Era el fin.
Siendo racionales, incluso Travis tenía que admitir que aquella coalición a medio cocinar de bandas callejeras nunca había tenido la menor oportunidad contra el vasto poder de los disciplinados guerreros cosechadores, pero el virus de transferencia genética le había hecho creer lo contrario. El virus había sido una poción mágica, el hechizo de un guerrero, su última esperanza. Habían depositado todas sus esperanzas en él, pero parecía que la era de la esperanza había quedado atrás. El virus había fracasado, tenían alienígenas encima descargando rayos de energía sobre ellos, y era el fin.
Travis miró hacia el cielo. Sobre el palacio de Buckingham revoloteaban vainas de batalla como moscas cuando la prodigiosa nave nodriza en forma de luna creciente reveló su ominosa presencia, como un dios airado que observase con frío deleite la masacre que sus sirvientes habían llevado a cabo. Travis asumió que se trataba de la Ayrion III. Gyrion y los comandantes de la flota habían llegado para regodearse y ser testigos de la última defensa de Londres. La nave esclavista estaba escoltada por dos recolectores idénticos que pusieron sus rayos tractores a trabajar.
—Travis, tenemos que ponernos en marcha. —Antony seguía intentando alejarlo de la destartalada barricada—. No podemos quedarnos aquí.
En eso tenía razón. Los haces blancos cambiaron en un abrir y cerrar de ojos al color amarillo, pulverizando la barricada hasta reducirla a astillas y pedazos.
El último reducto de resistencia se vino abajo. Alrededor de Travis, la gente se retiraba en desbandada entre gritos. Solo unos pocos mantuvieron las posiciones, con un fanatismo exacerbado dibujado en sus caras aun cuando los subyugadores los abatían.
Pese a su desenlace, Travis sentía afinidad por ellos.
—Tenemos que pelear, Antony —insistió.
—Aquí no. Sería un suicidio. ¿De qué serviría?
—Estás loco, tío. —Aunque Dwayne sonaba hasta cierto punto impresionado.
—Si corremos, podemos reagruparnos. —Travis escuchó a Antony poniendo en marcha su faceta de organizador—. Tilo, díselo tú. —Pero ¿qué hubiese hecho su padre en aquellas circunstancias? Travis dejó que lo llevasen hacia el centro del paseo sin dejar de mirar al frente. ¿Estaba haciendo lo correcto? Un reducido grupo de supervivientes se agrupó en un círculo. Les quedaban muy pocas opciones. Apenas tenían unos segundos para huir.
—Trav, por favor —imploró Tilo—. Antony tiene razón.
Así que Tilo también quería marcharse. Su padre se hubiese negado a huir. Quizá por eso él estaba muerto, mientras que Tilo estaba viva. Quizá, en ocasiones, los ideales debían hacerse a un lado y dejar paso a las opciones más pragmáticas. Así que tuvo que elegir. Huir o pelear. Libertad o cautiverio. El pasado o el futuro. Su padre o Tilo.
—Travis. —Los cosechadores olían la victoria mientras abatían a sus adversarios humanos casi a placer.
No podía elegir. Pero tenía que hacerlo.
Los proyectiles anunciaron su llegada con un silbido agudo. Su impacto destrozó el paseo, arrojando grava, cemento y guerreros cosechadores por los aires, sin distinción. La sangre no tardó en manar de los miembros alienígenas cercenados.
—Pero ¿qué…? —exclamó Dwayne Randolph con la boca abierta de par en par.
Los cosechadores apenas tenían tiempo de comprender que estaban siendo atacados desde un segundo frente cuando las balas atravesaron la formación acompañadas por bombas, antes de que los vehículos blindados apareciesen chirriando cerca del cuartel de Horse Guards desde la avenida The Mall: eran unos ocho o nueve vehículos, como tanques ligeros, con lanzamisiles manuales montados en el techo algunos, con ametralladoras ideadas para sembrar el caos otros. Con la atención de los cosechadores dividida, los defensores que aún seguían vivos dispararon con renovado vigor y determinación. Por primera vez, el enemigo estaba confundido.
Por supuesto, también lo estaba Travis. Agradecía la aparición de los recién llegados, cómo no, y pudo comprobar que eran adolescentes, pero tenía dudas acerca de su identidad…
Varios vehículos blindados se abrieron paso a través de los cosechadores, arrollando a los guerreros, quebrando sus filas y sus huesos simultáneamente, aplastando los cuerpos de aquellos que tenían la mala fortuna de caer bajo sus ruedas.
Otros vehículos se dirigieron directamente hacia los humanos, formando un escudo entre asaltantes y asaltados. Mientras las ametralladoras del techo proporcionaban un frenético fuego de cobertura, conteniendo a los perplejos cosechadores, alguien asomó por la ventanilla vertical de uno de los vehículos blindados.
Llevaba una gorra de béisbol.
—Eh, Naughton. ¿Os llevo? —dijo Richie Coker con una sonrisa.
