—¿Qué hacemos? —Los acompañantes de Mel se volvieron hacia ella en busca de guía.
—No sé… —Le costaba articular pensamientos claros y coherentes. ¿Por qué le resultaba tan difícil pensar?
Las vibraciones que sacudían el Enclave parecían haber cesado. Hubo un instante de quietud y silencio. Pero la atmósfera bajo tierra seguía siendo tensa, de ansiosa expectación, la calma que precede a la tormenta.
Esta comenzó de nuevo con una percusión estruendosa y metálica, como infinitas puertas de metal cerrándose de golpe, como un herrero gigante que golpease su colosal yunque sin detenerse, campanadas metálicas reverberando a través del Enclave Cero. Los suelos y paredes temblaron una vez más. Los techos se vieron sacudidos como por un terremoto.
Crispin Allerton tenía bien claro lo que él quería.
—Sácanos de aquí. —Se unió a Geoffrey cerca del plexiglás—. Patrick, sácanos. Este complejo de hojalata va a venirse abajo.
¿Sí? Mel miró hacia arriba. ¿Estaba viendo lo que le parecía estar viendo, el acero sólido del techo temblando como si fuese agua?
—¿Dyona? —Era la hora de contar con una segunda opinión.
—El revestimiento exterior de la instalación ha sido dañado, debilitado por la destrucción del Parlamento a manos de mi gente —dijo la cosechadora—. Y, ahora, con el peso añadido de miles de toneladas de escombros encima…
—Entonces, ¿Crispin tiene razón? ¿El techo va a ceder?
—Puede. A menos que pueda soportar la presión.
—Yo, desde luego, no puedo —murmuró Mel. Y dudó que el Enclave pudiese. Pensó en el acero doblándose, en los clavos saltando como botones en la chaqueta de un obeso, en el metal rasgándose como una bolsa de patatas fritas—. No podemos arriesgarnos, no cuando Jessie, Trav y el resto nos necesitan vivos. Hora de irnos.
—Eso mismo pensaba yo —añadió Dyona.
—Saldremos por Downing Street —dijo Mel—. Probablemente sea la salida más segura. Ling, reúne a todo el mundo y diles que nos vamos. ¡Ahora!
—Sí, Mel. —Ling partió tan rápido como había aparecido.
—Vosotros dos —indicó Dyona a los pandilleros—, llevad a Melanie con vosotros. Está a vuestro cargo.
Pero cuando los chicos se disponían a sustituir a Dyona para ayudar a Mel, esta se resistió.
—No. Todavía no puedo irme. Tengo que llegar al laboratorio y encontrar la pistola con la jeringuilla. Sin ella…
—Ya la encontraré yo —intervino Dyona—. Puedo moverme mejor que tú. La recuperaré y os seguiré. Ahora, por favor, Melanie —dijo mientras el complejo temblaba como un hombre febril—, no tenemos tiempo para discusiones.
—No —convino Mel, y colocó sus brazos en torno a los cuellos de los dos pandilleros.
—Te veré pronto. —Dyona se alejó corriendo mientras Mel cruzaba el pasillo con ayuda.
—Espera. ¡Espera! —Ruth Bell se unió a los otros dos parangones en la pared transparente de su prisión—. ¿Y qué hay de nosotros?
—Tienes razón, Ruth. —Mel volvió la cabeza hacia atrás—. ¿Qué hay de vosotros? Estabais la mar de bien solitos en Wells. Pensé que os gustaría repetir la experiencia.
—Pero no puedes dejarnos aquí encerrados. —Ruth estaba horrorizada—. Si el Enclave se viene abajo…
—Esto es un asesinato, Patrick —la acusó Crispin—. Un asesinato a sangre fría.
Geoffrey gimió como un perro al que le hubiesen denegado su paseo diario.
—Así que asesinato. ¿Como disparar a alguien en la tripa, Crispin? —contestó Mel—. Gracias a eso, no sé cuánta sangre me queda, fría o caliente. ¿Y de qué te quejas? Eres un genio, o al menos eso era lo que no parabas de decirnos. Si eres tan listo, busca la manera de escapar.
El Enclave Cero expresó su sufrimiento con un nuevo gemido. En los niveles superiores, los techos se abombaron, como si hubiesen quedado súbita e inexplicablemente preñados. Temblaron. Se estiraron. Estaban a punto de romperse.
Mientras Mel era conducida hacia el túnel que llevaba a Downing Street y Ling le tomaba la delantera con los últimos defensores del Enclave, Dyona rebuscó por el laboratorio en el que habían trabajado los parangones. Esperó que aquel desalmado trío de terrícolas, tan similares en muchos aspectos a su propia gente, no hubiesen escondido el objeto que estaba buscando. Por supuesto, no lo habían hecho. La pistola-jeringuilla estaba en la mesa, apoyada en su propia base, como una pieza de museo. ¿Por qué iban a haberla escondido los parangones? No esperaban que Mel liberase a Dyona de la cámara de aislamiento, desencadenando aquel giro en los acontecimientos. Al igual que los cosechadores, los parangones habían supuesto, en su arrogancia, que todo saldría tal y como esperaban. Pero les habían enseñado por las malas que no siempre era así. Mientras Dyona levantaba con ambas manos aquel aparato cuyo cargador estaba completamente lleno de fluido viral, confió en que ese mismo destino acaeciese también a los cosechadores.
Sabía lo que tenía que hacer.
Toda la superficie metálica del complejo pareció volverse dúctil, maleable, y las planchas de metal se retorcían y crujían hasta adoptar formas que los arquitectos del Enclave Cero jamás hubiesen contemplado.
Una escena que los prisioneros de la cámara de aislamiento contemplaron con horror.
—¡Patrick! ¡Patrick! ¡Vuelve aquí! —gritaba Crispin a los pasillos vacíos—. ¡No puedes dejarnos aquí! ¿Es que no sabes quiénes somos? ¡Somos parangones!
Geoffrey apoyó su cabeza llena de pelo enmarañado en los brazos de Ruth Bell sin parar de sollozar, como un niño asustado en el regazo de su madre.
—Ruth, saldremos de esta, ¿verdad que sí? No vamos a morir, ¿a que no? No es justo. No quiero morir.
—Estadísticamente —dijo Ruth con una calma que la sorprendió—, nuestra probabilidad de sobrevivir en esta situación, Geoffrey, es nula.
Se sentó con el joven muchacho en el banco que hacía las veces de cama y esperó el fin pacientemente. No tenía sentido hacer cualquier otra cosa. Ni siquiera Ruth Bell podía desafiar los dictados de los números. Los números lo eran todo.
