Travis regresó al laboratorio a primera hora de la mañana, con la nerviosa expectación de un padre en la sala de maternidad que comprobase la salud de su hijo recién nacido. En aquella ocasión, lo acompañaban las tres chicas.
Los dos días de los que les había hablado a las bandas se habían visto reducidos a uno.
—¿Va todo bien? —inquirió con necesidad.
—Mmm. Y así seguirá —dijo Crispin, hosco—, siempre y cuando nuestro trabajo no se vea interrumpido constantemente por ciertas personas que insisten en preguntar si va todo bien.
—Yo tendría cuidado a la hora de manejar eso —le indicó Ruth a Mel, que sostenía la cápsula con el virus en la palma de su mano derecha.
—Solo intentaba prepararme para cuando tenga que tirársela a esos cabrones. ¿La tiro por los aires y espero que dé en el blanco o la lanzo rodando con rapidez, como una pelota de críquet, para que no la vean venir? —Practicó ambas posturas, para gran consternación de Ruth.
—Como se te caiga —le advirtió la parangón—, estarás arriesgando la vida de tu amiga cosechadora, aunque se encuentre en la cámara de aislamiento.
—Ruth tiene razón, Mel —dijo Travis—. No es el momento para andar con juegos.
—¿Podemos estar seguros de que el virus funcionará? —preguntó Jessica con ansiedad.
Crispin no se dignó a ensalzar semejante imbecilidad de pregunta concediéndole una respuesta.
Sin embargo, los ojos de Geoffrey brillaron con intensidad.
—Podríamos enseñároslo —dijo mientras se dirigía hacia una mesa cargada de equipo—. Con esto. —Y alzó un híbrido de jeringuilla y pistola hecho de cristal y plástico. El vial hacía las veces de cañón y su contenido se administraba a través de la aguja apretando no el tubo, sino un gatillo ubicado en la empuñadura. El arma estaba cargada—. También tenemos una dosis de la solución vírica optimizada y esta pistola-jeringuilla lista. Podríamos poner el virus a prueba inyectándolo directamente en las venas de nuestra prisionera alienígena. Así aprenderíamos exactamente cuánto tarda en hacer efecto el virus. Eso sería muy útil de cara a mañana, ¿verdad que sí? Y si Dyona habla en serio cuando dice que quiere ayudar…
—Estás enfermo, Geoffrey —dijo Tilo, asqueada.
—Ni pensarlo —rechazó Travis—. Dyona no es una prisionera, es una aliada. Y a los aliados no se les hace daño. En cuanto sobrevivamos a mañana, podéis empezar a trabajar en una vacuna o cualquier otro modo de inmunizarla a ella y a cualquier otro disidente cosechador del virus de transferencia genética. En cuanto a las pruebas… gracias, Mel. —Cogió la cápsula de su mano y se la entregó a Crispin—. No tardaremos en descubrir la eficacia del virus. Fabricad tanto como os sea posible, Crispin.
—Mmm —dijo el parangón—. Eso haremos.
* * *
Desde el laboratorio, Travis y Tilo se dirigieron a la cámara de aislamiento para informar a Dyona de la situación. Travis pensó que era lo mínimo que merecía. Era consciente de que, si bien había negado a los parangones que la cosechadora fuese una prisionera, su estancia se parecía sospechosamente a una celda solitaria. Puede que aquella estancia fuese más acogedora que las celdas tradicionales, pero los muros de plexiglás desnudo la recluían tanto como unos barrotes, y la sentencia de Dyona podía llegar a ser tan larga como la de cualquier criminal.
Pero esto no parecía afectar en lo más mínimo a la cosechadora.
—Bien. Bien —dijo, dando su aprobación, a medida que Travis le detallaba cada progreso. Ella escuchaba de cerca, separada de él solo por el plexiglás—. Cuentas con los guerreros. Y con el arma. Solo desearía estar allí mañana, para combatir a tu lado.
—Yo también —convino Travis—. Ojalá no tuvieses que estar en esta maldita burbuja.
—Pero tengo que hacerlo —aceptó Dyona sin rencor—. Y prefiero estar aquí, sola, que a bordo de la Ayrion III rodeada de aquellos a quienes desprecio. He vivido en una mentira demasiado tiempo, Travis, Tilo. Vosotros me habéis dado la oportunidad de vivir al fin e, independientemente de lo que ocurra en el futuro, os estoy agradecida por ello.
—Me he dado cuenta de que no le has hablado a Dyona de la desaparición de Richie y los Reyes —dijo Tilo después de que Travis y ella hubiesen dejado sola a Dyona—. ¿Por qué no?
—Porque espero que regresen, por eso —dijo Travis, con cierta tensión. Todavía le costaba un poco hablar de Richie Coker.
—Se han ido por mi culpa. Richie iba a quedarse hasta mañana pero le dije que se largase, le grité, lo llamé basura. Lo siento.
—Ahora no importa. Si contamos con que las bandas vendrán, no necesitaremos a los Reyes. Ese no es el problema. Pero Richie ha estado con nosotros prácticamente desde el principio y, aunque apenas pueda creerlo, empezaba a caerme bien, empezaba a sentir respeto por él, hasta el punto de ver a Richie, el tipo duro, como un amigo. —Travis tocó a tilo con afecto—. He superado lo que ocurrió entre vosotros, Tilo. Y también he perdonado a Richie. No podemos permitirnos perderlo.
—Quizá podríamos enviar una patrulla para que lo busque… Puede que se encuentren en el gimnasio en el que solían reunirse los Reyes…
—Me gustaría, Tilo —dijo Travis—, pero andamos cortos de tiempo y recursos. Las bandas ya deberían estar de camino al Parlamento desde sus respectivos territorios. Hay que dirigirlas, organizarlas, alimentarlas. Tenemos que instruirlas en el plan de mañana, construir un perímetro defensivo y saquear todas las armas y armaduras que podamos. Quiero que Richie regrese con nosotros y espero que así acabe siendo, pero no podemos ir a buscarlo. Ya sabe dónde estamos.
