El hospital de Foix

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Rostros blancos, paredes blancas, sábanas blancas en la cama.

Cuando recuperé el conocimiento, estaba en el hospital de Foix. No estaba muy seguro de qué día era, ni del tiempo que llevaba en el hospital, ni de cómo había llegado allí. Había pasado dos días inconsciente, según me dijeron. La fiebre que tan estúpidamente creí superada como si tal cosa había vuelto a presentarse de forma recrudecida, provocada por el desgaste de la subida y por la hipotermia. Durante algún tiempo mi vida pendió de un hilo.

Pasé cuarenta y ocho horas entre la conciencia y la alucinación, o incluso inconsciente por completo. Poco significado tuvo el tiempo. ¿Cómo iba a tenerlo, después de lo que había ocurrido en Nulle? Ahora, entonces, el pasado, el presente, todo eran meras palabras. El paso de los días, tal como se mide por la acumulación de segundos, de minutos y de horas, era demasiado rígido.

Madame Galy hizo el viaje por el valle del Vicdessos para hacerme compañía. Aunque estaba inconsciente, supe de su presencia amable, de la mano con que me apaciguaba acariciándome la frente. Y en la intimidad de la noche, cuando ella pensaba que yo no la oía, hablaba en susurros de su hijo, el que fue a la guerra, como George, y jamás volvió. Dijo su nombre, Augustin Pierre Galy, que está tallado con el de sus camaradas y amigos en el monumento en memoria de los caídos en la guerra, en la esquina de la Place de l’Église. Cuando remitió la fiebre y por fin desperté del todo, ella ya no estaba.

Al principio no acerté a recordar lo que había ocurrido, ni cómo había llegado allí. Me miré las manos y vi que las tenía vendadas, y sentí una presión en las sienes. Me di cuenta de que también tenía en la cabeza un vendaje, demasiado apretado para estar cómodo. Y notaba dolores de garganta, como si hubiera estado gritando. O tal vez llorando.

Poco a poco empezaron a aflorar los recuerdos. Empecé a hilar unos con otros en la secuencia de los acontecimientos, todo seguido, desde el momento en que el coche se salió de la carretera. Hubo una tormenta y tuve un accidente, de eso no tenía duda. También acerté a recordar que había encontrado el camino de Nulle y que allí vi a Fabrissa. Pero a partir de ese punto todo empezaba a ser difícil de precisar, confuso.

Recordaba haber subido por el monte hasta la cueva y haber desmantelado el muro que tapiaba la entrada con mis propias manos. Recordaba haber encontrado la carta y luego haber entrado por la estrecha abertura que comunicaba con la cueva interior. Y que había encontrado a los esqueletos de las personas con las que había pasado una velada. Los fantasmas del invierno, como los llamó Breillac, muertos desde tiempo atrás. Recordaba a Fabrissa. Y se me llenaron los ojos de lágrimas cada vez que la recordaba.

Más adelante, cuando me hube fortalecido un poco, supe que los médicos se quedaron atónitos ante mi maltrecha salud. La fiebre había sido especialmente agresiva, y mi temperatura corporal en la cueva descendió a niveles peligrosamente bajos, pero a pesar de todo no existía una lesión grave que explicase mi grado de desorientación. Las abrasiones de las manos y de la cara eran menores, y aunque parecía haberme dado un golpe en la cabeza, no era nada realmente serio. Sólo una de las enfermeras lo entendió, una muchacha morena y bonita que era originaria de Nulle, una chica de ojos redondos, de gata. Sabía que me había aventurado demasiado cerca de la tumba y que la tumba me había contaminado. La muerte se me había colado en los huesos.

Los médicos fueron y vinieron. Expertos en medicina general, psiquiatras, la enfermera jefe y todo el rebaño de las enfermeras de blanco almidonado, con sus zapatos de suelas de goma que chirriaban en el suelo de linóleo. En la superficie, al menos aparentemente, la historia se repetía. Un sanatorio en Sussex, un hospital en Foix, un paciente incapaz de hacer frente a la realidad de las cosas. Pero yo no era el mismo de entonces. Aunque me habían hostigado, me sentía con la mente despejada. Ya no estaba permanentemente medicado, drogado, sino tan sólo cansado.

Y el conocimiento de que había hecho lo que se me había pedido hacer fue lo que me mantuvo cuerdo y seguro. Había encontrado a Fabrissa.

