La fiebre

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Monsieur Watson, s’il vous plaît.

Alguien me estaba llamando. Noté una mano en el hombro, alguien que me zarandeaba. Pero no quería despertar.

—Fabrissa…

—Monsieur Watson.

Me dolía todo el cuerpo. Estaba rígido, envarado, desagradablemente consciente de los huesos del costado izquierdo —costillas, cadera, rodilla—, apretados contra la dureza del suelo. Tracé un arco con el brazo derecho y noté el polvo y los tablones bajo la mano.

Quise levantar la cabeza, pero el mundo entero daba vueltas y me derrumbé. ¿Dónde estaba? Y luego la misma voz, un poco más fuerte, más viva, como la de las enfermeras en el sanatorio.

—Monsieur, s’il vous plaît, vous devez vous lever.

—¿Fabrissa? —murmuré otra vez.

De nuevo la mano en el hombro, unos dedos fuertes y decididos que me apretaban con firmeza.

¿Por qué me estaban despertando? No necesitaba sus pastillas. No quería estar despierto.

—Déjeme en paz —murmuré, e intenté darme la vuelta.

—Tiene que ponerse en pie, monsieur. No es bueno que esté aquí tumbado.

La mujer no estaba dispuesta a marcharse. Me obligué a abrir los ojos otra vez. En vez de los uniformes blancos y almidonados, en vez de los zapatos negros de las enfermeras, vi unos zuecos de madera.

Madame Galy. No estaba en el sanatorio, sino en la hospedería de Nulle. Y, por la razón que fuera, que no pude comprender de momento, estaba tumbado en el suelo. Me esforcé por sentarme, recogiendo las piernas antes de intentar ponerme en pie.

—Permita que le ayude, monsieur. —Madame Galy colocó su mano con firmeza bajo mi codo, y me guió hasta la silla—. Eso es, mucho mejor.

Me desplomé y con dificultad pude apoyarme con los codos en las rodillas, esperando a que cesara de dar vueltas todo a mi alrededor.

—¿Está ella aquí?

—¿A quién se refiere, monsieur?

—A Fabrissa —dije levantando un poco la voz—. ¿Volvió conmigo? ¿Está aquí?

—Pero si aquí no hay nadie —respondió.

Noté que tras su amabilidad latía la confusión.

—¿No está aquí? —Me invadió una oleada de decepción, como la tinta que invade el papel secante, aunque al mismo tiempo me dije que era de esperar. Ya estaría en su casa, en la cama. Era lo natural. Apareció un vaso de líquido blanco debajo de mi nariz.

—Bébase esto.

Sólo había dado dos sorbos cuando los dedos empezaron a temblarme. La mano firme y cálida de Madame Galy rodeó las mías y me ayudó a terminar el vaso. Luego me lo retiró con amabilidad.

—Le ayudará a dormir bien.

Asentí, pues había perdido tiempo atrás la costumbre de preguntar qué efecto producía tal pastilla o tal medicina.

—¿Qué hora es?

—Las diez en punto, monsieur.

—¿De la mañana?

—Sí.

Miré en derredor, la habitación en la que estaba. Era claramente por la mañana. Todo lo bañaba una luz plana y blanca. Se había apagado el fuego en la chimenea, dejando una pirámide de cenizas grises. En la repisa estaban la botella y el vaso, ambos vacíos.

—Nos preocupamos al ver que no bajaba usted a desayunar, monsieur.

—No tenía ni idea de que fuera tan tarde.

Fruncí el ceño e intenté aclarar mentalmente al menos la secuencia de los acontecimientos vividos. Me había dado un baño, había vuelto a la habitación a disfrutar de un cigarrillo y un trago mientras me disponía a salir. Miré la ropa que tenía puesta. Llevaba la camisola y el pantalón de tweed, pero de las botas de suela suave no había ni rastro. No recordaba habérmelas quitado. Negué con un gesto y, al mover la cabeza, un caleidoscopio de colores me estalló tras los ojos. Me llevé los dedos a las sienes para dominar el dolor.

—¿Mando a buscar a un médico, monsieur? —preguntó Madame Galy al punto.

—No, no. Nada de médicos.

