La Place de l’Église estaba desierta. El suelo, cubierto por una costra helada, reluciente bajo mis pies, ya estaba blanco. Todo estaba en silencio, y muy hermoso, como el relumbre que se adhiere a una postal navideña. Los flambeaux ardían con voracidad.
Con el plano de Madame Galy en la mano, atravesé la plaza en diagonal, hacia la iglesia y el dédalo de callejuelas que formaban el quartier más antiguo del pueblo, donde me había indicado que se hallaba el Ostal.
Dejé atrás los plátanos y tomé una callejuela estrecha y anodina por uno de los laterales de la iglesia. El frío me picaba en las mejillas y en las manos, por lo que avivé el paso. En el poco tiempo que necesité para atravesar la plaza, una bruma baja descendió de las montañas y lo envolvió todo en una blancura diáfana y esquiva. La niebla se ceñía a las fachadas y a los rincones.
Aún apreté más el paso. El callejón de l’Église me condujo a un laberinto de callejas adoquinadas y sinuosas, todas ellas aparentemente idénticas y sin ninguna señalización. Supe que iba en la dirección adecuada, pero aun cuando Madame Galy me hubiese marcado los pasajes correctos que debía tomar, no estaba del todo claro cuál era cada uno. Y si bien los vecinos habían dejado lámparas encendidas en las casas de la plaza, el quartier viejo estaba en efecto muy oscuro. Las persianas estaban todas echadas y las ventanas ocultas.
Encendí una cerilla y examiné el plano, intentando orientarme en relación a la Place de l’Église y la iglesia misma antes de emprender el camino otra vez. Me encontré en un cruce que no aparecía marcado en el plano de Madame Galy. No era yo por lo general tan imbécil, pero la ausencia de rótulos en las calles y la bruma que todo lo empañaba no me iban a poner las cosas nada fáciles.
Oí voces entonces, fragmentos de conversación, risas, esquirlas de sonido transportadas por los callejones en el aire de la noche. Doblé el plano y me lo guardé en el bolsillo, decidido a fiarme de mi instinto. Eché a andar por un camino, por otro, hasta ver luz allá delante, y bruscamente salí del dédalo de callejuelas.
Delante de donde estaba vi un edificio rectangular bastante grande, muy parecido al viejo mercado de la lana de Tarascon. La noche lo había despojado de color, pero recordaba a cualquier otro edificio de dependencias municipales que hubiera visto en las localidades del sur por las que había pasado en mi viaje. La ubicua y clara piedra caliza de los Pirineos y el tejado con gran inclinación daban al edificio un aire modesto e impresionante al mismo tiempo.
La fachada tenía una columnata con tres arcos altos. Unos escalones abarcaban toda la anchura del edificio. El polvo acumulado por los años parecía haberse apostado en todas las grietas y hendiduras de la piedra. Las puertas de madera que había en el centro estaban abiertas, proyectando un rectángulo de luz acogedora y amarillenta en la noche de diciembre.
Con el aleteo de la anticipación en la boca del estómago, subí los escalones y me encontré en una especie de salón de recepciones. No hacía mucho más calor allí dentro que fuera. Más adelante había una puerta inmensa, de unos tres metros de altura, decorada con molduras que representaban frutas y símbolos de heráldica, sutiles sombras e imágenes talladas en la madera oscura.
Me quité el abrigo maravillándome ante la seriedad con que los habitantes de Nulle abordaban su celebración anual. En vez de la habitual colección de chaquetas de gala y abrigos y estolas, había una hilera de capas azules, rojas, verdes y marrones, todas sencillas y colgadas en los ganchos de hierro de la pared. Mi abrigo resultaba llamativamente moderno en semejante compañía.
Respiré hondo unas cuantas veces para calmar los nervios, y me estiré la camisola antes de atravesar la puerta con todo el aplomo con el que fui capaz de armarme.
Me dio de lleno el calor. Una cálida neblina de gente, de fuegos encendidos y de cordialidad. También un ruido ensordecedor tras la quietud reinante en el quartier viejo, una cacofonía de risas y chácharas, el entrechocar de los platos y los cubiertos, los camareros que iban de un lado a otro. Me quedé embelesado en el umbral, hipnotizado por la escena que se desplegaba ante mí. En el aire era denso el humo del fuego que ardía al extremo de la sala, donde un millar de velas esparcían la luz y las sombras colocadas en apliques de metal en las paredes, cambiantes, bailando. Escruté toda la sala con la esperanza de localizar a Madame Galy, pero había demasiadas personas para tratar de encontrar a una sola.