* * *
Mel estaba arrodillada. No recordaba haberse desplomado, pero debía de haberlo hecho, era evidente. Quizá la agonía le estuviese afectando a la memoria, abrumando su mente con un ardiente dolor procedente de su barriga, como si sus entrañas estuviesen en llamas. La pegajosa humedad que podía sentir entre sus dedos mientras se sujetaba el vientre, aquel líquido rojo que corría entre sus dedos y le empapaba las ropas, aquella sangre, no parecía capaz de apagar el fuego. Mel estaba arrodillada e inclinada hacia delante, con la frente apoyada sobre el frío suelo metálico del centro de seguimiento y comunicaciones, con la visión bloqueada por la negra cortina de su pelo.
Creyó oír a Ruth Bell ordenando a Geoffrey que apagase aquella molesta radio y a los demás que depositasen sus armas en la mesa (lentamente) y que se alejasen con las manos sobre la cabeza. Eso fue todo lo que escuchó, pero Mel no podía estar segura. Recibir un disparo resultó ser tan nocivo para la percepción como para la memoria.
Crispin estaba agazapado a su lado. Sentía su presencia. Cuando volvió su cabeza a un lado y este le apartó el pelo de los ojos, pudo verlo. Parecía satisfecho consigo mismo, como Judas después del beso en el jardín de Getsemaní.
—¿Puedo? —dijo mientras le quitaba el subyugador del cinturón—. No creo que vuelvas a necesitar esto.
Mel deseó que sus facciones expresasen odio en lugar de dolor.
—Cabrón —susurró con un veneno que no precisaba volumen—. ¿Por qué?
—¿Que por qué te he disparado, Patrick? —repuso Crispin en un tono que pretendía sonar desenfadado—. Mmm. Me temo que es algo que vengo queriendo hacer desde que nos conocimos. ¿Y por qué hemos dejado en la estacada a tus amigos? Porque se lo merecen. Porque a nosotros, los parangones, no se nos ha mostrado el debido respeto. En todo momento nuestros derechos y deseos han sido rechazados y negados por Naughton, por Clive, por Lane. Nuestra querida Ruth debería estar… —Hizo una mueca mojigata—. Disfrutando de placeres carnales con Clive, pero este la rechazó y Lane la amenazó. No deberían haber actuado de ese modo con ella. Espero que ahora deseen no haberlo hecho.
—Lo que yo desearía es que estuvieseis muertos —susurró Mel.
—Mmm. Claro que sí. ¿Y qué hay de Naughton, intentando privarme de mi destino como líder de la humanidad? Menuda desfachatez, viniendo de alguien con un intelecto tan primitivo, de un demagogo ignorante. Pero ahora está pagando por su temeridad, él y los que eligieron seguirle como idiotas. Lo más probable es que todos ellos ya hayan sido esclavizados; para bien, debo decir. Puede que así se den cuenta de que la autoridad debe pertenecer exclusivamente a seres superiores.
—¿Como tú? —Mel le hubiese escupido a Crispin Allerton a la cara si su boca no hubiese estado tan seca—. Y una mierda, superior.
—Mmm. No alcanzo a entender qué tiene que ver la materia fecal con la cuestión que estamos tratando, Patrick, pero que la menciones aporta más pruebas de tu impresentable vulgaridad.
—Si tan listos sois —dijo Mel con esfuerzo mientras unas tenazas al rojo vivo le revolvían las entrañas—, si tan… ¿Cómo es que no habéis desarrollado el virus?
—Oh, pobre paleta —exclamó Crispin con una risa de desdén—. ¿Es que no lo entiendes? Claro que hemos desarrollado el virus. Un parangón nunca se amilana ante un desafío y tampoco fracasa. Sencillamente, nos negamos a proporcionárselo a los brutos degenerados que babean por Naughton. Deja que te lo garantice: tenemos el virus de transferencia genética. ¿Quién sabe? Puede que en el futuro necesitemos algo con lo que negociar si los cosechadores demuestran ser tan mezquinos con respecto a nuestra genialidad como vosotros y Naughton.
—Crispin, ¿estás listo? —Era Ruth Bell.
—Sí, sí. Condenadas distracciones. —Crispin se puso en pie y resopló por la nariz con desprecio hacia los miembros de las bandas que se encontraban alineados contra la pared, con las manos sobre la cabeza—. Mmm. Bueno, supongo que será mejor que encerremos a estos imbéciles.
—¿Qué vais a hacer conmigo? —graznó Mel desde el suelo.
—¿Contigo, Patrick? —Crispin se agachó para quedar a su altura una vez más—. Mmm, nada. Vamos a dejarte aquí para que mueras.
—No… no podéis.
—De eso nada, Patrick, ¿o es que no te has dado cuenta a estas alturas? —Crispin le dedicó una delgada y cruel sonrisa—. Podemos hacer lo que nos apetezca.
Mel no podía detener a los parangones, eso era evidente. Solo podía jadear, agonizando, mientras Geoffrey conducía a los prisioneros y reía nervioso. Se dejó caer hasta quedar tendida sobre un lado. El dolor le obligó a cerrar los ojos, pero lo veía todo rojo. La habían abandonado para que muriese y, mientras (por algún motivo) el ardor en su interior se convertía en un frío helado, una sensación que se extendió hacia sus miembros, mientras la cortina carmesí que se extendía bajo sus párpados se volvía negra, mientras descendía hacia la oscuridad, Mel temió que tampoco podía hacer mucho a ese respecto.