Con cada hora que pasaba, regresaban más recuerdos a mí. Los fragmentos de los días que fueron llevándome hasta el punto en que estaba comenzaron a colmar las lagunas que faltaban en el rompecabezas. Mi habitación en la hospedería, el crujir del hielo centelleante bajo mis pasos por la Place de l’Église cuando emprendí el camino del Ostal. La visión de la palidez de la luz del sol en el valle al amanecer.

Fabrissa a mi lado.

El 22 de diciembre llegaron mis amigos desde Ax-les-Thermes. Tras recibir mi carta esperaron a que me pusiera en comunicación con ellos. Cuando pasaron cuatro días sin tener noticias de mí, hicieron indagaciones, preguntaron a Madame Galy y se enteraron de que estaba en el hospital.

Pasaron un par de horas conmigo. Gracias a ellos me enteré de que mi descubrimiento de la cueva había sido toda una noticia. La Dépêche, el periódico de la región, había dedicado una página entera al hallazgo. Eran todavía los primeros momentos, y por estar entrada la Navidad fue difícil conocer la opinión de los expertos de Toulouse, los arqueólogos, los patólogos y forenses, aunque por consenso se dijo que los esqueletos debían de tener unos seiscientos años de antigüedad. El hallazgo de otros objetos, de utensilios domésticos y demás, vino a confirmarlo. Poco más llegué a entender de todo aquello. No era una tragedia de la que nadie guardase memoria, sino un suceso mucho más antiguo.

Según los expertos que se citaban en el periódico, los cuerpos seguramente había que datarlos en la época de las guerras de religión, a comienzos del siglo XIV. Los historiadores locales habían registrado incidentes similares cuando los miembros de las últimas comunidades de los cátaros que existieron en la región quedaron atrapados dentro de las cuevas en las que se habían querido refugiar del hostigamiento. En Lombrives, por ejemplo. Nadie sabía que pudiera existir otro yacimiento similar, y además tan cercano.

—Breillac sí lo sabía —murmuré para mis adentros.

Todo el pueblo lo sabía. Mi bella enfermera, Madame y Monsieur Galy, todos ellos habían crecido a la sombra de la profunda tristeza que envolvía el pueblo. No sólo desde la última guerra, sino desde todas las guerras que se remontaban varios siglos atrás. Los habitantes de Nulle, presentes y pretéritos, estaban al tanto de que esa pena tan profunda erosiona el espíritu.

Pero mientras oía hablar a mis amigos y oía la emoción que se notaba en sus voces al encontrarse tan cerca de un misterio histórico de tales dimensiones, el alivio me fue inundando. Aunque no fui yo quien llevó físicamente su cuerpo a casa, mi exploración de la cueva había puesto en marcha la reclamación de aquellos a quienes se dio por perdidos tantos años antes. Podía por fin comenzar el auténtico trabajo de identificación y sepultura de los restos.

Mis pensamientos volvieron a Fabrissa. Ella me había llevado allí, desde luego. ¿Un destello de azul sobre el blanco de las montañas? Y por un instante perfecto e imposible sin duda la tuve en mis brazos.

* * *

No volví a tener visitas hasta Nochebuena.

Cuando las sombras del atardecer caían sobre las precisas hileras de las camas y las enfermeras encendían las luces, apareció una figura en la puerta. Ancho de hombros, incómodo en aquel ambiente esterilizado.

—Guillaume, adelante. Pasa, pasa.

Me alegró de veras verle. Se acercó a la cama con cautela, sujetando la gorra entre las manos anchas y coloradas, dando la impresión de que lamentaba la decisión de haber venido de visita. Tenía algo que decirme, señaló, algo que le estaba inquietando. No tardaría mucho.

—Siéntate, por favor.

Traté de incorporarme, aunque parece que fue demasiado deprisa, puesto que el movimiento me mareó y terminó por obligarme a descansar sobre la almohada.

—¿Quiere que vaya a buscar a alguien?

—No, no —dije—. Sólo tengo que ir más despacio, nada más.

Se sentó con evidente incomodidad al borde de la silla.

—Dices que querías decirme algo… —dije para animarle.

Asintió, pero no me miraba a los ojos, y parecía que no supiera por dónde empezar. Al final decidí ayudarle.

—¿Cuánto tiempo tardaste en volver?

