La tormenta de nieve

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Había recorrido poco más de un kilómetro cuando una andanada de aguanieve cayó de repente sobre el parabrisas. Accioné los limpiadores, que sólo consiguieron embadurnar el barro y el hielo sobre el cristal. Bajé la ventanilla y traté de limpiar algo con el pañuelo.

Una violenta racha de viento golpeó de frente el Austin. Cambié y reduje de tercera a segunda, consciente de que los neumáticos no aguantarían si el aguanieve se helase. Un solo copo de nieve, gordo como una moneda de seis peniques, se posó en el capó. Lo siguieron otros. En cuestión de segundos, o al menos eso me pareció, me encontré en medio de una tempestad. La nieve caía arremolinada y trazaba espirales, posándose en el techo del coche y amortiguando todos los sonidos.

Oí entonces lo que me pareció el rumor de un trueno cuyo eco se propagaba en los espacios comprendidos entre los montes. ¿Era posible tal cosa, truenos y nieve al mismo tiempo? Mientras me paraba a pensarlo, un segundo trueno retumbó por el valle y restó todo valor a mi pregunta.

Avancé palmo a palmo. La carretera parecía estrecharse. A un lado, los grandes paredones grises de las montañas; al otro, un brusco precipicio, la ladera arbolada que caía casi a pico. Aún se oyó otro trueno retumbar y llegó luego el chasquido de un relámpago que silueteó los árboles negros sobre el cielo eléctrico.

Encendí los faros a la vez que notaba que los neumáticos tenían problemas para no derrapar en un tramo de carretera más empinado y deslizante, a la vez que seguía adelante a pesar del viento que soplaba con fuerza de frente. Y en todo momento se oía el chirriar del limpiaparabrisas, que a duras penas iba y venía.

El parabrisas se había empañado. Me picaba la nariz por el olor a lana húmeda, a escape de gasolina, a la humedad de las gomas bajo mis pies. Me adelanté y froté el interior del parabrisas con la manga. No sirvió de nada.

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Supe que tenía que encontrar un refugio, pero no había casas a la vista, no había ninguna señal de presencia humana, ni siquiera la solitaria cabaña de un pastor. Tan sólo una inacabable extensión de frío y de silencio.

Otro recuerdo de infancia se coló en mis pensamientos. El cuarto de jugar, las luces apagadas de noche. Yo lloraba a oscuras, despertado de pronto por un mal sueño, llamando a voces a una madre que nunca vino a por mí. De pronto aparece George sentado al pie de mi cama, abriendo las cortinas para que entre la luz argentina de la luna y diciéndome que no hay nada que temer. Me dice que no hay nada que pueda hacerme daño. Me cuenta que somos los chicos Watson, invencibles y valerosos. Nada podrá con nosotros mientras estemos juntos. Y teniendo a George a mi lado, eso creía yo con total convicción.

¿Cuántos años tendría él? ¿Once, doce? ¡Y cómo supo dar consuelo y reconfortar a un niño que se sentía solo y que tenía miedo de la oscuridad —sin mostrar demasiada simpatía, sin quedarse corto—, y a la vez comprender que nunca más debería mencionar aquel suceso!

—Los chicos Watson —murmuré.

Así estuve hablando conmigo mismo para mantener el ánimo. Me dije que tenía que ser consciente de que no corría un peligro físico, real. Todo era cuestión de conservar la calma. Las probabilidades de que un rayo cayera en el coche eran reducidas. Demasiados árboles altos alrededor. La tormenta sólo parecía peor de lo que en realidad era. En cuanto a los truenos… ¿Tal vez producto de una climatología insólita? No podían ser nada más. No había nada que temer. El ruido no hace daño, el ruido no mata. No mata como mataban las balas, como los gases, como las bombas o las bayonetas. George había sabido a qué se enfrentaba en cada momento del día. Aquello que estaba yo viviendo no era nada comparado con lo que él, o cualquiera de los otros, había tenido que soportar.