Sin embargo, Crispin seguía aporreando el plexiglás, gritando vanas protestas.
—Soy mejor que cualquiera de vosotros, ¿me oís? —No lo hicieron, pues sus palabras se vieron ahogadas por el crujir del acero reforzado de las plantas superiores y la avalancha de tierra y piedra que se desparramaba sobre el complejo—. Soy Crispin Allerton. No tenéis derecho a dejarme aquí. Escuchadme. ¡Patrick! ¡Patrick!
De pronto, se extendieron grietas en el plexiglás, formando una especie de tela de araña, como si los puños de Crispin hubiesen tenido más efecto que sus palabras. Pero no fue ese el motivo. Era la presión, que estaba partiendo aquella celda, la misma presión que estaba combando el acero bajo un peso insoportable, forzándolo hasta el punto de ruptura, hasta obligarlo a claudicar.
Incontables toneladas de tierra y escombros cayeron sobre el Enclave Cero, y los cimientos del Parlamento, las torres caídas y las agujas hechas pedazos se interesaron tan poco como Mel en lo que Crispin Allerton tuviese que decir.
Sin embargo, no dijo nada en absoluto.
* * *
Quizá estuviese empeorando.
Mel sintió que perdía el sentido para recuperarlo un instante después, sin llegar a perder la consciencia, pero olvidando momentáneamente dónde se encontraba y qué estaba haciendo allí. Los alrededores se difuminaban. Un túnel, largo y estrecho, iluminado por una única línea de luz eléctrica en el techo. Habitaciones de cuero y caoba: siempre se había preguntando cómo sería el interior del número 10 de Downing Street. El cielo abierto, tachonado en la distancia por los recolectores. Si sus amigos estaban vivos, se encontrarían en el interior de aquellas naves en forma de guadaña. Entre ellas se veía el enorme casco de una nave esclavista. Las calles parecían una zona de guerra. A su alrededor había chicos a los que apenas conocía, preocupados por ella como si fuesen parientes en torno a una cama de hospital. Después, se encontró tumbada en un sofá, dentro de una habitación grande y espaciosa en un edificio del Gobierno. Jadeando, forzándose a pensar en respirar para hacerlo.
La sangre se filtró a través de sus vendas, mojando sus ropas una vez más.
Estaba empeorando, sí. Definitivamente. Pero lo que les dijo a la media docena de chicos que se encontraban a su alrededor fue que iba a aguantar un rato más, que todavía no podía abandonar. No podía caerse del carrusel hasta que supiese que Jessie, Travis y los demás estaban a salvo.
—¿El carrusel? —dijo Dyona. Mel pensaba que había estado dirigiéndose a un grupo cuando en realidad solo estaban ella y la cosechadora—. Melanie, no te entiendo.
—No… no importa. —Quería mantener los ojos abiertos y sus sentidos alerta—. Estás aquí. Dyona, ¿la trajiste? ¿Dónde está? —Buscó a tientas las manos de la cosechadora. Estaban vacías—. No… —Se esforzó por incorporarse—. La pistola con la jeringuilla, Dyona. El virus. ¿Dónde está?
—No pasa nada. No pasa nada —la tranquilizó Dyona—. Túmbate, Melanie. Descansa. —La ayudó a echarse de nuevo—. Conserva tus fuerzas.
Dyona se agachó hasta quedar al lado de Mel, y la chica herida comprobó que parecía como si a la cosechadora también le hubiesen disparado. O algo así. No tenía buen aspecto. Sudaba a mares, pero cuando sus manos tocaron las de Mel, esta las encontró frías, húmedas, anfibias, y el puro color blanco de su piel, particularmente en su rostro y en el cráneo pelado, había adquirido una tonalidad rosácea, como si estuviese siendo lentamente hervida desde dentro.
—No he traído la pistola con la jeringuilla —dijo Dyona—. No me hizo falta.
—¿Cómo que no te ha…? ¿Te das cuenta de que has condenado a mis amigos a la esclavitud?
—No. Espero haberlos salvado, Melanie —confió Dyona con una mezcla de orgullo y terror—. Me he inyectado el virus.
—Dyona… —La voz de Mel solo expresó terror.
—Era el mejor modo. El único. Solo quedan unos pocos combatientes. Puede que no seamos capaces de acercarnos lo bastante a mi gente como para que la infección funcione. Pero si regreso a la Ayrion III sola… Para cuando Gyrion me detenga será demasiado tarde. Para él. Para todos.
—Y para ti, Dyona —dijo Mel—. Has firmado tu sentencia de muerte.
—Puedo sentirlo en mi interior, Melanie. —Un escalofrío sacudió el cuerpo entero de Dyona—. El virus. Puedo sentirlo cambiándome, modificándome, manipulando todo mi ser. Es como el fuego. Pero puedo resistir… no, resistiré el dolor. Puede que Crispin Allerton exagerase la velocidad del proceso. Todavía tengo tiempo para regresar a la Ayrion III.
—Te estás muriendo. —Mel no pudo continuar más allá de aquel simple y devastador hecho—. Por nosotros.
—Como murió mi amado Darion, Melanie. —Dyona sonrió débilmente al pensar en él—. ¿Qué menos puedo hacer? Ambos juramos dar nuestras vidas por la causa de la libertad, el fin de la esclavitud y la igualdad de todas las razas. Aquellas eran nuestras creencias, ¿y de qué sirven estas si no estás preparado para dar la vida por ellas? —Se vio imbuida de una gran serenidad, una especie de trascendencia, como si Dyona, del linaje de Lyrion, se encontrase más allá de las obsesiones de la vida mortal—. Y al morir de este modo, yo misma he encontrado la libertad. Soy libre de mi propia especie. De la tiranía que llevo en mis genes. El virus está violando mis células, corrompiendo la integridad de mi linaje con el material genético de una raza ajena a los cosechadores, una raza que ellos llamarían inferior. Ahora soy impura, y me alegro de ello. Cuando muera, no moriré como parte de los cosechadores. Moriré como un ser humano. —Su última palabra casi tenía un tono mesiánico y triunfal.
Mel no lo compartía.
—¿No podríamos…? Dyona, tiene que haber otro modo.