A medida que fui adaptando la vista al ambiente me hice una idea más ajustada del entorno en que estaba. La sala era el doble de larga que de ancha, y tenía un techo alto y abovedado. Las paredes de piedra carecían de adornos, no tenían cuadros ni fotografías ni ornamentación de ninguna clase. Una mesa alargada, al estilo de los refectorios, se encontraba en el centro de la sala, y había otras dos más pegadas a las paredes, todas ellas cubiertas por recios manteles y rodeadas de bancos corridos. Sólo en la mesa del centro había ollas y fuentes.
Flotando entonces sobre la polifonía, en contrapunto al obligato de la multitud, se oyó una melodía aislada. Los acordes inconfundibles y la sencillez de una vielle. Momentos más tarde, una voz clara, en trémolo, comenzó a cantar:
Lo vièlh Ivèrn ambe sa samba ranca
Ara es tornat dins los nòstres camins.
Le nèu retrais una flassada blanca
E’l Cerç bronzís dins las brancas dels pins.
No entendí la letra, pero sí capté el espíritu, y de alguna manera entendí que era una canción que hablaba de las montañas, el invierno, la nieve y los pinares. Una vieja balada en una lengua antigua. Durante todo el tiempo que estuvo cantando el hombre, la música me tuvo embrujado, y me llenó la cabeza de imágenes y emociones que habían estado mucho tiempo adormecidas o ausentes de mí. Las lágrimas me asomaron a los ojos.
Una vez, años atrás, había intentado explicar a George lo que sentía cuando oía cantar a un coro, cuando oía la reverberación del canto llano en la catedral o desde los bancos de nuestra iglesia parroquial de Lavant, pero él no alcanzó a entenderme. Nunca le conmovió la música, y aunque se sentaba y me oía tocar el piano durante horas, yo sabía que sus pensamientos no estaban allí, sino en otra parte. Allí se sentaba por mí, no por su propio disfrute.
—Monsieur, soyez le bienvenu.
La voz me devolvió de golpe al presente. Me di la vuelta y me encontré a un hombre de cabello cobrizo y un rostro sonriente y atento.
—Hola, gracias. —Le tendí la mano—. Soy Frederick Watson. Madame Galy me dijo que me acercase al festejo. Estoy alojado en su casa, sólo será un par de días.
—Yo soy Guillaume Marty.
Como él no me tendió la mano, dejé caer la mía, aunque su expresión era de franca bienvenida.
—Magnífica asistencia —dije.
—Han venido todos los que podían venir, sí —asintió—. Sígame, por favor. Le encontraré un asiento.
Marty iba vestido como un sacerdote o un monje de alguna orden religiosa, pero la larga túnica verde no parecía inhibirle, y se movía con rapidez entre el gentío. Iba calzado con unas sandalias y llevaba un cinturón de cuero del que pendía un pergamino enrollado. Estaba perfectamente convincente en el papel que parecía haber elegido. Una vez más me maravilló que los habitantes de aquel pueblo minúsculo se hubiesen tomado tantas molestias para que la velada discurriese por donde debía.
Al pasar por la sala, a Marty lo detuvieron en varias ocasiones. Dos hermanas muy sonrientes, Raymonde y Blanche Maury, vestidas con ropajes de azul ultramar y bordados rojos en el cuello y en los puños; el sénher Bernard y su anciana esposa; la viuda na Azéma, que es como me fue presentada, con el cabello cubierto por un velo gris sujeto por debajo de la barbilla; na y sénher Authier, éste un caballero voluminoso cuya coloración y fortaleza hacía pensar en que comer y beber eran sus grandes vocaciones en la vida. Tras varias presentaciones de este estilo, comprendí que na y sénher eran las formas locales para decir madame y monsieur. Me fijé en una mujer que se parecía mucho a mi patrona, y estaba a punto de saludarla cuando se volvió y vi que no era ella.
—¿Está Madame Galy?
—Creo que no la he visto.
El contraste entre el sentimiento de tristeza que me abrumó cuando llegué al pueblo y aquella reunión cordial y multitudinaria no pudo ser más manifiesto. Allí, en el Ostal, era patente la sensación de comunidad y de camaradería. Todo el mundo sonreía y saludaba al pasar, ofreciendo su amistad.