Al tener una pregunta clara y directa a la que contestar, Guillaume encontró el hilo de lo que deseaba contarme. Le había llevado tres horas, dijo. Cuando regresaron al coche con el camión de la grúa desde Tarascon, yo ya no estaba. Su padre y Pierre se inclinaban pensar que yo había vuelto a Nulle, y se concentraron en el coche. Él, en cambio, al recordar las preguntas que yo había formulado, no estaba tan seguro. No podía quitarse de la cabeza el modo en que insistía yo en mirar al otro lado del valle y las preguntas que hice sobre la escarpadura y las cuevas. Cuanto más pensaba en ello, más seguro estaba de que me había ido a investigar.

En contra de los deseos de su padre, Guillaume convenció al mecánico de que siguiera camino a Miglos en vez de volver a Tarascon. Bajó desde la carretera a la meseta y vio huellas en el sendero del monte. Teniendo en cuenta que se había hecho tarde y que la temperatura había bajado, y que poco faltaba para que fuera de cero grados, estuvo seguro de que las huellas eran mías.

—Pero cuando llegué allí abajo, monsieur, no estaba nada claro adónde había ido usted. El terreno era demasiado duro, estaba helado, por lo que en la tierra no se apreciaban huellas. Y había muchos caminos que podía haber tomado usted.

»Oía a mi hermano llamar desde la carretera. Estaban todos impacientes, seguros de que intentar encontrarle era como buscar una aguja en un pajar. Reconozco que empecé a tener mis dudas yo también. Faltaba la luz. Sabía que no era sensato iniciar una búsqueda. Pero también sabía que si usted no había regresado a Nulle, no sobreviviría a la noche allí solo. Vi entonces…

Guillaume se calló de pronto, con las mejillas coloradas.

—¿De qué se trata, Guillaume? —le pregunté con apremio—. ¿Qué es lo que viste?

—Del todo bien no lo sé, monsieur. Vi a alguien. Se lo juro a usted por mi vida, vi a alguien que me hacía señas para llamar mi atención.

Se me paró el corazón un momento.

—¿Una mujer?

Negó con un gesto.

—No puedo estar seguro. Estaba demasiado lejos. Todo lo que vi fue un destello de azul, una capa larga y azul. Pensé que podía ser usted, monsieur, en caso de que se hubiera cambiado de ropa en el coche antes de emprender el camino.

—No era yo.

—¿No?

—No.

Guillaume me miró a los ojos durante unos momentos, su mirada de hombre honesto teñida por la duda, y luego apartó los ojos.

—Subí hasta el lugar en que usted…, o aquella figura…, había estado, pero allí no había nadie. No supe qué sacar en claro. Vi entonces no exactamente que hubiera huellas, pero sí unas marcas en el terreno que indicaban hacia la pared de roca. Cuando me acerqué a mirar mejor, vi la abertura de la cueva, escondida bajo la escarpadura.

—Es una suerte para mí que se te ocurriese hacerlo, Guillaume —dije con voz queda.

—Llamé a mi padre y a Pierre, que…

—¿Ellos te estaban viendo?

—No, estaban demasiado lejos. Y ya casi era de noche. Pero sí me oyeron. Hacía mucho frío y todo estaba muy en calma.

—Sí, entiendo.

—Encontré los cascotes en la entrada de la gruta, el punto en el que usted echó abajo el muro, y luego lo seguí al interior de la cueva, y aún a la caverna de más adentro. —Calló—. Mi padre siempre lo decía, pero… —Se lamió los labios resecos—. Tenía que pensar en usted, monsieur, en cómo sacarlo de allí y llevarlo a un médico. Estaba inconsciente, apenas respiraba. No podía pensar en los otros. No en esos momentos. —Me miró a los ojos—. ¿Y dice que está seguro de que no es posible que fuera usted a quien yo vi allí arriba?

—Completamente seguro.

—Es que… usted estaba tumbado y cubierto por una capa azul. Me pareció raro, porque hacía juego con el vestido de…, del cuerpo de una mujer. Vestida con una capa larga y azul, del mismo color que… Usted estaba tendido a su lado. —Vaciló—. El mismo azul…, la persona que me hizo señas.

Comprendí que ése era el quid de la cuestión. Guillaume no quería creer que los cuentos supersticiosos de su padre fueran verdad, y de eso no iba yo a culparle.

—Seguramente fue un efecto de la luz —dije.

Guillaume asintió. No lo había convencido, pero pese a todo se sintió agradecido de que zanjásemos el asunto y no volviésemos a hablar de ello. Buscó algo en su bolsillo.

—Y además está esto, monsieur —dijo.