* * *
—Lo sé —comenzó Richie—. Tenéis preguntas. ¿Dónde he estado? ¿Qué he estado haciendo? Pero ahora no tenemos tiempo. Y mucho menos si esos cabrones han enviado refuerzos —declaró, y lanzó una mirada hacia el cielo sobre el parque de Saint James.
Las vainas de batalla habían regresado, apuntando directamente hacia el fragor del combate. Tras estas se encontraban los recolectores y la Ayrion III.
—Atrás —gritó Richie al grupo, señalando a los vehículos blindados—. Moved el culo y montad.
Los supervivientes no necesitaron que se lo dijese dos veces. Las puertas dobles de la parte trasera de cada vehículo se abrieron, revelando un amplio espacio para transporte de tropas… o de adolescentes. Unas formas metálicas que surgían de las paredes proporcionaban algo parecido a asiento; el suelo estaba cubierto de armas.
—No voy a hacer preguntas, Richie, pero te diré una cosa —apuntó Travis—: Me alegro de verte.
Richie asintió mientras a su alrededor bullía el caos.
—Apuesto a que sí. —Se volvió hacia el conductor del vehículo en el que montaba, otra figura familiar—. Coop, sácanos de aquí.
—Ahora mismo, jefe —obedeció, animado—. Cooper conduce como Lewis Hamilton hasta arriba de anfetaminas.
Los compañeros más próximos a Travis acababan de acceder al interior del vehículo blindado (Dwayne Randolph y tantos como fue posible, con Richie cubriendo la retaguardia) cuando Cooper decidió demostrar que su afirmación no era ninguna exageración para fardar.
—Maldita sea —gritó Tilo—, si los cosechadores no nos matan, lo hará Cooper. —El súbito acelerón la hizo caer, de forma poco grácil, en los brazos de Richie.
—¿Tú también te alegras de verme, Tilo? —dijo, con tristeza en los ojos. Se había fijado en que aún seguía con Travis. Sabía lo que eso significaba.
—Nunca deberías haberte marchado, para empezar —contestó Tilo. Richie no se resistió cuando ella se apartó de él y regresó con su novio.
—¿Dónde has estado, Richie? —quiso saber Jessica—. ¿Y por qué te fuiste?
—Y ya que estamos —añadió Antony—, ¿a dónde vamos?
Estaba mirando a través de la estrecha ranura que constituía su único acceso visual al exterior. Todos los vehículos blindados estaban dirigiéndose hacia la avenida The Mall salvo dos que estaban ardiendo, con sus pasajeros en llamas, y ya nunca más irían a ninguna parte. Los guerreros cosechadores se habían recuperado. Las vainas de batalla los perseguían.
—Los Reyes y yo íbamos a ir por libre —explicó Richie—. Naughton os puede contar por qué más tarde. Y, Tony, teniendo a esos cabrones alienígenas pisándonos los talones, tampoco te vas a poner quisquilloso con nuestro destino, ¿a que no? Cualquier lugar es mejor que este.
Dos vainas dispararon al unísono a un vehículo blindado cercano. El resultado no hubiese sido distinto si su objetivo hubiese estado hecho de papel. Eran rayos amarillos. Era evidente que la insolencia del ataque iba a ser castigada con severidad. De hecho, quizá aquellos cuyas vidas llegaron a su fin mientras el vehículo explotaba, convertido en una bola de fuego, se arrepintieron en sus últimos instantes de haber provocado la ira de los cosechadores y las consecuencias que esta acarreaba; por otra parte, quizá agradeciesen morir libres.
—¿Por qué regresaste? —lo interrogó Travis.
—Pensé que os gustaría ver todo lo que hemos encontrado —contestó Richie—. Pensé que os sería útil, en caso de que el virus no saliese según lo planeado, y parece que…
—Sí, es lo que ha ocurrido —dijo Jessica, que alternó su mirada entre la tensa expresión de Travis y su reflejo en el rostro de Richie—. Por cierto, ¿ocurre algo entre vosotros dos de lo que no me haya enterado?
—No —afirmó Travis—. Nada. Y si ocurrió, es agua pasada.
Richie se mostró visiblemente aliviado.
—Naughton, no te haces a la idea… —De lo mucho que significa para mí, hubiese dicho, si no corriera el riesgo de sonar tan cursi, tan impropio de Richie Coker—. Regresé por ti, Naughton. No podía permitir que los aliens te cogiesen. A ti no. Eres…
Nunca llegó a concluir la frase. De pronto, el vehículo se puso a virar de lado a lado, zarandeando a los pasajeros con maníaco deleite.
—Pero ¿qué se cree Cooper que está haciendo? —gritó Tilo.
—Fintando y esquivando —contestó Antony desde la abertura en la que había conseguido, no sin mérito, mantener el equilibrio—, intentando alejarse de los puñetazos del rival. Es un boxeador de cabo a rabo.