La cabeza aún me daba vueltas, pero esa sensación se fue frenando y al final se detuvo. ¿Por qué no tenía ningún recuerdo de la despedida de Fabrissa y del regreso a la hospedería? Era evidente que me había quitado las botas y había comenzado a desvestirme, pero después… ¿qué pasó? ¿Me habría desmayado?

—¿A qué hora regresé? ¿Lo sabe usted?

—¿Regresar, monsieur?

—Del Ostal. Alguien tuvo que oírme regresar.

En su silencio advertí una cierta cautela. Me di cuenta de que Madame Galy se debatía con algo, tal vez algo que quería decirme, pero no se atrevía.

Me pregunté cuánto sabría de lo ocurrido. Me di cuenta de que tenía fiebre, pero eso no importaba. Lo único que tenía importancia en ese momento de frío, en la hospedería de Nulle, era por qué no estaba Fabrissa conmigo.

¿Por qué se había marchado? ¿Por qué me había dejado?

Me recosté en la silla. ¿Qué era lo que alcanzaba a recordar? La primera parte de la velada, desde luego, la tenía bastante clara. Crucé la Place de l’Église, seguí por la callejuela, a espaldas de la iglesia, con la escarcha. Las estrellas eran diamantes en el cielo, los dedos los tenía helados en el bolsillo, sujetando el plano dibujado a mano. Encontré el Ostal, Guillaume Marty me dio la bienvenida y me presentó a los demás comensales. El calor del fuego en la chimenea, la voz melodiosa del trovador, el ir y venir de la conversación.

Y Fabrissa.

Contuve la respiración. Fabrissa, en efecto, y la charla. Puse mi alma al desnudo y me sentí incómodo, pero a la vez supe que mi carga se había aliviado. Y entonces comenzaron las complicaciones y la reunión terminó en una gresca. Sí, de eso me acordaba. Pero también nos habíamos marchado Fabrissa y yo, ¿no fue así?, porque ella me dijo que era lo que había que hacer, que todo saldría bien. ¿Fue así? El recuerdo del polvo y las telarañas en el túnel, las manos de los dos tratando de arañar la madera astillada, el momento en que salimos a la noche en la ladera, al oeste del pueblo. Y cómo nos sentamos junto a la laguna cuando ya rayaba el alba, y llegó la hora de que ella depositara en mí sus confidencias. Nos contamos los dos nuestras historias, nos hablamos de nuestras pérdidas y nuestros recuerdos.

¿O no fue así?

Me puse en pie de un salto y atravesé la habitación en dos zancadas. Abrí las ventanas, golpeó el marco contra la pared y me asomé todo lo que pude. Necesitaba ver la zona de la ladera en la que habíamos estado sentados. Tenía que demostrarme que estaba allí. El aire helado entró en la habitación y me envolvió, aunque no creo que yo llegara a sentirlo.

Sí sentí la mano de Madame Galy en el brazo.

Monsieur, por favor, vuelva adentro. Se va a enfermar.

—Allá arriba —dije, y señalé hacia el sol que ascendía—. Allí estuvimos.

Vi pintarse en su rostro la preocupación, y a punto estaba de tranquilizarla, cuando de repente tomé conciencia de la textura que tenía la luz en la habitación. La Place de l’Église estaba cubierta por una fina capa de nieve en polvo.

—¿Cuándo empezó a nevar?

—De madrugada, monsieur. A las tres o a las cuatro.

Me volví en redondo para encararla.

—Debe de estar usted confundida. Estoy seguro de que no nevaba cuando regresé, y eso tuvo que ser… —Callé, pues la verdad es que no lo recordaba—. No lo sé con precisión —reconocí—. Ya era de día.

Me dije que ni siquiera hacía el frío suficiente para que nevase, pero la confianza que pudiera tener en mí mismo fue erosionándose rápidamente. Me miré los brazos delgados, desnudos. Se me había puesto piel de gallina, y los nudillos, apretados contra el canto del alféizar, se me habían vuelto morados.

—Tuvo que ser más tarde —insistí, y señalé la prístina nieve acumulada bajo la ventana—. ¿Lo ve? No hay huellas. Tuvo que empezar poco después de mi regreso.

