De recuerdos y pérdidas

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De aquel día lo recuerdo todo —dije—. Todos los detalles, hasta los más insignificantes. El olor y la textura del día, cada uno de los segundos transcurridos antes y después de que llamaran a la puerta.

»Yo estaba en el cuarto de los juegos. Con las piernas cruzadas, sentado en el suelo, tenía unas tostadas en un plato y un trozo de mantequilla en un viejo plato de porcelana verde. Era septiembre, pero ya se anunciaba el otoño. Las hojas púrpuras del haya cobriza empezaban a cambiar de coloración, y había condensación en los cristales de las ventanas todas las mañanas a primera hora. Se había encendido el fuego por vez primera desde el invierno anterior y se apreciaba el olor amargo y espeso del polvo quemado en la chimenea.

»En la pared, encima de donde yo estaba, había un mapa de Europa impreso en la rotativa del Manchester Guardian. Estaba cubierto de cruces rojas, fruto de mis intentos por hallar el lugar en el que se encontraba el Real Regimiento de Sussex, o fruto al menos de mis ansias de imaginar en dónde podía estar la división de mi hermano. El lugar en donde George tal vez… —Callé. La puñalada del recuerdo fue demasiado punzante.

Fabrissa aguardó. Parecía no tener ninguna necesidad de apremiarme, ni tampoco de pedirme que hiciera de mis fragmentos aislados una narración hilada y coherente. Me contagió su paciencia, y cuando encontré la forma de continuar, la secuencia de los acontecimientos se me apareció con más claridad, y acudieron a mis labios las palabras que necesitaba; no con facilidad, pero sí con menos vacilaciones que antes.

—No oí que llamaban a la puerta. Pero sí recuerdo que percibí la presencia de la criada, sus pasos sobre las losas del vestíbulo. Florence siempre arrastraba los pies al andar. Tuve conciencia de que se abría la puerta y se decían palabras en voz baja, embarulladas, tan lejanas que no las entendí.

»Ya en ese momento creo que lo supe. Algo hubo en la intensidad del silencio que gritó a los cuatro vientos que el visitante no era bien recibido. Dejé lo que tenía entre manos y agucé el oído, escuché el silencio. Sonó la voz clara y alta de mi madre en el vestíbulo, en la puerta misma. “Sí, soy la señora Watson”. Momentos más tarde, una sola palabra, tanto peor porque había sido pronunciada en voz baja: “No”.

»Se me cayó el tenedor de las manos. Lo vuelvo a ver ahora como si cayese a cámara lenta, el choque del metal contra las losas del suelo, los dientes y el mango, los dientes y el mango bailando como un bailarín de claqué antes de terminar su número. El pan, perfectamente tostado por una cara, perfectamente blanco por la otra. Eché a correr. Abrí bruscamente la puerta, que golpeó contra la pared, y bajé corriendo las escaleras de atrás en calcetines. En el mismo giro de siempre, el más peligroso, resbalé y me di un golpe en la espinilla. La sangre me empapó el calcetín, y es absurdo, pero recuerdo haber pensado que me iban a regañar por ser tan descuidado.

»Llegué abajo, al primer rellano, donde arrancaba la alfombra. Desde el vestíbulo me llegó un sonido que me desgarró como un cuchillo de carnicero. No fue exactamente un alarido; fue si acaso un aullido, un gemido, la misma palabra repetida una y otra vez, “no, nooooo”, convertida en una sola nota.

Volví a callar. Los recuerdos eran demasiado dolorosos. Miré a Fabrissa, busqué su confianza, la certeza de que realmente deseaba oír lo que yo le contase.

Asintió.

—Continúa, por favor.

Le sostuve la mirada, y luego clavé los ojos en el mismo punto de la mesa.

—Fue el 15 de septiembre, ¿lo había dicho? Casi exactamente dos años después de que George se alistara. Lo había visto una o dos veces, claro está. Dos veces fue herido en el frente, dos veces lo mandaron a reponerse a casa. Después de un bombardeo tuvo un problema de oído, no demasiado grave. La segunda vez fue un balazo en el muslo que tampoco hizo temer por su vida.

