Se me cayó el alma a los pies.
—Mira, no hace falta…, no es necesario que… Si es demasiado…
Cuánto quise ahorrarle el dolor del recuerdo. Cuánto quise rodearla entre mis brazos y decirle que todo iba a salir bien. Pero no fue así, claro que no. ¿Cómo iba a ser así?
Fabrissa hizo un movimiento inapreciable con la cabeza, pero no se detuvo. Y lo entendí; entendí que una vez que había comenzado necesitaría terminar como fuese.
—Era diciembre —siguió diciendo—. Un día luminoso, muy frío, con un sol blanquecino y el cielo azul. Por la tarde, la luz duró un poco más de lo habitual en las montañas, una luz dorada y tendida como un manto de nieve sobre las cumbres nevadas del Sabarthès, de la Roc de Sédour. Estaba todo pintado en blanco y oro. Y aunque era contrario a nuestras creencias, recuerdo haber pensado qué difícil era no creer que todo aquel día no fuese obra divina.
La miré en ese momento, emocionado por una declaración de fe tan sencilla. La alegría de aquel recuerdo ya había desaparecido. Volvía a tener una expresión de seriedad.
—Cuando cayó la noche, todos fueron al Ostal a celebrar la fête.
—¿La fête de Saint-Etienne?
Asintió.
—Corría el rumor de que se había visto a los soldados en Tarascon, pero supusimos que estaban demasiado lejos para que fuesen motivo de preocupación. Sospechamos también que nuestros enemigos tenían listas de nombres, que estaban al tanto de las pertenencias y de las lealtades que sólo podrían haberles dado los que vivían ocultos entre nosotros.
—¿Los que no estaban obligados a llevar la cruz amarilla?
—No era así de simple —dijo, e hizo una pausa—. Lo que en cambio no sabíamos, al reunirnos para el festejo, era que los soldados ya avanzaban por el valle. Los rumores esta vez eran ciertos.
»Mis padres, mi hermano y yo habíamos pasado los dos días anteriores con la familia de mi madre en Junac, al otro lado del valle. En el viaje de regreso tardamos más de lo esperado, y el frío se cobró su precio con mi hermano.
—¿Tienes un hermano? —dije en voz muy baja, dándome cuenta nada más decirlo de que era una idiotez por mi parte complacerme en que existiera esa semejanza entre nosotros—. ¿Un hermano mayor?
—Era tres años menor que yo —dijo con voz queda.
—¿Era?
Sacudió la cabeza. Me enfurecí conmigo mismo por haber cometido ese error. ¿No me había dado cuenta aún de que Fabrissa iba a relatar la historia a su manera, a su ritmo?
—Perdona, no debería haberte interrumpido.
—Cuando nos acercábamos a casa vimos a un chico salir corriendo del bosque. Estaba en estado de shock, se tragaba las palabras al hablar y hablaba demasiado deprisa, con lo que no entendimos lo que nos decía. Mi padre logró sosegarlo y, con gran paciencia, logró que aquel niño aterrorizado dijera que…
Calló con los ojos muy abiertos.
—¿Que dijera qué?
—Que se habían producido varias masacres. Que los pueblos de la zona baja de las montañas habían sido incendiados. Que los ancianos, las mujeres y los niños habían sido asesinados en donde los encontraron. Que por los campos había corrido la sangre.
Me quedé helado.
—Santo Dios…
—No teníamos forma de saber si era cierto lo que nos contó, claro está —siguió diciendo—. En las semanas anteriores hubo muchas falsas alarmas. No podíamos estar seguros.
Pesqué otro cigarrillo de la funda y lo encendí.
—¿Y qué hicisteis?
—Mi hermano estaba delicado de salud, por lo que mi padre decidió llevárselo con mi madre a casa. A mí me dijo que siguiera adelante y que se reuniría conmigo en el Ostal tan pronto como pudiera. Antes de despedirnos, me hizo prometerle que no diría nada del chico. Fuera cierto o fuera falso, su testimonio sólo serviría para difundir el pánico y la alarma. Era mucho mejor esperar a que él pudiera hablar con otros y, juntos, decidir qué era lo más aconsejable que hiciésemos.
»Cuando llegué al Ostal, estaban todos muy animados. Todo el pueblo se había reunido en la celebración. Se me cayó el alma a los pies sólo de pensar que en cuestión de horas aquella forma de vida podría perderse para siempre.
—Tuvo que ser muy difícil.
—Así pues, tomé asiento sabiendo lo que sabía y que pese a todo tenía que ocultarlo. Y en todo momento estuve pendiente de la puerta, esperando a mi padre. Cuando por fin vino, se reunió enseguida con Guillaume Marty, el sénher Bernard, el sénher Authier y los demás. —Fabrissa titubeó—. Después supe que mi padre había seguido interrogando al chico y se dio por contento: estaba contando la verdad sin adornos innecesarios. Instruyó a mi madre para que recogiera las pocas pertenencias que pudiéramos llevar entre todos y mandó al chico a avisar a los que estuvieran en sus casas y no en el Ostal. No eran muchos. La anciana na Sanchez, que estaba postrada en la cama, y Monsieur Galy.
—¿Galy?
—Yo no los conocía en aquel entonces, claro está. Seguía rezando en el fondo de mi corazón para que todo fuera una falsa alarma. El primer indicio de que no lo era fue el ruido de los caballos, los cascos y los arreos en la calle, y los dos soldados que entraron en la sala cuando empezó la lucha.
Me quedé helado.
—La lucha se hizo más intensa rápidamente. Los soldados fueron repelidos y se atrancaron las puertas con una barricada. Los espías que había entre nosotros habían llegado armados, dispuestos a dar apoyo a los atacantes. Pero también se les venció rápidamente.