Guillaume Marty se detuvo a indicarme que me sentara en uno de los pocos sitios libres que quedaban en un banco. Me hice un hueco con torpeza, tropezando con las rodillas y los codos con mis vecinos. Cuando me di la vuelta para darle las gracias por haberme dado acomodo, ya había desaparecido, engullido por la multitud. Me eché hacia atrás y miré a un lado y otro de la sala, pero no vi su túnica verde por ninguna parte.
—Qué raro que no se haya despedido —murmuré—. Qué lástima.
Me concentré en mis inmediatos compañeros de mesa. A mi derecha estaba un hombre más o menos de mi edad, de cabello castaño y crespo —con la textura de la paja—, las cejas negras y espesas y las uñas sucias. Estaba muy encorvado sobre la mesa. Llevaba una camisola oscura, ceñida a la cintura, sucia de grasa, de vino tinto y de carne, un mapa de las comilonas en las que había disfrutado. Brillaba en sus ojos la curiosidad, rápidamente disimulada. Sonreí y le hice una señal de asentimiento, pero no le hablé.
Me volví a mi izquierda.
Si fuera un artista de la palabra, tal vez podría al menos empezar a hacer justicia a la primera impresión que tuve de la muchacha que se sentaba a mi lado. Pero tendré que conformarme con una simple descripción. Era una de esas criaturas que podrían haber retratado en uno de sus cuadros Burne-Jones o Waterhouse, exquisita, perfecta, y tal vez por haber pasado tanto tiempo sin tener contacto ninguno con la belleza femenina noté que se me desbocaba el corazón. Tenía un cabello oscuro cuyos rizos acaracolados se desbordaban en torno a una cara de porcelana, que no estropeaban el maquillaje ni el carmín. La boca ancha, hermosa, también estaba como quiso la naturaleza que la tuviera, y era mucho más atractiva por los plieges que se le formaban en las comisuras al reír.
Debió de percibir la intensidad de mi mirada, es evidente, pues se volvió y se quedó mirándome. Tenía unos ojos inteligentes, grises, con largas pestañas. Me quedé boquiabierto como un idiota.
—Frederick Watson —dije al fin, recordando los buenos modales del trato en sociedad—. Freddie, mis amigos me llaman Freddie.
—Yo soy Fabrissa.
Eso fue todo lo que dijo, pero fue más que suficiente. Su voz ya me parecía familiar, ya me resultaba amada.
—Qué maravilla de nombre —dije. Era como si tuviese el cerebro desconectado del resto de mi persona—. Disculpa, es que…
Sonrió.
—Siempre es difícil estar en compañía de desconocidos.
—Bastante —dije rápidamente—. No sabe uno qué esperar.
—No.
Guardó silencio y, por fortuna, hice lo mismo. Bebí un sorbo de vino para afianzar los nervios y calmarme. Era un rosado áspero, con un punto de jerez seco, que me hizo toser. Ella fingió no darse cuenta.
Me sentí agradecido por la actividad que nos rodeaba. Me dio la oportunidad de observar a Fabrissa sin ser demasiado obvio, y la miré de reojo, con disimulo. La miraba y luego miraba a otra parte. Poco a poco fui captando con todo detalle su apariencia física. Llevaba un vestido azul, largo, entallado en los hombros y en la cintura. Las mangas eran de puños anchos, y tenían motivos decorativos al igual que en el pecho, con un dibujo en blanco, repetido, de cuadrados que se iban entrelazando. Iba a juego con el dibujo que llevaba en el cinturón bordado, rojo y azul sobre un fondo blanco. La impresión que causaba era de sencillez, pero también de elegancia y de naturalidad absoluta. Sin complicaciones. De una simplicidad deslumbrante.
Poco a poco nos las arreglamos para hallar la manera de hablar el uno con el otro, Fabrissa y yo. Con ayuda del vino agrio, mi pulso recuperó su ritmo normal. Pero estaba pendiente de toda ella, hasta en los menores detalles, como si su persona despidiera una carga eléctrica. Su piel blanquísima, su vestido azul y su cabello, del color del carbón… Me sentí muy poca cosa en comparación con ella, y me refugié haciéndole preguntas inocuas, y así, contra todo pronóstico, logré conservar un tono de voz firme y tranquilo.
