Deshice el equipaje, me lavé la suciedad del camino de la cara y las manos, me senté a mirar la Avenue de Foix mientras fumaba un cigarrillo.
Decidí dar una vuelta por el pueblo, a pie, antes de cenar. Aún era temprano, pero la temperatura había bajado bastante, y el zapatero, al igual que la pharmacie, la boucherie y la mercerie, ya habían apagado las luces y habían echado el cierre de sus establecimientos. Una hilera de ojos muertos que nada veían y nada desvelaban.
Fui caminando por el Quai de l’Ariège, volví al puente de piedra que salvaba el río por el punto en que se encuentran las aguas blancas del Ariège con el torrente de Vicdessos.
Anduve haraganeando con la luz muy escasa del anochecer y seguí después por la margen derecha del río. Según me habían dicho, era el barrio más antiguo y más singular del pueblo, el quartier Mazel-Viel. Paseé por unos bonitos jardines, desolados en invierno y perfectamente acordes con mi estado anímico. Me detuve, como hacía siempre, en el monumento levantado en memoria de los caídos en los campos de batalla de Ypres y de Mons y de Verdún. Incluso en Tarascon, tan lejos del teatro de la guerra, eran muchos los nombres inscritos en la piedra. Eran muchísimos los nombres.
Justo por detrás del monumento, por un pasillo de abetos y pinos negros, se llegaba a la puerta de la verja del cementerio, una puerta de hierro forjado. Los extremos de los ángeles tallados en piedra, las alas, las cruces y las cúspides de dos o tres tumbas más elaboradas que el resto eran visibles por encima de las altas tapias. Dudé sin saber qué hacer, tentado de visitar a los que dormían bajo la tierra húmeda, pero me supe resistir al impulso. No era buena idea perder el tiempo entre los muertos. Me dispuse a marchar.
Pero lo hice muy despacio. Lo vi. Durante una fracción de segundo, una sombra a la luz menguante o un juego de luces que captaron mis ojos, lo vi de pie en los peldaños gastados de piedra que ascendían delante de mí. Noté una sacudida de felicidad y levanté la mano para saludarle. Como en los viejos tiempos.
—¿George?
Su nombre se perdió en el silencio del aire. Noté entonces que se me tensaban levemente las costillas, un crujido como el del mecanismo fatigado de nuestro reloj de pared, y mi brazo cayó con desesperanza pegándose al costado.
Allí no había nadie, allí nunca habría nadie.
Clavé las manos en los bolsillos del abrigo, hasta el fondo, a la vez que la campana del cloche-mur daba las cuatro, propagándose el eco de las notas hasta fundirse en la nada, en el aire húmedo. En aquellos tiempos, la verdad es que, aun cuando me atemorizaba verlo, me apenaba que no llegara a comparecer ante mis ojos. Y cuando lo veía me inundaba un repentino alborozo, una alegría inmensa, y por un instante daba en creer que aún estaba vivo. Que todo había sido un estúpido error.
Luego recordaba, y mi compungido corazón se plegaba una vez más sobre sí mismo.
—George… —dije en un susurro, a sabiendas de que no tendría respuesta.
Me derrumbé en el pedestal del monumento. Apoyado contra la piedra para encontrar apoyo, fui consciente de que los nombres de los difuntos se comprimían contra mi espalda como si se me estuvieran grabando en la piel.
La imagen archiconocida de una fotografía apareció en mi memoria. Había estado en un aparador en la casa familiar, en un marco de carey. Entonces la llevaba suelta en el fondo de mi maleta. Tomada en septiembre de 1914, estaba revelada en las tonalidades sepia del pasado. En el centro de la fotografía estaba mi madre, hermosa, distante, con una blusa de cuello alto y un broche. Tras ella, mi padre a un lado y George al otro, resplandeciente de orgullo con su uniforme. La insignia y la pluma del Rosellón resplandecían en su gorra de plato. El capitán George Watson, del Real Regimiento de Sussex, 39ª División.
