Avanzamos a tientas en la oscuridad. Tras el descenso inicial, el túnel enseguida se hizo llano y luego, despacio, comenzó un ascenso. Respiraba con dificultad y el sudor se me acumuló en las sienes y en las mejillas, con lo que me escocía el corte.
Me concentré en no perder pie. No veía nada en absoluto. El techo del túnel a veces parecía rozarme la cabeza, y las paredes estaban tan cerca que se podían tocar las dos a la vez, pero no lograba tener una sensación clara de dónde estábamos. Fabrissa, por su parte, seguía como si tal cosa. Parecía que no le faltase el aliento y tampoco parecía cansarse en tan claustrofóbica situación.
Así seguimos adelante, por un mundo subterráneo, hasta que empezó a cambiar la atmósfera. El camino se hizo más pendiente, el ascenso era incluso difícil, noté el susurro del aire fresco en la cara.
El terreno de pronto se hizo muy empinado. La perspectiva que nos esperaba viró del negro al gris. Unos puntos de luz de luna relucían en lo que parecía una puerta que cerraba el extremo del túnel.
Suspiré aliviado.
—Hay una anilla de bronce —dijo Fabrissa—. Se abre hacia dentro.
Pasé los dedos por la superficie de la madera, como un ciego, hasta dar con ella. El asa estaba fría y era rígida. La sujeté con ambas manos y tiré. No se movió. Separé los pies, me dispuse a hacer palanca y tiré de nuevo.
Esta vez noté que la puerta cedía en las bisagras, aunque siguió sin abrirse.
—¿No es posible que esté cerrada por fuera?
—No lo creo. No es probable, porque esta escapatoria no se ha utilizado desde hace mucho tiempo.
Tiempo tampoco tenía para preguntarme qué había querido decir. Seguí dando tirones con constancia, y luego le di unos golpes de lado, más secos, hasta oír por fin un crujido sordo y notar que se había astillado la madera junto a las bisagras.
—Ya casi está —dije, e introduje los dedos en la abertura, entre la puerta y el marco.
Fabrissa introdujo las manos por debajo de las mías, y entre los dos tiramos hasta que por fin nos vimos al aire libre, de noche, con frío. Tras nosotros quedó la puerta suelta, apenas sujeta por las bisagras, como la entrada de una vieja mina de cobre que habíamos descubierto George y yo estando de vacaciones en Cornualles, durante un lluvioso mes de agosto. Él lógicamente quiso entrar, pero a mí me dio demasiado miedo.
Distintos momentos, lugares distintos.
Me volví hacia Fabrissa, que estaba inmóvil a la luz de la luna.
—Lo logramos —dije entre jadeos, recuperando el aliento.
—Sí —dijo en voz baja—. Sí, lo logramos.
Estábamos en un terreno pelado, a mitad de ladera, al este del pueblo. Al otro lado del valle, comprendí, frente a la ladera por la que había llegado a Nulle por la tarde. Noté que se me iba un poco la cabeza, como si me embriagase el aire de la noche, o lo que habíamos logrado, o el hecho de estar con ella. Luego sentí una puñalada de culpa que no pude pasar por alto.
—Tengo que volver ahora que ya estás a salvo. He de ayudarles allí. Podría haber heridos graves.
Ella suspiró.
—Ya ha terminado.
—De eso no podemos estar seguros.
—Todo está en calma —dijo—. Escucha. Mira. —Señaló hacia el pueblo—. Está todo en calma.
Seguí la línea que indicaba con el dedo y descubrí la torre de la iglesia, la amalgama de las casas, las callejuelas de Nulle. El propio Ostal, blanco a la luz de la luna, se encontraba justo debajo de nosotros.
No se movía nada. No había nadie por allí. No había luces encendidas. No oí nada más que el perenne silencio de las montañas.
—¿Formaba parte de la fête? —pregunté—. ¿Los soldados, la pelea?
Pero por más que quisiera convencerme de que no era necesaria mi intervención, aquello me había parecido demasiado brutal para ser una mera representación.
—Ven —dijo con voz queda—. Apenas nos queda tiempo.
—¿Adónde vamos?
—A un sitio donde podamos sentarnos a charlar un poco más.
Fabrissa inició el descenso sin decir una palabra más, sin darme más elección que la de seguirla. Caminaba deprisa, con el vestido azul y largo susurrando en torno a sus piernas.
Bajo el balanceo de su cabello vi en algunos momentos la cruz amarilla. Sin pensar en lo que hacía, me apresuré a alcanzarla.