—Ahora soy la portadora de la salvación de tu gente, Melanie, y pronto seré algo más. —Dyona miró con ojos distraídos al espacio. Su voz se había vuelto más fría, más lejana, la voz de los cosechadores—. Cuando camine entre mi gente de nuevo, cuando salude al comandante de la flota Gyrion en su maldita celebración esta noche, como pienso hacer, me convertiré en la parca y a mi paso no habrá más que muerte. Todo aquel que entre en contacto conmigo se contagiará, infectando a otros a su vez. La enfermedad que nosotros mismos hemos sembrado se esparcirá a lo largo de la flota. Vuestro planeta se salvará. Tus amigos, Melanie, volverán contigo. Lo creo de corazón. —Fijó su mirada en la chica herida y la dulzura y la humanidad retornaron a su voz—. No desesperes. Sé fuerte para la reunión que en breve tendrá lugar, Melanie. Sigue viva.
—Lo haré —prometió Mel. En sus ojos, había lágrimas que fragmentaron su última visión de Dyona.
—Debo irme. —Se despidió estrechando la mano de Mel—. Ahora que aún puedo. Tus compañeros me mostrarán el camino. Melanie, ha sido un privilegio conocerte. Dales recuerdos de mi parte a Travis y a Antony.
Mel asintió. Ella también quería decir algo, algo profundo, apropiado para ser las últimas palabras que dirigiría a alguien que marchaba para no volver.
—Dyona —dijo, con pesar, gratitud y amor, y quizá fuese suficiente. Mel creyó ver a Dyona sonreír mientras se ponía en pie, pero puede que solo lo imaginara. No podía estar segura. Parecía haber perdido el sentido una vez más. Cuando estuvo segura de haber recuperado la consciencia de nuevo, hubo algo de lo que sí estaba segura.
Dyona se había ido.
* * *
A la raza de los cosechadores no le gustaba perder el tiempo con música. La música, se decía, propiciaba la incontinencia emocional y la indolencia física, las cuales no eran condiciones adecuadas para la vida marcial. Los compositores no ganaban batallas. Y, tal y como los alienólogos habían señalado sin atisbo de duda, no era una coincidencia que tantas razas inferiores y, por lo tanto, esclavizadas, perdiesen el tiempo cantando, bailando y tocando instrumentos. Los únicos instrumentos que un cosechador leal y decente debía dominar eran los instrumentos de la guerra.
De modo que la celebración por la exitosa cosecha de esclavos londinense, organizada por el comandante de la flota Gyrion en la Cámara del Triunfo a bordo de la nave Ayrion III, tuvo lugar sin ningún tipo de acompañamiento musical. Gyrion se alegraba de ello. Le resultaban mucho más agradables al oído las felicitaciones y alabanzas que le dedicaban sus veintitrés nobles invitados. Las bebidas de naturaleza etílica no se encontraban bajo la misma restricción puritana que la música (la embriaguez compartida fomentaba la solidaridad y la camaradería entre guerreros) y el pluvio corría a raudales mientras Gyrion recorría la estancia. Todos los presentes iban vestidos con sus ropas de gala. Había tanto dorado en la cámara que la luz casi resultaba superflua.
—Es un gran día para la raza de los cosechadores, lord Gyrion.
—Gracias, lord Lorion.
—No me cabe duda de que tiene garantizado un asiento en el consejo de las Mil Familias después de una cosecha de esclavos tan gloriosa.
—¿Eso cree, lord Petrion? Muchas gracias.
La Cámara del Triunfo tenía un decorado austero, de acuerdo a los gustos de los cosechadores. Su único elemento arquitectónico digno de mención era la brillante hoz de acero que parecía estar abriéndose paso a través de tres de las cuatro paredes, mientras la última proporcionaba una vista panorámica del paisaje que se extendía bajo la nave. La hoz brillaba muy por encima de las cabezas de los invitados, y el efecto que causaba al atravesar las paredes debía simbolizar el creciente poder de la raza de los cosechadores y lo inevitable de su victoria sobre cualquier enemigo.
Una interpretación de un pedazo inanimado de metal de la que Gyrion solía burlarse por pretenciosa, indulgente y extravagante. Sin embargo, aquella noche, bajo aquella figura y bebiendo de su cáliz de pluvio, se sentía de humor como para admitir que quizá tuviese sentido. Sobre todo por lo que respectaba a alzarse con la victoria sobre cualquier enemigo.
Los terrícolas no habían sido rival para él, desde luego. Tampoco la traidora lady Dyona. Parecía como si él, Gyrion, del linaje de Ayrion, al igual que su reverenciado ancestro, hubiese nacido para aplastar a sus enemigos.
—¿Mi señor? —Era el oficial de guardia, ataviado con una armadura negra, luciendo una estúpida sonrisa en su rostro.
—Ha abandonado su puesto, Turion —observó Gyrion—. Ya le indiqué que solo me molestase en caso de emergencia. Y, a juzgar por su expresión, dudo que haya tenido lugar tal situación.
—Mis disculpas, mi señor, pero pensé que querría ser informado personalmente. Hay más buenas noticias —dijo Turion—. Lady Dyona ha regresado.
—¿Qué?
—Lady Dyona, mi señor…
—Ya le he oído, Turion. —Como haría todo el mundo si ese bufón excitado no bajaba la voz—. Sí que son buenas noticias. —Camufló su miedo con falsa cordialidad, llevando al oficial de guardia a una esquina de la cámara—. Y, dígame, ¿cómo ha tenido lugar tan alegre circunstancia?
—La señora se aproximó por su propio pie a una de las patrullas del perímetro, mi señor, que la condujo inmediatamente a bordo de la nave. Su grupo fue atacado por terrícolas, tal y como usted temía, pero lady Dyona se las arregló para escapar y encontrar el camino de vuelta.
—¿Dónde se encuentra ahora, Turion?
—En sus aposentos, mi señor, descansando. He sido informado de que ha rechazado cualquier atención médica.
—Muy bien. —La mente de Gyrion empezó a funcionar a toda velocidad. ¿En qué estaba pensando Dyona, dejándose atrapar de forma tan voluntariosa? ¿Acaso ignoraba que no cometería un error al segundo intento de eliminarla? ¿Quizá estuviese lo bastante loca como para pensar que podía llevar a cabo su plan original?—: Turion, no informe a nadie de la reaparición de lady Dyona. No queremos que su recuperación se vea interrumpida por visitas, ¿verdad que no? Ordene también a todos aquellos que la hayan visto que no digan nada hasta que yo especifique lo contrario.
—Como desee…, mi señor —obedeció Turion, no sin cierta curiosidad.
—Ahora, regrese a su puesto. —Gyrion detectó la perplejidad en el rostro de su subordinado. Intentó despejarla con una sonrisa de la más evidente falsedad—. Ha hecho lo correcto al informarme de esta noticia, Turion. Mi corazón está henchido de alegría; tanto que me excusaré ante mis invitados y me dirigiré a toda prisa a los aposentos de lady Dyona personalmente. Me muero de ganas de verla.