»La misma presencia de los soldados era prueba de que el grueso de las fuerzas estaba en camino. La táctica de enviar una avanzadilla era corriente. Por lo general, se llevaban a cabo las detenciones rápidamente y sin derramamiento de sangre. Pero esta vez las cosas fueron diferentes. La espeluznante información sobre las masacres que se habían producido en el valle ya lo hacían presagiar. Mi padre y los demás sabían que era preciso huir del pueblo antes de que llegase el grueso de las fuerzas enemigas.
»No todos estaban dispuestos a marcharse. Raymond y Blanche Maury dijeron que eran demasiado viejos para que nadie los echara de sus casas, y que preferían morir en sus camas. En cambio la mayoría hizo lo que se les ordenó y salió del Ostal por un túnel subterráneo. Los bons homes, Guillaume Marty y Michel Authier, eligieron plantar resistencia y retener allí a los soldados.
La cabeza me daba vueltas debido al exceso de información. Los detalles eran demasiados, eran confusos, desconcertantes.
—Mi madre había hecho las cosas muy deprisa. Junto con mi hermano y todos los que habían resuelto marchar, había recogido las pertenencias que pudimos llevarnos, una barra de pan, unas alubias, vino, mantas, y nos estaba esperando a la salida del túnel.
»A mi hermano se le hizo muy duro el viaje. Era un niño enfermizo, con muy poca fuerza para soportar los duros y largos inviernos. Se le notaba en la cara cuánto estaba sufriendo, aunque nunca se quejó de nada. —De nuevo hizo una pausa—. Nunca se quejó, ni una sola vez.
—¿Cómo se llamaba? —pregunté con voz queda.
—Jean. Se llamaba Jean.
Callamos durante unos momentos, aleteando los hilos de la historia a nuestro alrededor como cintas mecidas por el viento.
—¿Y adónde fuisteis? ¿Había algún sitio seguro?
—Hay cuevas en estas montañas, cuevas ocultas a la vista de quien no las conoce. —Señaló al otro lado del valle, sobre los tejados durmientes del pueblo, hacia los bosques por los que había llegado yo a Nulle—. Hay pequeñas aberturas en la roca que conducen a los túneles, antiguos lugares para esconderse, una sucesión laberíntica de pasadizos y cavernas.
Pensando en los carteles de carretera que había visto el día anterior indicando las cuevas de Niaux y de Lombrives, volví a mirar el camino por el que habíamos bajado, tratando de averiguar cómo habían pasado de este lado del pueblo hasta el otro sin que los vieran los soldados.
—¿Y esas cuevas eran suficientes para dar cabida a todos?
—Hay ciudades enteras bajo tierra, hay cavernas espléndidas, inmensas. —Volvió a esbozar la misma media sonrisa.
—Es asombroso.
—Sí. Nos alejamos en los carros todo lo que pudimos, hasta que el terreno se hizo demasiado pendiente. Desenganchamos la mula, confiando en que supiera encontrar el camino de vuelta a casa. Otros hicieron lo mismo. También tuvimos la esperanza de que las huellas que dejaron los cascos de los animales y las ruedas de la carreta sirvieran como pista falsa para despistar a los soldados que nos iban persiguiendo.
»Volvimos trazando un rodeo en torno al pueblo por los bosques del este, evitando cualquier campo abierto. Luego iniciamos el ascenso hacia las cuevas.
—Sigo sin entender cómo es posible que fuerais tantos los que os evadisteis de los soldados.
—Conocíamos el terreno y ellos no, y tuvimos suerte. Esa noche no había luna. Además, el grueso de las tropas se encontraba más lejos de lo que habíamos pensado. —Calló un momento—. Recorrimos el terreno despacio, manteniéndonos siempre en la sombra, con la protección de los árboles. No llevábamos antorchas. Nadie dijo nada.
»Hay dos sendas que ascienden por los bosques en aquel lado del pueblo. Una es muy empinada y está casi cerrada por los bojes y los álamos. La otra es más larga, pero es menos empinada, y tiene anchura suficiente para que pasen dos personas a la vez.
—Yo llegué por ese camino, bajando desde la carretera y atravesando el bosque para llegar a Nulle por el este.
—Aún era de noche cuando llegamos a mitad de camino, a donde convergen las dos sendas. Mi hermano se esforzaba por seguir adelante a duras penas. No decía nada, aunque estaba claro que no podría ir mucho más lejos. Por eso, en vez de continuar con los otros, mi padre decidió que descansáramos un rato para intentar luego alcanzarlos con las primeras luces del día. Tenía memoria de un camino más arduo, pero más directo, que llegaba a las cuevas; lo había descubierto cuando era niño y no lo había visitado desde entonces. Si su recuerdo era correcto, dijo, por una marcada pendiente se llegaba a una meseta desde la cual estaríamos ya cerca de donde estaban los otros.
»Nos despedimos de nuestros amigos y les deseamos lo mejor, con la esperanza de verles a la mañana siguiente. Nos colamos entre la maleza y nos acurrucamos unos con otros para entrar en calor, envolviéndonos en las mantas para pasar la noche.
»Jean estuvo callado, aunque por los ruidos de la respiración en su pecho noté que estaba llorando. Le di un poco de vino y lo animé a comer un poco de pan. No me atreví a cantarle una nana para que se durmiera, pero sí le acaricié el cabello y lo abracé para dar calor a su cuerpecillo delgado y tembloroso. Poco a poco se acompasó su respiración y al final se durmió. Igual que yo.