La vigilia de Madame Galy

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Dormí el día entero, hasta bien entrada la tarde. En realidad, dormí a ratos, entrando en un estado crepuscular y saliendo de él en la bruma del duermevela. Percibí algunas idas y venidas, siluetas, rostros imprecisos, el sonido de una cerilla al encenderse, la criada prendiendo el fuego en la chimenea.

Desperté del todo sólo una o dos veces. Primero, cuando Madame Galy colocó un cuenco de sopa y un pedazo de pan junto a la cama y esperó a que me lo hubiese comido todo. La segunda vez fue cuando regresó a administrarme una segunda dosis de la medicina blanca y amarga. ¿Sería un remedio tradicional? Nunca lo supe, y tampoco me importaba.

—¿Qué hora es?

—Es tarde —respondió, y me puso una mano fría sobre la frente. ¿Por qué se tomaba tanto trabajo en cuidar a un desconocido? No me atreví a preguntarlo. Me di cuenta de que sentía una cierta responsabilidad hacia mí por ser un huésped de su establecimiento. Aun así, lo que estaba haciendo por mí superaba con mucho el cumplimiento del deber.

Pero los cuidados maternales de Madame Galy no fueron suficientes para impedir que la fiebre hiciera presa en mí. En algún momento, a primera hora de la noche, la temperatura me subió de manera alarmante. Cada uno de los músculos, cada una de las articulaciones que flexionaba, luchaba para combatirla, pero mis defensas naturales estaban demasiado bajas, y me di cuenta de que estaba desvalido para hacer nada que no fuera aguantar con la esperanza de que remitiera.

Tenía la piel a ratos ardiendo y a ratos pegajosa de sudor. Daba vueltas en la cama como los despojos de un naufragio sacudidos por una mar brava, asediado por los sueños y las alucinaciones. Ángeles y gárgolas, apariciones fantasmagóricas, amigos tiempo atrás olvidados que aparecían en mi cabeza y desaparecían a la misma velocidad, los sonidos de un tiovivo, el Para Elisa, una melodía de jazz.

Durante varias horas, según me dijo después Madame Galy, las perspectivas no fueron muy halagüeñas: la fiebre iba en aumento. Yo desde luego anduve oscilando entre la belleza y el horror. Una mano esquelética que asomaba de un terreno recién removido, una flor que moría nada más abrirse en la rama. Mis padres de espaldas: impasibles, sordos a mi necesidad de que me dieran su afecto. La sonrisa de George en el jardín y junto al arroyo, pero siempre fuera de mi alcance, alejándose cuando lo llamaba. Alambre de espino, un barrizal, sangre y gas venenoso, un mundo de un dolor inimaginable.

La fiebre remitió hacia las tres de la madrugada. Noté que se iba alejando como un perro callejero, con el rabo entre las piernas. Me bajó la temperatura. Dejé de temblar. La piel, pegajosa por la fiebre, recuperó la normalidad. Por primera vez en bastantes horas me encontré rodeado por los rasgos habituales y sosegantes del mundo cotidiano. Una silla, mis pantalones doblados encima, una mesa, las últimas llamas en la chimenea y el ronquido apacible de Madame Galy durmiendo en la silla, a mi lado. Unas hebras de cabello entrecano se le habían soltado de la severa trenza, y así pude intuir a la muchacha sin duda bonita que había sido en otro tiempo. No acerté a recordar ninguna ocasión en que mi propia madre hubiera cuidado así de mí. Sin despertarla, alargué la mano y la puse un instante sobre la suya.

—Gracias —susurré.

Se adueñó entonces de la habitación una especie de paz. En la casa en silencio y dormida, oía el mecanismo del reloj en el vestíbulo de la planta baja. Coloqué los brazos sobre la colcha como un caballero de piedra en su tumba, y me giré para mirar por la ventana. Me pregunté si Fabrissa estaría contemplando la misma noche que yo. Me pregunté si no tendría que venir a interesarse por mi estado. Había puesto yo a sus pies todo lo que de mí podía dar, aunque fuera poco más que unos fragmentos descabalados, y sin embargo tenía la esperanza de que ella me amase. ¿La había atemorizado tal vez? ¿Estaba tendida ahora en la oscuridad pensando en mí, como yo pensaba en ella?

Un haz de luz de luna se coló por las persianas y trazó una línea en el suelo. Vi bailar los rayos de luna, desplazarse despacio con el paso de las horas, mientras seguía girando el mundo. Pensé en lo que le diría cuando la encontrase. En la belleza de las pequeñas cosas. En la manera en que un pájaro levanta el vuelo batiendo el aire con las alas. En las flores azules del lino en el verano y en una iglesia decorada con el arado y el maíz en tiempo de la cosecha. En la posibilidad del amor.

Después me dormí, y esta vez sin sueños.