—Hablando de dónde está la gente —dijo Tilo, suficientemente contenta como para cambiar de tema—, esta mañana no he visto a Antony.
—No, Antony está ocupado.
—¿Con qué?
—Espero —dijo Travis— que nos lo acabe enseñando.
* * *
Y lo hizo esa misma tarde. Fue una especie de visita guiada que jamás había tenido lugar en Londres.
Desde el Parlamento, Antony condujo a Travis y a las tres chicas lejos del Támesis y el puente de Westminster por la calle Great George hacia la intersección de Horse Guards y Birdcage.
—El río será nuestra línea de defensa en la retaguardia —explicó—. Por lo que respecta al puente, creo que tenemos explosivos suficientes como para hacerle un agujero, pero no tenemos experiencia en colocar cargas. Así que necesitaremos voluntarios para defender el puente de cualquier ataque de los cosechadores que provenga del sur del río.
—Veo que también has tomado precauciones por si vienen mal dadas desde el oeste, Antony —dijo Mel.
El paseo de Birdcage, un bulevar que bordeaba el oeste del parque de Saint James, vibraba con ajetreada actividad. La carretera estaba siendo transformada en una especie de fortaleza, una pila ininterrumpida de vehículos destinada a ralentizar el avance de cualquier guerrero cosechador a pie. Los sacos de tierra fueron trasladados de aquellas ubicaciones donde ya no eran necesarios a nuevos emplazamientos defensivos, donde se les daba un uso similar, creando improvisados parapetos tras los cuales las bandas podrían disparar sobre el enemigo que se aproximase; coches y camiones se abrían paso a través de los espacios abiertos del parque, serpenteando entre los árboles, transportando armas y municiones, así como otros materiales no militares, hasta la línea de defensa. Todo el mundo trabajaba con una intensidad casi maníaca para erigir las defensas. Todos trabajaban codo con codo.
Travis pensó, apesadumbrado, que era una pena que el mundo hubiese tenido que llegar a su fin para ello.
—Esta será la línea del frente. Vamos a establecer nuestro perímetro defensivo en torno a tres de los lados del parque —dijo Antony mientras continuaban hacia el norte—. Aquí, obviamente. En el lado opuesto de la avenida The Mall y enfrente del palacio de Buckingham. No es una zona demasiado grande para que nuestra gente la cubra durante la primera fase del enfrentamiento, y el parque nos lo pondrá más fácil cuando pasemos a la segunda fase.
—¿No intentaremos proteger el palacio de Buckingham, Antony? —preguntó Jessica, un poco entristecida.
—Me temo que no serviría de nada, Jess. No podríamos aunque quisiéramos.
Aquel lugar se extendía ante ellos en ese instante, intacto pese a los tumultuosos acontecimientos que se habían sucedido a su alrededor (lo cual no dejaba de ser una sorpresa), como si nadie, ni siquiera los alienígenas, se hubiese atrevido a entrar en territorio real. Sin embargo, aquel edificio tan orgulloso en el pasado parecía solitario, mustio, más pequeño, como el decorado de una película, una fachada. En su tejado no ondeaba bandera alguna.
—Mis padres me trajeron aquí una vez —recordó Jessica—. Hace un montón de tiempo. Para mí era la casa grande en la que vivía la reina. Pensé que también iba a verla y que quizá me invitase a tomar el té… y a mis padres también, claro. También creí que lo único que tendría que hacer sería avisar al soldado de la garita de que yo era una princesa, como mis padres decían, y se inclinaría para saludarme o algo así, para luego acompañarme al interior. Allí me encontraría con la reina, que estaría jugando con su perrito y se alegraría muchísimo de verme… y puede que incluso me diese una corona.
—Espera, no me lo digas: en vez de eso, el soldado te llevó a la comisaría de Paddington Green y una vez allí te denunciaron por amenazas terroristas, ¿a que sí, Jess? —Mel acompañó sus palabras con una sonrisa extrañamente melancólica.
—Claro que no. No vi a nadie. La reina ni siquiera salió a asomarse al balcón —suspiró Jessica—. Y mi madre tampoco me dejó hablar al soldado.
—Entonces, la primera parte del plan —dijo Travis, retomando el asunto que les concernía— es defender el parque. Todo el tiempo posible.
—Puede que eso tampoco sea necesario —intervino Antony, moderador—, sino que bastará con defenderlo el tiempo suficiente como para convencer a los cosechadores de que es lo que queremos desesperadamente. Así, cuando llevemos a cabo la segunda parte del plan, morderán el anzuelo.
—¿Y qué es eso de la segunda parte? —preguntó Tilo.
—Correr como alma que lleva el diablo —respondió Antony—. Una retirada total. Vergonzosa, desesperada, acompañada de gritos y muestras de pánico.
—Solo que la retirada no va a ser ni total ni vergonzosa, ¿verdad, Antony? —dijo Mel.
—Exacto. Es una táctica, una maniobra. El comienzo de una trampa. Será como cuando atrajimos a los moteros de Rev en Harrington, volviendo confiado a nuestro enemigo y, si tenemos suerte, descuidado e incluso incauto. Así que todo el mundo se retirará de forma simultánea…
—¿Cómo vamos a conseguir eso de que sea simultánea?
—Con receptores-transmisores —contestó Antony—. Lo que mis amigos y yo solíamos llamar walkie-talkies. El Enclave tenía tantos como para llenar una habitación. Los utilizaremos para coordinar nuestros movimientos y nos reuniremos en la explanada de Horse Guards. —Se volvió hasta dar la espalda al palacio de Buckingham—. El extremo del parque que se encuentra ante nosotros. —Señaló la dirección a través del parque—. Es de vital importancia que nuestra gente llegue a la explanada antes que los cosechadores.
—¿Por qué?