—Tiene usted que descansar, monsieur —dijo con amabilidad. Estaba claro que no me creía. Desanimado, di la vuelta y dejé que ella cerrase la ventana. Chirriaron las bisagras y un dedo de nieve cayó del reborde del marco bajo el alféizar. Cerró entonces también las persianas, protegiéndonos del mundo. La falleba de metal encajó en su sitio con un golpeteo.

—Tiene que haberme oído regresar —insistí.

Madame Galy suspiró.

—No es sólo cuestión de saber la hora a la que empezó a nevar —dijo, evidentemente reacia a admitir tal cosa.

—¿Qué está usted diciendo?

Hizo una pausa, y eligió sus palabras con sumo cuidado:

—¿Está usted seguro, monsieur, de que salió ayer por la noche? Yo no le vi en el Ostal. Ninguno de los comensales lo vio. Me preocupó que usted se hubiera perdido.

—Pero eso…, eso es ridículo.

—Llegué a la conclusión de que seguramente se lo había pensado mejor a la vista del frío. Sólo al ver que no bajaba usted a desayunar esta mañana empecé a preocuparme y pensé que tal vez no se encontrase bien.

Comencé a tomar conciencia de lo que me estaba diciendo. Con la esperanza de disimular mi inseguridad, apoyé el hombro contra la pared. El papel pintado era antiguo, un dibujo repetido de flores azules y rosas, desvaídas en las franjas en las que el sol se había comido el color.

Monsieur, por favor —dijo—, debería usted sentarse.

Crucé los brazos.

—Recuerdo con toda claridad haberme puesto la camisola —miré la prenda—, esta camisola, y las botas. Dejé la carta en el mostrador de recepción, abajo, y salí. A las diez en punto exactamente. —Callé un momento—. ¿Encontró usted la carta?

—La encontré —dijo con tacto—, pero supuse que la había dejado y había vuelto a su habitación, monsieur. Monsieur Galy dice que él no le oyó salir.

A eso no encontré respuesta. Estaba claro que cada vez era mayor su preocupación por mi estado mental. Quizás pensara que estaba borracho o que sufría aún los efectos de la borrachera del día anterior. Apartó sus ojos de los míos un instante, e inmediatamente volvió a mirarme como si hubiera algo que no quería que yo viese. Demasiado tarde, demasiado lento, se burló una voz en mi interior. La voz rencorosa que tantas veces había oído en el sanatorio, que me predisponía en contra de los médicos y las enfermeras, y que creía vencida tiempo atrás.

Las botas que me había prestado estaban debajo de la mesa. ¿Me las había quitado sin darme cuenta al regresar a la habitación? Vi que estaban intactas, limpias. Nada indicaba que alguien las hubiera llevado por la calle, por el monte, y mucho menos por la nieve. En las punteras no había rastros reveladores de la helada ni del rocío. Palpé el dobladillo de los pantalones. También estaba seco.

—Mire, recuerdo con toda claridad haber ido a pie al Ostal. —Se lo dije despacio, poniendo con cuidado una palabra tras otra, como un borracho que se para a pensar en cada paso antes de darlo—. Seguí su plano al pie de la letra. Atravesé la plaza, tomé la callejuela a la izquierda de la iglesia…

—¿A la izquierda? Tendría que haber tomado la de la derecha.

—Bueno, al final dio lo mismo —seguí diciendo—. Es cierto que me detuve algún tiempo en el cruce, el quartier que hay detrás de la iglesia es bastante laberíntico, como usted me había advertido, aunque enseguida supe por dónde iba…

—¿En el cruce, monsieur?

—… Y encontré el Ostal sin mayores dificultades. Allí había bastante gente, todos disfrazados para asistir a la fête, tal como usted me había anunciado, así que no deja de ser posible, digo yo, que tal vez no me reconociera en medio de tantos comensales.

Su expresión facial empezaba a alarmarme. Manifestaba simpatía, pero también una genuina preocupación. Había visto esa expresión con anterioridad en el rostro de la enfermera jefe del sanatorio, la noche misma en que fui ingresado. Un abismo inexplicable, tanto en ese momento como entonces, mediaba entre la lógica de mi mundo y la del de los demás. Continué hablando sin mostrar mi inquietud.