* * *

Cuando desperté era de nuevo por la mañana. Madame Galy ya no estaba. La silla estaba puesta contra la pared, como si nunca se hubiera movido de allí. Físicamente me encontraba extenuado, pero por lo demás estaba bien; de hecho, estaba mejor de lo que había estado en algún tiempo. Y tenía un hambre voraz.

Me senté pensando si levantarme o esperar todavía un poco más. No estaba seguro de la hora que era. Cuando había resuelto levantarme, asearme y vestirme, alguien llamó a la puerta sin hacer apenas ruido.

—Adelante.

Entró Madame Galy en la habitación, con mi camisa lavada en un brazo y una bandeja con el desayuno en la otra mano.

—Le he traído algo para desayunar —dijo.

Sonreí y alisé la colcha.

—Es muy amable por su parte. Esta mañana me parece que tengo apetito.

Me conmovió el modo en que encontraba tareas con las cuales mantenerse ocupada dentro de la habitación, a la vez que subrepticiamente se cercioraba de que me comía hasta el último bocado. Pan tostado, jamón curado y un huevo cocido partido en dos mitades exactamente iguales. Cuando quise darle las gracias por la larga noche que había pasado de vigilia a mi lado, despachó mi gratitud con un simple gesto, pero se puso levemente colorada y vi que le agradaba mi comentario.

—Ayer por la tarde se entregó en Ax la carta para sus amigos, monsieur. El chico podrá ir mañana otra vez, cuando sepa usted cómo está su automóvil.

—Gracias. —Me limpié las manos con la servilleta—. Usted me dijo que alguien podría echarme una mano.

Asintió.

—Michel Breillac y sus hijos estarán aquí a las diez en punto.

—¿Y qué hora es?

—Son casi las nueve.

—Espléndido. Estaré listo en menos de una hora.

La preocupación afloró en el rostro de Madame Galy en cuanto se dio cuenta de que mi intención era acompañarles.

—No creo que sea muy sensato, monsieur, después de todo lo que ha pasado usted esta noche. Prácticamente estamos a cero grados. Sería mejor darle las indicaciones a Monsieur Breillac y dejarlo en sus manos. Es un hombre muy competente.

Ahora me parece extraordinario que llegara a plantearme semejante expedición tras haber tenido una fiebre tan alta. Pero lo cierto es que pensé que el delirio me había hecho más fuerte, que me había restablecido del todo. Me sentía entero, lleno de vigor, tanto mental como físicamente. Me sentía mucho mejor de lo que lo había estado en bastante tiempo.

—Estoy bastante recuperado —dije con una sonrisa—. La verdad es que estoy en plena forma.

Ella negó con la cabeza.

—Sería mejor que descansara un día más. Ahora no le conviene fatigarse más de la cuenta.

—No se preocupe, que estaré bien —le dije con firmeza.

Supervisar el rescate de mi pobre coche no era, desde luego, lo que más me importaba en esos momentos. Madame Galy había dicho que no conocía a Fabrissa, por lo cual me parecía imprescindible encontrar a alguien que sí la conociera. Y eso no lo iba a conseguir quedándome de brazos cruzados en la hospedería.

—De acuerdo, monsieur —dijo, aunque me di cuenta de que le estaba pareciendo una temeridad—. A las diez en punto.

Después de que se marchase, retiré la colcha y el edredón y me levanté. La tarima estaba helada con los pies descalzos, pero el suelo era firme bajo mis pies. Me salpiqué la cara con agua fría e hice todo lo que pude por alisarme el cabello revuelto. Me pasé la mano por el mentón y lamenté no tener una navaja de afeitar, pero no quise ir en busca de Madame Galy una vez más por temor a que intensificara sus esfuerzos para convencerme de que no acompañase a los Breillac.

Terminé de vestirme y me calcé mis Fitwell. El cuero de las recias botas se había contraído al calor del fuego, pero seguían resultando cómodas. Busqué en el bolsillo del pantalón y encontré la funda de los cigarrillos y las cerillas, y abrí las ventanas y observé la blanca Place de l’Église.

Volví a meter la mano en el bolsillo. Nada. Dejé el cigarrillo en el alféizar. Fruncí el ceño. Después de ofrecerle el trozo de tela con la cruz amarilla a Fabrissa, después de que ella no lo quisiera, podría jurar que lo había guardado en el bolsillo. Busqué en el otro, pero también estaba vacío. Unas bolas de pelusa y una cerilla apagada, nada más.

¿La perdí tal vez por el camino de vuelta? Como no guardaba recuerdo de cómo volví a mi habitación, me pareció la explicación más probable, aunque no por eso dejó de parecerme decepcionante.

—No importa —me dije, y cerré la ventana.

Seguía estando seguro, dese usted cuenta, de que la iba a encontrar.