Me tendió la hoja de pergamino que había recogido yo en la cueva, y que había olvidado ante el horror del hallazgo del enterramiento en masa.

—Lo sujetaba usted con toda su fuerza, pensé que debía de ser algo importante.

Se inclinó y lo dejó en la cama, a mi lado. La trama rugosa era amarillenta sobre el blanco de las blancas sábanas.

La gratitud me invadió por completo.

—Gracias. De todo corazón te doy las gracias. —Lo tomé entre los dedos—. ¿Lo has leído?

Negó con la cabeza.

—Está en lengua antigua.

—Es occitano, seguro, aunque… —callé, al darme cuenta de que tal vez no supiera leer. No tuve deseos de avergonzarle—. Si no lo hubieras encontrado, Guillaume… En fin, te debo la vida.

Y a ti también, Fabrissa, añadí para mis adentros. Y a ti…

—Cualquiera habría hecho lo mismo —dijo con hosquedad, y se puso en pie. Rascó la silla contra el linóleo por la brusquedad del movimiento. No era un hombre dado a alardear de su acto de heroísmo, y una vez que consideraba cumplido su deber, estaba deseoso de marcharse.

Sabía que se equivocaba, que cualquiera no habría hecho lo mismo. Aunque George me había hablado de los inmensos actos de valentía que había presenciado, no todos los hombres son capaces de arriesgar la vida por otro.

—Más vale que me vaya —dijo.

—Te agradezco mucho tu visita. Si hay alguna cosa que necesites, si hay alguna forma de agradecerte…

—No —dijo enseguida—. Mi padre me ha pedido que le dé las gracias en su nombre. Dice que seguramente usted sabe a qué se refiere.

Vacilé, y le dije al final que sí con un asentimiento.

—Creo que sí lo sé —dije—. Preséntales mis respetos a él y a Madame Galy.

—Lo haré, descuide.

Se puso la gorra, se dio la vuelta y se fue.

—Feliz Navidad, Guillaume.

—Y a usted, monsieur.

Permaneció unos instantes más, su robusto corpachón enmarcado en la puerta, obstruyendo la luz que entraba desde el pasillo. Y luego se marchó.

Me acerqué el pergamino a la cara, demasiado nervioso para abrirlo incluso entonces, pese a saber que no podría leerlo. Pero sí supe que estaba destinado a mí. Era una carta de Fabrissa para mí. No, no para mí: para quienquiera que oyese las voces en el monte y acudiese a llevarlos a casa.

Lo abrí. La caligrafía había rasgado la superficie y era desigual; unas líneas se montaban sobre otras como si al autor se le hubiese agotado la tinta o la luz, o la fuerza. Seguí sin poder distinguir una palabra de otra, pero esta vez mis fatigados ojos hallaron una fecha al pie y tres iniciales: FDN.

¿Era la «F» por Fabrissa? Quise creerlo, desde luego. ¿Y el resto del texto? Tendría que esperar. Yo también tendría que esperar.

Me recosté en la almohada.

No existía forma racional de explicar nada de lo ocurrido: sólo sabía que había ocurrido, y con eso me bastaba. Por un instante me había colado por una rendija del tiempo y Fabrissa había venido a mí. ¿Un fantasma, un espíritu? ¿O una mujer de verdad, sólo que desplazada de su tiempo a aquella fría noche de diciembre? Todo escapaba a mi capacidad de comprensión, pero ahora he entendido que eso no importa. Sólo las consecuencias importaban. Ella había buscado mi ayuda y yo se la pude dar.

—Mi amor —dije.

Gracias a ella había afrontado yo mis demonios. Me liberó y me permitió mirar de frente mi futuro. Dejé de estar interminablemente atrapado en aquel momento en el que se detuvieron los relojes, el 15 de septiembre de 1916. Dejé de estar atrapado en el 11 de noviembre de 1921, cuando se celebró el memorial del Real Regimiento de Sussex en la catedral de Chichester, y yo había sido incapaz de soportar, ni siquiera un instante más, la realidad de que nada sabía sobre el lugar en el que cayó George. Ya no estaba condenado a ver cómo se derramaba el champán y cómo goteaba en la mesa de un restaurante caro, cerca de Piccadilly.

Cerré los ojos. A mi alrededor, los ruidos quedos del hospital. El chirriar de unas ruedas en un pasillo lejano. En alguna parte, sin que yo lo viera, las voces que entonaban los villancicos por Navidad.