—Me alivia que no sufriese ningún percance con el altercado, Madame Galy. Me preocupaba que pudiera usted salir malherida.

—¿Malherida, monsieur?

—Fabrissa dijo que no debía preocuparme, y pensé que formaba parte de la tradición de la fête, pero no me importa nada reconocer ahora que me sobrecogió. Aquello parecía muy en serio. Sin embargo, como ya sabe usted, todo eso sucedió mucho después. Tal vez usted ya se había marchado. —Me di cuenta de que hablaba demasiado alto y demasiado deprisa, pero no lo pude evitar—. Un hombre muy agradable, un tal Guillaume Marty, me llevó de la mano y me presentó… —vacilé intentando recordar los nombres— a dos hermanas, a una viuda, na Azéma…

Madame Galy guardaba silencio. Había renunciado a todo intento de razonar conmigo. La poca confianza que aún pudiera tener yo se resquebrajó un poco más.

—… Y a una pareja, los Authier, eso es, y a muchos otros de sus vecinos. Pero pasé casi toda la velada en compañía de una muchacha encantadora —titubeé con repentina timidez—, Fabrissa. ¿La conoce usted?

Vi que Madame Galy me miraba y vi compasión en sus ojos. El vivo recuerdo de mi madre aquel día en el restaurante cercano a Piccadilly, y la mirada en contraste con su rostro. No era lástima, sino desagrado. Parpadeé, enfurecido ante aquella imagen tan poco merecedora de ser recordada, una de las muchas que aún me dolían. Volví a intentarlo:

—Una muchacha realmente llamativa, con el cabello largo y negro, suelto. Pálida de piel. Unos asombrosos ojos grises. Tiene que conocerla usted, seguro.

Madame Galy cambió de postura.

—No conozco a nadie que se llame así —dijo.

—Vaya. En fin…, a lo mejor la invitó algún otro vecino…

Antes de que salieran de mi boca esas palabras me di cuenta de que era muy improbable. De haber venido Fabrissa a la fiesta con otra persona, ¿se habría pasado la velada hablando conmigo? ¿Se habría marchado de allí conmigo?

—Pero no deja de ser posible, claro —musité para mí—. Si yo le había gustado…

Recordé de pronto algo más, una prueba.

—Mi abrigo —dije con repentina animación—. Me lo dejé en el vestíbulo del Ostal. Cuando empezó el altercado, con la prisa de marcharnos de allí, se me olvidó el abrigo. Seguro que sigue estando allí.

—Su abrigo, monsieur, sigue colgado del gancho del vestíbulo en donde yo misma lo puse a secar ayer por la tarde.

—Bueno, pues entonces será que lo ha traído alguien —dije a la defensiva, aunque la verdad es que se me habían quitado las ganas de seguir luchando. No lograba poner nada en claro. Todo lo que me decía Madame Galy contradecía mis recuerdos de la velada anterior. ¿Qué más podría decir?

—Seguramente lo encontró Fabrissa y es ella quien lo ha traído —murmuré. ¿Dónde estaría en ese momento?

Estaba temblando. De pronto noté que me dolían los pies, descalzo como estaba sobre la tarima. Me envolví con mis propios brazos, palpándome las costillas bajo la fina camisola.

Madame Galy me rodeó con un brazo.

—Debería acostarse, monsieur.

—Tiene que haber alguien que la conozca —dije, aunque permití que me llevase de la silla hacia la cama.

Se volvió mientras me quitaba los pantalones, y entonces levantó el edredón y obedientemente me acosté. Qué fácil me había sido volver al papel del paciente. Unos cuadrados individuales, de tela brillante, se apretaban unos con otros en el edredón, del color de la nicotina. Me cubrió hasta la barbilla y dio unas palmadas. ¿Dónde estaba Fabrissa? Algunos fragmentos de nuestra conversación me volvían a la cabeza, la espantosa tragedia de lo que acaeció a su familia.

—¿Hubo mucha actividad enemiga por esta región durante la guerra? —le pregunté.