Estaban acelerando bajo la gran curva del arco del Almirantazgo, pero aunque las vainas de batalla se vieron obligadas a desviarse sobre ellos, no tardaron en volver a descender, cerrando la distancia de forma implacable para entrar a matar. A izquierda y derecha explotaban vehículos blindados. Cuanto más reducido era el número de objetivos, mejor podían apuntar a los restantes blancos.
—¡Agarraos! —exclamó Antony.
Pero a qué se hubiesen agarrado no hubiese supuesto la menor diferencia. Cuando el haz amarillo impactó sobre la porción de carretera que se extendía a su izquierda, destrozando las ruedas del vehículo, ennegreciendo y mellando su flanco, lanzando por los aires al artillero a su muerte, arrojando veinte toneladas de metal móvil a dar furiosos trompos, asirse a algo resultó imposible para los ocupantes. No pudieron. El vehículo blindado se llenó de gritos mientras este realizaba un valiente esfuerzo por escapar, atravesando media calle arrastrándose sobre uno de sus costados, raspando el metal que lo cubría hasta crear chispas sobre el asfalto, como si fuesen yesca y pedernal.
Después, se hizo el silencio.
* * *
Otro espacio en blanco en su memoria.
Mel no tenía la menor idea de cómo había llegado allí, a las ruinosas calles de una ciudad desierta… ¿Londres? Estaba oscuro, pero por otra parte, no parecía que fuese de noche. Estaba sola y necesitaba compañía. Llamó a Jessie por su nombre, y a Travis, pero ni siquiera podía oír su propia voz. Como tampoco podía ver adónde se dirigía.
Ojalá hubiese una señal, un camino despejado.
Una luz.
No estaba al final de un túnel, sino más bien al final de la carretera. Un destello de pura luz blanca, como una baliza, como una marca. Emitía un seductor brillo en la oscuridad, como la primavera en invierno.
Mel se dirigió hacia ella.
Sintió la necesidad de llegar a ella, de alcanzarla, de bañarse en ella como si se tratase de agua, de que la purificase y renovase, llevándose el dolor, la soledad, los remordimientos. Sintió que la herida en su estómago se curaría si conseguía…
La herida. En su estómago.
Mel se detuvo mientras la luz brillaba aún a cierta distancia. Le habían disparado, eso pudo recordarlo. Crispin Allerton le había disparado y la había abandonado para que muriese. ¿Estaba muerta? ¿Aquel paisaje urbano desolado era su muerte? Le dio la impresión de que no. Sintió que estaba viva pero inconsciente, dormida, soñando, alejándose.
Pero no lo haría. No mientras Crispin Allerton siguiese luciendo aquella sonrisa petulante y altanera en su cara. No mientras Jessie, Trav y los demás aún necesitasen ayuda, mientras pudiesen ser salvados. No podía morir y no lo haría. Tenía cosas que hacer. La luz tendría que esperar.
Había aprendido de Travis a no rendirse. Levántate, Melanie, se dijo a sí misma. Levántate.
Estaba tirada en el suelo. En el centro de seguimiento y comunicaciones. Sangrando. Sus manos estaban empapadas en sangre. El dolor parecía haber remitido; quizá su cuerpo se hubiese acostumbrado a él. Nadie la vigilaba. Los parangones ya no la consideraban un peligro, no mientras tuviese un agujero en el vientre.
Gran error.
Como también fue un error pensar que el dolor había desaparecido. Cuando Mel se incorporó para ponerse en pie sintió que este la desgarraba desde el interior. Quiso vomitar con todas sus fuerzas, pero optó por emplear toda la energía que consiguió reunir en algo más beneficioso. Por Jessie. Por Trav. Clavó sus imágenes en su mente. Tenía que concentrarse en ellos; no en el dolor, sino en la razón para soportarlo. Y en la única persona en la que aún podía confiar como aliada.
Dyona.
Mel no tenía tiempo para encontrar el lugar en el que los parangones habían encerrado a los miembros de las bandas, pero sabía dónde encontrar a Dyona. La cámara de aislamiento no se encontraba lejos, por suerte. Mientras se arrastraba a través de los pasillos, apoyándose en la pared como si fuese una muleta para poder mantenerse en pie, fue dejando tras de sí un rastro escarlata, como pintura brillante recién derramada.
Un montón de sangre. Estaba perdiendo un montón de sangre, y solo tenía una cantidad limitada.
Tenía que llegar hasta la cámara de aislamiento. Tenía que llegar a la cámara de… a ese lugar, cuanto antes. Mientras aún pudiese. Mientras sus fuerzas se desvanecían. Jessie. Trav. Adelante. Solo adelante. Como si fuese hacia la luz. Tenía que llegar a… la luz. Bajarse del carrusel. Caer.
No. No te desplomes. Mel se detuvo, apoyada en el muro. Sus piernas parecían hechas de líquido. Debería haberlas ejercitado más. Debería haber fortalecido su cuerpo cuando había tenido la oportunidad.
Jessie. Trav. Un pie ante el otro. No merecía la pena mantenerse totalmente erguida. Si podía llegar a la cá… lo que fuese, doblada como una vieja, sería suficiente. Dyona. Abrir la puerta. Recordar cómo abrirla. La habitación de cristal. Había llegado. La puerta tenía una especie rara de… mecanismo. Solo tenía que activarlo. Si recordaba cómo…
La puerta se abrió. Había dos personas dentro. Dyona la vio, pero no reaccionó. La otra no la vio, ya que le daba la espalda mientras apuntaba con un arma a Dyona. Tenía coletas.
