La cueva

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Volví al punto en el que estaba el rótulo y allí entré una vez más en el bosque, sintiéndome como el niño que hace pellas en el colegio.

El ambiente allí era distinto. En parte se debía a que no había bruma, y el sol se filtraba por el dosel de ramas sobre todo peladas, esparciendo manchas doradas por el sendero. Pero también era porque, gracias a la asociación que tenía con Fabrissa, ahora me sentía allí como en casa. Me sentía como si formara parte del paisaje, como si ya no fuera un intruso.

Sabía además adónde iba, por lo cual avanzaba a muy buen paso. Muy pronto me encontré en el sitio en el que las raíces retorcidas eran visibles bajo la maleza. Respiré hondo y me dispuse a tirar de las ramas y las raíces. La maleza era densa, estaba apelmazada, la helada lo tenía todo cubierto. Pero los guantes de piel, aunque fueran molestos, me dieron una buena protección, y al cabo de unos cuantos tirones dados con fuerza, logré arrancar una rama, liberando así el aroma de la tierra húmeda. En efecto, vi enseguida una especie de escalera de raíces que culebreaban por el verde intenso y perenne, tal como había dicho Fabrissa.

Apoyando con fuerza los pies en la cuesta, seguí tirando como un solitario competidor en una soga-tira, hasta que la rama se soltó lo suficiente para permitirme entrar agachado por debajo. Comencé a ascender con las manos en los muslos, apretando los músculos a cada paso, como Mallory e Irvine en el Everest, resuelto a hacer cima. Las raíces estaban resbaladizas y no parecían muy seguras, y más de una vez terminé por avanzar a cuatro patas. Los escalones se iban espaciando y eran cada vez más altos, hasta que al final aquello era más una escalera de mano retorcida y pegada a la montaña.

Comencé a fatigarme. Era un esfuerzo agotador, siempre inclinado por la cintura, y además me costaba cada vez más trabajo imaginar cómo se las habían apañado Fabrissa y Jean para realizar el ascenso en plena noche y temiendo por sus vidas. Pero si ellos pudieron, yo también podría.

Cuando ya estaba al límite de mi resistencia y creía que no podría continuar, me encontré de pronto en un calvero. Me enderecé y estiré los hombros y los brazos, que tenía acalambrados, antes de encaramarme un momento en un canto rodado para recuperar el aliento y ver mejor el lugar en el que me hallaba.

Se trataba de un calvero en medio de los árboles. Aunque no era la meseta que había llegado a ver desde la carretera, tampoco estaba muy lejos. Reconocí el gran círculo de hojas y ramas, como si fuera una corona de la reina de mayo. A mi espalda, acerté a ver con dificultad la mancha amarilla de mi coche sobre el gris de la carretera. Mi campamento base. Y por encima de mí, como bocas abiertas en una cara impávida, de piedra, había una sucesión de aberturas bajo las escarpaduras que sobresalían del roquedo.

Arranqué unas cuantas ramas aisladas que se me habían pegado al abrigo, las arrojé al suelo, y entonces me puse en pie y me dispuse a seguir adelante.

¿Me preocupó acaso que no hubiera ninguna señal de que aquel paraje estuviera habitado? No había ni una hilacha de humo a la vista, desde luego. ¿No había siquiera una cabaña de pastor? ¿No había indicios de que por allí pudiera haber un pueblo, siquiera una aldea? No creo que me llegara a preocupar. En aquel momento tan sólo pude pensar en cómo iba a lograr alcanzar la cima sin despedazarme por el camino.

Continué el ascenso, con calambres y dolores intensos en los muslos. Cada paso era un purgatorio, un acto de resistencia, pero supe hallar un ritmo apropiado y me plegué a él según mis posibilidades. Con la cabeza gacha, los hombros adelantados, las rodillas prestas. Me goteaba el sudor por la nuca, bajo el grueso gorro de piel, aunque supe que no sería buena idea quitármelo. Mis dedos nadaban dentro de los guantes, y los pies me picaban por los calcetines de lana y las botas de montaña. Me dolía todo.

Pero lo logré. Al poco me vi justo debajo de la hendidura en la roca. Desde ese lugar aventajado, las cuevas parecían naturales, no hechas por el hombre, aunque me encontraba demasiado lejos para tener la certeza de que así fuera. Algunas eran tan grandes que en ellas cabría un hombre de pie. Otras dejaban sitio tan sólo para que un niño se acuclillase o entrase gateando.

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Cuando estuve ya cerca y pude verlas debidamente, la belleza del paraje me dejó sin la escasa respiración que me quedara en los pulmones. El viento y la lluvia, el calor y el frío habían esculpido la roca a lo largo de miles de años. A primera vista, me recordó a las fotografías que había visto de las tumbas de Tierra Santa, de la tragedia de Masada. Pero allí, en el Ariège, todo era verde, gris y marrón bajo la cobertura de la nieve, en vez de ser de la tonalidad amarillenta y parda del desierto.

