La vigía de las montañas

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Susurros. Oí voces que susurraban, que se colaban entre las montañas.

—Yo soy la última, la última… A los demás se los han tragado las tinieblas.

Oí los alaridos del viento más allá, lejos, a veces más cerca, tan cerca que imaginé que me daba el aliento de alguien en las mejillas.

—A los demás se los han tragado las tinieblas.

—Eh, aquí, estoy aquí —quise decir, pero no atiné a pronunciar ni una sílaba.

Luego unos sollozos, un arañar desesperado como de una roca con otra, y un llanto terrible. Piano, pianissimo, moriendo, como los últimos acordes de una campana que en el campo llama a vísperas.

—Por aquí —murmuré—. Por favor. Auxilio.

No puedo saber con ninguna precisión cuánto tiempo pasé en ese estado, ni consciente ni inconsciente del todo. La sensación era como la que se tiene al dejarse llevar por la corriente en una playa, como si buceara despacio, muy despacio, en medio del agua muy verde, acercándome a la superficie, a la luz. La vista el tacto, el oído. Las puntas de mis dedos, la blancura que percibía tras los ojos, los dedos de los pies dentro de las botas.

De pronto fue como si me asfixiara al toser. No ahogándome, sino en el momento del despertar. Volvía en mí. Noté el bombeo con que me latía el corazón bajo las costillas, redoblando como un tambor. Tragué saliva con fuerza. Cuando alargué la mano para quitarme la nieve de la mejilla, vi que tenía las puntas de los guantes enrojecidas. Y cuando bajé los ojos vi que la nieve y el cristal y la sangre se habían mezclado en mi regazo, relucientes y sin embargo apagados al mismo tiempo.

Me recosté en el asiento. Ese mínimo movimiento provocó un balanceo en el coche y me di cuenta de que era imperioso salir de allí. Se encontraba en precario equilibrio, aunque era imposible saber si seguiría estándolo por mucho tiempo. Más adelante me enteré de que uno de los amortiguadores se había soltado, y que el metal se había enganchado en las rocas, bajo la nieve.

Tuve cierta idea de los minutos pasados contando mentalmente. Miré el reloj del salpicadero. La última vez que lo había visto rondaban las dos. El cristal estaba destrozado y las manecillas colgaban inútiles a las seis y media.

Me palpitaban las sienes. Me armé de valor, me afiancé, me incliné y abrí la portezuela. El viento huracanado se coló en el acto por la rendija y produjo un golpetazo de la portezuela contra el lateral del coche, que se estremeció. Con cautela, saqué una pierna, luego la otra, vagamente consciente del alivio que me produjo ese movimiento elemental. Me propulsé hasta encontrarme de pie, viendo cómo caían los restos del parabrisas apiñados en mi regazo, y luego me alejé del coche dando traspiés. El viento me sacudía las orejas con tal fuerza que me costó trabajo no perder el equilibrio, aunque logré al final cerrar la puerta.

Encorvándome para protegerme del frío terrible, pasé la mano por la carrocería tratando de evaluar los daños de la colisión. Había comprado el Austin al comienzo del año, con la modesta herencia que me quedó tras abonar los impuestos de sucesión por las propiedades de mi padre. Tenía un valor tanto sentimental como financiero. Era lo último que nos unía.

La buena noticia fue que no estaba herido de consideración. Y que el coche no se había precipitado al vacío. La mala noticia fue que no existía posibilidad de sacarlo de allí sin ayuda de alguien. Había residuos por todas partes. Las astillas y los añicos del cristal crujían bajo mis pies. El capó se había abollado del todo y el radiador se encontraba doblado sobre sí mismo como un costillar partido. Uno de los faros había desaparecido limpiamente, y el otro estaba aplastado, torcido, y colgaba de unos cables.

Me arrodillé en la nieve. Había trozos de metal y de tubos bajo el chasis. El árbol de transmisión se había desgajado, y parte del suelo del automóvil parecía una uña arrancada de cuajo.

Hacía un frío como jamás había experimentado. Ya no nevaba, pero la bruma era impenetrable y aún parecía espesarse por momentos, envolverse a mi alrededor, introducirse por la nariz, por la boca. Amortiguaba todos los sonidos y distorsionaba el paisaje, dando al panorama un tinte siniestro. Los árboles contrahechos y las rocas de formas extravagantes se transformaban en bestias mitológicas.