Hablaba.
—Un pequeño experimento contigo, alienígena. Si vienes conmigo… vas a conocer personalmente a nuestro virus de transferencia genética…
—¡Ruth! —Aulló el nombre con todas las letras, con todas sus fuerzas.
Ruth Bell se volvió, sorprendida por un instante.
Un instante que Dyona aprovechó para estrellar su blanco puño contra su mandíbula.
—Así se hace, Dyona —dijo Mel con una débil sonrisa mientras el suelo se alzaba una vez más hasta encontrarse con ella.
* * *
Toses. Gruñidos. Un anónimo gemido de dolor.
—Que alguien apunte la matrícula… de ese coche —jadeó Antony.
—Por fin has encontrado tu sentido del humor, ¿eh, Tony? Ya era hora. —En el interior del vehículo blindado volcado, lleno de cuerpos apilados de forma desordenada unos sobre otros, el mundo parecía haber dado la vuelta… algo a lo que los chicos estaban acostumbrados. Richie se quitó de encima a una chica con el cuello roto y abrió las puertas traseras de una patada—. Los que estén vivos, en marcha.
Cogió la primera arma que tuvo a su alcance y salió a la maltrecha carretera. Las vainas de batalla volaban en círculos sobre sus cabezas, como buitres a la espera de que su presa muriese. Esperando órdenes, pensó Richie. ¿Debían matar o capturar a los supervivientes humanos? Tampoco es que ambas opciones fuesen a suponer una gran diferencia para ellos. Contempló, horrorizado, que los otros coches se habían convertido en ardientes amasijos de metal. Solo había sobrevivido un puñado de adolescentes que renqueaban, trastabillando, desesperados, hacia Trafalgar Square.
No permitiría que los cosechadores se llevasen a Naughton.
Este estaba ayudando a Tilo a salir del vehículo blindado: ambos estaban en pie, amoratados y llenos de arañazos, pero sin heridas de gravedad. Eso era bueno. Tony y Jessica aparecieron tras ellos, también de una pieza. Unos pocos supervivientes. Eso también era bueno.
—¿Podría…? ¿Podría alguien echarme una mano? —dijo Cooper, sangrando por una herida en la frente, incapaz de abandonar el compartimento a través del agujero donde antes había estado la puerta.
—Naughton, ve a por Coop —le pidió Richie—. Después coge a Tilo y al resto y largaos echando leches.
—Antony. —Travis delegó en él el rescate de Cooper. Le preocupaba más Richie—. ¿Y qué hay de ti?
Los guerreros cosechadores aparecieron a través del arco del Almirantazgo.
—Yo contendré a esos cabrones.
—¿Que los contendrás? —gritó Tilo—. Richie, es una locura.
—Os conseguiré algo de tiempo. Lo que sea. Quiero defender aquello en lo que creo. —Se volvió hacia Travis, buscando su comprensión—. Como debí haber hecho hace mucho tiempo.
—Travis, no se lo permitas. —Tilo estaba angustiada, cayendo en la cuenta de lo mucho que iba a echar de menos a Richie Coker, pese a todo—. Oblígale a quedarse con nosotros.
—¡Trav! ¡Tilo! ¡Richie! —Los otros los llamaban a voces.
—Lo que ocurrió entre Tilo y tú ya no importa —dijo Travis.
—Lo sé. No supone una maldita diferencia. —Los ojos de Richie brillaron bajo la gorra de béisbol—. Quería ser tú, Naughton. Déjame. Por una vez.
—Travis, no puedes. —Pero Tilo vio en la expresión de Travis que este aceptaba la voluntad de Richie con admiración. Iban a perderlo.
—Te recordaremos —dijo Travis.
—Más os vale, joder. Cuida de ella. —Reservó su última mirada para Tilo. En ella había algo parecido al amor.
Pero entonces se volvió y empezó a disparar a los cosechadores, que no dejaban de avanzar. El traqueteo de la ametralladora silenció hasta los desesperados ruegos de Tilo, que le pedía que se quedase con ellos. Entonces Travis la cogió de la mano y tiró de ella y, antes de darse cuenta, estaba corriendo junto a Travis, Antony, Jessica y Cooper. Si volvía la mirada podría ver cómo capturaban a Richie, cómo lo mataban.
Así que no echó la vista atrás.
Tampoco lo hizo Richie. En primer lugar, no le hacía falta: si alguien podía conducir a Tilo y a los demás a un lugar seguro, ese alguien era Naughton. En segundo, ya estaba bastante ocupado con lo que se extendía ante él. Un par de cosechadores cayeron, pero no podría contenerlos por mucho tiempo. Aunque eso no le preocupaba en aquel momento. Lo importante era defender aquello en lo que se había convertido. En alguien de quien podía sentirse orgulloso, sin importar el precio.
