En los días más lúgubres de mi internamiento en el sanatorio, y luego durante mi convalecencia en la casa familiar de Sussex, el amanecer era la hora del día que más me aterraba. Al nacer el día era cuando parecía mi vida desolación y yermo, cuando la encontraba más reñida con el mundo que despertaba a mi alrededor. El azul del cielo, el envés plateado de las hojas de los árboles que volvían a la vida con la primavera, la celidonia y el perifollo en los setos, todo parecía burlarse de mi ánimo abatido.
Si vuelvo la vista atrás, la razón de mi desplome era perfectamente manifiesta, aunque en su momento no pareciera tan evidente. Para quienes me rodeaban, y desde luego para mis padres, era extraño —era casi de mal gusto— haber esperado tanto tiempo para hacerme pedazos. Hasta seis años después de muerto George, mi ánimo destrozado no se rindió y renunció a luchar, aunque en realidad se hubiera producido un deterioro progresivo y constante.
Estábamos en un restaurante que no se encontraba lejos de Fortnum & Mason, adonde fuimos a celebrar mi vigésimo primer cumpleaños. Aún recuerdo a la perfección el sabor del champán, un Montebello de 1915, de la misma cosecha, por lo visto, que Fortnum proporcionó a la expedición al Everest de aquel año. Pero es que allí sentados en medio de un silencio quebradizo, solos mi padre, madre y yo, George era una sombra sentada a nuestra mesa. Era su presencia lo que nos convertía en una familia. Él había sido lo que nos mantuvo unidos. Sin él, éramos tres desconocidos que nada tenían que decirse. Y allí estaba yo, el otro hijo, tomando sorbos de champán y abriendo regalos, cuando George no había alcanzado en cambio la mayoría de edad. Era un error.
Todo era un craso error.
¿Era yo de pronto el primogénito por haber vivido más que George? ¿Acaso nos habíamos intercambiado los lugares? Esos pensamientos, que se me iban acalorando, me rondaban la mente sin cesar. Los camareros pasaban silenciosos junto a nosotros, vestidos de blanco y negro. Las burbujas del champán me rascaban la garganta al tragar. El ruido de los cubiertos me estaba poniendo enfermo de los nervios.
—Haz un esfuerzo, Frederick. Te lo ruego —dijo de pronto mi madre—. Al menos finge que estás a gusto, aunque no lo estés.
—Deja al chico en paz —masculló mi padre, pero al mismo tiempo desechó la oferta del maître, que vino con una segunda botella de Montebello.
Sólo atinaba yo a pensar en los cumpleaños celebrados antaño, cuando George me había hecho reír, me había hecho regalos, había transformado un día normal en algo muy especial. Un gorro blanco y rojo cuando cumplí cinco. Un arco con su flecha a los nueve. El último regalo que me hizo, una primera edición del primer volumen de El periplo del «Discovery», del capitán Scott, con la cubierta azul y las letras grabadas, me lo envió desde Francia en diciembre de 1915, envuelto en papel de estraza con un cordel.
Y eso fue. El recuerdo de aquel libro. Tras combatir contra la verdad de su muerte durante seis años, cedí y me vine abajo. Allí, en un restaurante de lujo, con mullidos asientos de terciopelo, me vine abajo por completo. Todo se fue desmadejando. Recuerdo que dejé en la mesa la copa aflautada del champán con gran cuidado, con toda intención. La puse delante de mí. Pero después ya no recuerdo casi nada. ¿Me eché a llorar? ¿Perturbé la tranquilidad de las damas y de los militares veteranos, todos ellos unos fósiles, al levantar la voz, al poner los ojos en blanco? ¿Tal vez rompí la vajilla de porcelana, hice alguna pantomima semejante? No lo recuerdo. Sólo tengo clara la bruma reconfortante de la morfina y la nieve que caía en Londres y el viaje agitado en el coche, cuando me llevaron de Piccadilly a un hospital privado en las cercanías de Midhurst.