Mantuve esta línea de pensamiento, aunque las comparaciones me sonaban huecas. Al final la valentía no había salvado a George, no había salvado a ninguno de los otros. Si las condiciones del clima empeorasen, la carretera muy pronto sería intransitable. El peligro era muy real, no sólo una sombra en la oscuridad. La superficie se iba convirtiendo ya en hielo. Sería fácil perder el control y precipitarse por la pendiente en caída libre.

Y si no fuera un accidente, el frío podría acabar conmigo. El frío había derrotado incluso a los más fuertes. A Franklin en el Ártico, a Wilson y Bowers en la Antártida, a Mallory y a Irvine en el Everest. Al igual que Scott, mi héroe de la adolescencia, podría morir embarrancado en un mundo hostil e implacable. Al contrario que en el caso de Scott, a once días del campamento base, nadie iría a buscarme. Nadie sabía dónde estaba.

Mientras analizaba mi situación, tomé mayor conciencia de la ironía. Allí estaba, frente a la aniquilación y el olvido con los que había coqueteado la noche anterior en la Tour du Castella. En cambio, menos de veinticuatro horas más tarde, cuando el destino en persona se había presentado para echarme una mano, ya no quería morir.

—No quiero morir.

Lo dije en voz alta y me sorprendí, e incluso me quedé atónito al comprobar que era verdad. Otro chasquido, otro relámpago cayó justo delante de mí, iluminando un cartel de madera a la vera del camino.

Como un idiota, tiré del freno de mano. Las ruedas delanteras quedaron bloqueadas. Luchando por conservar el control, giré el volante con todas mis fuerzas, pero fue insuficiente el empeño. Noté que los neumáticos se deslizaban. Fui derrapando de costado, veloz, hacia el precipicio. Cerca, cada vez más cerca de la nada. Oí entonces un golpe seco. Volví a girar el volante con todas mis fuerzas en sentido contrario, con lo que el Austin trazó un giro de 180 grados. En medio segundo recuerdo haberme parado a pensar que todo iba a terminar allí.

Hubo algo en el chasis del coche que se empaló como un ancla en la superficie desigual de la carretera. Me frenó, pero no lo suficiente: llevaba demasiado impulso. Seguía abalanzándome hacia el precipicio.

Se acabó.

Alcé las manos. Noté que el motor se había calado, y noté luego un golpe sordo y los cristales que caían hechos añicos encima de mí. Todo se frenó de pronto, el movimiento, el impulso, el ruido. Los fragmentos de mi propia vida fueron destellando, sí, a medida que los veía y los perdía de vista. Imágenes desbarajustadas de mis padres, instantáneas de las muchachas a las que quise amar. El modo en que la luz de noviembre me había dejado atónito al ver la placa en conmemoración de los muertos del Real Regimiento de Sussex, en la capilla de la catedral de Chichester. Recuerdos de George.

Y me pregunté si él también había visto la muerte como una sombra cuando salió a su encuentro. ¿Llegó a reconocer el momento y saber lo que era? Ahora que lo rememoro, me asombra que se me ocurriesen estos pensamientos de manera tan afable y tan sosegada. Dejé de sentir pánico, sólo tuve una sensación de paz. Fue como si la luz menguase y se fuera apagando en una suavidad sin forma, como de plumas negras, y tuve la esperanza de que George hubiera sentido ese tenebroso placer en el momento de despedirse de este mundo. Nada de terror, sobre todo nada de dolor. La sensación de acogida en el lugar al que uno pertenece.

El presente se abalanzó de pronto con toda violencia, con toda brillantez, con brutalidad. El Austin había colisionado contra uno de los cantos rodados que flanqueaban la carretera para advertir a los viajeros de la caída del precipicio; había chocado de frente con tal violencia que el capó se había retorcido. Me atravesó un espasmo de dolor al darme la cabeza una sacudida y luego golpear contra el salpicadero.

Después no hubo nada.