Apartó la cara de mí.
—¿Fabrissa? —le dije impaciente—. ¿Eras tú la que estaba antes en la montaña, antes de que empezara a nevar? ¿Es así? ¿Me viste? Fabrissa, por favor.
No me contestó. La habría presionado bastante más de no ser porque de pronto reparé en que había cambiado el ambiente del Ostal. Se había cargado el aire de anticipación, de tensión.
Aparté la mirada de Fabrissa durante unos momentos. Mientras hablábamos, todo lo demás se había alejado de nosotros. De pronto, como las luces que se encienden en un auditorio al final de un concierto, el mundo volvió a estar en su sitio. Los manteles blancos, que ya no estaban impecables, sino cubiertos de platos vacíos, y las manchas de vino derramado, y las migas de pan, y los huesos de pollo y la grasa de cordero.
El nivel del ruido había bajado. Como el rumor de la marea por la Pascua al tirar con fuerza desde la orilla, el runrún de las voces era constante, pero llegaba apagado. Era como si todos hablasen en voz baja. Con ojos atentos, con cautela, sin risas. Por primera vez desde que me senté a la mesa, me sentí incómodo.
Me volví hacia Fabrissa, pero la encontré absorta, ensimismada, y cuando dije su nombre dio un violento respingo, como si hubiese olvidado que yo estaba allí.
—Fabrissa —repetí en voz queda—, ¿qué sucede? ¿Qué está pasando?
Me miró entonces con una expresión de infinita tristeza, tanto que se me cortó la respiración. Olvidé toda cautela e instintivamente alargué el brazo para rodearle sus hombros menudos. Bajo el recio algodón de su vestido, era delgadísima, muy frágil. Era todo piel y huesos, nada más. Pero al tenerla abrazada noté una gran alegría en mi corazón, una alegría que se expandió y que voló en libertad. Se movió entonces como si mi tacto le hiciera daño, y aunque ella no me lo pidió, retiré la mano.
Entonces noté algo. Un pedazo de tela más basta, distinto del resto de su vestido. Con suavidad, levanté su cabello y vi que había una tosca cruz de tela amarilla, del tamaño de la mano de un hombre, cosida sobre el vestido azul.
—¿Qué es esto? —pregunté.
Fabrissa negó con un gesto, como si fuera demasiado complicado de explicar. Entonces noté algo que previamente me había pasado inadvertido, esto es, que algunos de los demás invitados al banquete tenían las mismas cruces amarillas cosidas a las camisolas o a la espalda de las túnicas.
—Fabrissa, ¿qué significa esto?
No me dijo nada, aunque comprendí que estaba intranquila. El aire era de pronto más pesado. Todos los allí presentes esperaban que ocurriese algo, me di perfecta cuenta.
Un escalofrío me recorrió la columna. Eché la mano a la copa sin darme cuenta de que estaba vacía.
—Maldita sea…
Probablemente fue algo bueno. Lo veía todo un poco desdibujado. Estaba ya bastante borracho.
Oí entonces con bastante claridad un ruido de cascos, de caballos, en la calle. Oí el retintín de los arreos. Fruncí el ceño. ¿Quién habría salido a la calle en esa noche y con esa temperatura?
—Aquí nada puede hacerte daño —dijo ella—. Nada ni nadie.
Tras su largo silencio, su voz sonó asombrosamente alta, y me di la vuelta alarmado.
—¿Hacerme daño? ¿Qué quieres decir?
Pero se había vuelto a nublar su mirada. Me desconcertó. No supe qué sacar en claro de todo aquello, ni de nada.
Me volví a la derecha. El hombre seguía encorvado sobre los restos de la cena, pero ya no estaba comiendo. En el resto de la mesa, y en toda la sala, se repetía la escena. Rostros de angustia. Rostros amedrentados. Los que me había presentado anteriormente Guillaume Marty: las ancianas hermanas Maury y sénher y na Bernard, que se daban la mano; la viuda Azéma, con sus avejentados y lechosos ojos perdidos en la lejanía. Volví a buscar a Madame Galy, a sabiendas de que si la viera me sentiría tranquilizado, pero no pude localizarla.
De pronto me pareció que la sala estaba más fría, y creí apreciar la misma sensación desoladora que sentí cuando llegué a Nulle, con la diferencia de que ahora la tristeza estaba teñida por el miedo.
Al otro extremo de la sala se produjo un altercado. Se levantaron las voces, se oyó un banco que caía con estrépito. Supuse al principio que sería una clásica riña entre borrachos. Era tarde y el vino había corrido en abundancia durante toda la noche.
Fabrissa se volvió hacia la entrada. Hice lo mismo en el preciso instante en que se abría de par en par la puerta de madera recia. Irrumpieron dos hombres en el salón.
—Pero… ¿qué demonios…?
Llevaban el rostro cubierto bajo un casco de hierro bastante cuadrado, y la luz de las velas relampagueaba en las espadas, que llevaban desenvainadas; destellos de oro que bailaban a su alrededor como las chispas que levanta el herrero en el yunque.
Nadie dijo nada durante unos momentos. Fugazmente me pregunté si aquello formaría parte de los festejos de la noche. Una absurda representación histórica de la antigua fête de Saint-Etienne, sólo que tomada muy en serio. Como los disfraces, los platos tradicionales o el trovador y su vielle.