* * *
Las celdas de esclavos se encontraban varios niveles por debajo de la Cámara del Triunfo. No muchos minutos después de que hubiesen comenzado los festejos de Gyrion por la cosecha de esclavos, el último grupo de prisioneros empezó a recuperar la consciencia. Algunos no se sorprendieron al ver el lugar en el que se encontraban: habitaciones plateadas del tamaño de la sala de actos de un colegio, sin adornos, sin ventanas. Travis, Tilo, Jessica y Antony ya habían disfrutado de la hospitalidad de los cosechadores con anterioridad.
Travis se consoló pensando que, al menos, estaban juntos. Algo era algo. Por lo menos podía permanecer cerca de Tilo, sentados en el suelo, buscando esperanza en los sentimientos que se profesaban el uno al otro. Antony y Jessica estaban abrazados de un modo similar. Dwayne Randolph y Cooper, cubierto como estaba de moratones recientes, completaban su círculo inmediato, mientras alrededor de cincuenta miembros de las bandas se juntaban en grupos mustios y tristes en otros lados de la celda, preguntándose qué iba a ocurrirles después.
—Que nos van a procesar, imagino —dijo Antony cuando Dwayne le hizo exactamente aquella pregunta—. Aunque me sorprende que hasta ahora no hayan empezado.
—Yo me alegro de ello —dijo Jessica, mientras le recorría un escalofrío—. Espero que se les olvide.
—Asumiendo que nos encontremos a bordo de la Ayrion III, si Gyrion está celebrando una especie de fiesta, como nos contó Dyona —reflexionó Travis—, puede que dejen el procesamiento para mañana por la mañana. —Ya que no les habían confiscado sus objetos personales, sus relojes pudieron informarles de que estaba atardeciendo—. Así que tenemos tiempo para salir de aquí.
—¿Otra fuga, Travis? —Antony sonrió con desgana—. Ojalá. Por desgracia, creo que nos hemos quedado sin aliados cosechadores.
—Aún nos queda Dyona —le recordó Tilo.
—Y Mel. —Jessica depositó todas sus esperanzas en ella—. Deben de saber lo que ha ocurrido. Puede que incluso estén intentando rescatarnos.
—Los Fantasmas lo haríamos —dijo Dwayne Randolph—. Si no estuviésemos encerrados en este sitio de mierda, o muertos.
—Los Reyes del Ring tampoco tiraríamos la toalla —intervino Cooper con orgullo, aunque luego añadió con pesar—: No si aún tenemos un campeón para guiarnos al menos.
Tilo se mordió el labio.
—¿Qué crees que le ha ocurrido a Richie, Travis? ¿Crees que sigue vivo? —Había esperanza en su voz. Esperanza de que así fuese.
—No lo sé —admitió Travis, preocupado—. Si lo estuviese, supongo que estaría aquí con nosotros, ¿no? Con los demás prisioneros. Aquella vez, a bordo de la Furion, no nos dividieron antes de procesarnos. Pero podría equivocarme. Puede que Richie siga vivo, Tilo. Aunque me temo que lo hemos perdido.
Tilo asintió levemente. Ella también tenía la misma sensación, y otra mucho peor que la acompañaba, si es que aquello era posible. Culpabilidad. Si no hubiese sido tan hosca con él, puede que Richie no hubiese abandonado el Enclave Cero en primer lugar y, desde luego, no lo hubiese hecho de forma tan súbita. De no ser por ella…
—Si está muerto —dijo Antony, solemne—, murió como un valiente. Nos demostró que Richie Coker era algo más de lo que nosotros jamás reconocimos. Demostró su valía, y no creo que se pueda pedir más.
Tilo podía. Podía pedir que Richie estuviese vivo de nuevo. Pero la era de los milagros había terminado.
—Tengo tantas preguntas —suspiró Jessica—. ¿Qué hay de Mel y de todos los que dejamos atrás en el Enclave Cero? Y ¿por qué no funcionó el virus? Crispin parecía tan convencido…
—Puede que nunca lo descubramos, Jess —soltó Antony.
—Entonces, ¿mereció la pena? —continuó la chica rubia—. Todos los sacrificios. El dolor. Las muertes. Tantas pérdidas. Richie. Los demás. Y todo ¿para qué? Hemos vuelto al punto de partida, en una celda.
—Claro que sí, nena —apuntó Dwayne Randolph—. Aunque solo sea porque combatimos juntos. Mi hermano Danny estaría orgulloso de la resistencia de hoy, y a mí con eso me basta. Nos diste la oportunidad de combatir a esos cabrones, Travis, de enfrentarnos a ellos. Puede que al final nos diesen una paliza, pero ¿y qué? Hicimos lo correcto al unirnos a ti y estoy seguro de que todas las bandas dirían lo mismo.
—Bueno, yo aún no estoy dispuesto a admitir que hemos perdido, Dwayne —dijo Travis—, pero agradezco lo que piensas. E incluso si todo ha terminado, tienes razón. Por el mero hecho de defendernos hemos enviado un mensaje. Que los humanos no vamos a limitarnos a hacernos un ovillo y rendirnos ante los poderosos cosechadores. —Sus últimas palabras estaban cargadas de sarcasmo—. Con suerte, habremos servido de ejemplo para todos los demás. Puede que haya otros chicos mejor equipados que nosotros, o quizá Crispin dé con el modo de hacer que el virus funcione después de todo. O algo así. Aunque nosotros hubiésemos fracasado, lo que hemos hecho puede inspirar a los demás a tener éxito en nuestro lugar. En eso es en lo que tenemos que creer. —Llevó la mano de Tilo a sus labios y la besó—. Tenemos que creer.
* * *
Dyona se cambió todo lo rápido que pudo. Gyrion podía aparecer en sus aposentos en cualquier momento.
Probablemente resultaba superficial por su parte pensar siquiera en ropa (sobre todo cuando cada vez le costaba más pensar en cualquier otra cosa que no fuese el dolor que le quemaba las entrañas), pero no podía aparecer por la celebración que tenía lugar en la Cámara del Triunfo vestida con la sucia armadura dorada que había llevado durante los últimos días. La eminente asamblea de comandantes de la flota esperaría un atuendo más acorde a la pompa de la ocasión. Si los decepcionaba, podían sospechar algo, y no quería arriesgarse a ello.