—Porque allí será donde nos defenderemos de verdad —reveló Antony—, donde se llevaba a cabo la presentación de la bandera del regimiento. Ya estamos reforzando nuestra posición allí, donde mantendremos a un generoso porcentaje de nuestras fuerzas en la reserva para ese momento, armado con cápsulas del virus. Cuando los cosechadores persigan a los defensores del parque, convencidos de que han conseguido que los inferiores terrícolas echen a correr una vez más, entonces, y solo entonces, será cuando liberemos el virus.
—Suena bien, Antony —dijo Mel—, pero ¿por qué no les echamos el virus encima en cuanto asomen sus feas caras?
—Pensé que sería mejor atraerlos a una zona más pequeña y así concentrar su número. Puede que, de ese modo, el virus se extienda con más rapidez. —Antony se volvió hacia su líder en busca de aprobación—. ¿Travis?
—Ya sabes lo que te dije acerca de que una comunidad necesita organizadores —le recordó Travis con consideración antes de esbozar una sonrisa—. Tenía razón. Has ideado un plan de los buenos, Antony. Buen trabajo. Ahora, llevarlo a cabo depende de nosotros.
—Oh, Antony —dijo Jessica, envolviéndolo con sus brazos y besándolo con exuberancia—, estoy tan orgullosa de ti.
Tilo también lo felicitó, aunque de forma no tan física. Mel convirtió la aprobación en unánime con un: «Sí. Buen plan, Antony». Pero mientras veía los coches accidentados, casi sumergidos, y los cuerpos hinchados de aquellos londinenses que los robots araña debían de haber pasado por alto flotando en el lago del parque Saint James, no pudo evitar recordar que, tal y como reza el dicho, si algo puede salir mal…
* * *
Sin embargo, los demás parecían contentos. Aquella tarde, el grupo de Travis, los parangones y los líderes de las bandas se reunieron en la sala de conferencias número 1 para celebrar una reunión que garantizaría que todo estuviera preparado para el inminente conflicto. Crispin Allerton informó de que habían producido suficiente virus líquido como para rellenar cincuenta cápsulas, una cantidad que podían duplicar para el amanecer, la hora en la que los cosechadores preferían dar comienzo a las hostilidades, según les había informado Dyona. Antony repitió los detalles de la defensa por última vez, confirmando que todas las bandas sabían dónde posicionar a sus miembros y cuáles debían ser sus respectivos papeles cuando comenzase el asalto alienígena.
—No queremos que se produzca ningún malentendido —reiteró a su audiencia con nerviosismo—. No queremos que nada salga mal.
—Tranquilízate, tío —dijo Dwayne Randolph—. Ponme un AK-47 en una mano y una de esas cápsulas con el virus en la otra y no seremos nosotros los que se cagarán encima.
La voz de Travis se abrió paso a través de las carcajadas.
—Una última cosa. Si algo sale mal, o incluso si todo marcha bien, no quiero que el Enclave Cero se quede sin defender. Por lo que sabemos, los cosechadores ignoran su existencia, pero si lo descubriesen… No podemos permitirnos perder estas instalaciones. Crispin, Ruth y Geoffrey tendrán que quedarse aquí, lejos de la línea de fuego, por si necesitásemos el virus más adelante, pero quiero que con ellos se quede un pequeño destacamento armado. —Se volvió hacia los líderes de las bandas—: ¿Qué os parece si ponemos a un miembro de cada banda, para ser equitativos? Dejo en vuestras manos la decisión de quién. —Mientras lo hacían, Travis habló con Mel en voz baja—: Quiero que te quedes con ellos, Mel, para proteger a Dyona. Si las cosas se tuercen durante la batalla, algunos de nuestros amigos con menos criterio podrían empezar a buscar un chivo expiatorio. Antony y yo no tenemos otra opción que permanecer con el grueso de nuestras fuerzas y, exceptuando a nosotros dos, Dyona solo te conoce a ti. Lo siento. Sé que preferirías pelear.
Pero aunque Travis esperaba que Mel protestase, esta no lo hizo.
* * *
Lo que quizá explicase por qué más tarde apareció en su cuarto, con una expresión preocupada en su rostro.
—¿No deberías estar con Tilo, Trav? —dijo Mel, un poco a la defensiva.
—Tilo está bien. Pero no estoy tan seguro de que tú lo estés.
—A mí no me pasa nada.
—Querrás decir que no quieres hablar de ello. —Travis negó con la cabeza—. Venga, Mel, nos conocemos desde hace mucho tiempo como para andarnos con tonterías. Espero que sepas que puedes confiar en mí.
—Esa es una de las pocas cosas que sé con certeza en estos días —dijo Mel con una débil sonrisa.
—Entonces, ¿qué pasa? —Se dejó caer en la silla y cruzó los brazos para reafirmar su postura—. No voy a moverme hasta que me lo cuentes, aunque tenga que pasar la noche entera aquí. Aunque siga aquí cuando tengamos a los cosechadores llamando a nuestra puerta.
Sintiéndose segura por la compañía de Travis, Mel se abrió un poco.
—Me preocupa lo que pase mañana.
—A mí tampoco me apasiona la idea de enfrentarme al Ejército de los cosechadores, Mel, pero tenemos el virus. Tenemos una oportunidad. No podemos pedir más que eso.
—¿Por qué no? Yo quiero pedir algo más. Tengo un mal presentimiento, Travis. —Entonces, con un sollozo ahogado, Mel terminó de abrirse—. No vamos a sobrevivir todos.
—Eh. Eh, Mel. No… —Se puso en pie y la abrazó. Ella oprimió su rostro contra su pecho y él le acarició su melena negra—. Esta reacción no es propia de ti. ¿A qué viene? Escucha, por lo que a mí respecta y utilizando tus palabras, voy a sobrevivir, y voy a hacer todo lo que esté en mi mano para que los demás también salgan adelante.
—No servirá de nada, Trav. —Levantó la mirada hasta hacer coincidir sus ojos llorosos con los de él—. He tenido sueños. Pesadillas. Terribles. He estado viendo muertos en ellos.
—¿Qué, como el niño ese de la película de Bruce Willis? —Travis no estaba seguro de hasta qué punto debía tomarse aquello en serio.