Me encogí de hombros, un gesto despreocupado para ocultar la ira que me inspiraban los médicos y mi padre, por haberle permitido volver al frente, aun cuando yo sabía que eso era lo que él había deseado por encima de todo. Es muy delgada la línea que separa el heroísmo de la arrogancia, y George siempre había transitado por ella. Éramos los chicos Watson. Nada podría con nosotros, nada podría hacernos daño siquiera. Él llegó a creer en el mito de ser invencible, mientras que yo…, yo siempre había tenido la impresión de que el mundo era un lugar lleno de peligros, a la espera de tendernos una trampa.

—En ambas ocasiones le hicieron una cura y lo mandaron de vuelta. Pero había pasado algún tiempo sin que recibiésemos carta suya, desde mayo no teníamos noticias. Estaba previsto que viniera dos días de permiso, por eso procuré vencer la preocupación. Además, aquel verano estuve enfermo, con una gripe bastante grave, así que no pude seguir de cerca los progresos del batallón de George por los periódicos.

Me miré las manos, las líneas de las palmas. Ya no eran las manos de un niño que pinchase alfileres en un mapa clavado en la pared.

—Lo peor de todo era que nadie me decía nada. Ni entonces ni tampoco después. Nadie me decía nada. Cuando llegué al vestíbulo y fui corriendo a donde estaba mi madre, me despachó enseguida, como si no pudiera soportar mi presencia. No me empujó con fuerza, pero sí tropecé contra una de las mesas del vestíbulo, con lo que cayó al suelo y se hizo añicos un jarrón de cristal lleno de rosas de color rosa. El agua, los cristales y los pétalos se derramaron por la alfombra. Fue Florence quien tuvo que llevarme a la cocina para aplicarme yodo en la espinilla. Estaba llorando. La cofia se le había movido de sitio. Todas estaban llorando, Florence, Maisie y la señora Taylor, la cocinera. Ellas también le querían.

»Mi madre se encerró en el salón hasta que mi padre volvió a casa. Les oí hablar a puerta cerrada. Apreté la oreja contra la madera, confiando en que se dieran cuenta de que estaba allí, rezando para que me permitiesen entrar. Para que me consolaran. Pero no lo hicieron. Y aunque yo sabía que se había recibido un telegrama y que todo se había echado a perder, nadie me dijo qué decía el telegrama, qué le había ocurrido exactamente a George. Lisa y llanamente, se olvidaron de mí.

»Yo tenía quince años, pero me quedé a mitad de la escalera, como había hecho tantas veces de niño, vigilando la puerta de entrada con la cabeza apoyada en la balaustrada, el brazo sujeto en los barrotes. Estuve allí sentado muchas horas, y vi el sol ponerse a través de las vidrieras, proyectando rayos rojos y azules en las losas del suelo.

—¿Deseoso de que volviera George?

Me encogí de hombros.

—Eso no lo sé.

Con suavidad, con amabilidad, extendió sus manos y cubrió la mía. Tenía fría la piel, el tacto era apenas perceptible, como si en realidad no estuviera allí. Pero sin embargo me abrumó la comprensión implícita en su gesto. Me sentí agradecido por su cuidado.

—Tuvo que pasar un tiempo hasta que supe que el telegrama decía que George había desaparecido en combate. Nunca pude entender por qué habían tardado tanto en darnos la noticia. Había sucedido semanas antes, muchas semanas antes. El 30 de junio. La batalla de la Cabeza del Jabalí, en un lugar llamado la Ferme du Bois, en las afueras de Richebourg l’Avoué. En la víspera de la batalla del Somme. Desaparecido en combate, decía el telegrama. No decía que hubiera muerto. Por eso me sentí confuso. Pensé, o más bien esperé, que pudiera existir alguna duda. Tal vez los alemanes lo hubieran tomado prisionero. Tal vez se encontraba en un hospital y había perdido la memoria. Me enfureció que mis padres creyeran lo peor con tanta facilidad. Me indignó que no siguieran firmes en la idea de que podía estar vivo.

