Nos sentamos un rato en silencio. Fumé. Ella clavó la mirada en el oscuro horizonte, como si contase las estrellas. ¿Había estrellas en realidad? La verdad es que no lo recuerdo.
La oí entonces contener la respiración y comprendí que Fabrissa había querido ordenar mentalmente su relato, como había hecho yo. Aplasté lo que quedaba del cigarrillo con la suela de la bota y me dispuse a oírla. Deseaba saberlo todo acerca de ella, todo lo que me quisiera contar. Hasta los menores detalles, los más irrelevantes, los más bellos.
—Nací una tarde de primavera —comenzó a decir—. El mundo volvía a la vida tras un arduo invierno. Se había derretido la nieve y fluían otra vez los arroyos. Las pequeñas flores alpinas, azules, rosas y amarillas, llenaban los campos del alto valle. A mi padre le gustaba decir que el día en que nací fue el primero en que oyó el canto del cuco. Un buen presagio, decía.
»Nuestros vecinos vinieron con un pan que habían horneado, un pan de harina blanca, no de grano grueso y marrón. Otros también trajeron regalos: una manta de lana para el invierno, pieles, una vasija de arcilla, una caja de madera que contenía especias. Lo más preciado de todo, un montón de sal envuelto en una tela de algodón teñida de azul.
»Era mayo. Los pastores ya habían vuelto con sus rebaños de los pastos de invierno, en España, y el pueblo estaba lleno de vida y de animación, las charlas de las mujeres en la plaza, los telares de madera en los adoquines.
Calló un momento. Me alegró la espera. Quería que contara su historia a su ritmo, a su manera, igual que me había dejado hacerlo ella a mí. Además, el placer de oír su voz era tal que podría haber recitado la lista de la compra y a mis oídos habría sonado a música celestial.
—Mi nacimiento fue considerado una señal de que las cosas tal vez pudieran cambiar y mejorar por fin —dijo—. Y a mi madre y a mi padre se les tenía aprecio y respeto en el pueblo. Eran personas leales, honradas. Mi padre escribía cartas en nombre de los que no sabían leer o escribir. Explicaba cómo eran las cosas en los tribunales a los que necesitaban representación o ayuda. En el pueblo, cada cual cumplía con el papel que mejor se adaptaba a su carácter.
—Entiendo —le dije, aunque no era así.
—Tras años de violencias y denuncias, pareció que nuestros enemigos habían puesto sus miras en otra parte, y por un tiempo disfrutamos de la paz. Hubo como es natural algunas riñas, las desavenencias habituales en toda comunidad que vive a la sombra de la guerra. Pero fueron incidentes aislados, nunca represalias sistemáticas. Y aunque todos conocíamos a alguien a quien habían apresado, a la mayoría se le ponía en libertad sin más castigo que la obligación de llevar la cruz.
Instintivamente me llevé la mano al bolsillo. Tomé el trozo de tela y lo deposité sobre mi rodilla.
—¿Esto era una forma de señalar a la gente?
Miré aquel pedazo de tela deshilachada, el amarillo muy desvaído. Había oído que los alemanes infligían castigos a los civiles, había aparecido algo en el Times, aunque no era nada semejante a aquello.
—La intención era humillarnos, desde luego —respondió—. Pero cuando eran tantos los marcados de la misma manera, empezó a ser señal de que quien lo llevaba era una buena persona.
—Una insignia de honor.
—Sí.
Al darme cuenta de que tal vez fuera un símbolo de su supervivencia y que, por tanto, tal vez quisiera conservarlo, se lo ofrecí.
—Perdona, no debería haberlo cogido.
Ella negó con un gesto. Vacilé, y me lo guardé en el bolsillo. No era una prenda de amor muy ortodoxa, pero era todo cuanto tenía.
—Las incursiones y los ataques empezaron a ser más frecuentes. Arrestaron a todos los habitantes de pueblos enteros, o al menos eso se dijo. Hombres, mujeres y niños. En Montaillou, a menos de un día de camino, todas las personas mayores de doce años fueron llevadas ante el tribunal de Pamiers. Los interrogatorios se sucedieron durante semanas. De aquello se hablaba en susurros, tapándose la boca con una mano, a puerta cerrada. Aun así, teníamos la esperanza de que nuestro pueblo, por ser tan pequeño, no importase mucho a nadie.
Por segunda vez en tan sólo dos días, las polvorientas palabras de mi profesor de primaria me volvieron a la memoria.
—Una tierra verde que se había enlagunado de rojo, la sangre derramada de los fieles —murmuré.
El efecto que tuvieron mis palabras en Fabrissa fue inmediato. Se le encendieron los ojos.
—¿Tú sabes algo de nuestra historia?
—Me temo que muy poca cosa. Sólo sé que esta región no es ajena a los conflictos.
—Entonces algo sabrás de los años interminables que pasamos temerosos de que las personas que nos eran más queridas nos fueran arrebatadas en la noche. Nunca sabíamos en quién confiar, en quién no, y eso era lo peor. Seducidos por las promesas de seguridad y de riqueza, algunos se hicieron espías. Traicionaron a los suyos. Temíamos a nuestros enemigos, pero no los odiábamos. —Vaciló antes de seguir—. Pero a aquellos que nos dieron la espalda, y que se unieron a los que nos perseguían, a aquellos fue difícil no despreciarlos.
Asentí. En los primeros momentos de la guerra, supongo que durante el primer permiso que pasó George en casa, les oí a él y a mi padre hablar cuando dejaban entreabierta la puerta del estudio. Recuerdo oírle explicar que no tenía ningún odio contra el soldado alemán de a pie, hombres que, como él, luchaban por su patria. Mi padre asentía, «sí, sí», y en el aire se espesaba el humo de los cigarrillos. Pero para los que no iban a luchar, para los objetores de conciencia o para los que espiaban para el bando contrario, no tenía más que desprecio. Y mientras los escuchaba desde el vestíbulo, excluido del mundo de los hombres, noté la admiración en la voz de mi padre. Y debo reconocer que tuve celos.
—No había caído en la cuenta de que los alemanes estuvieran activos en esta región de Francia —dije, y lo dije tanto para mí como para Fabrissa, tratando de disipar los recuerdos infelices.
Conocía la lista de las batallas —Loos, Arras, la colina de la Cabeza del Jabalí, Passchendaele—, notorias todas ellas por las desmedidas pérdidas en vidas humanas, insignificantes por el presunto éxito militar que se buscaba. Pero no recordaba que hubiese existido ningún combate de cierto peso al sur del valle del Loira.
—No —dijo—. Yo era pequeña, pero ya sabía que la guerra nada tenía que ver con la fe, sino con el territorio y la riqueza y la codicia y el poder.
—Sí —dije pensando en el desprecio que sentía George por los políticos que habían enviado a tantos hombres buenos a una muerte segura.
La luz iba en aumento y daba forma de nuevo al mundo. Miré a Fabrissa de reojo y vi que tenía la piel muy pálida, con una pátina casi azulada en el alba.
—Y entonces un día sucedió lo temido. Vinieron los soldados a por nosotros.