En el sanatorio, llegaron la Navidad y el Año Nuevo de 1923 y pasaron de largo sin mí. Sólo cuando llegó la primavera y el tordo dio inicio ante mi ventana a sus trinos aflautados volvió tímidamente el mundo a tener contornos algo más precisos. Durante una hora al día caminaba por un recinto aireado en compañía de dos enfermeras de uniforme almidonado, y luego con una sola. Poco a poco, estas salidas fueron siendo algo más largas, poco a poco empecé a realizarlas yo solo, hasta que a finales de abril, los médicos consideraron que estaba ya en condiciones de que me pusieran en libertad, al cuidado de mi familia.
Me mandarían a casa. A mi padre le llenó de vergüenza mi falta de fibra, y rara vez se dejaba ver. Mi madre no tenía por mí mayor interés, siendo poco más que un inválido, como tampoco lo tuvo antes de mi colapso nervioso. Hoy creo haber entendido dónde se originaba su antipatía. Siento por ella algo de compasión. Tras haber dado a mi padre un hijo, se encontró obligada a pasar de nuevo por todo el proceso, cinco años después, cuando ya creía que esa faceta de su vida había terminado. Siendo yo un niño, me lo tomé por señal de que en mí había algo que no le agradaba, y procuré no prestarle demasiada atención.
No obstante, durante el verano y el otoño de aquel año me recuperé. En cambio, cada mínima mejora en mi salud me alejaba de George, y lo cierto es que la suya era la única compañía que yo deseaba. Aprender a vivir sin él se me antojaba una traición.
La vida siguió su curso a su ritmo incansable. La sombra que proyectaba la guerra fue debilitándose. Habían sido muchos meses, habían sido ya años que fueron pasando, muy parecidos los unos a los otros. Y, pese a todo, la desesperación en cuanto rompía el alba. Todas las mañanas, en cuanto daba la luz forma a la futilidad del mundo, era un descarnado recordatorio de lo mucho que había perdido.
Pero en el Grand Hôtel de la Poste, en Tarascon, cuando ya terminaba el año de 1928, desperté a las diez de la mañana tras haber dormido profundamente, y desperté sin que ningún peso me oprimiera el pecho. Flexioné los dedos, los hombros, los brazos, y los sentí parte de mí, no algo ajeno y separado de mi ser. No eran un peso muerto.
Vuelve a ser posible, claro está, que sólo al verlo retrospectivamente sea tan manifiesto el deshielo de mis emociones. O tal vez fuese que al dar un paso atrás la noche anterior en el borde del precipicio me diese cuenta de que se había obrado en mí un cambio significativo. Sin embargo, sí quiero recordar que me levanté de la cama con cierta energía. Fuera, en la calle, oí cantar a una muchacha. Una tonada popular, una canción montañesa que me conmovió por su sencillez. Abrí las persianas y experimenté el golpe del aire frío en los brazos, y me sentí… si no exactamente feliz, sí me sentí al menos lejos de la desdicha.
¿Sonreí a la muchacha? ¿O tal vez fue ella la que, al tanto de que la miraba, me miró de golpe? No lo recuerdo. Sólo sé que aquella melodía anticuada parecía pender en el aire incluso mucho después de que terminara ella de cantar.
Fui el único huésped en el comedor. Una mujer muy sencilla me sirvió unos panecillos blancos, recién hechos, con jamón, mantequilla y una mermelada de ciruelas que resulta a la vez dulce y agria. Había café de verdad, no el habitual mejunje de achicoria con cebada y malta. Tenía apetito y desayuné con gusto, no sólo con el afán de mantener al unísono cuerpo y mente. Me tomé el tiempo necesario con la pipa, llenando la salle à manger de bocanadas de humo que bailaban a la luz de diciembre, y tuve la tentación de quedarme a pasar otra noche. Al final, cierta inquietud que no me terminaba de dejar en paz me llevó a continuar la marcha.
Pasaban de las once cuando pagué la cuenta, recogí el Austin en el garaje y dejé atrás Tarascon. Me encaminé hacia el sur, hacia Vicdessos. No tenía en mente ningún sitio en particular al que dirigirme, y me contenté con ir por donde me llevase la carretera. Mi guía Baedeker me recomendó sitios en los que había cuevas espléndidas, Niaux y Lombrives. Era poco probable que estuvieran abiertas a las visitas en pleno mes de diciembre, pero a pesar de todo noté que me picaba la curiosidad. Al menos lo suficiente para poner rumbo hacia allá.