—Más adelante mandaron sus objetos personales a casa por medio de Cox, la agencia de transportistas. Húmedos, desgastados, rígidos, cubiertos de barro, con olor a cuartel, a alambre de espino y a gas. Faltaba su gorra. La insignia y la pluma del Rosellón, de las que estaba tan orgulloso, no estaban allí. Pero sí había un chaleco rígido, lleno de sangre reseca. —Tragué saliva—. Sólo cuando oí a Florence hablar con el chico del herrero en la cancela de atrás me di cuenta de que el cuerpo de George tuvo que resultar destrozado, tanto que no quedó nada que identificar. Casi la totalidad del 13er Batallón, los de Sussex, había sido aniquilado. Sabían que estaba muerto sin lugar a dudas, que los habían arrasado a todos. No era siquiera posible distinguir un cuerpo del que estaba al lado.

—¿Y entonces te pusiste enfermo?

Negué con un gesto.

—No fue entonces, sino más tarde. El hundimiento, el colapso, el petit mal, la neurastenia, los nervios…, igual da cómo quieran llamarlo. No sucedió de inmediato. No fue, de hecho, hasta que llegué a la edad que tenía George cuando murió. Hasta el día en que cumplí veintiún años.

—¿No hablaste de la pena que tenías?

Me encogí de hombros.

—¿Y quién me habría hecho caso? A menos de dos kilómetros de nuestra casa había veinte o treinta familias que estaban en idéntica situación que nosotros. La batalla de la Cabeza del Jabalí es conocida por otro nombre: «El día en que murió Sussex». Centenares de hombres del condado, chicos como George, fueron a la guerra y nunca más volvieron. Hay una placa conmemorativa en la pared del salón de actos del ayuntamiento de mi pueblo en la que se enumera a unos treinta hombres, de todos los rangos, que perdieron la vida aquel día. Es una placa que existe en todos los pueblos de los alrededores. Y aún quedaban muchas batallas por librarse, batallas peores, más sanguinarias, más inexplicables. Supongo que me dio por pensar que no tenía ningún derecho a armar jaleo con mis sentimientos. Ya era mayor, podía arreglármelas yo solo. Al menos es lo que pensaron mis padres.

—¿No se dieron cuenta de lo mucho que sufrías?

—No estoy seguro de que eso hubiera cambiado las cosas. Ya ves, ellos amaban a George. No es que fuesen deliberadamente hirientes conmigo, sino tan sólo que al llorar la muerte de George se les fue escapando la vida que aún tenían. Que a mí se me pudiera echar en falta, que yo pudiera desaparecer es algo que no se les pasó por la cabeza. Yo, por mi parte, de una manera confusa, y anticuada, me di cuenta de que tenían mucho más derecho que yo a la tristeza, a la pena, y por eso no dije nada.

—¿Han muerto tus padres?

Asentí con un gesto.

—Mi madre murió el pasado invierno. Mi padre a comienzos de este año.

—¿Y los echas en falta?

A punto estaba de murmurar las perogrulladas al uso, pero callé. ¿Qué sentido tenía la mentira? ¿Los buenos modales, la tradición, el miedo a quedar mal? Lo cierto es que mi sensación era de alivio, no de pérdida. Los dos estaban muertos y ya no existía ninguna necesidad de fingir. Los dos habían sido incapaces de amarme. Pero eso era culpa de ellos, no mía.

—Algunas veces —terminé por decir—. De vez en cuando sucede algo que me hace pensar en ellos. Conservo pocos recuerdos felices. Creo que en general me es más fácil pasar sin esos recuerdos.

Volví a mirar a Fabrissa. No pareció ni que desaprobase mi actitud ni que se sorprendiera. Tenía la piel casi transparente a la luz de la vela que titilaba, como si el esfuerzo que hacía al escuchar la dejara mucho más pálida, sin color ninguno.

