Regreso a la Rue des Pénitents Gris

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Y así —dijo Freddie— es como he llegado hasta aquí. No había sido capaz de venir hasta ahora.

Se recostó en el sillón, con la mano en torno al vaso de coñac. Saurat lo miró.

Las sombras se habían alargado mientras conversaban. El sol, avanzada la tarde, lucía a través de la reja del escaparate y proyectaba dibujos en forma de rombo en el suelo de la librería.

Saurat carraspeó.

—¿Y estos últimos cinco años?

—Regresé a Inglaterra. No directamente, sino cuando quedó claro que no había nada… —Freddie se interrumpió—. Luego, claro, llegó la crisis y todo lo demás. Las pocas acciones e inversiones que tenía perdieron todo su valor de la noche a la mañana. No me quedó más remedio que hallar una forma de ganarme la vida. Alquilé una habitación en una casa y encontré un empleo en la Comisión Imperial de Tumbas de Guerra, en Londres. Modesto, pero suficiente para cubrir mis necesidades.

—Entiendo.

—Descubrimos el memorial de Thiepval, en honor de los que perdieron la vida en la batalla del Somme. Fue el primero de julio de 1932. El regimiento de mi hermano, los tres batallones de Sussex, desapareció en la víspera de la batalla del Somme. Tomaron la línea del frente de los alemanes y la conservaron durante un tiempo, pero cayeron. En menos de quince horas perecieron diecisiete oficiales y casi trescientos cincuenta soldados rasos del regimiento de Sussex. Al día siguiente comenzó la gran batalla.

—¿Y qué ha hecho desde entonces?

—Viajar por Francia y por Bélgica más que nada. Formo parte del equipo responsable del mantenimiento de las lápidas, de las cruces y de los cementerios.

—Para que no se olvide a nadie.

—Recordamos para que esa matanza nunca vuelva a producirse. George, el hijo de Madame Galy, los hombres del Ariège, los hombres de Sussex, hemos de recordar a todos. A todos los jóvenes perdidos. —Freddie se calló. Aquél no era ni el momento ni el lugar.

Bebió un sorbo de su vaso y lo dejó con cuidado sobre la mesa antes de empujar el pergamino sobre el tapete verde.

Saurat miró a Freddie a los ojos durante unos momentos. En sus ojos no encontró ni expectación ni ansiedad, sino una firme resolución. Se dio cuenta de que pasara lo que pasara con la carta, nunca sería una sorpresa para el inglés.

—¿Está preparado?

Freddie cerró los ojos.

—Lo estoy.

Saurat se ajustó las lentes sobre el puente de la nariz y comenzó la lectura.

Huesos, sombras, polvo. Yo soy la última. A los demás se los han tragado las tinieblas. Ahora, a mi alrededor, cuando ya terminan mis días, sólo un eco en el aire aquietado del recuerdo de aquellos a los que amé.

Soledad, silencio. Peyre sant.

Se acerca el fin y lo espero con los brazos abiertos como podría esperar a un familiar o a un amigo ausente desde hace tiempo. Ésta ha sido una muerte lenta, aquí atrapados. Uno a uno se han ido deteniendo los corazones. Primero mi hermano, luego mi madre y mi padre. Ahora, el único sonido es el de mi respiración agitada. Y el tenue gotear del agua por las paredes musgosas de la cueva. Como si la misma montaña llorase. Como si también la montaña llorase a los muertos.

Los oímos, oímos sus pasos y nos creímos a salvo. Oímos las rocas que apilaron una por una, oímos cómo clavaban los travesaños de madera, pero aún no entendimos que habían sellado a cal y canto la entrada de la cueva. Y esta ciudad subterránea, iluminada sólo con velas, con antorchas, la que había sido nuestro refugio, se convirtió en nuestra tumba.