Seguí el curso del río por un paisaje fenomenal, arcaico. Dispuse de la carretera para mí solo casi todo el tiempo. Vi una carreta con una yunta de bueyes, un camión militar que pasó de largo. El motor carraspeaba, la lona verde estaba desgarrada por varias partes, iba todo salpicado de barro, le faltaba uno de los faros. Un viejo veterano de mil batallas, aunque aún no lo habían dado por inútil.
Bajaba el mercurio aunque no había nieve, si bien cuanta mayor altitud ganaba más espesa era la cobertura de la escarcha que tapizaba los llanos. Imaginé sin embargo que si uno llegase por allí a finales del verano, habría campos de girasoles y olivares de hojas entre verde y plata, cargados de negros frutos. En las terrazas de las contadas casas que imaginaba esparcidas por las laderas escarpadas descubrí macetas del color de la tierra llenas de geranios blancos y rosas del tamaño de una mano de hombre, y parras cargadas de uvas rojas y verdes que maduraban al sol de mediodía. Dos veces me detuve a estirar las piernas y a fumar un cigarrillo antes de continuar viaje.
La exuberante belleza invernal de los valles del río Ariège, por los que había pasado el día anterior, en ese trecho dejaban paso a un paisaje más prehistórico, con cuevas y precipicios. Los roquedos y el bosque llegaban a las márgenes mismas de la carretera, como si pretendieran reclamar lo que el hombre les había arrebatado. Las nubes parecían suspendidas sobre las montañas, como el humo de una hoguera de otoño, tan bajas que tuve la sensación de que podría tocarlas con sólo alargar la mano. Cada una de las cumbres la remataba un roquedo de piedra caliza que llamaba la atención. Pero más que los castillos románticos, en ruinas, o bien los restos de las fortalezas militares tiempo atrás abandonadas, como había visto en Limoux y en Couiza, allí hendían la roca viva grietas y cornisas variadas. No eran ecos de un tiempo en que estuvieran habitadas, sino algo más primitivo.
Me vinieron a la cabeza recuerdos de mis estudios en primaria. El polvo de la tiza y la luz amarilla de una tarde de octubre mientras escuchaba al profesor relatar la historia sangrienta de aquellas fronteras entre Francia y España. De cómo, en el siglo XIII, la Iglesia católica libró una guerra encarnizada contra los albigenses. Una guerra civil, una guerra de desgaste que duró más de cien años. Quemas, torturas, persecuciones sistemáticas de las cuales nació la Inquisición. Para nosotros, chicos de diez y once años, que aún no habíamos visto la muerte, que aún no conocíamos el significado de la guerra, aquella era la materia de la que estaba hecha la aventura. Los días soleados de la infancia, en los que nada se ha fracturado aún, nada se ha echado a perder.
Más adelante, siendo algo mayor, aquel mismo profesor nos explicó las batallas de religión del siglo XVI entre los católicos y los hugonotes. Una región de verdor, el Languedoc. Una tierra verde que se había enlagunado de rojo, la sangre derramada de los fieles.
Y también en nuestro tiempo. Aunque este rincón de Francia hubiera sufrido menos que el Pas de Calais, menos que las aldeas asoladas y los bosques arrasados en el noreste, los monumentos erigidos en memoria de la guerra en todos los cruces de caminos, los cementerios, las placas conmemorativas contaban la misma historia. Por todas partes era evidente la muerte prematura de los hombres.
Detuve el coche y apagué el motor. La fragilidad de mi buen ánimo me falló durante unos momentos y dejó paso a síntomas de sobra conocidos. La humedad en las palmas de las manos, la sequedad de boca, la punzada familiar en la boca del estómago. Me quité la gorra y los guantes de piel, me pasé los dedos por el pelo y me tapé los ojos. Tenía los ojos pringosos, con olor a pomada para el cabello y a vergüenza, a esa pena que a veces aún me llegaba tan veloz a pesar de haberme sometido a todas las curas, a toda clase de tratamientos, a pesar de haberme arrodillado en los bancos de madera durante las vísperas; aún llevaba en mí el corazón resquebrajado, que se negaba a sanar.