Extendió el brazo para alcanzar un vestido de fiesta dorado cuando el dolor la obligó a encogerse; la habitación daba vueltas a su alrededor. No. Se obligó a permanecer en pie. No podía derrumbarse o sucumbir a aquella agonía. Mucha gente dependía de ella. Melanie. Travis, Antony y el resto, languideciendo en una celda para esclavos a bordo de la nave en la que ella misma se encontraba, sin duda. No podía fallarlos, y lo haría si se rendía. ¿Y qué había de aquellos fallecidos a quienes había amado? El fiel Etrion, su amado Darion. Si estaba haciendo lo que estaba haciendo era por ellos, porque la enfermedad que suponía el imperio de los cosechadores debía terminar y ella, Dyona, la erradicaría. Cuando tropezó y cayó contra la pared, cuando sintió que estaba cayendo hacia el suelo sin poder evitarlo, Dyona sintió que Darion volvía a estar con ella, que su espíritu estaba próximo, que su fuerza la ayudaba a tenerse en pie.
Descubrió que tenía puesto el vestido de fiesta. Si pudiese descansar un momento para reunir fuerzas. Si pudiese sentarse. Solo un momento.
Gyrion vendría. En cualquier instante, Gyrion aparecería en sus aposentos con los Corazones Negros a su lado.
Pero quizá no importaba. Le ardía hasta el último poro de su cuerpo. Sentía sus entrañas desechas, sus huesos carbonizados y frágiles. ¿Acaso no había hecho ya suficiente? Debía haber infectado a la patrulla de guerreros que la escoltó de vuelta a la Ayrion III, al médico cuyas atenciones había rechazado, al guardia cosechador que la había acompañado a sus aposentos. Seis habían respirado su pestilencia, y sus vulnerables células estarían siendo atacadas en secreto. Seis, que entrarían en contacto con otros seis, y esos doce con otros doce. La reacción en cadena del contagio. La multiplicación de la muerte. Había comenzado lo inevitable. Así que quizá no hiciese falta que se arrastrase hasta la Cámara del Triunfo para ver cara a cara a los comandantes de la flota que tanto odiaba. Quizá ya hubiese hecho bastante.
Era tentador quedarse donde estaba, y descansar, y esperar a que Gyrion fuese a por ella. Tan tentador…
* * *
Forzó el mecanismo de activación de la puerta que conducía a los aposentos de Dyona. Gyrion y cuatro de sus leales Corazones Negros entraron en la estancia, con los subyugadores desenfundados.
—Mi querida y estúpida lady Dyona…
Sus aposentos estaban vacíos.
—Por los ancestros. —Su ausencia no alegró a Gyrion en lo más mínimo—. ¡Encontradla! —gritó a sus subordinados—. Comprobad las celdas de esclavos primero. Ama tanto a esos salvajes que puede haber regresado para liberarlos. Y notificad a seguridad que nadie abandone esta nave sin mi autorización expresa. ¿Ha quedado claro? Debo regresar con mis invitados. —Esperaba que, a esas alturas de la fiesta, se encontrasen demasiado embriagados por el pluvio como para darse cuenta de que algo iba mal—. En el instante en el que la capturéis, avisadme, ¿ha quedado claro?
Sí, a los Corazones Negros les había quedado claro. Corrieron inmediatamente para cumplir las órdenes de su comandante. Pero no tenían por qué haberse molestado. Con el tiempo, fue Gyrion el que encontró a Dyona.
—Mi señor, ¿por qué no nos lo ha contado? —le preguntó Atrion, contento, en cuanto Gyrion entró de nuevo en la Cámara del Triunfo—. Esto sí que es motivo de festejo. —Atrion, cuyo linaje siempre había tenido en gran estima sus lazos con el de Lyrion—. Aquella a quien creíamos muerta vive de nuevo.
Allí, resplandeciente con su vestido dorado, con una mano decorosamente situada sobre la de lord Atrion mientras el comandante de la flota Urion le besaba la otra, se encontraba Dyona. Sonriente. Regia. Envenenada.
Dyona.
Ella observó con deleite la entrada de Gyrion. Sentía que las pocas fuerzas que aún reunía la abandonaban. El tremendo esfuerzo que le había supuesto llegar hasta allí había agotado sus últimas reservas. El dolor estaba regresando para reclamarla y, en aquella ocasión, no pudo oponerse a él. Pero tampoco le importaba.
Dio la bienvenida al fin.
Gyrion avanzó hacia ella, conteniendo a duras penas su ira y su odio.
—Dyona —dijo, ahorrándose la formalidad del título—. Dyona.
Ella se preguntó si optaría por pegarla. Se estaría matando, en caso de hacerlo.
Como lord Atrion, cuyo linaje particularmente arrogante siempre había aborrecido, que murió con el roce de las yemas de sus dedos, y lord Urion, cuando este apoyó suavemente sus labios sobre su mano. Así como todos los comandantes de la flota a los que había saludado desde su llegada.
No podía olvidarse de su amago suegro, ¿verdad?
Y alcanzó a ver que Gyrion retrocedió cuando Dyona, en vez de alejarse de él, se aproximó sonriendo con beatífica exuberancia.
—Mi señor Gyrion, pensé que jamás volvería a verlo. Me alegro tanto.
Todos los presentes reaccionaron con sincero asombro cuando ella se echó sobre él, lo envolvió con sus brazos y le dio un profundo beso en los labios con la pasión de una amante.
Cuando Gyrion la apartó, a la vez que profería un grito de repulsa, ella se echó a reír entre carcajadas histéricas, como si hubiese escuchado una magnífica y silenciosa broma, una risa que parecía no tener fin; y entonces los comandantes de la flota empezaron a preguntarse si la encantadora lady Dyona se encontraba completamente bien.
* * *
Ahora estaba más cerca de la luz, tan cerca que tenía que protegerse los ojos de su brillo. Mientras se aproximaba a la fuente de aquel resplandor, vio que las calles adyacentes, en ruinas, parecían haberse difuminado hasta desaparecer, como si las sombras, la oscuridad y la desesperación que contenían también se hubiese esfumado. La luz palpitaba como un ser vivo, como un corazón latiente. Y se extendía, comprobó Mel al alzar su mirada al cielo, se extendía mucho más allá de lo que alcanzaba a ver; desde arriba brotaba un rayo de luz como la señal de una baliza. Por un momento, pensó en el rayo tractor de los recolectores, pero sintió que, si se adentraba en aquel pilar de luminosidad, no sería conducida a la esclavitud.
¿Adónde, entonces?
Le daba la impresión de que aquel polo de luz era como un puente entre la ciudad en ruinas, aquella tierra arrasada, y los cielos, un puente que cualquiera que llegase a él podía cruzar.
Otros, desde luego, así lo deseaban.