Eché un vistazo al cielo. Contando desde la hora en que Breillac y sus hijos se despidieron de mí, calculé que debía de ser en torno a la una de la tarde. Tenía tiempo de sobra.

Me acerqué despacio por la cresta, asomándome a las oquedades y tratando de vencer una honda sensación de decepción. Ninguna de aquellas podía ser la cueva en la que se habían refugiado Fabrissa y su familia. La mayoría tenían una profundidad de un metro o dos. No había sitio allí donde pudiera esconderse.

Vi entonces una cinta de hierba que ascendía entre las rocas. Apoyándome con el hombro contra la pared de roca para anclarme mejor, y procurando no pensar en lo que pasaría en caso de perder pie, avancé poco a poco. Unos cuantos pasos, nada más. No mires abajo, Freddie, no mires abajo. Y entonces vi directamente encima de mi cabeza un saledizo de roca gris, como un labio hinchado que sobresaliera en exceso. Debajo había una abertura en forma de media luna.

Mareado por la sensación de alivio, me incliné contra la pared rocosa y esperé a que se me sosegara el corazón. Lo había conseguido. Había hecho acopio de mis fuerzas para recorrer los últimos metros y por fin estaba allí. En la cueva de Fabrissa.

¿En qué pude estar pensando entonces? ¿Pensé que estaría dentro, esperándome, como si aquello fuese un juego del escondite en una fiesta infantil? ¿O pensé que tal vez era la busca del tesoro, y que dentro de la cueva hallaría escondida alguna pista que me indicase adónde ir después? No lo recuerdo. Sólo me acuerdo del orgullo que sentí al haber vencido el desafío, y la deliciosa anticipación que me causó la sola idea de volver a ver a Fabrissa. Pues de hecho seguía creyendo que estaba allí, en alguna parte, confiando en que yo fuera capaz de encontrarla.

—¿Fabrissa? —llamé, pero sólo me contestó el eco de mi propia voz.

Me asomé a la oscuridad de la cueva. En su punto más alto, la abertura tendría cerca de metro y medio, y algo más de dos de anchura. Volví una piedra con la punta de la bota. Estaba cubierta por la nieve, pero el terreno húmedo, debajo, estaba lleno de lombrices y escarabajos. Al adaptar la vista a la falta de luz, se me pusieron los pelos de punta. Aquella era la cueva que buscaba, no me cabía ninguna duda. Pero sentí una especie de rara aprensión. Podría decir que tuve una premonición, un mal augurio. Allí había algo que no estaba del todo bien. Preferí hacer caso omiso. No iba a echarme atrás una vez que la había encontrado.

Saqué la linterna del bolsillo. El haz de luz era poco potente, las pilas posiblemente estaban algo descargadas, pero iluminaba lo suficiente. Agaché la cabeza y entré. En la entrada se notaba el frío y la humedad, aunque seguramente la temperatura era algo más alta que en el exterior. Alumbré con la linterna en derredor, haciendo bailar las sombras por las paredes grisáceas e irregulares a la vez que avanzaba poco a poco hacia el interior. El suelo descendía bajo mis pies, hecho de tierra suelta, desigual. Las piedras sueltas y las rocas aisladas crujían bajo mis botas. La luz del día se fue atenuando a mi espalda.

De repente me vi obligado a parar, incapaz de dar un paso más. Una pared de piedra y cascotes, apuntalada con un amasijo de ramas, bloqueaba la entrada del todo. Alcé la linterna y recorrí con los ojos el obstáculo que me impedía el paso. Los cascotes estaban sujetos en diversos puntos por troncos y maderos. Con una acuciante inquietud recordé lo que Fabrissa había dicho cuando estuvimos sentados junto a la laguna: que no había vuelto ninguno, ni uno solo.

Tiré de uno de los puntales de madera. Esperaba que se me resistiera, pero se hizo polvo entre mis manos. Tiré de otro de los leños y salió con toda facilidad, deshaciéndose en mi puño, comido por las termitas o por lo que fuera. Venciendo a duras penas una creciente sensación de pánico, apoyé mi linterna en una repisa de piedra y ataqué toda la pared. Los guantes eran demasiado gruesos para introducirlos en las rendijas de aquella tosca obra de mampostería, así que me los quité y fui arañando los cascotes con las manos.

No sé cuánto tiempo estuve faenando, quitando primero una piedra y luego otra. Las puntas de los dedos me sangraban, me dolían los brazos, pero me sentí poseído por la necesidad imperiosa de saber qué había más allá de aquella barricada. Se fue formando una polvareda en la gruta mientras la destruía.

Por fin vi una abertura del tamaño de mi mano. Seguí adelante, utilizando las rocas como herramientas para ensanchar el boquete, y alargué al cabo el brazo, introduciéndolo hasta el hombro y empujando hasta que el boquete me permitió pasar.

Respiré hondo, preparándome, supongo, para afrontar lo que pudiera encontrarme, y entonces me introduje en la prisión de roca.