Fue entonces cuando percibí por vez primera y con toda claridad una especie de perturbación en el aire. Una especie de inestabilidad. Miré a través del parabrisas, que no estaba del todo limpio, pero no vi nada que se saliera de lo común. La carretera estaba desierta. No había pasado nadie ni a un lado ni a otro desde hacía algún tiempo, y sin embargo se apreciaba una especie de movimiento insinuado, un cambio de la luz en las cordilleras más altas. Las montañas me parecieron más amenazantes, como si se cerrasen sobre mí, y las laderas pareció que estaban más cerca, los bosques antiguos de árboles perennes, las ramas despojadas e implacables del invierno. ¿Qué secretos no contendrían sus sombras?
Se me paró un momento el corazón. Bajé la ventanilla. El silencio pareció acelerar a mi alrededor. De nuevo, nada. Ninguna pisada que revelase nada, ninguna voz, ningún rumor de ruedas a lo lejos. Sólo más tarde, cuando terminó esa sensación, se me ocurrió que el silencio tenía algo peculiar. Tendría que haber sido capaz de oír algo. El rugir de los hornos industriales en Tarascon, o las chimeneas de las fábricas que escupieran humo a mi espalda. El sonido del metal que entrechocase con el metal, o bien la cantinela del ferrocarril que serpentea por la Haute Vallée. O los rápidos del río. Pero sólo tuve conciencia del silencio. Silencio absoluto, como si fuese yo el único hombre que quedara vivo en la tierra.
Lo oí entonces. No, no es que lo oyera: lo percibí. Un susurro, un tenue murmullo, casi como un cántico.
—A los demás se los han tragado las tinieblas.
Se me cortó la respiración.
—¿Quién anda ahí?
Había oído la voz fantasmal de George más de una vez en mi interior, aunque con el paso de los años se iba tornando cada vez más tenue. Pero aquello fue diferente. Era un sonido más liviano, más suave, exquisito, que transportaba el aire frío. ¿Una reverberación, un eco de palabras dichas alguna vez en aquel lugar? ¿O era acaso la muchacha a la que había oído cantar fuera del hotel, en Tarascon, aquella tonada quejumbrosa que de alguna forma inconcebible había llegado a lo alto de las montañas? ¿O era demasiado disparate? Allí desde luego no había nadie, nadie en absoluto. ¿Cómo iba a haber nadie allí?
Me di cuenta de que había clavado las manos con rigidez en el volante. La temperatura había bajado, parecía que llegasen nubes cargadas de nieve por el sur. Hacía un frío intenso dentro del coche. Subí la ventanilla, flexioné los dedos hasta notar que reaccionaban y me ceñí la bufanda sobre el cuello del jersey.
Busqué refugio conde cobijarme de mis inquietantes pensamientos en las cosas prácticas. Estudié el mapa y traté de averiguar dónde estaba exactamente. Iba de camino hacia Vicdessos, que estaba a unos veinte kilómetros de Tarascon. Tenía la intención de doblar una vez llegase y atravesar un trecho para tomar luego la carretera de vuelta a Ax-les-Thermes. Dos conocidos míos estaban allí esquiando durante la semana, y me habían invitado a pasar la Navidad con ellos. No había aceptado la invitación, aunque tampoco la había rechazado, pero vi entonces que sería una ventaja estar entre amigos. Llevaba varias semanas conduciendo a mi aire, yo solo, y la compañía de los otros posiblemente me sentara bien.
Me asomé al exterior. Si el mapa no mentía, por lo visto se me había pasado de largo el cruce hacia Ax-les-Thermes. Y si el tiempo cambiase a peor, sería una locura empeñarse en ascender aún más. El sol estaba cubierto del todo, el cielo del color de una sábana sucia. Mucho más sensato sería volver a la carretera principal.
Recorrí la ruta con el dedo. Si mis cálculos eran correctos, podría continuar por ese camino durante tres o cuatro kilómetros, pasar las aldeas de Aliat, Lapège y Capoulet-et-Junac, y hallarme de vuelta por el camino de Vicdessos, al otro lado de una cordillera de montes no demasiado altos.
Dejé el mapa en el asiento del copiloto, me puse los guantes y encendí el contacto. El automóvil volvió a la vida y echó a andar.