Yo aparezco algo distanciado del grupo, un desgarbado adolescente de trece años. No tengo el cabello alisado del todo. En el momento en que se cerró el obturador algo debió de distraerme y me llevó a volverme y apartar la mirada de la cámara, hacia George. A lo largo de los años he examinado y he vuelto a examinar la fotografía, tratando de interpretar la expresión que aparece en mis ojos. ¿Es el sosiego lo que busco, es su admiración? ¿O es más bien la ira impotente de un niño obligado a dar su aquiescencia a semejante charada? No lo sé. Por más veces que mire ese momento que va cubriendo el polvo, ese momento inmovilizado, y por más que intente adivinar en qué estaba pensando, sencillamente no puedo.
Dos días después, George fue destinado al 13erBatallón, en Francia. Recuerdo lo orgulloso que se sintió mi padre, lo exultante que estaba mi madre, lo temeroso que estaba yo. Mi temor era inmenso, paralizante, abrumador. Ya entonces me di cuenta de que ese sendero no llevaba a la gloria.
¿Cuánto tiempo pasé en aquel escabel de piedra, en invierno, en Tarascon, con un frío que se colaba a través de la tela recia de mi abrigo y mi traje de espiguilla? El tiempo se estira y se encoge, no permanece inalterable cuando más lo necesitamos.
Pensé en mis padres, distantes y no interesados. Pensé en George, en todos los que habían perdido la vida, en los que se iban volviendo menos precisos y más difusos con el paso de los años. La verdad, lisa y llana, era que mi vida mal soportaba el lastre de mi existencia y de la muerte de George.
Viendo las cosas de forma retrospectiva, entiendo que todas estas emociones me asaltaron simultáneamente. El engaño que me imponía, a la vez que la esperanza y el anhelo, se precipitaban sucesivamente como las fichas de dominó que van cayendo unas tras otras. A fin de cuentas, aquél era un camino trillado. Una década de luto deja huellas profundas en el corazón.
Por fin logré ponerme en pie, y seguí adelante, agradecido por la oscuridad reinante. Me detuve un rato ante la iglesia e intenté descifrar el cartel manuscrito en la fachada, obligándome a concentrarme en aquellas palabras. Parece ser que el nombre, La Daurade, proviene de la lengua local y quiere decir «la áurea», y que hace referencia a una estatua de la Virgen que se albergó en otro tiempo dentro de la iglesia. Intenté prender una chispa de interés, aunque fuera sólo en nombre de mi anterior empleo, en el que tan poco tiempo pasé, con el arquitecto dedicado a construcciones eclesiásticas. Pero la verdad es que no sentí nada. Y mis pensamientos insistían en trazar espirales de regreso a los muertos que dormían bajo la tierra helada. Los huesos destrozados, el barro y la sangre. Las lápidas y las tumbas, los parajes sin cuidar que había entre unas y otras.
Sacudí la cabeza. No quise dejarme obsesionar por las imágenes de George en sus horas postreras, el alambre de espino, las extremidades enmarañadas unas con otras, desgarradas, atrapadas. No quise oír el tableteo de las ametralladoras ni los alaridos de los hombres ni los relinchos de los caballos abatidos bajo una rociada de balas o una nube de gas o el súbito abrirse de la tierra a sus pies.
Lo malo era que sabía a la vez demasiado y apenas nada. Al cabo de diez años dedicados a tratar de averiguar qué había sido exactamente de George en 1916, me había provisto tan sólo de posibilidades que acaso se hubiesen dado y acaso no. En vez de ayudarme a aceptarlo y a continuar, ese conocimiento de la fealdad y la violencia había terminado por ser mi perdición.
Una vez más quise pensar en otras cosas. Contemplé la belleza de la iglesia, la grata simetría, los acogedores detalles de la piedra, y tuve el deseo, como tantas otras veces, de que esos fragmentos de la historia tuviesen el poder de conmoverme que habían tenido mucho antes. Los dedos, envueltos en los guantes de cuero, se me fueron a la partitura del Concierto de Brandemburgo número 3, de Bach, que llevaba en el bolsillo del abrigo. Me había costado dos chelines y seis peniques, y era también un intento por recordarme lo que para mí había tenido tanto valor. Pero la música, al igual que todo lo demás, había perdido su encanto. Ya no me conmovían las cadencias enaltecidas de Vaughan Williams, ni las séptimas en cascada de Elgar, como tampoco me conmovía ver la flor blanca del manzano en el mes de marzo, ni el vívido amarillo de los setos en abril, ni la bruma de las campanillas en un bosque, por mayo. No me emocionaba nada. Todo había dejado de tener la menor importancia el día en que llegó el telegrama: «Desaparecido en combate, probablemente muerto».