Mel solo reparó en ellos entonces, aunque formaban un gentío en torno a ella, surgiendo de los edificios y de las calles, convergiendo en la luz. Adultos y niños por igual; al principio parecían preocupados, pero a medida que se aproximaban a la luz, sus expresiones se llenaban de alegría y parecían estar en paz. Tanta gente. Mel no había visto semejante multitud de adultos desde antes de la enfermedad… y hubo un detalle que llamó poderosamente su atención.
Ninguno de ellos tenía una sola marca de la enfermedad en sus rostros. Ni una cicatriz en la piel. El legado de su muerte había sido borrado.
Mel vio pasar a la directora Shiels, completamente curada. También al señor Greening. Y a los padres de Jessica, cogidos de la mano. Y a la madre de Travis.
Y a la suya.
Como si nunca hubiesen muerto. Como si no pudiesen morir o ser arrebatados de aquellos a quienes amaban. Restaurados.
También reconoció a algunos jóvenes, caras y nombres que Mel recordaba de la escuela. Simon Satchwell, por supuesto, sin rastro de sangre allí donde le habían disparado los cosechadores. Y Richie, con su gorra de béisbol. Un momento, ¿Richie? Nunca había soñado con él antes. ¿Por qué no? ¿Qué significaba aquello?
Mel lo supo. Pobre Richie Coker.
Se alegró de no ver a Travis o a Jessica entre la multitud que empezaba a adentrarse en la luz, disolviéndose en ella, convirtiéndose en aquel brillo. Cruzando al otro lado.
Aquellos a quienes conocía esperaban a que ella se uniese. Sonrientes. Expectantes. Con las manos extendidas. ¿Cómo no iba a querer coger sus manos y unirse a ellos?
Mel miró hacia abajo, hacia su cuerpo. De su estómago herido manaba sangre. Y pensó en Travis. Y en Jessie. En Antony y Tilo. No podía abandonar aún. No sin saberlo.
Así que dio la espalda a la luz y apartó la mirada. Se centró en las grises y apáticas calles de Londres una vez más.
Y despertó sobre el sofá de la oficina de un edificio del Gobierno, cubierta por una manta; el apático gris de las calles convertido en un amanecer, dolorida por la herida y temiendo por sus amigos.
* * *
En otro lugar, pero en aquel preciso instante, se originó un gran revuelo entre los prisioneros.
—¡Tilo! ¡Antony! ¡Jess! —Travis reaccionó con rapidez, poniéndose de pie de forma casi instantánea. O quizá no. Quizá estuviese durmiendo y soñando. Tenía que estar soñando—. ¡Arriba! ¡Despertad! ¡Mirad! —Porque aunque la luz artificial a bordo de la Ayrion III seguía funcionando con la misma eficacia de siempre, sintió que necesitaba la confirmación visual de sus compañeros antes de poder creer completamente en lo que veían sus ojos.
La puerta de la celda estaba abierta.
—¡Trav! —Tilo le abrazó, con una felicidad desbordante en sus ojos.
—No hay guardias. Y no nos han indicado nada —dijo Jessica, perpleja—. ¿Qué significa esto, Trav?
—Significa que nos largamos de aquí. —Dwayne Randolph se puso en marcha.
Hasta que Antony le sujetó del hombro.
—No sin antes pensar un poco, Dwayne. Puede que sea una especie de trampa.
—Espabila, Tony. ¿Qué sentido tendría? —contestó Dwayne.
—¿Qué sentido tiene dejar la puerta de una celda abierta si no es parte de una trampa o un truco? —replicó Travis.
Aquello bastó para que el Fantasma se detuviese. El resto de sus compañeros, despiertos por el alboroto, de pie, murmurando nerviosamente, sin saber muy bien si acercarse a la puerta o alejarse de ella, hicieron lo mismo.
—Bueno, será mejor que alguien eche un vistazo al exterior —propuso Tilo—. Puede que sea una especie de prueba de iniciativa.
—¿Qué? —exclamó Cooper.
—Tú quédate donde estás, Coop —le aconsejó Travis—. ¿Vamos? —le preguntó a Antony.
—¿Por qué no? Hay que buscar respuestas para encontrarlas.
Mientras sus compañeros permanecían en silencio por instinto, los dos chicos se situaron bajo el umbral y asomaron sus cabezas al otro lado. Travis miró a la izquierda: el pasillo estaba vacío y todas las puertas, abiertas. Antony, a la derecha.
—Trav.
Él vio al cosechador primero. El guerrero vestido de negro estaba tirado en el suelo ante él.
—Esperad aquí —ordenó Travis al resto antes de unirse a Antony cerca del alienígena postrado—. Dios mío —susurró al llegar.
No era un truco. No era una trampa o una prueba. Un vistazo fue suficiente para concluir que el cosechador estaba muerto. Supieron inmediatamente cómo había muerto. El asesino había firmado su obra.
Aquel cráneo sin pelo estaba cubierto por los lívidos anillos de la enfermedad. Los chicos hicieron rodar el cuerpo hasta dejarlo bocarriba. También su rostro. Aquellas cicatrices eran todavía más repulsivas que las de los seres humanos. Los surcos escarlata habían rasgado su piel, y de ella manaba sangre y una especie de pus reseco que se deslizaba sobre las facciones del guerrero. Sus ojos estaban abiertos, pero el fuego rojo que albergaban se había extinguido; al morir, se habían vuelto negros.
—La enfermedad. —Antony sintió que su corazón daba un vuelco.
—El virus. —También la mente de Travis—. Ha debido de funcionar después de todo. Solo que… ya le ha costado. —Medio rio, medio sollozó.
—Todo llega a quienes saben esperar —dijo Antony, citando la sabiduría de Harrington.
—Ya te digo. ¡Ja! —Dwayne Randolph desobedeció a su líder y se adentró en el pasillo—. El muy cabrón está muerto. ¡Este cabrón alienígena está muerto! —Tilo, Jessica y Cooper fueron tras él.
—Baja la voz, Dwayne —le dijo Travis—. Puede que haya otros.
—Otros fiambres —contestó Dwayne con una sonrisa—. Tío, así lo espero.
—Tiene razón. —Los ojos de Antony brillaban—. Tiene que tener razón, Trav. Si el virus ha funcionado, si esta nave está contaminada por la enfermedad, todos los cosechadores podrían estar infectados. Hasta el último.
—¿Todos… muertos? —preguntó Tilo, sin entusiasmo.
—Yo no cantaría victoria hasta estar seguro —les previno Travis, y cogió el subyugador de un cadáver—. Pero puede que así sea. Quizá haya llegado el momento. El contraataque de la raza humana. La victoria.
Tilo agachó la cabeza.
—Entonces, ¿nos largamos de aquí o qué? —preguntó Dwayne Randolph.