Éstas son las últimas palabras que escribiré. Ya no falta mucho. Mi cuerpo ya no me obedece. La última de las velas que tenía se está agotando. Éste es mi testamento, y aquí consigno cómo vivieron los hombres, las mujeres y los niños, y cómo murieron en este rincón olvidado del mundo. Escribo para que quienes vengan tras nosotros sepan la verdad.

No temo a la muerte. Pero temo al olvido. Temo que nadie recuerde el momento en que desaparecimos. Un día alguien nos encontrará. Nos encontrará y nos llevará a casa. Cuando todo está ya hecho sólo nos quedan las palabras. Las palabras perviven.

Y esta última verdad es la que pongo por escrito. Somos quienes somos por los que queremos amar y por los que nos aman. Peyre sant, Dios de los buenos espíritus, ten misericordia de mi alma.

Prima

En el año de Nuestro Señor de 1329

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—Alguien nos encontrará —repitió Freddie.

Saurat lo miró por encima de sus lentes de media luna. Aguardó a que el eco de sus palabras muriese en el silencio de los libros colocados en los anaqueles de su pequeño establecimiento.

—Primavera de 1329 —dijo al final.

Freddie abrió los ojos.

—Sí.

—Hace más de seiscientos años.

—Sí.

Se miraron el uno al otro. Sólo el tictac del reloj y las motas de polvo que bailaban a la luz de la tarde, al sesgo, indicaban que el tiempo no se había detenido del todo.

—¿Ha vuelto alguna vez a Nulle? —le preguntó Saurat.

—Así es. En varias ocasiones.

—¿Y…?

Freddie sonrió.

—Está muy distinto. Es un lugar restaurado. Monsieur y Madame Galy siguen viviendo allí, y su pequeña pensión marcha viento en popa.

—Ya no viven en las sombras.

—No, en absoluto. Nulle se ha convertido en un lugar apetecido para las vacaciones y para dar caminatas por los montes del sur de Tarascon. Guillaume Breillac se gana la vida así. Se habla incluso de la construcción de un funicular que lleve a los visitantes a las cuevas.

—Un destino turístico.

—Modesto, pero así es. Aún no rivaliza con Lombrives o Niaux, pero es posible que algún día pueda competir.

Freddie miró hacia la ventana que el sol iluminaba y se preguntó, tal como a la fuerza había tenido que hacer muchas veces a lo largo de los pasados años, qué diría Fabrissa si viese al pueblo cobrar vida de nuevo.

—Desde luego, los hechos que se relatan aquí son fieles a la verdad —dijo Saurat—. A comienzos del siglo XIV, las últimas comunidades de los cátaros que aún pervivían fueron objeto de acoso y finalmente eliminadas del todo. En Lombrives, más de quinientas personas fueron localizadas por los soldados del conde de Foix-Sabarthès, el futuro Enrique IV de Francia, doscientos cincuenta años después de haber sido enterradas en las cuevas de la localidad.

Freddie asintió.

—Eso he leído.

—Y los que conoció usted en el Ostal…, Guillaume Marty, na Azéma, las hermanas Maury, Authier… Todos son nombres cátaros, típicos de la época. También lo es el de Fabrissa.

—Sí, en efecto.

Saurat titubeó.

—Sin embargo, sigo sin estar seguro de lo que cree usted que sucedió aquella noche.

Freddie le sostuvo la mirada.

—Somos hombres modernos, Saurat. Vivimos en la época de la ciencia y del pensamiento racional. Y aunque no nos haya hecho ningún bien, ya no estamos obligados a vivir, como nuestros antepasados, sujetos a la sombra opresiva y supersticiosa de la irracionalidad, de los demonios, de los espíritus vengativos. Sabemos cómo explica la psicología los terrores nocturnos, las alucinaciones, las voces que se oyen en la oscuridad. Conocemos bien las malas pasadas que nos puede jugar la mente, esa mente delicada, vulnerable, sugestionable y deshilachada que tenemos. —Se encogió de hombros—. He perdido la cuenta de las veces en que me han dicho eso mismo estando enfermo.

—¿Quiere decir usted que los médicos tienen razón?

