Me despertó mi padre zarandeándome. Aún estaba gris la luz del alba. Oímos a los soldados dar gritos los unos a los otros más abajo, sus voces desabridas transportadas en el aire de la mañana hasta donde estábamos escondidos. Tenían que saber que muy lejos no podíamos haber ido. Sabíamos que ninguno de los que se habían quedado atrás delataría nuestro paradero, aunque temí por su seguridad.
—¿Y ellos…? —Dejé la pregunta flotando en el aire.
—No volvimos a verlos —dijo con toda sencillez.
No hubo necesidad de decir nada más.
—Jean estaba más débil. El aire de la noche y el horror de la situación habían reducido todavía más sus fuerzas. Mi padre lo llevaba a la espalda, mi madre y yo los seguíamos algo más atrás. Al principio bajamos por la más empinada de las sendas, buscando el camino oculto que mi padre recordaba. Había un ambiente de quietud, de abandono, y se oían los gritos de los soldados más abajo.
»No habíamos recorrido demasiado cuando hallamos una abertura en la maleza. Mi padre retiró las ramas retorcidas del laurel para poner al descubierto sus antiguas raíces.
Fabrissa sonrió con ese recuerdo.
—Lo cierto es que parecía un tramo de escaleras hechas de madera, y así lo dije. A Jean le divirtió, con lo que a partir de ese momento me concentré sobre todo en tenerlo entretenido. En distraerle.
Volvió a adoptar un rostro serio.
—Pero ya estaba tosiendo casi en todo momento. En más de una ocasión mi padre tuvo que bajarlo con suavidad a tierra, y tuvimos que esperar a que Jean a duras penas recuperase la respiración.
»Por fin alcanzamos una meseta, poco más que una repisa en la ladera de la montaña. Vi que mi padre se sentía aliviado al ver que no le había fallado la memoria. Por encima vi una hendidura en la roca, en forma de media luna, escondida bajo una escarpadura que sobresalía algo más. Desde debajo de la meseta la entrada de la cueva no era visible. Un túnel bastante corto desembocaba en un espacio más amplio, conectado a su vez con la red de cavernas de lo más profundo de la montaña.
»Entonces oímos voces y pronto nos reunimos con nuestros vecinos.
Un suspiro escapó de mis labios.
—Cada familia ocupaba una pequeña zona en la que había acampado. Al principio, el ambiente reinante era de esperanza. Los niños jugaban encantados con el mundo subterráneo, y las mujeres ayudaron a mi madre a cuidar a Jean. Al principio, su salud mejoró un poco, y día a día fue recobrando la fuerza.
Fruncí el ceño.
—¿Día a día? Entonces, ¿cuánto tiempo estuvisteis en las cuevas?
—Mucho tiempo.
—¿Semanas? —pregunté, atónito sólo de pensarlo.
—Más. —Hizo una pausa—. Como era invierno, supusimos que los soldados abandonarían la búsqueda y nos dejarían en paz hasta la primavera. Eso era lo que había ocurrido en el pasado. Y al principio pareció que tenían esa intención. Se marchaban, aunque al final volvían siempre. Siempre volvían. Era como jugar al ratón y al gato.
Fabrissa volvió los ojos hacia mí, y miró luego al horizonte del bosque.
—Éramos los últimos, no sé si lo entiendes. Nuestro pueblo era una de las últimas fortalezas que aún resistía. No iban a dejarnos en paz. Por eso aguardamos y aguardamos. Llegaron las nieves y pensamos que entonces se marcharían. Pero no se fueron. Ocuparon el pueblo. Nuestro pueblo.
»Pasaron las semanas, flaquearon los ánimos. Los hombres salían de las cuevas por la noche a buscar comida y otras provisiones, un poco de aceite para las lámparas, velas, leña para hacer fuego. Pero nunca era suficiente. Todos pasábamos hambre y frío.
Titubeó unos momentos, y por primera vez desde que dio comienzo a su historia no pude impedir el gesto de tocarla. Quise tomar sus manos entre las mías, pero tenía los dedos tan fríos que fue como si no estuviera a mi alcance.
—Jean lo estaba pasando muy mal. El frío y la humedad le calaron hasta los huesos, se le agarraron al pecho. De noche no podía dormir. Tosía continuamente, se esforzaba por respirar, se ahogaba. Necesitaba aire puro y sol, justo lo que no podíamos darle. Cada día lo veíamos debilitarse un poco más, y sabíamos que no podíamos hacer nada para remediarlo. Cuando murió, sólo tenía catorce años.
Se me contrajo el corazón de pena. Que Fabrissa también hubiese perdido a un hermano amado, aunque en circunstancias mucho peores que las mías, fue más de lo que podía soportar.
Aunque mi ignorancia de las circunstancias precisas en las que George perdió la vida me había obsesionado durante años, yo no presencié su muerte. Fabrissa en cambio sí estuvo al lado de Jean. Lo había visto irse, escaparse entre sus dedos, sin poder hacer nada por salvarle. ¿Cómo podía una persona vivir con tales recuerdos?
—Lo siento muchísimo —dije con voz queda.