—Primero vamos a comprobar las otras celdas —contestó Travis—. Dwayne, Coop, ocupaos de los demás. Y estad alerta por si veis algún cosechador, muerto o, sobre todo, vivo. —Después bajó la voz, al notar la angustia de su novia—: ¿Estás bien, Tilo?
—La verdad es que no. Has dicho que ha llegado el momento de la victoria, Travis, y espero que tengas razón. Preferiría ganar a perder. Pero piensa en ello de otro modo. En la guerra, la victoria se consigue matando. El bando ganador es el que resulta ser el mejor asesino. Si esos somos nosotros, Trav, los mejores asesinos, ¿es motivo de celebración?
—Estamos vivos, Tilo —trató de consolarla Travis—. Y la vida es hermosa. Vamos a conformarnos con eso de momento.
Buscaron por las celdas de los esclavos. No tardaron mucho; al otro lado de aquellas puertas abiertas no encontraron sino estancias vacías. Travis había albergado una débil esperanza de que Richie quizá se encontrase en una de ellas, inconsciente, atado o algo así, cualquier motivo que explicase por qué no se había adentrado en el pasillo por su propio pie. Se hubiese vuelto loco de alegría en caso de haberlo encontrado en uno de los cubículos.
Sin embargo, a quien encontró fue a Dyona, y su reacción fue de sorpresa. Después, de terror. Por último, de pesar.
Le costó reconocer a Dyona al principio, desfigurada como estaba a causa de la enfermedad. Por algún motivo, llevaba un vestido de fiesta dorado.
Travis y Tilo la tumbaron bocarriba con delicadeza, extendieron sus piernas y cruzaron sus manos sobre su pecho. Jessica sollozó en brazos de Antony.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó el muchacho rubio, perplejo.
—Pensaba que era obvio, Antony —reaccionó Tilo.
—Quiero decir, ¿qué hace aquí? Si los cosechadores encontraron el Enclave Cero y lo atacaron, ¿dónde están Mel y los demás?
—¿No creerás que Mel está…? —Jessica no se atrevió a decirlo.
—Mel está bien. —Travis contestó con mal tono, de lo que se arrepintió al instante—. Lo siento, Jess. Pero esté donde esté, Mel se encuentra bien. Lo sé. No creo que trajesen a Dyona aquí desde el Enclave, no como una prisionera. Si así fuese, ¿por qué la habrían vestido como la invitada de honor en una ceremonia de premios o algo así? No lo sé. —Negó con la cabeza, frustrado por su propia confusión—. No lo comprendo.
—Al menos, ahora está con Darion —observó Jessica.
—Sí. Eso espero. —Travis estrechó la mano de la cosechadora—. Adiós, Dyona del linaje de Lyrion. No te olvidaremos.
—Tampoco te olvides de nosotros, tío —dijo Dwayne Randolph desde la puerta—. Puedes organizar el funeral más tarde, pero primero vamos a largarnos de aquí.
Recorrieron la nave. Desde las celdas de esclavos a los niveles superiores. Por todas partes había cadáveres de los cosechadores. Armaduras negras. Armaduras rojas. Tirados indecorosamente en los pasillos. Echados contra las paredes. Algunos, con la agonía de la enfermedad grabada en sus rostros. Otros en calma, tranquilos, pero muertos de todos modos. Caminaron a través de las entrañas de la Ayrion III hasta llegar al puente.
Desde aquel lugar no volvería a transmitirse una orden. Aunque los canales de comunicación estaban abiertos, solo retransmitían interferencias; las pantallas de comunicaciones parpadeaban como si estuviesen muriendo. Los técnicos estaban echados sobre las consolas. Los Corazones Negros, desplomados en sus puestos. En su silla de mando, detenido por la muerte, con la espalda recta y la mirada clavada en el frente, un cosechador vestido con una armadura dorada: el comandante de la flota Gyrion, supuso Travis.
El muchacho miró al padre de Darion con una expresión pétrea. Sus ojos azules brillaban con furia. ¿Habría sido Gyrion quien decidió esclavizar la Tierra u otro cosechador como él? ¿Importaba? Gyrion y su ralea habían devastado el mundo, llevando a la raza humana al borde de la extinción. Pero los adolescentes, los jóvenes, aquellos mismos humanos a quienes los cosechadores consideraban tan débiles e indefensos que habían diseñado la enfermedad para que les perdonase la vida, se habían defendido.
—Ya no somos tan débiles, ¿eh, comandante de la flota Gyrion? —dijo Travis—. Parece que después de todo no estamos tan indefensos. Cómo han caído los poderosos, ¿verdad? Es una pena que Darion no esté aquí para ver este día. Pero tú te lo has buscado, Gyrion, ¿lo sabías? Las muertes de tu gente son tu responsabilidad. Sembraste vientos, Gyrion. Y ahora has recogido tempestades.
Travis volvió su mirada hacia Regent’s Park. Allí también había cadáveres oscuros y nada se movía bajo la primera luz del alba.
* * *
El escenario fue idéntico a medida que regresaban al Enclave Cero. Salvo por los jóvenes que se dirigían hacia Westminster con una mezcla de expectación y miedo, armados gracias a la fallecida tripulación de la Ayrion III, por las calles de Londres no corría más que el silencio y la desolación.
Mel, pensó Travis. Jessica también, y Tilo, y Antony. Mel tenía que estar viva.
El fuego y el humo que se extendían al otro lado del río no eran una buena señal.
El calor les golpeó como un muro y el humo era tan negro y espeso que parecía como si el cielo estuviese en llamas. Era difícil discernir los detalles tras aquel opaco miasma, pero pudieron ver una cosa. O mejor dicho, no alcanzaron a verla. El palacio de Westminster había dejado de existir. Allí donde el día anterior se erguían el Big Ben y el Parlamento se extendía entonces un profundo foso llameante, como si la sede de la política que se erigía al norte del Támesis hubiese tomado la simple y catastrófica decisión de precipitarse al río.
Los adolescentes contemplaron la escena llenos de terror.
—Otra vez —murmuró Antony, desesperado—. Lo han vuelto a hacer. Los cosechadores destruyen todo lo que es importante para nosotros, todos aquellos lugares que significan algo. Nos los roban. Harrington. El Enclave. El Parlamento. Hasta el último lugar, maldita sea.
Sin embargo, en aquel momento, mientras consolaba a su novio, a Jessica no le preocupó tanto un montón de ladrillos y cemento, por muy importante que fuese a nivel simbólico.
—¿Qué hay de Mel? El Enclave Cero estaba… allí abajo.