—Prefiero pensar que habría sido capaz de aceptar su muerte con sólo creer que era cierta. Habría sentido la pena, desde luego, pero también habría seguido adelante. Con sólo aceptar que estaba muerto. Pero no pude animarme a creer que fuera cierto. Durante años no pude. La sola idea de que ya nunca volvería a entrar silbando por la puerta, de que nunca se sentaría en el sillón de cuero, en la sala de música, a hacer aros de humo mientras fumaba mirando al techo y yo aporreaba una sonata de Beethoven al piano, toda esa idea era demasiado absurda.

»Era todo esto, lo sé, precisamente el no saber, lo que me rondaba la cabeza. No saber lo que le había ocurrido, cómo había muerto, cuándo había muerto. Me obsesionó la idea de ensamblar como fuera esos últimos minutos de la vida de George. Leí todo lo que se publicó en prensa, todo lo que me había perdido cuando estuve enfermo. Estudié todo lo que pude encontrar sobre la batalla de Richebourg l’Avoué, el terreno, las previsiones climatológicas, la proporción de los caídos entre los suyos y los nuestros. Quise hablar con los pocos supervivientes de la batalla, y les escribí para preguntar si lo habían visto. —Me encogí de hombros otra vez—. Fui una desdicha para todos.

—Los muertos también dejan sus sombras, un eco del espacio en el que han vivido. Nos rondan, nunca se diluyen del todo, no envejecen como nosotros. La pérdida que lamentamos y lloramos no es la de su futuro, sino la del nuestro. —Lo dijo en voz tan baja que me esforcé por oírla bien a pesar del ruido de la sala—. Pero no es eso lo que te enfermó —siguió diciendo—. No es su muerte, sino lo que pasó después.

Di otro sorbo de vino y noté que la sala comenzaba a girar como si diese vueltas. Había bebido más que suficiente, pero necesitaba amortiguar mi memoria si de verdad quería terminar de contar la historia.

—Sea lo que fuere, yo no distinguí nada —dije con voz ecuánime—. Quise vencer o al menos compensar el hecho de que George había muerto. Ser dos veces el hijo. Pero era a George a quien ellos querían, no una simple imitación. Querían al hijo que jugaba al rugby y al críquet y al que fue a la guerra, no a un chiquillo enfermizo al que no le gustaba salir, al que le importaban más la música y los libros que la equitación, la caza o ir a patinar en el río en invierno, cuando se helaba el Lavant.

Estaba retorciendo una hebra suelta de algodón de la camisola, dándole vueltas en torno al dedo índice, y apreté tanto que cortó el flujo sanguíneo. La piel de la yema se puso blanca primero y luego morada. La sensación me resultó reconfortante.

—Irónicamente, a la luz de la antipatía que tenían mis padres por mi afición a la lectura, fue un libro el que acabó conmigo. Fue el último regalo que me hizo George, enviado desde el frente en diciembre de 1915, envuelto en papel de estraza, con un cordel.

Hice una pausa.

—Sobre todo fue el peso de la culpa. En seis años, nunca llegué a alejarme de esa sombra. Al final, ya no tenía siquiera la voluntad de luchar más. Al final fue más sencillo ceder.

—¿Y por qué te sentías culpable?

Suspiré.

—Por todo. No lo sé. No tenía ningún sentido, pero así me sentía. Culpable por ser el hijo inapropiado, por haber sido demasiado joven para pelear, por estar vivo cuando George estaba muerto. —Tragué con dificultad—. Sobre todo, culpable de ir aprendiendo a vivir sin él. Me parecía una traición.

—¿Una traición a quién?

—A George. —Moví la mano en el aire y noté el vino cantar en mis venas—. A nosotros. No fue algo racional, lo sé.

—Sobrevivir cuando otros no sobreviven es algo para lo que se necesita una valentía especial —dijo en voz queda.