—Espera —le dije. De un tirón, le arranqué el trozo de tela de la espalda—. Así está mucho mejor.
Ella sonrió.
—¿Por qué lo has hecho?
—No lo sé, la verdad. Pero me ha parecido que no era lo adecuado. Como si en realidad no lo debieras llevar. —Titubeé un instante—. ¿Te ha molestado?
Noté que me miraba con sus ojos grises, como si quisiera recordar cada una de mis facciones para siempre. Negó con la cabeza.
—No. Ha sido muy valiente por tu parte.
—¿Valiente?
—Honroso.
Mientras aún sopesaba yo las palabras que había elegido ella, Fabrissa de nuevo había iniciado la marcha. Me guardé la cruz de tela en el bolsillo y la seguí.
—Entonces, ¿qué significan las cruces? Vi que algunos de los comensales también las llevaban.
No me contestó, y tampoco frenó la marcha.
El aire de la noche parecía mudar a su paso, y algo había en la traslúcida luz de la luna que me causaba la impresión de que ella estuviera hecha de aire, o de agua, y no de carne y hueso. No la urgí a decirme nada. No quise trastornar el delicado equilibrio que había entre nosotros, y eso me parecía más importante que cualquiera de las preguntas a las que yo pudiera desear que ella me respondiera.
El camino descendía trazando curvas entre la hierba escarchada. Miré por encima del hombro y vi la boca del túnel que menguaba allá a lo lejos. Ya estábamos cerca del pueblo, aunque en vez de continuar hacia Nulle, Fabrissa me condujo a una pequeña laguna que estaba a mitad de la ladera, y allí me indicó que descansáramos. Tomé asiento en el tronco musgoso de un árbol caído, agradecido por tener la oportunidad de reposar mis fatigadas piernas. Las botas de suela suave me habían empezado a apretar.
El cielo iba virando del negro a un azul como la tinta. Cuando miré al camino por el que habíamos bajado distinguí la huella plateada de mis pasos en el rocío de la mañana. No faltaba mucho para que amaneciera. Pensé por un momento en que era extraño que hubiera rocío en diciembre, y luego pensé en lo raro que era que no tuviera frío a pesar de haber abandonado el abrigo y la gorra en el Ostal. Me sentía curiosamente ingrávido, como si tras pasar la noche en compañía de Fabrissa hubiese adquirido algunas de sus cualidades, su delicadeza, su liviandad.
Miré la superficie aquietada del agua en la laguna. Noté en las mejillas la falta de sueño y el agotamiento en los ojos, que me miraban a la luz incierta del alba. El reflejo de Fabrissa en el agua era mucho menos claro. Me volví, temeroso de que se hubiera marchado. Pero aún estaba allí.
—Temía que tú…
—Todavía no —dijo, leyéndome el pensamiento.
—No tenemos que volver.
—Aún nos queda un poco de tiempo —dijo sonriendo—. Me gustaría contarte algo sobre mí, si tienes el ánimo de escucharme.
Me dio un brinco el corazón.
—Cualquier cosa que tú quieras contarme, para mí será un honor oírla.
Yo no había fumado en toda la noche, supongo que porque nadie más fumaba en la sala. Ni siquiera había pensado en fumar. Pero en ese momento busqué en el bolsillo y saqué la funda de los cigarrillos y las cerillas.
—¿Te importa? —dije, y saqué uno y apreté el tabaco en la tapadera de plata.
Fabrissa se inclinó hacia mí.
—¿Qué son?
—Gauloises —repuse—. Suelo fumar Dunhill en situaciones normales, pero aquí es imposible de conseguir.
Le ofrecí el paquete. Negó con un gesto, pero pareció embelesada por lo que hacía yo. Me miró atentamente cuando me puse el cigarrillo en la boca y, protegiéndolo con una mano, encendí una cerilla. Se le pusieron los ojos como platos cuando vio la hilacha de humo que se expandía en el aire húmedo de la noche y alargó la mano como si quisiera enroscarse el humo en los dedos.
—Qué bonito.
—¿Bonito? —reí, halagado—. Es una manera de verlo, por qué no. Cerré la funda y me la guardé con las cerillas en el bolsillo.
—Eres muy especial —le dije—. Te aseguro con toda sinceridad que nunca había conocido a nadie como tú.
—No soy distinta de nadie —dijo.
Sonreí, pensando en lo equivocada que estaba y en lo delicioso que era que no se diera cuenta.