—Mi padre estaba con ellos.
—Oh.
—Sí. Oh.
Travis sabía perfectamente cómo se sentía Mel con respecto a su padre el maltratador. Él mismo odiaba y despreciaba a Gerry Patrick. En algunos casos, la enfermedad había hecho un favor al mundo.
—Tu padre ya no puede hacerte daño, Mel. Está muerto.
—Ya sé que está muerto, Trav. —Se limpió las lágrimas con la manga, de modo que sus ojos estuvieron secos cuando continuó—: Lo que no sabes es que yo lo maté.
—¿Qué? —Se sentó sobre la cama, sujetando a Mel de la mano para que se quedase sentada a su lado—. Que tú lo… No digas tonterías. A tu padre lo mató la enfermedad, Mel.
—Lo hubiese hecho, desde luego, si yo no me hubiese anticipado. —Como Travis estaba demasiado sorprendido para hablar, Mel aprovechó el silencio para explicarse—: Ocurrió el día que llamaste para decir que ibas a ir al hospital en busca de ayuda. Después de que te marchases mi padre había oído a alguien llamar a la puerta. Pensó que yo había hecho que un médico se marchase con la cura solo para fastidiarle. Yo me alejé de él escaleras arriba, asqueada. Pero me siguió, se me echó encima. —Mel retiró su mano de la de Travis. Estaba en el pasado, reviviendo los acontecimientos—. Me sujetó. Me estaba haciendo daño. Y yo no quería que lo hiciese. Nunca más. No quería ni que me tocase. No podía soportarlo. Así que me volví con fuerza, intenté librarme de él y… perdió el equilibrio y… cayó, y no recuerdo si gritó o no. Se rompió el cuello al final de la escalera.
—No me lo creo. Mel, ¿por qué no me lo contaste? Me dijiste que había muerto a causa de… Así que por eso no querías que volviese en tu busca, por eso no me dejaste que entrase en tu casa.
—No podía moverlo, Travis. Ni siquiera podía tocarlo. —Los rasgos de Mel adoptaron una mueca de terror y asco—. Lo dejé ahí, tirado en el suelo. Debe de seguir allí.
Travis le cogió la mano una vez más. No sentía la menor compasión hacia Gerry Patrick: la tenía toda reservada para Mel.
—Pero ¿lo empujaste? No has dicho que le hubieses empujado.
—¿Importa? Me volví. Él se cayó. Lo maté.
—No, Mel, por supuesto que importa. Si no lo empujaste, no eres responsable. Fue un accidente.
—Pero me siento responsable, Trav. No lo empujé, lo sé, pero parte de mí quería hacerlo, quería alejar su feo y gordo cuerpo de mí. Parte de mí se alegró de que… En cualquier caso, es mi culpa, Travis. Si no hubiese estado en las escaleras…
—Si no te hubiese perseguido —replicó Travis—. Si no hubiese estado maltratándote durante años. No deberías sentirte culpable por ello, Mel. No tienes motivos.
—Creo que la culpabilidad no atiende a motivos, Trav.
—¿Y has estado sobrellevando esa carga todo este tiempo, castigándote sin ninguna razón? ¿Por qué, Mel? —La abrazó—. Deberías habérmelo contado.
—Lo sé. Puede que sea masoquista.
—O a Jessie. Podrías habérselo contado a Jessie… a alguien.
—Tilo lo sabe. Se dio cuenta de que algo iba mal. En Harrington. Parece que hablo en sueños. Y antes de que te enfades con ella… —dijo, anticipando los surcos que empezaban a brotar en la frente de Travis— le hice prometer que no diría una sola palabra, ni siquiera a ti.
Travis asintió. La posibilidad de enfadarse con Tilo acabó siendo tan lejana como el mundo natal de los cosechadores, e igual de poco atractiva. Estaba orgulloso de que su mejor amiga confiase tan pronto en su novia.
—¿Y qué dijo Tilo?
—Lo mismo que tú. Que no era culpa mía. Que fue un accidente. Que no debería sentirme mal. —Sonrió brevemente—. Es perfecta para ti, Travis. No la fastidies.
—No lo haré —aseguró Travis.
—Pero que mi padre aparezca en mis sueños es como si viniese a por mí, en busca de venganza. Es como si los sueños significasen que va a ocurrir algo terrible.
—Los sueños no son realidad, Mel. No significan nada y no pueden predecir lo que va a pasar. Yo soñé con mi padre después de que fuese asesinado. —La expresión de Travis se ensombreció al recordar—. Creo… creo que lo que pueden hacer, lo único que pueden hacer, es representar el estado emocional del que sueña, recordándote mientras duermes cómo te sientes en el mundo real. Pero los sueños no pueden afectar a la realidad. Eso solo puede hacerlo la gente.
—Pero ¿y si los sueños afectan a la gente como me están afectando a mí?
—Todo en la vida puede afectarnos, Mel —dijo Travis—. La gente que hemos conocido, los libros que hemos leído y las películas que hemos visto, la felicidad o la desgracia que hemos experimentado, la tragedia, la alegría, todas las cosas que hemos hecho o que no hemos hecho, las promesas rotas, las promesas mantenidas… puede que incluso nuestros sueños, supongo. Y el tiempo. El tiempo siempre intenta cambiarnos, dándonos forma. Lo único que podemos hacer al respecto es intentar ser fieles a nosotros mismos y resistir las presiones vengan de donde vengan como… no sé, una piedra resistiendo el envite del mar. Mel, no permitiste que tu padre te venciese cuando estaba vivo. No le permitas que lo haga ahora que está muerto.
Los ojos del Mel volvieron a llenarse de lágrimas mientras deseaba lo imposible. Sueños.
—Ojalá hubiese sido tu hermana, Travis. Ojalá tus padres hubiesen sido los míos. Si tu padre hubiese sido también el mío, todo hubiese sido diferente. Mejor.
