El sendero del bosque

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La senda estaba prácticamente embozada por la maleza y tenía anchura suficiente para que pasaran dos personas muy juntas. Sin embargo, tal como suponía, el dosel de los árboles perennes había protegido el suelo de la nieve. Acerté a ver las roderas heladas que había dejado una carreta estrecha, y huellas de caballo, o acaso de bueyes. Me animé un poco. Al menos, alguien había pasado por allí, y tal vez no mucho antes que yo.

No tardé en llegar a un cruce. La senda que salía a la izquierda parecía más utilizada que la otra. Los robles y los bojes estaban empapados por el invierno. Todo olía a humedad: las hojas apelmazadas en el sendero y las agujas de los abetos. El camino de la derecha era similar, discurría entre bojes y álamos plateados, aunque con mucha más pendiente. En vez de trazar un zigzag, descendía recto por las laderas.

Me miré las botas. Eran de la marca Fitwell, y las anunciaban diciendo que eran idóneas para todas las condiciones climatológicas, aunque no creo que los fabricantes estuvieran pensando en su uso en montañismo. No obstante, aguantaban bien, aunque el frío traspasaba las suelas y tenía congelados los dedos de los pies a pesar de llevar dos pares de gruesos calcetines de lana. También tenía helados los dedos de las manos. El pantalón se me pegaba a las piernas. Cuanto antes dejara de tener frío, mejor.

Por eso tomé el camino de la derecha, al suponer que sería más directo. Tenía cierto aire de abandono, daba una sensación de descuido, de quietud absoluta. No había huellas en él, ni roderas, ni señales en la superficie, nada que indicara que el terreno hubiera soportado ninguna perturbación. El aire mismo parecía más frío allí.

El sendero era tan empinado que me vi obligado a afianzar bien los pies, a flexionar las rodillas y a sujetarme a las ramas que pendían sobre el camino para no perder pie y resbalar.

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Las raíces extravagantes de los árboles antiguos cruzaban una y otra vez la senda. Las piedras, la tierra suelta, las ramas caídas y fosilizadas, resbaladizas por la helada, sobresalían a uno y otro lado en medio de la densa espesura y dificultaban el descenso. La sensación de claustrofobia era cada vez mayor. Me sentía atrapado, como si el bosque se fuera cerrando sobre mí. Había algo grotesco en el paisaje. Todo era familiar, pero estaba al mismo tiempo distorsionado.

Empecé a tener la impresión de que los nervios podían jugarme una mala pasada. Hasta los animales parecían haber abandonado aquel paraje extraño y callado. No cantaban los pájaros, no se apreciaba que se escabulleran las liebres o los zorros por la maleza. Alargué mis zancadas y avivé el paso al bajar por la ladera. En varias ocasiones, al pisar desalojaba una piedra y la oía caer rodando en la oscuridad. Cada vez más, fui imaginándome formas extrañas, siluetas, perfiles casi detrás de cada árbol, ojos que me veían pasar por lo más recóndito del bosque. Una voz desagradable y persistente me llegaba al oído, empeñada en preguntar si era tan sólo la tormenta lo que había alejado de allí a los lugareños.

En lo más frondoso del bosque la luz había desaparecido casi del todo. La neblina se colaba entre los árboles, resbalaba por los troncos y las oquedades como un animal que acecha a su presa. Reinaba una quietud absoluta e impenetrable.

Oí entonces que se partía una rama, como si alguien la hubiera pisado. Me detuve en seco, esforzándome por oír mejor. Otro ruido, un crujido de hojas secas, de piedras. Algo avanzaba por la maleza. Se me paró el corazón. Sabía que hay jabalíes en los Pirineos, pero… ¿habría también osos, o lobos?

Busqué algo con lo que pudiera defenderme antes de poder detenerme del todo. Como si fuera yo capaz de plantar cara al animal que fuese y salir bien parado del encuentro. Mi único recurso, en caso de tener el infortunio de encontrarme con un animal salvaje, sería permanecer completamente quieto y fiarme a la esperanza de que no detectase mi rastro. Si me localizase, no me quedaría más remedio que huir corriendo.

Crujió otra rama en seco, esta vez más cerca. Impelido a pasar a la acción, me di la vuelta para ver si al menos encontraba un árbol al que pudiera trepar para ponerme a salvo, pero no vi ninguno que tuviera las ramas bajas. Con inmenso alivio, en ese momento me llegaron unas voces. Momentos más tarde emergieron de la bruma dos figuras difíciles de distinguir por la senda que discurría más abajo. Hombres, dos hombres, los dos armados con escopetas. Uno de ellos llevaba unos urogallos colgados al hombro, los ojos ciegos y negros de las aves fijos como cuentas de cristal.

—Gracias a Dios —musité.

No era un lobo, no era un oso. Preguntándome si no habrían sido sus voces lo que oí con anterioridad, aunque al verlos me pareció más bien improbable, los llamé con un grito. Lo último que deseaba era que me tomasen por los animales que precisamente había temido que me siguieran, y que así terminasen por pegarme un tiro.

—Salut! Quel temps!

Quizás fueran furtivos, y tal vez les preocupase que yo pudiera denunciarlos a las autoridades, por lo cual alcé las manos al verlos acercarse, para que vieran que no era una amenaza.