Proseguí mi paseo solitario atravesando la Place des Consuls, ajeno al frío que me estaba provocando dolor de orejas. Oí el ocasional entrechocar de los platos o las tazas tras las ventanas y las persianas cerradas, el intermitente estallido de una conversación, el ruido de la radio. Pero ante todo estuve solo, con la única compañía de mis botas haciendo ruido en las calles adoquinadas.
Seguí las escaleras que atravesaban el barrio antiguo y subí al pie de la Tour du Castella, la esbelta torre en la que había reparado al llegar a Tarascon. Desde ese mirador alcancé a ver las cumbres intemporales de los Pirineos, que rodean el pueblo como un anillo de piedra. En el horizonte descollaba la cumbre de la Roc de Sédour, la nieve del pico de un blanco fantasmal al recortarse sobre el cielo negro. Al sur, la garganta del río Vicdessos.
En el quartier Saint-Roch, las luces del Chateau Piquemal centelleaban como el alumbrado público que ilumina el muelle de Bognor Regis. La Avenue de Sabart estaba jalonada por solares y cabanes para el mercado de los hortelanos, disputándose el espacio con las casas que habían brotado como las setas en el quartier de la Gare. Y en la embocadura sur del valle, los nuevos edificios de las fábricas parecían haberse posado con su longitud, cuadrados, grises, modernos guardianes de los ritmos antiguos de las montañas, recordándome los invernaderos en el jardín tapiado de la casa en que pasé mi infancia.
Escupían las chimeneas nubes de humo blanco, traspasadas a veces de extraños tintes azules, verdes o amarillos, según los metales que allí se fundieran. Aluminio, cobalto, cobre. En el aire, el olor a quemado, el perfume de la industria. Del tiempo, que seguía su curso imparable.
No me fue posible entrar en la Tour du Castella. Una puerta de pequeño tamaño estaba cerrada a cal y canto, y a media altura se veía una ventana ciega y protegida por una reja negra. Crecían las malas hierbas en torno a la base. La piedra estaba cubierta por el musgo y los líquenes. Se encontraba en una situación de vértigo sobre la cornisa. El terreno que la rodeaba caía de repente en picado. No había barandilla, nada que impidiera al intrépido viajero que hubiera llegado hasta allí resbalar o bien saltar al vacío.
Mirando abajo sentí de pronto un mareo debido al frío, a la estrechez de la repisa que rodeaba la base de la torre. La sensación inmensa del espacio en el crepúsculo. Por un momento pensé en lo fácil que habría sido poner fin a todo. Cerrar los ojos y dar un paso al frente en el cielo afable. No sentir nada más que el aire en la caída hasta dar contra las aguas espumeantes del Ariège. Pensé en el revólver que llevaba en la maleta, oculto bajo mi grueso jersey, de lana de Fair Isle, idéntico al viejo Webley reglamentario de George, que no había sido yo capaz de usar.
Había adquirido el arma en un extraño momento de lucidez, seis meses antes, poco antes de sufrir el desmoronamiento mental que me tuvo confinado durante unos meses en un sanatorio. Presuroso por una callejuela dickensiana en el este de Londres, renegrida por el hollín, estancado el aire de resignación, acerté a llegar a una dirección que me había facilitado uno de los oficiales que fue compañero de George.
Simpson era una ruina de hombre, que se mataba a fuerza de beber para eludir la vergüenza de ser el único que había logrado regresar vivo. Por eso entendía mejor que nadie la importancia de tener una solución rápida y fácil en caso de que la carga de la vida misma resultara excesiva. Compré aquel revólver en concreto sabiendo que George había tenido uno, y durante una temporada el hecho de tenerlo me insufló valor. Pero me pudo el miedo. Nunca disparé el arma. Ni siquiera la llegué a cargar.