—Nadie es mejor que tú, Mel —dijo Travis con franqueza—, y me hubiese sentido orgulloso de ser tu hermano. —Le dio un beso—. Pero creo que ahora voy a sonar como tu madre. Deberíamos irnos a dormir. Mañana va a ser un gran día. —Le estrechó la mano y se puso en pie—. Eh, intenta no soñar hoy, ¿vale?
—Incluso si lo hago —dijo Mel—, después de contarte lo de mi padre, no creo que vuelva a molestarme. Ah, y Travis…
—¿Sí? —Se detuvo en la puerta y volvió la mirada hacia Melanie Patrick.
—Cuídate mañana.
* * *
Unas horas más tarde, se había acabado el tiempo de mantener una charla a solas con Mel. Las pantallas del centro de seguimiento y comunicaciones mostraban la oscuridad de la noche perdiendo terreno gradualmente frente al amanecer, como un ejército amorfo que se estuviese retirando con lentitud.
Se acercaba la hora de la verdad.
El Parlamento y el Enclave Cero hirvieron de órdenes y actividad mientras las bandas se movilizaban, trasladándose a sus ubicaciones en el parque de Saint James, el puente de Westminster y la explanada de Horse Guards. El grupo destinado al último emplazamiento llevaba consigo los receptáculos que contenían las cápsulas con el virus, protegiéndolos con tanto celo como si fuesen cofres del tesoro.
—Mel va a quedarse contigo —le dijo Travis a Dyona—. Estarás bien.
—Rezaré por que tú también lo estés, Travis Naughton —dijo la cosechadora, apretando la palma de su mano contra el plexiglás—. Piensa en Darion cuando golpees hoy. Hazlo por él y por tu gente. —Travis asintió—. En mi cultura tenemos un dicho: camina con tus ancestros. Que así sea.
Travis pensó en su padre. Aquel era el día en el que demostraría ser un hijo digno de él.
—Tenéis cien cápsulas del virus exactamente —explicó Crispin Allerton cuando Travis hizo una última visita al laboratorio—. Hemos cumplido con nuestra parte en la gran lucha del ser humano. Ahora os toca a vosotros.
—Nosotros también cumpliremos —le garantizó Travis—. No tienes que preocuparte por ello, Crispin.
—Mmm, no lo haré —declaró el parangón, y sonrió como acostumbraba a hacerlo—. Estoy seguro de que todo irá según lo planeado.
* * *
El amanecer. La previsión meteorológica, si todavía existiesen esa clase de programas, hubiese afirmado que se esperaba un cálido día de verano. Los primeros rayos de sol bailaban sobre el Támesis, los cuerpos y los barcos naufragados. El puente de Westminster estaba repleto de adolescentes encapuchados de mirada fiera y vivaz, agazapados tras coches abandonados y con sus sucios dedos en el gatillo de armas automáticas. «Nada más bello tiene la Tierra que mostrarnos». Las fantasmales palabras de Wordsworth regresaron desde una era perdida y olvidada. «La ciudad lleva puesta, como una vestidura, la belleza del amanecer».
El amanecer. Sobre los solitarios cañones de Londres y las tiendas destrozadas y saqueadas, las oficinas sin trabajadores y los monumentos en ruinas, los cines sin películas, los restaurantes sin comensales, las iglesias sin congregaciones. «Silenciosos, desnudos, se yerguen barcos, torres, domos, templos, teatros abiertos a los campos y también a los cielos». El humo se extendía, tan negro como siempre, sobre los fosos de cremación, oscurecido por el contraste con la luz del sol. Los parques carbonizados se habían convertido en cementerios. La cruel arquitectura de los campos de esclavos, que brillaban como los dientes de sus torturadores. Los recolectores se alzaban a la par que el sol como contrapesos, lunas crecientes frías y carentes de luz.
«Nunca vi ni sentí una calma tan honda». Labios que jamás creyeron susurraban oraciones y ruegos mientras los jóvenes defensores contaban los segundos que faltaban para el combate. El silencio se mezcló con maldiciones y sollozos. «¡Dios mío! Hasta las casas parece que durmieran». Las barricadas de vehículos en torno al parque, las armas emplazadas tras sacos de tierra, los vehículos blindados parados sobre la hierba, una quietud nacida del miedo, la petrificación que precede a la locura.
En la explanada de Horse Guards, un obstáculo de madera y alambre construido a toda prisa se extendía a través de la sección abierta de la plaza, ante el cenotafio. La masa de jóvenes que se guarecía tras él iba equipada con algo más que armas de fuego, al contrario que sus camaradas. Cien granadas de cristal. Huevos letales en manos temblorosas. Travis se encontraba en Horse Guards, listo para defender el frente. Tilo estaba tras él. Y Jessica. Preguntándose cuánto tiempo tenían hasta la llegada de los cosechadores. Cuánto tiempo, quizá, les quedaba de vida. «¡Y el mismo irresistible corazón no palpita!». Apenas podían respirar.
El amanecer. Una mañana como ninguna otra. «En dos días, plantaremos cara», había prometido Travis a las bandas.
Se había acabado el tiempo.
Antony fue el primero en verlos. Como principal organizador, sentía que era su responsabilidad estar en la línea del frente cuando los cosechadores lanzasen su ataque. No podría haber ocupado una posición más próxima al combate que el perímetro de defensa contiguo al palacio de Buckingham. Allí era donde los miembros restantes de los Fantasmas habían elegido pelear, y Dwayne Randolph acompañó a Antony mientras este inspeccionaba su posición. Pero cuando las vainas de batalla centellearon en el cielo, Dwayne estaba asegurando a uno de sus seguidores que sí, que iban a darles una buena paliza. Antony era el único que miraba hacia arriba.
Las vainas de batalla sobrevolaron el palacio de Buckingham.
—¡Es la hora! —El grito contenía una mezcla de asombro, miedo y expectación—. Se acercan. —Antony se puso en contacto con Travis mediante la radio, aunque podrían ver las vainas de batalla desde el cuartel de Horse Guards en cuestión de segundos.