—Venga, cabrones. Venga… —Richie Coker combatió como un soldado. Su anciana madre por fin se habría sentido orgullosa. Siempre quiso que se alistase en el Ejército. Ojalá pudiese verlo entonces…
Pero los guerreros no estaban devolviendo los disparos. ¿Por qué no…?
Cabrones. Cabrones tramposos.
Una ráfaga de aire. El crepitar de electricidad.
Richie miró hacia arriba. Naughton, espero haber ayudado. El haz de la vaina de batalla era amarillo.
—Mierda.
Richie Coker fue incinerado allí mismo.
Más fuerzas de los cosechadores se adentraron en Trafalgar Square. Nelson, subido a su columna, y los leones desde sus pedestales habían observado su llegada, pero no advirtieron al grupo de Travis de su presencia. En cualquier caso, no tardaron en descubrirlo. Los haces blancos de los subyugadores fueron una especie de anticipo.
—¡Travis! —Los ojos de Tilo estaban llenos de terror. Estaban rodeados. Abandonados a su suerte. Las pocas armas que llevaban solo ofrecerían una resistencia simbólica.
—Quédate conmigo. Tilo, quédate conmigo.
A ella le hubiese gustado hacerlo, pero el rayo del subyugador que la alcanzó le robó a Tilo la capacidad de moverse.
Cooper cayó. También aquellos cuyos nombres Travis no conocía.
Antony protegió a Jessica con su cuerpo, por lo que fue alcanzado él primero, y se desplomó hasta quedar tendido sobre el pavimento inglés.
Jessica gritó, agachándose hacia Antony, arrodillándose lentamente sobre él hasta brillar con un destello blanco.
Travis se quedó solo. No tuvo tiempo para llorar sus pérdidas. Ni para lamentarse por la derrota. No tuvo tiempo para pensar. Bajo la columna de Nelson y el cielo londinense, solo tuvo tiempo para respirar una última bocanada de aquel aire nativo, dulce y puro.
¿Quién sabe cómo demonios sería el aire que tendría que respirar allí donde lo enviasen?
* * *
En el laboratorio del Enclave Cero, Crispin y Geoffrey esperaban a que Dyona se les uniese, encañonada por la pistola de Ruth Bell.
Lo que no esperaban es que la cosechadora hiciese aparición blandiendo un arma de fuego en su mano y, lo que era aún más sorprendente, acompañada no por la tercera parangón, sino por la rugiente chusma sacada de las calles a la que creían haber encerrado. Sin embargo, así fue como apareció Dyona. Lo cual, si tuviesen un ápice de humildad, quizá les hubiese sugerido que hasta los más excepcionales prodigios del planeta cometen errores.
—¡Crispin! ¡Crispin! —chilló Geoffrey, como un cerdo a punto de ser degollado. Su habitual bamboleo arriba y abajo se vio exagerado hasta convertirse en un salto constante. Hasta que una sucesión de puñetazos alimentados por la venganza lo derribaron.
Crispin intentó alcanzar el subyugador que le había arrebatado a Mel. Lo había dejado sobre la mesa. Si lo hubiese colocado en su cinturón, quizá hubiese sido capaz de efectuar algunos disparos. En vez de eso, la culata de un fusil automático estuvo a punto de partirle la mano. Resultó que a Crispin Allerton no le gustaba nada el dolor físico.
—¡No me matéis! —balbuceó, mientras los cañones de varias armas apuntaban hacia él como dedos acusadores—. Haced lo que queráis con él —dijo, señalando a Geoffrey—, pero dejadme vivir. —Parecía que Crispin tampoco era particularmente leal.
Alguien obligó a Geoffrey a ponerse de pie tirándole del pelo.
—Este bicho raro es como un maldito borrego —espetó quien le sujetaba, con un generoso mechón de pelo enmarañado encerrado en su puño—. Quizá deberíamos trasquilarlo.
La culata del fusil que había estado a punto de romper la mano de Crispin se entretuvo golpeando repetidamente su estómago.
—Nah, mejor les pegamos un tiro. Es lo que merecen.
—Eso es cierto —convino Dyona—, pero todavía no. Puede que necesitemos sus habilidades. Ponedlos con la chica.
Los parangones fueron arrastrados hacia la puerta del laboratorio.
—Escoria alienígena —escupió Crispin al pasar ante Dyona—. Espero que el virus flote en el aire aquí abajo. Espero que te contagie y mueras lentamente, entre gritos.
—Me arriesgaré.
—Por lo menos tu maldita amiguita está muerta —se jactó Crispin.
—¿Melanie? —Dyona negó con la cabeza, divertida—. Crispin, en serio, pensaba que eras inteligente. ¿Quién crees que me ha ayudado a liberarme de la cámara de aislamiento? —Se inclinó hacia delante—. Alguien quiere tener unas palabras contigo.