Si a Madame Galy le sorprendió este cambio de tema, no lo manifestó. Ahora me doy cuenta, claro está, de que me quiso seguir la corriente. Igual que los médicos y las enfermeras del hospital. Regla número uno: no hacer nada que pueda provocar o agitar al paciente.

—Había un campo de prisioneros cerca de aquí, para los alemanes. En Le Vernet —respondió—. Pero queda a cierta distancia.

—No, más bien quiero saber si hubo unidades alemanas que operasen en la región. Acciones extraoficiales.

Se inclinó por encima de mí para recolocar el cubrecama y tener las manos ocupadas.

—Perdimos a muchos de nuestros jóvenes que fueron a combatir al norte. Monsieur Galy y yo… —Se calló, y durante un momento, antes de que tuviera tiempo de enmascararlo, el dolor asomó con un destello en su mirada. Avergonzado, no insistí. Sólo más adelante tuve conocimiento de lo que le había pasado a ella, a su familia.

—¿No hubo unidades enemigas en la región?

—No, monsieur. Aquí no hubo combates.

Me recosté contra el cabezal. Las descripciones de Fabrissa, la incursión contra el pueblo, la huida de todos a las montañas. Su hermano… Eran experiencias reales, que ella recordaba en toda su viveza.

—¿Nulle nunca estuvo sometido al ataque enemigo? ¿No hubo incursiones?, ¿no hubo una evacuación?, ¿nada?

—No.

¿Acaso habría entendido yo mal lo que me había contado? Era posible, desde luego. ¿No sería también posible que hubiera mezclado yo la historia de Fabrissa con la mía? Una vez más, volví a suponer que sí. Cerré los ojos. ¿Era yo un hombre capaz de distinguir lo verdadero de lo falso? Eso era lo que Fabrissa me había preguntado la noche anterior. Y entonces no tuve ninguna duda. Ahora, en cambio…, ahora ya no tenía ninguna certeza siquiera de que me hubiese formulado esa pregunta.

—Pero es un sitio tan triste… —me oí decir—. Cuando llegué, noté que había algo, una especie de sombra que pendía sobre el pueblo.

Madame Galy cesó en sus tareas domésticas.

—Anoche en el Ostal fue muy distinto —continué—. Allí, al menos hasta que empezó la trifulca, todo el mundo estaba animado y contento.

Igual que si hubiera accionado un interruptor, continuó con sus quehaceres. Seguía sin decir nada. Colocó la silla en su sitio, ante la mesa, y colgó mis pantalones.

—¿Necesita algo más, monsieur?

No se me ocurrió nada que me hiciera falta, pero me di cuenta de que deseaba que se quedase. Su presencia era un gran consuelo.

—Siento mucho ser una molestia…

—Me alegra serle de utilidad, monsieur. —Cogió la botella de licor vacía y el vaso, y los colocó en la bandeja—. Vendré a verle dentro de una hora más o menos —dijo—. Ahora debería descansar.

Estaba cansado, muy cansado. Tal vez el bebedizo para dormir que me había dado empezaba a surtir efecto.

—Cuando usted se sienta con fuerzas, Michel Breillac, que sabe algo de automóviles, estará a su disposición y le ayudará.

—Gracias —murmuré, pero ya se había marchado, dejando la puerta entreabierta. Escuché el ruido de sus sabots mientras se alejaba por el pasillo y bajaba las escaleras. El sonido me resultó extrañamente reconfortante, normal. Me recosté en las almohadas.

Dejando a un lado a George, la idea del amor me había parecido siempre una cuestión de sumisión. De cesión ante una emoción poderosa, de pérdida de control. En ese momento el amor me pareció algo de lo más natural, algo que ni siquiera necesitaba un comentario, como el respirar o el levantar la cara hacia el sol en un día de verano.

Fabrissa… Como en una canción infantil, su nombre me rondaba por el pensamiento sin cesar… Fabrissa. La palabra giraba y giraba en espirales, y me iba tensando los nervios cada vez más.

—¿Dónde estás?

Me di cuenta de que lo había dicho en voz alta, aunque no importaba. Allí no me oía nadie.

—Te encontraré —murmuré, y me deslicé en el sueño con su nombre en mis labios.