Los Fantasmas ya los habían visto. Maldiciones y gritos explotaron desde sus bocas como si fuesen dinamita. Se efectuaron disparos desde el parque de Saint James, pero resultaron completamente ineficaces contra aquella docena de esferas brillantes que volaban a gran velocidad. Reconocimiento, pensó Antony. Están evaluando nuestras fuerzas. O nuestras debilidades. Un cohete voló hacia el cielo con un silbido. Fue un completo fiasco, como un anciano que tratara de alcanzar a unos chavales, cayendo sobre algún lugar del parque. La tierra tembló a causa de la explosión. Las vainas de batalla volaron en círculo con suavidad, sin inmutarse.
—No están disparando. ¿Por qué no disparan? —preguntó Dwayne.
—No quieren matarnos —dedujo Antony súbitamente—. No quieren causar muchas bajas. Los esclavos muertos no valen para nada. Van a contenerse, Dwayne. —Empezó a vibrar de emoción—. Eso nos da ventaja.
—La vamos a necesitar.
Los gritos de aviso de los Fantasmas hicieron a Dwayne a volver su atención hacia la derecha, donde la avenida The Mall separaba el parque de Saint James del parque Green. No es que hubiese mucho verde a la vista en aquel momento, cubierto como estaba por filas de guerreros cosechadores vestidos de negro, que avanzaban en silencio y sin pausa, cubiertos por aquellos cascos que evocaban a un elenco de animales, decididos, portando fusiles parecidos a subyugadores alargados cruzados en su pecho.
Llegaron mensajes del frente del puente de Westminster, desde el paseo de Birdcage, desde todos los puntos de la línea de defensa. Diferentes voces, turbadas, enervadas. El mismo contenido. Los alienígenas estaban en marcha.
—¿Van a venir a por nosotros, así por las buenas? —exclamó Dwayne.
—Marchar directamente hacia el enemigo. No mostrar miedo. Hacer uso de la potencia de fuego para romper las líneas y hacer pedazos cualquier voluntad de resistencia. Así combatía el Ejército británico. —La expresión de Antony se ensombreció—. No cabe duda de que los cosechadores utilizan las mismas tácticas para demostrar su superioridad racial. Están mostrándonos lo mucho que nos desprecian diciéndonos que no somos sus iguales.
—Ya, bueno, escucha, ahora que tenemos la oportunidad… hablando de tíos que se creen mejores que los demás —dijo Dwayne—, pensaba que tú eras uno de ellos. Al principio. Por eso de que habías recibido una educación de clase alta, ¿sabes? Pero me equivoqué.
—Me alegro de oírlo —dijo Antony, sorprendido.
—Tu colega Travis tenía razón. Estamos juntos en esta mierda. Pero tú eres el que tiene un plan, Tony, y… lo que quiero decir es que ojalá Danny estuviese aquí luchando conmigo y, aunque no está, me alegro de contar contigo.
Antony asintió.
—El sentimiento es mutuo. —Quizá pudiese llegar a ser inspirador, después de todo.
—Tú y yo, tío —dijo Dwayne—, vamos a darles para el pelo a esos cabrones.
Los Fantasmas abrieron fuego a conciencia. Ametralladoras, pistolas, fusiles automáticos, proyectiles arrojados desde bazucas y lanzamisiles portátiles. Las balas hicieron blanco sobre las primeras filas del avance alienígena, cuya alineación perfecta perdió la cohesión a causa de las explosiones, el fuego y el terreno que se abría bajo sus pies. Los guerreros cayeron en silencio, tal y como marchaban. Pero los cosechadores siguieron avanzando.
Y Antony, armado con su subyugador, sintió en el calor de la batalla que toda tensión había desaparecido de su cuerpo; se sentía más fuerte, más seguro. La espera había sido lo peor. La espera obliga a pensar y, entre esos pensamientos, podía colarse la duda, la inseguridad y el miedo al fracaso. Una vez en acción, no había tiempo para pensar. Era mejor luchar.
Pero entonces los guerreros apuntaron con sus armas hacia el frente y devolvieron los disparos, con una crepitante descarga de energía de un brillante color blanco. Antony sintió una esperanza casi perversa en su interior. Tenía razón. Los rayos blancos causaban una parálisis temporal y pérdida de consciencia, no la muerte. Los cosechadores solo querían incapacitar al enemigo. Allí donde los rayos de energía atravesaban las desiguales barricadas de vehículos, tablones y sacos alcanzaban a los defensores, que se desplomaban entre gritos. Pero aquellos haces blancos no podían atravesar obstáculos sólidos. Las bajas seguían siendo más numerosas entre los alienígenas que entre los humanos. Aunque los cosechadores no dejaban de avanzar.
Ya casi habían llegado a la carretera, pasando por encima de sus compañeros caídos sin la menor compasión, sin detenerse, mientras disparaban sus fusiles subyugadores hasta saturar el aire de electricidad. Y eran tantos que parecían infinitos.
Antony empezó a atisbar unos cuantos rostros preocupados. Dwayne los tradujo.
—¿Segunda fase?
—No. Todavía no. Podemos resistirlos un poco más.
Dwayne sonrió.
—Tony Clive, estás hecho un tío.
Pero los cosechadores seguían avanzando.
Y quizá el despliegue de las vainas de batalla fue una parte integral del ataque, o quizá fuese una necesidad resultante de la estoica resistencia de los defensores. En cualquier caso, volaron bajo, abrieron sus cañoneras y haces amarillos calcinaron la tierra. Las barricadas a las que apuntaban ardieron y la fuerza de las explosiones dispersó a los Fantasmas, derribándolos al suelo. La devastación y la confusión empezaron a extenderse entre las líneas. Muerte. Cuerpos calcinados y gritos. Enormes agujeros en las defensas de los adolescentes, como heridas letales. Una interminable andanada de rayos de energía, que no tuvieron obstáculo para reclamar víctimas. Los alienígenas habían cruzado la avenida The Mall. Antony abatió a uno con su subyugador, a dos, pero sus víctimas se vieron reemplazas por diez, por veinte. Los guerreros parecían multiplicarse a medida que se aproximaban a las ardientes barricadas hasta alcanzarlas. Por otra parte, las fuerzas humanas no hacían más que menguar. Habiendo perdido la cobertura, no tuvieron otra opción que retirarse y reagruparse.