Los criados circulaban por la sala con las soperas. Cuando se levantaron las tapas, el oloroso humo, de col y tocino con aroma a puerros y a hierbas, flotó en el ambiente antes de que sirvieran la sopa en unos cuencos del color de la tierra.
No parecía que hubiese un plato distinto de otros. Aparecieron unas fuentes llanas en las que se amontonaban las alubias en aceite, los nabos aplastados, pollos enteros, cordero, cerdo en salazón. En el lado opuesto de la sala, un camarero llevaba sobre los hombros un tablón de madera en el que había seis truchas, cuyas escamas plateadas relucían a la luz de las velas.
Fabrissa me fue explicando cada uno de los platos, las especialidades de la región, las recetas de las que yo jamás había tenido noticia. Una era una peculiar compote de lo que me dijo que eran nísperos, una fruta de fea apariencia que había que recolectar y esperar a que madurase fuera del árbol. Tenía la textura pegajosa de la miel. Otro era un postre habitual en invierno, según me explicó, hecho con las flores de los cardos. Se cortaban, se envolvían en una tela, se enterraban en el suelo antes de extraerse y mezclarse con miel para hacer una pasta.
Además de la comida, poca cosa recuerdo de lo que hablamos durante la primera parte de la velada. Todo resulta neblinoso, todo parece filtrado en mi memoria por la cálida bruma del vino y la conversación. Fue irrelevante, pero para mí fue una conversación sumamente grata. No recuerdo siquiera si ella me habló en francés, si yo le hablé en inglés o si fue mitad y mitad, un dueto en las dos lenguas. Pero incluso cinco años más tarde noto aún el aroma punzante del cerdo en salazón, saboreo aún la textura áspera como la madera de las alubias rehogadas en aceite y aún siento la textura harinosa del pan, como las migas de una tarta, entre los dedos.
Y todavía oigo la canción, aunque nunca llegué a ver al trovador que la entonaba. Su voz flotaba en la sala, ascendía hasta las vigas vistas, se colaba por todos los rincones, entre las telarañas polvorientas. Recuerdo que me maravilló que pudiera cantar durante tanto tiempo con un mismo tono, sin que se le quebrase la voz, y creo recordar que así lo comenté. Posiblemente intentara incluso hablarle a Fabrissa de las aspiraciones musicales que había tenido yo antes de que estallara la guerra y mi padre decidiera que no era ésa una carrera adecuada para su hijo. Pero tampoco quise entrar en esa clase de confidencias. Mi deseo no era sobrecargarla con mis asuntos, y tampoco desvelarme como un hombre desilusionado ante la vida. En cambio, le pedí que me contase la historia de aquella balada, y después de que me la hubo contado, yo le expliqué el acompañamiento melódico, la forma en que una nota funcionaba sobre la otra y se iba construyendo la armonía.
Así pasó el tiempo como si no transcurriese ni un minuto. Para mí, encantado como de hecho estaba, el mundo se había encogido, se había reducido a sus manos blancas y esbeltas, a lo prometedor de su cabello negro y rizado, a sus ojos grises y a su clara y dulce voz.
—¿Eres un hombre honrado? —preguntó.
—Perdón, ¿cómo has dicho?
Me sobresalté, sorprendido tanto por la pregunta como por la gravedad del tono que había empleado ella. Era muy distinto de la ligereza de las conversaciones que habíamos tenido antes, tanto que no supe cómo tomármelo.
Pero respondí. Claro que respondí.
—Pues yo diría que sí, que lo soy —dije—. Sí.
Fabrissa ladeó la cabeza de una manera muy especial y me miró a los ojos.
—¿Y eres un hombre capaz de distinguir lo verdadero de lo falso?
Me detuve a sopesar mi respuesta. Los diez años que había pasado oyendo voces en mi interior, los diez años de recuerdos, eran más reales y más vívidos que el mundo que pudiera ver por la ventana. Diez años viviendo con George a mi lado. Todo esto daría a entender que me encontraba muy lejos de la realidad, que era incapaz de distinguir lo verdadero de lo falso. Pero en ese momento, sentado con Fabrissa al calor del compañerismo, en el Ostal, la respuesta no podía ser más evidente:
—Sí. Cuando de verdad importa, sí, sí que lo soy.