* * *
El puente de la Ayrion III estaba más abarrotado que de costumbre. Además de los habituales técnicos ataviados de rojo operando en los ordenadores, los vigilantes guerreros vestidos de negro y Gyrion presidiendo el lugar cubierto de ropas doradas y la armadura de las Mil Familias, el comandante de la flota estaba acompañado por sus veintitrés homólogos. Dado que solo aquellos que pertenecían a la élite de los cosechadores podían siquiera esperar a ser ascendidos al estimado rango de comandante de la flota, todos los invitados de Gyrion brillaban con destellos dorados. Situados en torno a la estructura en forma de hoz del puente, contemplaban Londres a través de las ventanas panorámicas que se extendían desde el techo hasta el suelo y, si aplaudir hubiera sido un elemento aceptable de la etiqueta militar en la cultura de los cosechadores, los dignatarios reunidos hubiesen prorrumpido en aplausos por su huésped y sus logros.
Los recolectores ya se habían puesto manos a la obra. El vasto haz de su rayo tractor alzó los cuerpos de los terrícolas inconscientes hasta conducirlos a la panza de las naves: desde el parque, desde el paseo, desde la plaza en la que se erigía la estatua en honor de un héroe terrícola insignificante, muerto tiempo atrás. Londres había caído. Inglaterra había caído. La Tierra había caído.
Pronto ganarían una fortuna en los mercados de esclavos de su mundo natal.
—Una visión de lo más satisfactoria, lord Gyrion —afirmó Atrion, del linaje de Syrion.
—Lo es, lord Atrion. —Se empapó en la aprobación de sus iguales.
—Es una tragedia que su hijo, lord Darion, no sea testigo de la última cosecha de esclavos, mi señor —observó el comandante de la flota Urion, del linaje de Davion.
—Está aquí —dijo Gyrion con frialdad—. Darion nos observa ahora a través de los ojos de sus ancestros. —Gyrion reflexionó que individuos como Urion podían poseer el mismo rango social que él, pero no eran sus iguales en lo que importaba, en el corazón, en el espíritu, en su dedicación a la causa de los cosechadores.
—También ha sido una tragedia la pérdida de lady Dyona —continuó Urion.
—Desde luego, lord Urion. —Apretó los dientes mientras lo decía. ¿Por qué no cerraba la boca ese irritante don nadie?—. Pero murió como ella deseaba, en servicio a su raza. Como mi hijo.
—Está seguro entonces, Gyrion, de que lady Dyona está muerta. —Era Atrion otra vez. Su linaje estaba estrechamente vinculado con el de Dyona.
—Eso me temo —mintió Gyrion—. La patrulla que envié en cuanto comprobamos que la expedición de Dyona no había regresado a la hora establecida no encontró rastro ni de ella ni de sus acompañantes. —Otra mentira. No había enviado a nadie en busca del grupo perdido de Dyona, aunque estuvo a punto de hacerlo. El hecho de que los Corazones Negros que iban a ejecutarla no hubiesen regresado significaba que el plan original se había torcido—. Debemos asumir que Dyona y todo su grupo cayeron víctimas de un ataque terrícola, salvaje y cobarde. —Una suposición que él mismo utilizaba para tranquilizarse. Tenía que ser cierta. Dyona debía de estar muerta. Ojalá lo supiese con certeza.
—Estos terrícolas merecen un castigo por sus crímenes —declaró Atrion.
—Estoy de acuerdo, lord Atrion —convino Urion—, pero no nos arriesguemos a dañar la mercancía en nuestro afán de retribución.
Aliviado por haber desviado la conversación de Darion y Dyona, Gyrion continuó.
—Oh, creo que podemos asestar un golpe poderoso contra estos seres primitivos sin comprometer nuestros beneficios. —Dio una orden al timonel y la Ayrion III varió sensiblemente su posición—. ¿Ven el edificio que se encuentra bajo nosotros, mis señores? —Era de estilo palaciego para los estándares indígenas y se erigía al lado del río que sobrevolaban, con una torre de reloj en un extremo—. Esa casucha fue en el pasado la sede del Gobierno de esta ridícula nación. Sigue en pie mientras su gente ha caído. Creo que se trata de una incongruencia.
—Desde luego, lord Gyrion —asintió Atrion.
—¿Podría solucionarse con explosiones? —quiso saber Urion.
—Oh, creo que podemos garantizarle explosiones, lord Urion —dijo Gyrion. Se volvió hacia los técnicos—: Activen los rayos de energía.
* * *
Dyona le había aconsejado que descansase. La había curado lo mejor que había podido, como atestiguaban las vendas que cubrían su cuerpo.
—¿Qué? —dijo ella—. ¿Es que quieres convertirme en una momia?
Pero ya había perdido mucha sangre y su estado continuaba empeorando. Dyona le advirtió, grave, de que cualquier esfuerzo podía ser muy perjudicial. Mel entendió que, en realidad, quería decir fatal. Pero no podía limitarse a languidecer en la cama, gimiendo de dolor, mientras Jessie y Travis seguían ahí fuera, quizá en libertad, quizá esclavizados. Quizá algo aún peor. Tenía que hacer algo para descubrir cuál era la situación de sus amigos y ayudarlos en la medida de lo posible.
Y ese proceso empezaba con los parangones.
—Patrick —la saludó Crispin Allerton desde la cámara de aislamiento, la cual, por lo que parecía, era demasiado estrecha para tres personas. La miró, desdeñoso—. Me alegra ver que tienes un aspecto terrible.