Y, pese a ello, los cosechadores seguían avanzando.
—¿Antony? —Era Dwayne.
—Lo sé. —La radio. Su corazón latía con fuerza mientras gritaba—: ¡Aquí Clive. Retirada hacia el cuartel de Horse Guards. Ahora. Pasamos a la segunda fase del plan!
* * *
Mel, los parangones y una docena de miembros de las bandas asignados para defender el Enclave Cero se reunieron en el centro de seguimiento y comunicaciones; todos los que se encontraban en el complejo salvo Dyona, atentos a cada una de las palabras transmitidas por la radio. A Mel le hubiera gustado poder ver lo que estaba pasando, tanto a Antony como en el cuartel de Horse Guards, pero la red de cámaras ocultas terrestres del Enclave no se extendía hasta tan lejos. No obstante, las pantallas mostraban el puente de Westminster y a los guerreros cosechadores que lo cruzaban imperiosamente, abriéndose paso a través de la resistencia. Quizá, después de todo, fuese mejor no poder ver.
Una amalgama de voces manaba de la radio:
«Segunda fase… ¿Ha dicho segunda fase?… Moveos. ¡Moveos!… Segunda fase. ¡Vamos!… Han dado a Nicky. Nicky ha caído…».
Reconoció una de ellas, una que le dio esperanza. Travis seguía al mando.
«Regresad al cuartel de Horse Guards. Daos prisa. Todos. Tenemos las cápsulas del virus listas. Ajustaos al plan. Ajustaos al plan…».
Las cápsulas del virus estaban listas. Mel sintió un nudo en el estómago, fruto de la ansiedad. ¿Y si, después de todo, no funcionaban? ¿Y si, después de todo lo que habían pasado, el virus de transferencia genética resultaba ser ineficaz? ¿Qué harían entonces?
Pero no, no podía pensar en ello. No se atrevió. Dejar de creer en el virus era como dejar de creer en aquellos a quienes amaba, en Travis, en Jessica. Nunca haría algo así. El virus sería tan letal para los cosechadores como afirmaban los parangones. Así sería. Ganarían. Derrotarían a esos malditos alienígenas.
Mel miró tras ella, hacia el umbral de la puerta, donde merodeaban Crispin, Ruth y Geoffrey. Los parangones tenían fe en su mortífera creación. Estaba claro. De lo contrario, ¿por qué iban a sonreír?
* * *
En el cuartel de Horse Guards, los supervivientes del asalto inicial de los cosechadores corrieron a guarecerse tras la última barricada. Llegaron en grupos pequeños y aleatorios; habían abandonado las diferencias que les imponían las bandas a las que habían pertenecido. Algunos sangraban, heridos, otros estaban desorientados por la realidad del combate, perplejos y mudos; estos fueron conducidos al paseo por jóvenes que afirmaron tener conocimientos prácticos de primeros auxilios. Otros recién llegados, no obstante, apretaban los dientes mientras clavaban sus ojos en el enemigo como si fuesen bayonetas, decididos a seguir combatiendo. Estos se unieron a sus camaradas en la barricada.
Camaradas que sujetaban su potencial salvación en sus manos. Ya se habían distribuido las cápsulas con el virus.
—¡Allí está! —Era Jessica, a la que le dolían los ojos de tanto buscar a Antony con la mirada. Gritó su nombre al verlo, al fin, corriendo entre los árboles.
Travis también vio a Dwayne. Jessica echó a correr a través de la estrecha abertura que mantenían entre los rollos de alambre de espino para que las fuerzas en retirada pudiesen pasar.
—Ve con ella, Tilo —dijo Travis—. Asegúrate de que está bien.
—No te vayas a ir sin mí. —Tilo le lanzó una débil sonrisa.
No hubiese podido hacerlo, por varias razones. Travis echó un vistazo al parque. Un puñado de adolescentes aún corrían en busca de refugio, pero nada más. Habían perdido a todos aquellos a los que no podía ver. Hizo una estimación rápida: sus fuerzas habían sido reducidas a la mitad. Travis maldijo en voz baja para consolarse. Sería mejor que el virus funcionase con rapidez, porque, de lo contrario, discutirían qué había salido mal en una celda a bordo de la Ayrion III.
A través del follaje llegó a atisbar un segundo muro que avanzaba hacia aquel tras el que se guarecían, un muro viviente de carne, sangre y armadura. Los guerreros cosechadores formaban una única fila ininterrumpida, marchando con decisión pero sin prisa. Era evidente que no sentían la necesidad de apresurarse. Incluso habían dejado de disparar.
—Trav. —Era Antony. Jadeaba, despeinado y con el rostro manchado de humo, pero indemne. Las chicas y Dwayne Randolph estaban con él.
—Me alegro muchísimo de verte. —Travis abrazó a Antony, aliviado—. Y a ti, Dwayne. —Y estrechó la mano del Fantasma.
—Menudo fiestón habéis montado, tío.
—Pues todavía no ha acabado —dijo Travis mientras sostenía una cápsula con el virus—. En esta fiesta, los gorrones van a salir escarmentados.
—Travis —le advirtió Tilo—. ¡Mira!
Los cosechadores se detuvieron a unos cincuenta metros desde la barricada. Reinó una aterradora quietud. Travis se fijó en que hasta las vainas de batalla habían desaparecido.
—¿Por qué se han detenido? —inquirió Jessica. ¿Y por qué estaba hablando en susurros?
—Igual creen que nos vamos a mear encima y a rendirnos —gruñó Dwayne—. Ni de coña, tío.
—Las vainas exploraron toda la zona —dijo Antony—. Saben que esto es todo cuanto nos queda.