Había salido el sol, frío y blanco en el cielo. Los árboles negros y la silueta de las montañas de noche se habían transformado en los verdes y los grises del nuevo día. Acerté a ver la cumbre de la Roc de Sédour a lo lejos.
La atraje hacia mí. Esta vez la abracé con fuerza, aunque en mis brazos la sentí tan insustancial como la bruma.
—No pudimos enterrarle —dijo con un hilillo de voz—. El terreno, fuera, era demasiado duro; el suelo de las cuevas era de roca viva. Por eso lo dejamos con los otros que habían muerto: la viuda Azéma, los niños de los Bulot. Después fueron muchos más.
Contuve la respiración. Durante mucho tiempo, mis noches habían sido un carrusel de imágenes en las que aparecía George tendido en el barro, la sangre, el alambre de espino, muriendo con el olor de la fosa común en la nariz, sus hombres hechos añicos por las minas, por las balas, asfixiados por los gases. Pero imaginar a Fabrissa atrapada en semejante lugar, con su amado Jean ya muerto a su lado, fue un horror de otra dimensión.
—Fue tal vez una semana después de que muriese, más o menos cuando se celebra la feria de invierno en Espéraza, cuando vimos unas hilachas de humo que ascendían por encima de los árboles. Supimos entonces que ardía el pueblo. Coléricos por no habernos dado caza, y sabiendo que no podíamos estar muy lejos, pegaron fuego a todo el pueblo. La iglesia, el Ostal, nuestras casas. Todo lo destruyeron.
—Fabrissa…
No supe decir nada más.
—Más adelante, cuando empezó el deshielo y empezamos a creer que ya nos habrían olvidado, nos descuidamos. Vieron a dos de los hombres volver a las cuevas por la noche. Los soldados los siguieron y apostaron a un centinela. Encontraron entonces una de las entradas y ya sólo fue cuestión de tiempo que encontrasen las demás. —Calló un momento—. Los oímos apilar las piedras, afianzar los maderos y clavarlos unos con otros para sujetar los escombros. Menguó la luz y al poco se adueñaron de nosotros las tinieblas. Lo que había sido nuestro refugio fue nuestra tumba. Todas las entradas quedaron bloqueadas. No pudimos salir.
Noté que Fabrissa se escurría de mis brazos. De pronto me sentí mareado. La náusea que había logrado mantener a raya terminó por imponérseme.
—No volvió nadie —dijo—. Ni uno solo.
Temí estar al borde del desmayo. Tenía sudorosas las palmas de las manos, tenía una gran presión en el pecho. Me adelanté un poco y apoyé las manos en las rodillas.
—¿Freddie? —dijo Fabrissa. Noté en su voz la preocupación y la amé por eso.
—Estoy bien.
—Freddie —susurró—, no tengas miedo.
—¿Miedo? No tengo mie…
Levanté la cabeza de golpe y vi puntos de colores. Oí su voz como una nana que me arrullase, la oí decir mi nombre, y en ese momento supe sin la menor sombra de duda que había sido la voz de Fabrissa la que había escuchado durante la tormenta.
—Pero… ¿cómo? —murmuré—. ¿Cómo?
La miré sumido en una muda confusión, viendo mi propia angustia reflejarse en su semblante. Estaba muy cansado de pronto. Me había agotado con la conversación y descubrí que estaba helado de frío.
También Fabrissa parecía cansada. No se movió, aunque noté en ella la intranquilidad, como si se hubiera demorado más de la cuenta. La noté alejarse, escurrirse, y por más que quisiera mantenerla a mi lado me sentía impotente, incapaz de detenerla.
—Ha amanecido —dije mirando al pueblo, que se desperezaba allá abajo—. Debería llevarte a casa.
Me corría el sudor por la espalda aunque estaba temblando, realmente helado de frío. Quise ponerme en pie y descubrí que no podía. Me llevé una mano a la frente con cierta dificultad. Noté la piel caliente al tacto.
—¿Podré volver a verte? —dije comiéndome las palabras—. Más avanzado el día. Yo…
¿Llegué a decirlo en voz alta, o sólo imaginé que lo decía?
Una vez más quise ponerme en pie, pero me fallaron las piernas. Volví a desplomarme sobre el improvisado banco, y noté cómo la rugosidad de la corteza del tronco caído se me clavaba en la piel.
—Fabrissa…
Me costó un esfuerzo enorme mantener levantada la cabeza. Quise liberarme, huir de la prisión de mi memoria.
—Tengo… que llevarte… a casa… —repetí, pero sin articular bien las palabras. Intenté concentrarme en Fabrissa, en su semblante, en sus ojos grises, pero había de pronto dos muchachas, y la imagen flotaba desenfocada ante mis propios ojos. Quise decir su nombre otra vez, pero la palabra se me hizo ceniza en la boca.
—Encuéntrame —susurró—. Encuéntranos. Entonces podrás llevarme a casa.
—Fabri…
¿Era ella la que me dejaba o era yo quien se iba? Me dio un vuelco el corazón.
—No te vayas —murmuré—. Por favor, ¡Fabrissa!
Pero ya estaba muy lejos. No pude alcanzarla.
—Ven a buscarme. Encuéntrame, Freddie —susurró.
Y luego no hubo nada. Únicamente la terrible certeza de estar solo otra vez.