—Me conformo con no parecerme a ti, imbécil —dijo Mel, con los dientes apretados. Estaba apoyada en Dyona. Sentía las piernas tan débiles como si estuviese sufriendo un calambre. Un par de guardias armados completaban el grupo.
—Qué maravillosa conversación la tuya —observó Ruth Bell.
—¿Cómo es, Mel? —Geoffrey Thomas apretó la nariz contra el plexiglás, como un niño ante el escaparate de una tienda de caramelos—. Que te disparen, quiero decir.
—Con suerte, bicho raro —dijo Mel—, algún día lo descubrirás.
—¿Es lo que quieres hacer con nosotros, Patrick? —Crispin Allerton optó por ser más cuidadoso—. Te alías con una alienígena como ella y amenazas con violencia a tu propia especie. No me sorprende que la sociedad se encontrase en un estado tan repugnante incluso antes de la llegada de la enfermedad.
—Lo único repugnante que hay aquí, Crispin —dijo Mel, fulminándolo con la mirada—, está en el interior de la cámara de aislamiento. Y lo que os ocurra depende enteramente de vosotros.
—Todavía quieren el virus, Crispin —dedujo Ruth.
—Vaya que sí —dijo Mel.
Lo cual hizo que Crispin volviese a sonreír.
—Pero ¿para qué, Patrick? ¿Para salvar a tus lamentables amigos? A Naughton, Clive y al resto…
—A Jessica Lane —se regodeó Ruth, vengativa.
—A estas alturas, ya habrán sido derrotados, capturados o asesinados. ¿Puedo preguntar si has sido capaz de comunicarte con ellos por radio?
Mel cerró los ojos un instante. Había intentado contactar con la unidad de Travis, pero el centro de seguimiento y comunicaciones había permanecido sumido en un aterrador silencio: nadie contestaba.
—Eso pensaba. —Crispin sonrió—. Deberías afrontar lo inevitable, Patrick. Se acabó.
—No, de eso nada. Todavía no. —No hasta que encontrase los cuerpos.
—Sacadnos a los tres de aquí —propuso Crispin—. Podemos ocuparnos de todo, Melanie. Podemos solucionarlo todo.
Mel rio, sardónica, y al instante se retorció a causa del dolor que le produjo hacerlo.
—Me has disparado en el estómago, Crispin, no en el cerebro. Os vais a quedar donde estáis. Y ahora, volvamos a lo que importa. El virus. Dijisteis que lo teníais, ¿dónde está? ¿Dónde hay una muestra del auténtico? —Aunque los demás se encontrasen en las celdas a bordo de la nave de Gyrion, si fuese capaz de liberar el virus antes de que los metiesen en los criotubos y los transportasen al espacio…— Decídnoslo. Ayudadnos… y puede que veáis el mañana.
—¿En ese mañana estará la gente adecuada al mando? —dijo Crispin.
Mel negó con la cabeza, desesperada.
—No me lo puedo creer. Incluso ahora, solo estás interesado en tus propios objetivos, egoís… ay. —Vomitó un súbito grito.
—¿Melanie? ¿Qué te pasa? —Dyona pensó que quizá estuviese sufriendo una recaída—. Ayudadla —indicó a sus compañeros.
—No. No pasa nada. Estoy bien. —Mel los apartó con un gesto de su mano—. Es solo que… ¿cómo no se me ha ocurrido antes? Cambio de planes, chicos. —Se dirigió a los parangones con palabras afiladas como cuchillas—. Lo que os ocurra dependerá de nosotros. Nosotros podemos ocuparnos de todo. No os necesitamos.
—¿A qué te refieres? —preguntó Crispin, cuya arrogancia disminuía por segundos.
—El auténtico virus está en esa pistola con jeringuilla, ¿verdad? Esa que Geoffrey quería utilizar con Dyona.
—¿Crispin? —Geoffrey miró al mayor como un perro apaleado.
—Así es. —Mel se sintió triunfal. Por un momento, incluso olvidó el dolor en el estómago… casi—. Dyona, al laboratorio.
Hubiesen llegado allí de no ser por las imprevistas y ensordecedoras explosiones que reverberaron sobre sus cabezas, sobre la tierra, haciendo que la tierra temblase como si se estuviese produciendo un desprendimiento en una mina, sacudiendo los pasillos del Enclave Cero.
—Pero ¿qué…? —El suelo tembló bajo los ya inestables pies de Mel. Se agarró con más fuerza aún a Dyona.
—¿Nos están atacando? —dijo la cosechadora, asustada—. ¿Mi gente sabe que estamos aquí?
Un muchacho chino apareció corriendo por el pasillo. Mel sabía su nombre. Ling. Lo había dejado en el centro de seguimiento y comunicaciones. Lo que hubiese visto u oído allí (¿noticias de Jessie, quizá?) lo había aterrado.
—Los alienígenas… —comenzó con voz entrecortada. ¿Era su imaginación, o Mel podía oír el distante chirrido del metal?—. Los alienígenas están destruyendo el Parlamento. Lo están echando abajo. —Aquello no afectó especialmente a Mel, salvo por una insignificante consideración—: ¡Van a echarnos el edificio entero encima!