quedaba del día. Estaba a punto de comentarlo cuando Madame Galy siguió explicándome que, de todos modos, ese día de diciembre era la fiesta y la celebración más importante del año, la fête de Saint-Etienne, que se observaba religiosamente desdel siglo XIV. No llegué a comprender todas las palabras que dijo, pero entendí que me pedía disculpas porque todo el mundo estaba atareado con los preparativos para los festejos de la noche.
—Il n’y a personne pour vous aider, monsieur.
Sonreí.
—Pues tendrá que ser mañana.
Me quedé tranquilo. Sin duda era ésa la razón del extraño silencio que reinaba en el pueblo, de que todos los establecimientos estuvieran cerrados, de que los flambeaux ardieran de manera sorprendente en la plaza.
Indicándome que la siguiera, Madame Galy se alejó ruidosamente por el pasillo. Monsieur Galy cerró la puerta y corrió el cerrojo. Cuando me volví a mirar por encima del hombro, seguía allí, con el ceño fruncido, los brazos pegados a los costados. Parecía que no se alegrase de la presencia de una visita inesperada, pero no iba yo a permitir que esa contrariedad me molestase. Había encontrado un sitio en que pernoctar.
En la pared había un interruptor redondo para encender la luz, pero no había bombillas en los casquillos del techo. El pasillo estaba iluminado por lámparas de aceite, cuyas llamas se ampliaban por medio de unas tulipas curvas, de cristal translúcido.
—¿No hay suministro eléctrico?
—No es muy de fiar, sobre todo en invierno. Suele haber muchos cortes.
—Pero tendrán agua caliente… —indagué. Una vez que me encontré a resguardo del frío, no tuve reparo en reconocer que estaba hecho trizas. Me dolían los muslos y las pantorrillas de la bajada hasta el pueblo, y estaba helado por dentro. Más que nada necesitaba darme un buen baño con agua caliente.
—Pues claro. Tenemos un calentador de aceite para eso.
Seguimos por el pasillo. Vi algunas habitaciones con las puertas abiertas. Todas ellas estaban vacías. No se oía ninguna conversación, no se oía a los criados que se ocupasen de las tareas.
—¿Tiene muchos huéspedes?
—No en estos momentos.
Aguardé una explicación, pero ella no me la dio, y a pesar de mi curiosidad decidí no insistir.
Madame Galy se detuvo ante una mesa alta, de madera, al pie de las escaleras. Me llegó el olor a cera de abeja, que me recordó de golpe las escaleras de la parte de atrás para subir al cuarto de los juegos cuando era niño, unas escaleras peligrosas para ir descalzo.
—S’il vous plaît.
Empujó hacia mí un grueso y antiguo libro de asiento. Encuadernado en piel, con un papel de alto gramaje, color crema, y tenues rayas azuladas. Eché un vistazo a los nombres anteriores y vi que la última entrada correspondía al mes de septiembre. ¿Es que no había tenido a ningún huésped desde entonces? Firmé junto a mi nombre a pesar de todo. Cumplidas las formalidades, Madame Galy escogió una llave de latón, grande y anticuada, de una hilera de seis ganchos que había en la pared, y tomó una vela encendida del mostrador.
—Par ici —dijo.