Me encasqueté la gorra cuanto pude, si bien las orejas posiblemente se me habían helado. El pantalón de tweed, en la parte que asomaba por debajo de mi abrigo, ya estaba empapado, pesado, y lo tenía pegado a las pantorrillas. La sangre fresca me goteaba por la mejilla. Saqué un pañuelo, traté de contener la hemorragia, y vi una estrella roja en medio del algodón azul claro. No me dolía, pero gracias a George sabía que una herida rara vez duele desde el primer momento. El estado de shock es la anestesia que la naturaleza tiene, me había dicho. El dolor llega después.

No podía hacer nada más que abandonar el coche e ir en busca de ayuda. No podía arriesgarme siquiera a sacar la maleta, por temor a que el coche se desequilibrase y cayera por el precipicio.

Me di la vuelta para tratar de hacerme a la idea de dónde estaba. ¿Me encontraba más cerca de Tarascon que de Vicdessos? La visibilidad era muy escasa en ambas direcciones. La carretera por la que había circulado se había disipado del todo en la niebla, y más adelante se tragaba el camino una curva muy cerrada.

Recordé entonces que me había fijado en un cartel de madera a la orilla de la carretera, en el que dio de refilón el último destello de un relámpago. Como no había pasado cerca de ninguna casa, y como no tenía esperanzas de encontrar nada si seguía en mi ascenso por la montaña, me pareció que lo más aconsejable sería tratar de encontrarlo. Tal vez fuera indicador de un camino, tal vez un camino condujera a alguna parte. Aunque no fuera así, hallaría mejor refugio entre los árboles que en las laderas peladas.

Cerré la puerta del conductor más por la fuerza de la costumbre que por pura necesidad, y guardándome las llaves en el bolsillo me subí el cuello del abrigo, me ceñí la bufanda cuanto pude y encaminé mis pasos por donde había subido con el coche.

Estuve caminando sin descanso como el buen rey Wenceslao en la nieve. El mundo se había vuelto blanco del todo. No había ni asomo de color, brillaban por su ausencia la luz y la sombra, no se veía ni un trecho de tierra. La niebla abrazaba inmóvil las ramas de los árboles, aunque al menos el viento ya no soplaba como antes. Tras el estruendo de la tormenta, todo estaba muy en calma. En silencio.

Por fin, tras mucho caminar, encontré el cartel. Aparté la nieve acumulada en el tablón horizontal, pero no contenía información, tan sólo una flecha que apuntaba hacia abajo. No me pareció muy prometedor, pero a todas luces la única opción que me quedaba era seguir la indicación.

«A donde quiera que vaya…».

Volví a oírla entonces. La misma voz liviana, engañosa, difusa, transportada por el aire helado.

—Yo soy la última, la última…

—Pero… ¿qué demonios…?

Me volví en redondo, en busca de la fuente de la que pudiera haber emanado el sonido, pero no vi a nadie. Me dije que si la nieve y las montañas suelen ser engañosas a la vista, a la percepción de la perspectiva, ¿por qué no iban a ser también ilusorias al oído? Allí no había nadie. Y a pesar de todo me di cuenta de que me estaban vigilando. Se me pusieron los pelos de punta.

Volvió a llegarme por encima del silbido del viento el mismo susurro indistinto.

—A los demás se los han tragado las tinieblas.

Contemplé el contorno desdibujado de la luz en dirección al horizonte del que parecía proceder el sonido. Y esta vez, por el lado más lejano del valle, por encima de la silueta de los árboles, juro que vi a alguien, o algo, moviéndose. Una silueta sobre la planicie del cielo. Se me desbocó el corazón.

—¿Quién es usted? —grité como si me pudiera oír pese a estar tan lejos—. ¿Qué es lo que quiere?

No obstante, aquella figura, caso de haber estado en efecto allí, se había volatilizado. La confusión en que me hallaba me retuvo inmóvil en el sitio. ¿Había sido una ilusión producida por mi estado de shock? ¿Una reacción retardada ante el accidente sufrido? Si no, ¿de qué otra forma podía explicarse? En medio de aquella soledad, cualquier hombre podría haber inventado sin querer incluso pruebas de la existencia de otro ser humano, únicamente por no estar solo.

Me quedé unos momentos más, incapaz por algún motivo de ponerme en marcha, hasta que el frío me obligó a reaccionar. Echando entonces un último vistazo por encima del hombro, me interné por el camino, por el bosque, dejando la voz a mi espalda. Dejándola atrás.

O eso pensé.