—¿Así que todo cuanto nos queda? —Travis cerró los dedos en torno al vial de cristal. Por primera vez, sintió que realmente era una granada lo que sostenía—. No tienen ni idea.
Una orden en el que debía de ser el gutural idioma nativo de los cosechadores brotó de entre la formación. Los guerreros respondieron con un aullido unánime y agresivo y apuntaron con los fusiles subyugadores hacia las defensas humanas con un fluido movimiento.
Travis sabía que el próximo grito daría la señal para el último asalto. Era la hora de dar sus propias órdenes.
—Primera oleada, lista —gritó—. Segunda, tercera y cuarta, tras ella. —Tres filas de veinticinco chicos y una de veinticuatro tomaron posiciones tras el muro con premura. Travis completaría la última fila. Jessica y Tilo estaban en la primera. Cien cápsulas en cien manos—. Cuando dé la señal, enviadles el regalito.
El comandante de los cosechadores, que al parecer no quería que intentasen igualarlo, gritó más alto. Pero sus palabras se vieron ahogadas por la pirotécnica andanada de las armas de sus guerreros. Una ráfaga de rayos de energía se estrelló contra la barricada.
—¡Ahora! —gritó Travis a voz en cuello—. ¡Ahora! ¡Ahora!
Con un aullido colectivo de desafío, la primera oleada arrojó sus cápsulas. Fue la última acción que muchos de ellos llevaron a cabo ya que fueron abatidos por los haces blancos de las descargas de energía.
Pero las cápsulas del virus chocaron contra la carretera y se hicieron pedazos. La solución vírica apenas salpicó unas gotas y se esparció por el suelo. A Jessica le pareció ver vapor brotando del líquido que tan violentamente había sido liberado. Esperó que así fuese.
—¡Segunda oleada! —apremió Travis—. ¡Ahora!
No tenía ni idea de lo que pensarían los alienígenas al ver una nueva docena de esferas de cristal volando por los aires hasta estrellarse contra el suelo, al parecer sin ningún efecto. Pero lo que parecía una táctica absurda no los estaba frenando. El avance prosiguió, precedido por una cegadora descarga de rayos de energía. El asalto final.
—¡Tercera oleada! ¡Ya!
Los cosechadores habrían alcanzado su posición en menos segundos que metros los separaban. Las botas de los guerreros hacían añicos las frágiles cáscaras de las cápsulas rotas.
Los pulmones de los cosechadores respiraron aquel aire contaminado por el virus.
—Cuarta oleada.
Travis se unió al resto. Varios cayeron sin ni siquiera poder lanzar las cápsulas, alcanzados por una luz tenue, como fuegos artificiales blancos. Otros los reemplazaron para contribuir en su lugar. Antony. Dwayne. La cápsula de Travis impactó a un cosechador en el peto, rociándolo de líquido. El dueño de la armadura echó la cabeza hacia atrás, como si se estuviese partiendo de risa.
Travis no sabía exactamente qué esperar una vez que el virus hubiese sido liberado. Quizá los alienígenas caminarían más despacio, tropezarían, se tambalearían, caerían de rodillas. O quizá se llevasen la mano a la garganta, asfixiados, gritando, quitándose los cascos para revelar sus rostros blancos cubiertos con los círculos escarlata de la enfermedad. O soltando espumarajos por la boca. O ahogándose en sangre. Como si hubiesen bebido cianuro, en palabras de Crispin. Lo que fuese. Cualquier cosa. Esperaba que ocurriese algo. Pero no sucedió nada.
Nada.
Los adolescentes eran abatidos a ambos lados de Travis. Otros, al ver que el avance de los cosechadores proseguía sin la menor demora, abandonaron sus posiciones, presa del pánico.
No estaba funcionando.
—Trav. Retrocede. Retrocede ahora mismo. —Antony y Dwayne lo agarraron mientras los rayos de energía silbaban a su alrededor.
El virus no estaba funcionando.
* * *
—¿Lo habéis oído? —Mel se volvió rápidamente hacia los parangones. Sí, lo habían oído. Todos aquellos que se encontraban en el centro de seguimiento y comunicaciones habían oído las escalofriantes palabras de Travis a través de la radio—. No está funcionando. ¿Por qué no? ¿Qué podemos hacer? ¿Cómo podemos ayudarlos?
—Puede que esté tardando en funcionar —sugirió alguien.
—No. Dijiste que produciría un efecto inmediato —acusó Mel a Crispin Allerton.
—Mmm. Efectivamente, eso fue lo que dije.
—Entonces, ¿qué ha salido mal? ¿Qué…? —¿Y por qué la expresión de Crispin no reflejaba horror y abatimiento como las de todos los demás? Todos, salvo Ruth y Geoffrey. ¿Por qué estaban sonriendo de oreja a oreja? Mel cayó en la cuenta, y hacerlo le sentó como un golpe inesperado y atroz al estómago—. Sabíais que esto ocurriría, ¿verdad? Habéis dejado que Travis, Jessie y los demás salgan ahí a pelear a sabiendas de que el virus no funcionaría.
Crispin Allerton negó con la cabeza, remilgadamente.
—Pobre Melanie —dijo Ruth, como si le despertase lástima.
—El virus no ha fallado, Patrick —le aseguró Crispin—. Sencillamente, no os lo hemos proporcionado.
—Que no habéis… ¿qué? —Los ojos de Mel brillaban de miedo.
Geoffrey rio.
—Esas cápsulas solo contienen agua.
¡Cabrones! El miedo se convirtió en una furia instantánea. Mel se abalanzó sobre los parangones.
Pero no los alcanzó. Las armas, que aparecieron tan súbitamente que parecían invocadas por arte de magia, la detuvieron en seco. Entre los tres, Crispin, Ruth y Geoffrey tenían toda la sala cubierta.
—Mmm. Os aconsejo a todos que no os dé por haceros los héroes —les advirtió Crispin—. O esto será lo que os ocurra.
Y disparó a Mel en el estómago.