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—Sí —suspiré, aliviado al ver que me entendía—. Y eso es lo que pasa. Ahora podrá parecer una idiotez, pero en los días y semanas que siguieron a la llegada del telegrama, intenté llegar a un acuerdo. Me decía, o decía a un Dios en el que ya no creía, que si George no había muerto, yo estaba dispuesto a no leer tal libro, o a no tocar tal étude, o a hacer tal o cual cosa. Estúpidos pactos que ahora ya ni siquiera recuerdo. —Apreté más el hilo de algodón, y tiré con fuerza hasta que se partió. Desaparecida la presión, la sangre volvió al dedo—. Desaparecido en combate. Desaparecido, probablemente muerto. No tuvimos a quién enterrar. No hubo funeral. No hubo una lápida que conmemorase su defunción.

Fabrissa asintió.

—No te pareció que nada hubiese terminado.

Negué con un gesto.

—Si al menos lo hubiera entendido cuando consagraron la capilla de San Jorge en la catedral de Chichester para que fuese un monumento en memoria de los hombres del Real Regimiento de Sussex que habían perdido la vida… Fue el 11 de noviembre de 1921, aniversario del Armisticio. Fue entonces cuando su ausencia completa e inapelable me dio de lleno. La inquietante pregunta sin respuesta, el dónde y el cómo había caído en combate. Su nombre figuraba en una lista que cualquiera podía ver, pero ¿qué significaba eso? También se erigió un memorial, una pálida cruz de piedra en Eastgate Square, y otra lista en el nuevo edificio que se erigió en su recuerdo en el prado comunal del pueblo. Pero tampoco allí estaba George.

—Pero él lo entendió, y por eso te retiraste a otro lugar, para estar con él.

Me invadió una oleada de gratitud al ver que aquella hermosa desconocida, aquella muchacha, era capaz de captar las cosas con tanta claridad, cuando quienes mejor me tendrían que haber conocido no eran capaces de entenderlo.

—Aguanté durante seis años. Pero al final se produjo mi desplome, mi colapso, como se quiera llamar. En diciembre de 1922. Me llevaron a un hospital privado, a un sanatorio para hombres con problemas de nervios, neurastenia y otras consecuencias de la vida en las trincheras. Los médicos y las enfermeras eran amables y eficaces. —Miré de reojo a Fabrissa—. Pero yo no quería que mejorase mi salud si eso significaba perder lo poco que me quedaba de mi hermano.

Por fin lo había dicho. Suspiré. Se me vencieron los hombros, agotado por el acto de la confesión. Todas las emociones, todos los pesares, todas las preguntas que había permitido pudrirse en mi interior se encontraban de pronto esparcidos a mi alrededor como regalos no deseados. Asomó entonces a mis labios la sonrisa más tenue. Tenía la impresión de que la carga con la que vivía era menor. Hecho trizas, desde luego, aunque por vez primera desde aquel día de septiembre de 1916 mi destrozado corazón se hallaba en paz.

Se hizo el silencio entre nosotros. Y en ese silencio fue como si todas las palabras dichas y todas las que no se dijeron comenzasen a sonar como la música. Y en ese silencio se hallaba encerrado el mundo entero, explicado, aclarado.

—Pero ahora es el momento de dejarle marchar. Es hora de salir de las sombras. Esto ya lo sabes.

Se me abrieron los ojos de golpe. Hubo algo en el eco y en el tono de su voz que despertó un tipo de recuerdo completamente distinto y lo hizo aflorar en mí. Una conexión entre Fabrissa, su voz clara al hablarme en el Ostal y los susurros que oí por la carretera de Vicdessos.

—Freddie —fue como si respirase la palabra en vez de decirla—, esto ya lo sabes. Si no, no estarías aquí.

Esa voz. Su voz. ¿Cómo era posible? ¿Podría ser que el aire de la montaña me hubiera jugado una mala pasada, que distorsionase y cambiase mi perspectiva de las cosas?

—Eras tú —dije al final con incredulidad, pese a saber que estaba en lo cierto—. Eras tú a quien oí.