Mostró una sonrisa franca y esperanzada. Y yo, pobre esclavo, sentí que explotaban en mi cabeza un millar de emociones. Me quedé desconcertado de alma y de corazón, perdido. Pese a todo, ella siguió mirándome como si buscara en mí la respuesta a una pregunta que aún le quedara por formular.
—Sí —dijo al fin—. Se nota que lo eres.
Sonó en silencio un silbido entre mis labios. Me sentí como si hubiera aprobado una especie de examen. Un moderno Gawain que ingresa en la Tabla Redonda tras haber cumplido las condiciones de su empresa caballeresca. Fui consciente de cómo me miraba sopesando al hombre que yo era. Me di cuenta de que estaba reflexionando, me di cuenta del movimiento en sus ojos. Pero por fuera permanecía perfectamente en calma, inmóvil incluso. Intenté mantener la misma actitud que ella, aunque los nervios me revolvían el estómago como si fuese un achicador lleno de agua dentro de un bote de remos.
Se extendió el instante entre nosotros. Las formas, los sonidos, los olores de la sala y todos los comensales se fueron desdibujando a lo lejos. Fabrissa cambió entonces de posición en el banco y se rompió el encantamiento.
—Háblame de él —dijo.
Fue como si se abriese la tierra bajo mis pies, como una trampilla en el cadalso, y tuviese la soga al cuello del ahorcado. Una caída repentina, y el seco tirón de la soga.
¿Cómo podía saberlo? Yo no había dicho nada. No había insinuado nada. No deseaba hablar de George ni siquiera con Fabrissa. Mejor dicho, menos aún con Fabrissa. No quería que viese en mí al desdichado que yo creía ser, sino que aspiraba a presentarme como el hombre que había pasado unas horas con ella.
—¿Qué quieres decir? —dije de una manera más brusca de lo que hubiera querido.
Sonrió.
—Háblame de George.
Seguí fingiendo que no entendía.
—Freddie… —dijo en voz queda. Deslizó su mano sobre el mantel áspero, acercándola un poco más a la mía. Tenía las uñas del color de las perlas.
Respiré hondo.
—No puedo.
—¿Por qué no?
—Es que… —¿Cómo explicárselo? No encontraba una excusa—. Ya está todo dicho.
—A lo mejor sólo se ha dicho lo que no se debía decir.
Tenía su mano tan cerca de la mía que prácticamente se estaban rozando las dos. Vi que el anillo de oro que llevaba en el anular de la mano derecha le quedaba demasiado holgado. Se le apoyaba en el nudillo como si le sorprendiera estar en donde estaba.
—Hablar no sirve de nada.
El espacio entre su piel y la mía despedía electricidad. No me atreví a moverme. No me atreví a permitir que las puntas de mis dedos se acercasen a las suyas.
—Hablar no sirve de nada —repetí, secas las palabras en mi boca. La miré. Seguía sonriendo, no con lástima, sino con compasión, con curiosidad. Sentí que algo se resquebrajaba en mi interior.
—¿Y no será que has hablado sólo porque otros te lo han pedido? ¿Es eso? Aquí es distinto. Las cosas son distintas. Anda, prueba.
—Ya lo intenté —respondí acaso irritado, molesto por el modo repentino en que había regresado la amarga sensación de ser juzgado de un modo injusto. Mi madre me había acusado de no querer recuperarme, y mi padre también. No podría soportar que Fabrissa pensara eso mismo—. No me creyó nadie, pero yo lo intenté.
Ya fuera deliberado, ya fuera casualidad, su mano rozó la mía cuando la retiró de la mesa para ponerla en su regazo. Tan intensa, tan profunda fue la sensación que sentí como si me hubiera quemado.
—Es que…
—Inténtalo otra vez, Freddie —dijo.
Y en esas tres palabras sencillas, sosegadas, no sé bien cómo hallé la promesa de una vida entera, una vida por vivir con tal de que aceptara yo la oportunidad que se me ofrecía.
Aún recuerdo la sensación de posibilidad abierta que se apoderó de mí entonces, una especie de ligereza novedosa en todo. Cada uno de mis músculos, cada una de las venas de mi cuerpo parecieron vibrar de pronto, vivos de repente. Si fuese capaz de hallar el valor para hablar, ella me escucharía. Fabrissa me escucharía, sí.
Respiré hondo y despacio; con firmeza, expulsé el aire. Al final me puse a hablar.