Freddie sonrió.

—Puede que tengan razón, Saurat, pero yo sé que ella estaba allí. Fabrissa estaba allí. La vi. Hablé con ella, la estreché entre mis brazos. Mientras estuve en Nulle, mientras pisé la tierra de tristeza que rodea el pueblo, fue para mí tan real como lo es usted aquí sentado.

—¿Y ahora?

En un primer momento, Freddie no contestó.

—Hay momentos de emoción intensa, el amor, la muerte, la pena…, en que podemos colarnos por esas rendijas. Yo, por eso mismo, creo que el tiempo se puede expandir o se puede contraer o puede colisionar de maneras que la ciencia no ha logrado explicar. Es posible que esto es lo que ocurriese cuando tuve el accidente y me golpeé, es posible que no. —Se encogió de hombros—. Que una persona como Fabrissa viviera en otro tiempo en el pueblo de Nulle es algo que no pongo en duda. Tampoco pongo en duda que ella de alguna manera me buscó.

—Entonces, ¿es fe? —dijo Saurat, y miró, los anaqueles repletos de libros que estaban a su alrededor—. ¿Es una creencia en que hay algo más allá de todo esto?

—¿Quién podría asegurarlo? La vida no es, como nos han enseñado, una tarea que consista en hallar respuestas, sino que más bien se trata de aprender cuáles son las preguntas que nos deberíamos hacer.

Saurat miró la carta procedente de la antigüedad, las palabras que tan escrupulosamente había traducido para su visitante inglés.

—¿Por qué esperó usted tanto tiempo?

—Porque necesitaba estar preparado para oírlo.

—Ah.

—Y para poner fin a las cosas.

Saurat dejó las lentes sobre la mesa y se frotó los ojos.

—Tal vez también haya sido porque usted sabía lo que iba a decir la carta, ¿no es cierto? He tenido la impresión de que nada de lo que dice le ha sorprendido.

Freddie se encogió de hombros.

—«Somos quienes somos por los que queremos amar y por los que nos aman». Eso es lo que escribió Fabrissa. —Sonrió—. No hace falta un traductor para entender la verdad que contienen esas palabras.

Ambos hombres guardaron silencio. Dentro de la librería, el reloj continuaba marcando el paso de las horas del día. Fuera, en la calle, el repentino bocinazo de un coche, una mujer que llamaba a un niño o a un amante con voz cargada de afecto, los ruidos de la ciudad moderna en una tarde de primavera.

—¿Qué se propone hacer con la carta? —preguntó Saurat al cabo de un rato.

—Nada.

—Yo se la pagaría bien.

Freddie rió.

—No creo que sea posible poner precio a algo así, ¿no le parece?

—Es posible que no —reconoció Saurat—. Pero si alguna vez cambia usted de idea…

—Por supuesto, lo tendré muy en cuenta.

Freddie se levantó. Se puso el abrigo, guardó la carta en la libreta.

—¿Me permite que le pague por el tiempo que me ha dedicado?

Saurat alzó ambas manos.

—El gusto ha sido mío.

Freddie extrajo un billete de cincuenta francos y lo dejó sobre el mostrador.

—Entonces, para que lo done usted a una buena causa —dijo.

Saurat agradeció la donación con un gesto. No lo cogió, pero tampoco hizo el gesto de devolvérselo.

En la puerta, los dos hombres se estrecharon la mano por la tarde, por la historia, por el secreto que compartían.

—¿Y su hermano? —dijo Saurat—. En sus viajes, en su empleo con la Comisión de Tumbas de Guerra, ¿encontró usted respuesta a la pregunta que le acuciaba? ¿Llegó a saber qué fue de él?

Freddie se puso el sombrero e introdujo las manos en los guantes de color beis.

—Dios lo tiene en su seno —dijo—. Y con eso es suficiente.

Se dio la vuelta y echó a caminar por la Rue des Pénitents Gris, mientras su sombra se alargaba por delante de él.