—Messieurs, bonjour à vous.

Asintieron, pero no dijeron nada. Sólo tenían a la vista una franja de piel a la altura de los ojos, entre el ala del sombrero y la bufanda con que se habían embozado hasta la nariz, aunque me di cuenta de que había despertado su recelo, de lo cual no pude culparles. Debía de dar lástima verme.

—Je suis perdu. Ma voiture est crevée. Là-haut.

Hice un gesto impreciso en dirección a la carretera e intenté explicarles lo que había ocurrido, la tormenta de nieve, el accidente. Terminé por preguntarles si conocían algún sitio cercano en el que pudiera pedir ayuda. Al principio, ninguno de los dos reaccionó. Por fin, el más alto se dio la vuelta y señaló hacia el sendero. Conducía a una aldea llamada Nulle, dijo con una voz opaca por el tabaco y el humo. El cazador alzó ambas manos y flexionó los diez dedos una vez, y luego repitió el gesto. Fruncí el ceño y me di cuenta de que trataba de comunicarme que tardaría veinte minutos a pie. Al menos, supuse que eso era lo que había querido decirme.

—Vingt minutes?

Asintió y se llevó el dedo a los labios. Sonreí para dar a entender que lo había captado. No tenían permiso de caza.

—Oui, oui. Je comprends. Secret, oui?

Asintió una vez más y nos despedimos. Continuaron por el sendero y yo seguí la bajada, sintiéndome inexplicablemente reconfortado por la conversación. En poco tiempo la cuesta fue allanándose y me encontré en un trecho sin relieve, desde el que se avistaba un valle cerrado por las montañas en el lado opuesto. El cielo parecía más luminoso y no cubría la nieve los campos, sino tan sólo una tenue capa de escarcha en los surcos labrados. Tras pasar una hilera de árboles desnudos vi señales de vida: una hilacha de humo que ascendía en el aire.

—Gracias a Dios —volví a suspirar.

El pueblo estaba encajado en una hondonada entre las montañas, rodeada por laderas en los cuatro costados. Los techos de tejas rojas, las chimeneas de piedra gris y, en el centro, y más alta que el resto de los edificios, la torre de una iglesia. Reanudé el paso a buen ritmo, sin perder de vista la torre y el campanario. Ya me imaginaba el ruido reconfortante que saldría de los cafés y de los bares, el entrechocar de la vajilla en las cocinas, el sonido de las voces humanas.

Había un puente en el extremo más alejado de un prado. Me dirigí allá y no tardé en cruzarlo, sorprendido al ver que fluía la corriente. Había pensado que a tales altitudes los arroyos y barrancos estarían helados desde noviembre hasta marzo. Pero el agua corría veloz, azotando la base del puente y salpicando las orillas. Oí el tenue repicar de las campanas en la iglesia, una sola nota mustia y lúgubre que se expandió en el aire.

Uno, dos, tres.

Me sorprendió que hubiera pasado tan poco tiempo desde que abandoné el coche en la carretera. Sin embargo, sabía igual que cualquiera que nuestras experiencias se moldean por sí solas para colmar el tiempo que se les adjudica. No fue difícil comprender que el shock y la climatología adversa habían afectado mi sentido del tiempo.

Estuve escuchando hasta que dejó de oírse la campana, y entonces bajé por el otro lado del puente y seguí mi camino por el prado. Allí, el otoño parecía no haber perdido del todo su asidero en la tierra. En vez del gris desolado y del blanco inhóspito de los pasos de montaña, allí se apreciaban los rojos y cobrizos de las hojas caídas. En los setos distinguí salpicaduras de color, florecillas rosas, azules y amarillas, como el confeti que se esparce a la entrada de una iglesia después de una boda. Llegué a ver retama y altas amapolas de otoño. De un rojo intenso, como salpicaduras de sangre sobre las briznas de hierba que había quemado la escarcha.

El prado dejó paso a un camino de tierra de anchura suficiente para que transitase una carreta o un coche. La superficie estaba resbaladiza, y en dos o tres ocasiones percibí que las botas perdían agarre, aunque no llegué a caer.

Por fin llegué a un cartel de madera, pequeño, en el que descubrí que ya me encontraba en Nulle. Vacilé, miré por encima del hombro a las altas montañas con su manto de árboles, destacadas sobre el cielo del invierno. De pronto me sentí reacio a abandonarlas. La perspectiva de hallar alojamiento, de tener que explicar de nuevo mi situación y el esfuerzo necesario para organizar el rescate del coche me parecieron superiores a mis fuerzas.

Y hubo algo más. He repasado este momento muchas veces en estos cinco años que han pasado, y todavía no tengo una idea clara de por qué, instintivamente, descubrí que había una especie de nube, una tristeza difusa que pendía sobre el pueblo. Me pareció entender que algo no estaba como debiera, que había algo fuera de lugar, como si en un salón estuviera un cuadro torcido en la pared.

Negué con la cabeza. No me encontraba en condiciones de mirar los defectos. Tenía frío, estaba cansado. Ya tendría tiempo, cuando hubiera encontrado dónde alojarme, para considerar los acontecimientos del día. Me introduje las manos hasta el fondo de los bolsillos y entré a pie en el pueblo.