Una mujer dio entonces un grito desgarrador y supe que aquello no era un festejo. Se adueñó el pánico de la situación. Mi tosco compañero de mesa se puso en pie bruscamente, a codazos. Caí sobre Fabrissa y noté que su cabello denso tocaba un instante mi piel con un sutil perfume de lavanda y manzana.
—Freddie —dijo en un susurro.
Un reducido grupo de hombres trataba de echar a los intrusos de la sala. Algunos blandían cuchillos de caza que acababan de desenvainar. Otros se apropiaron de las armas improvisadas que pudieron encontrar: leños, hierros tomados del fuego, incluso el espetón en que se había servido la carne.
Las hojas de metal rasgaban el aire, aunque no llegaron a hacer mella. Fue un combate desigual, pues aunque los soldados contaban con la ventaja de sus armas, se encontraban en abrumadora minoría. La multitud jaleaba y empujaba formando una masa humana. Los gritos ayudaron a poner una barricada en la puerta. Los ánimos estaban caldeados, con propensión a una escalada de tensión. No quise que Fabrissa se viera envuelta en todo aquello.
Y a pesar de todo el agotamiento del día, a pesar de que debía de ser ya pasada la medianoche, me sentí de pronto vivo. Resuelto. La adrenalina me corría por todo el cuerpo. Esta vez no me iba a vencer el miedo.
Agarré a Fabrissa.
—Tenemos que marcharnos de aquí.
—¿Estás seguro?
Lo dijo en un tono grave, como si lo que estaba sugiriendo yo de manera tan evidente tuviera un significado que fuera más allá del elemental sentido común. La tomé de la mano. Un intenso calor me inundó las venas, transportando el canto de mi sangre hasta la base de la columna vertebral. Fue como si aumentara mi estatura. Me sentí capaz de cualquier cosa.
—Vámonos. Tenemos que salir de aquí.
¿Logré suprimir la sonrisa de mis labios? Ahora que lo recuerdo, estoy casi seguro de que no, porque por fin había llegado mi hora. Durante toda la vida había sido un segundón. Nunca había sido el hombre indicado, nunca estuve a la altura del empeño. No era George.
Esa noche iba ser diferente. Fabrissa había depositado su confianza en mí. Me había elegido. Era un regalo que nunca había contado con recibir. E incluso ahora, más de cinco años después, a la luz de todo lo ocurrido posteriormente, revivo el éxtasis de aquel momento.
—¿No hay otra forma de salir?
Señaló la esquina más alejada de la sala. Se había repelido el intento de ataque de los soldados, pero en ese momento la lucha se había extendido por todas partes, enfrentados los que llevaban una cruz amarilla y los que no. Tuve la sensación de observar la escena desde arriba, desconectado de todo y, al mismo tiempo, en el corazón de la acción. Apretando a Fabrissa contra mí, me abalancé hacia la masa de cuerpos como si nadase a contracorriente. Corrimos los dos torpemente cogidos de la mano.
—¿Por dónde? —le pregunté elevando la voz. Logré ver una portezuela abierta en el muro, parcialmente oculta tras una pirámide de sillas de madera y un pesado arcón de madera, con cierre y refuerzos de metal.
La señaló con un gesto.
—Conduce a un túnel que pasa por debajo del Ostal.
Con una fuerza que no sabía que tuviera, aparté a un lado el arcón y desbaraté las sillas amontonadas quitándolas del medio como si fuesen de cartón piedra.
¿Tuve miedo? Seguramente sí, pero no creo que lo sintiera. Al contrario, lo que ha quedado en mi memoria es la resolución de salir de allí con Fabrissa para llevarla a un lugar seguro. Descorrí el cerrojo y empujé la puerta con la palma de las manos hasta que se abrió lo suficiente para que los dos nos colásemos. Nos escabullimos por debajo del dintel y nos precipitamos a la oscuridad.
Los escalones no eran altos y estaban desgastados por el centro, y la sostuve de la mano aún con más fuerza para impedir que resbalara. En la sala, arriba, oí los gritos de las mujeres y los hombres que daban instrucciones y el llanto de los niños. El ruido de la madera al astillarse, el entrechocar del metal con el metal. La puerta se cerró de golpe a nuestra espalda y quedamos encerrados en el silencio.
Quise continuar con rapidez, pero me vi obligado a avanzar muy despacio. No lograba apreciar mentalmente las dimensiones del túnel. El aire al menos estaba seco, sin rastro de humedad, y despedía un olor que me recordó a las catedrales y las catacumbas, a lugares ocultos, olvidados a lo largo de los años polvorientos. Una telaraña se me pegó a la cara, a la boca y a los ojos. Escupí para librarme de las hilachas, aunque seguí sintiéndola en la piel.
—¿Quieres que vaya yo delante? —Su voz era suave en las tinieblas—. Ya he ido antes por aquí.
Le estreché la mano para hacerle saber que me encontraba bien tal como iban las cosas, y noté que me devolvía la presión. Sonreí.
—¿Adónde va a salir el túnel?
—A la ladera oeste del pueblo. No queda lejos.