En ese instante, al pie de la torre y en lo alto del precipicio, en Tarascon, sentí que se me agolpaba la sangre en la cabeza ante la idea de que tal vez hubiera por fin llegado la hora. Sentí alborozo ante la posibilidad de tomar una decisión definitiva. De unirme a George.
Pero no fue más que un instante. Entonces, como todas las demás veces, el impulso huyó acobardado, con la cola entre las piernas. Di un paso atrás para alejarme de la cornisa. Noté de nuevo la seguridad de la piedra contra la espalda, las palmas de las manos contra la obra de mampostería.
Pasaron unos minutos hasta que dejó de darme vueltas la cabeza. Me di la vuelta y descendí por los escalones anchos y bajos que bajaban del montículo a las calles del pueblo. ¿Fue la valentía o fue la cobardía lo que me llevó a cambiar de idea? Todavía no lo sé. Aún ahora me cuesta mucho trabajo distinguir una de la otra a esas dos impostoras.
* * *
Después de una modesta cena en el restaurante de enfrente del hotel, reacio a quedarme solo con mis pensamientos, busqué un bar en el Faubourg Sainte-Quitterie, en donde los hombres presentes acogieron sin preguntar nada al forastero que se sumó a su compañía.
Con voces roncas hablaban con orgullo del futuro de Tarascon. Levanté mi copa por la prosperidad del pueblo y entendí esa necesidad de seguir adelante, de olvidar. Entendí que con tambores y silbatos el mundo seguía su marcha. Aquella industria incipiente y ya segura de sí misma se jactaba ante lugareños y viajeros por igual de que allí mismo había un futuro del que adueñarse, y no sólo recuerdos de relumbrón. Alardeaba de que los paisajes arruinados de Flandes pronto desaparecerían de la memoria de los vivos. Honrar a los muertos, claro que sí. Recordarles, desde luego, pero seguir adelante. Mirar al mañana. El jazz y las chicas de cabello corto y los edificios de moda, tan falsos, en Piccadilly. Fingir que todo había valido la pena.
A medida que transcurría despacio la velada, en una bruma de vino tinto y de tabaco fuerte, recuerdo que traté de contar a mis compañeros de copas que en diez años no había aprendido a olvidar nada. Les dije que los rótulos eléctricos y los tranvías repletos de gente no ahogaban en mí las voces de los que se perdieron. Les dije que los muertos tan amados estaban presentes en todo momento, que los veía por el rabillo del ojo. A mi lado.
Pero mi francés más bien escaso supuso que se ahorrasen mis filosofías, además de que la pena, pese a todos los rituales, es una actividad solitaria. Así terminó la velada, nos estrechamos la mano, nos dimos una palmada en la espalda. Con compañerismo, desde luego, pero con muy poca comunicación. Cuando por fin encontré la cama en la que iba a dormir, estaba inquieto, desvelado. El repicar de una sola campana fue marcando las horas de la noche. Hasta que no asomó la pálida luz del alba por las rendijas de las persianas no pude por fin caer en un sueño profundo.
Le hablo de esta velada con tanto detalle, Saurat, no porque me importase en particular esta localidad. Podría haber sido cualquier otra de los centenares de localidades que hay en ese rincón del sur de Francia. Pero es importante que le cuente todos los detalles para que entienda usted que no hubo nada en esa noche en Tarascon que se pudiera tomar por heraldo de lo que estaba a punto de suceder. A duras penas me tambaleaba entre los recuerdos y la compasión sensiblera, que es como andaba en aquel entonces. Hubo otras noches en que la cosa fue peor, hubo algunas en que no fue todo tan negativo. Ocupaba en lo emocional una tierra de nadie, en la que no avanzaba y tampoco retrocedía.
Aunque no lo supiera, sin embargo, la vigía de las montañas ya me tenía en su punto de mira. Ya estaba allí. Ya me estaba esperando.