En el foso.
Travis supo que no podía haber sobrevivido. Todo aquel que se encontrase en el Enclave cuando el Parlamento se precipitó sobre él habría sido aplastado. Su única esperanza…
—Travis —le previno Dwayne Randolph. Un adolescente solitario se aproximaba al grupo. Inmediatamente, sus miembros le apuntaron con los subyugadores.
—Tranquilos —dijo alguien—. Es Ling. Es uno de los nuestros.
—Han escapado. —Tilo estrechó la mano de Travis, esperanzada. Ella también reconoció a aquel joven chino—. Han debido de escapar…
—Ling. —Travis corrió hacia él—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde están los demás?
—A salvo —les comunicó Ling—. En Whitehall. La mayoría está bien.
—¿La mayoría?
—Travis, tengo malas noticias.
* * *
Mel intentó incorporarse, pero estaba demasiado débil. Travis le dijo que descansase, que tenía que conservar sus fuerzas mientras se recuperaba. Jessica le dijo que se iba a poner bien. Tilo y Antony repitieron aquel deseo con sinceridad y genuino interés. Pero todos sabían que estaban mintiendo.
Estaban solos con Mel, en una oficina del Gobierno, mientras el crepúsculo teñía el cielo.
—¿Os lo han contado? —preguntó la chica de cabello oscuro—. ¿Os han dicho lo que hicieron los parangones? ¿Lo que hizo Crispin?
—Nos lo han contado —dijo Travis. Se alegraba de que los parangones estuviesen muertos. Eso le ahorró la molestia de tener que matarlos personalmente.
—¿Y qué hay de Dyona?
—Tranquila. No te preocupes por eso ahora, Mel. No te preocupes por nada.
—No tengo nada de lo que preocuparme. Ya no. —Mel intentó sonreír y lo consiguió—. Habéis vuelto. ¿Cómo lo habéis logrado?
—Gracias a Dyona. —Jessica empezó con decisión—. Llegó a la nave y… —Pero no pudo terminar. El dolor que sentía por su amiga se le anudó en la garganta.
Antony le pasó un brazo por el hombro. Continuó.
—Ella extendió el virus antes de que acabase con ella, Mel. Su sacrificio funcionó. Estamos aquí gracias a Dyona.
—Estábamos en las celdas —añadió Tilo—. Podrían habernos metido en los criotubos. Pero ya no. Los cosechadores están muertos. Gyrion. Todos. La Ayrion III es una nave fantasma. Y si la enfermedad infecta al resto de la flota…
—Parece que lo has conseguido, Trav —dijo Mel, con un tono adormilado—. Hiciste lo correcto, plantaste cara. Sabía que lo harías.
—Es solo el comienzo, Mel —observó Travis—. En cuanto te encuentres mejor, saldremos de Londres y encontraremos un lugar mejor en el que fundar una comunidad y construir un futuro para todos nosotros.
—¿Para todos nosotros, Trav? —Otra sonrisa, más débil que la anterior—. Es una ilusión. Richie no lo consiguió, ¿verdad que no?
—¿Cómo lo…?
—Lo vi, Trav. Vi a mucha gente. No es tan malo, de verdad.
—¿De qué está hablando? —le susurró Tilo a Travis.
Él negó con la cabeza para dar a entender que no importaba.
—Perdimos a Richie, sí —admitió—, pero murió peleando. Y los demás tenemos que ser fuertes. Tenemos que continuar.
—Tú lo harás, Travis. Mucha gente… depende de ti. —Mel extendió la mano. Travis se arrodilló a su lado y la tomó, besándola—. Estoy orgullosa… de haber sido tu amiga.
—No digas eso. Mel, no digas eso. —Jessica también se arrodilló, reprendiéndola entre sollozos—. No hables como si te estuvieses… No debes rendirte. Conseguiremos medicinas. Buscaremos cosas para que te cures.
—Te he estado esperando, Jessie. —La voz de Mel ve volvía más débil con cada palabra, sus frases se desvanecían—. No podía irme antes de verte una vez más.
—Tú no vas a ir a ninguna parte si no es con nosotros —dijo Jessica, firme—. Mel, te quiero. —Y cubierta de lágrimas.
—Te quiero. Y no soy la única. —Una débil y somnolienta sonrisa brotó en sus labios—. Jessie, tú tienes a Antony. Trav, tú a Tilo. No me necesitáis.
—Claro que sí. Yo te necesito. —Los ojos de Jessica rebosaban de angustia—. Aguanta, Mel. Quédate con nosotros.
La chica morena asintió de forma casi imperceptible.
—Tranquila, Jess. Es solo que… Creo que estoy un poco cansada. ¿Podemos…? Trav, ¿podemos hablar más tarde? —Sus ojos se cerraron en aquella habitación en penumbra—. Ahora quiero dormir…
* * *
Aquello sí que era extraño. No había sangre. Tampoco dolor. Mel se palpó el vientre, oprimiéndolo con ambas manos. La herida estaba curada. Era como si nunca le hubiesen disparado, como si nunca…
La luz había adquirido una intensidad inaudita, hipnótica y fascinante. Serena y benevolente. Y cercana, en aquella ocasión, tan próxima que solo tenía que extender la mano para tocarla. Y lo cierto es que a Mel le apetecía, quería extender la mano y tocar la luz.
Los muertos también querían que lo hiciese. Los muertos se arremolinaron a su alrededor, como si fuese parte de ellos, como si ella… Simon, Richie, el señor y la señora Lane. Su madre.
Su padre.
Gerry Patrick, con el cuello intacto. Gerry Patrick sonriéndole como nunca lo había hecho en vida, bañado por la luz, brillante. Si su padre la había creído responsable de su muerte, parecía haberla perdonado.
Y teniendo la luz tan próxima, Mel pensó que también podía perdonarle. Las antiguas diferencias y desacuerdos, el dolor y la animosidad parecían triviales en aquel momento, irrelevantes, como prendas de vestir que se les hubiesen quedado pequeñas. Los viejos días, la vieja vida, quedaron tras ellos como las calles en ruinas por las que habían caminado.
Mel miró por encima del hombro, tras ella. Londres era una sombra, una niebla, un lugar intangible. Creyó ver en la distancia a Travis y a Jessica, y parecían tristes, pero no tenían por qué estarlo. No por ella.
Volvió su rostro de nuevo hacia la luz. No quería demorarse más. Y, si Mel todavía albergaba el menor de los miedos acerca de lo que la esperaba, este se desvaneció cuando tomó la mano de su madre, y la de su padre, y juntos caminaron hacia aquella albura.
La luz abrazó a Mel Patrick.