Ruth Bell esperaba que quien llamaba a la puerta fuese uno de aquellos bruscos y maleducados matones que acompañaban a Richie Coker en sus viajes. Pero no lo era.
—He dicho que ya voy —gritó, harta, mientras se dirigía hacia la puerta.
—La verdad es que no, no has dicho nada, Ruth —dijo Jessica, cruzada de brazos y plantada, inmóvil, ante ella.
—Jessica…
—Y, sobre todo, no me has dicho nada sobre cómo te echaste encima de mi novio, ofreciéndote a ser mi reemplazo. Debió de ser toda una decepción para ti cuando descubriste que yo estaba vivita y coleando.
—No sé a qué te refieres —mintió Ruth, mientras el rubor la incriminaba—, y tampoco me importa. Déjame pasar, por favor.
—Ahora mismo. Antes tengo que decirte una cosa.
—No quiero oírla. —Ruth decidió dar marcha atrás, literalmente, y en vez de intentar apartar a Jessica de un empujón optó por dar con la puerta en las narices a su inoportuna visitante.
Pero Jessica sujetó la puerta y la mantuvo abierta.
—Pues vas a oírla, Ruth. La verdad es que no estoy acostumbrada a amenazar a la gente. Para empezar, antes de la enfermedad yo era la clase de chica que no hubiese matado a una mosca. Por otra parte, me enseñaron que amenazar es de mala educación y que las chicas buenas siempre deben hacer gala de buenos modales. Pero intentar seducir al novio de otra tampoco es lo que se dice un comportamiento civilizado, así que en tu caso, Ruth, voy a hacer una excepción. Verás, mis padres solían defenderme, cuidar de mí, pero ahora están muertos, así que ahora me toca a mí sacarme las castañas del fuego solita.
—¿Puedes ahorrarme los aburridos detalles biográficos y pasar directamente a la amenaza, Jessica? —le rogó Ruth—. Tengo una prisionera de los cosechadores que estudiar y un virus asesino por crear.
—Te olvidas de la tarea pendiente de desarrollar una personalidad decente, Ruth, pero no pasa nada. No voy a pedir peras al olmo. Iré al grano. Así que, Ruth, a partir de ahora, olvídate de Antony. Si vuelves a acercarte a mi novio otra vez, a lanzarle miraditas desde el otro lado de la habitación, a esperar el momento oportuno para pillarlo a solas o incluso a lanzarle una sonrisa… básicamente, como hagas cualquier cosa que no me guste, te colgaré de esas ridículas coletas como si fueses un saco de boxeo y me lo pasaré en grande borrándote esa sonrisa de la cara permanentemente.
Ruth intentó sonar intimidatoria, pero no lo consiguió.
—Has pasado mucho tiempo con Mel, esa amiga tan zafia que tienes. Estás empezando a sonar como ella, Jessica.
—Me lo tomaré como un halago. Entonces, ¿ha quedado claro?
—Oh, por supuesto. Como el agua.
—Estupendo. —Jessica parecía estar disfrutando de la situación—. Así que ten mucho cuidado a partir de ahora, Ruth. Porque te voy a estar vigilando. —Soltó la mano de la puerta y dejó que esta se cerrase de golpe.
—¿Así que me vas a estar vigilando, Jessica? —dijo Ruth, rechinando los dientes—. No lo suficiente, te lo prometo.
* * *
Se abrazaron y saludaron con calidez; Dyona se alegró mucho al saber que Travis, Antony y Mel seguían con vida, aunque los adolescentes le transmitieron sus condolencias por no ser ese el caso de Darion. Entonces, mientras Dyona comía y bebía, Travis explicó a los presentes de qué la conocían de una forma más detallada. Richie, Tilo y Jessica (que apareció en la cantina poco después que la cosechadora y un rato antes que los tres parangones) no conocían a Dyona personalmente. Sin embargo, habían oído hablar de ella y sabían lo mucho que había hecho por ellos, cómo Darion y ella habían salvado a sus amigos de un segundo encuentro con el procesamiento de esclavos y un viaje de duración indeterminada a bordo de un criotubo. Confiaban en Dyona.
Pero los parangones no.
—¿No sería más sensato que la prisionera estuviese atada? —dijo Crispin una vez en la sala de conferencias a la que se habían trasladado. A los prodigios y el grupo de Travis había que añadir a Cooper, el leal segundo al mando de los Reyes del Ring dirigidos por Richie, y a Dyona, de cuerpo presente, como sujeto de la discusión—. O, ya puestos, que Cooper apunte con un arma a la cabeza a esa alienígena. ¿No podríamos hacer eso para asegurarnos?
—Esa alienígena tiene un nombre, Crispin —dijo Mel, lanzándole una mirada hosca—. ¿Por qué no lo utilizas?
—No tienes que tenerme miedo —trató de tranquilizarlo Dyona—. No soy vuestro enemigo.
—Eso le dijo la araña a la mosca —observó Geoffrey, escudriñando el cuerpo de Dyona como si fuese el de un insecto al que preferiría ver muerto y unido a un corcho por un alfiler.
—No tenemos por qué atar a Dyona. Y tampoco tenemos que apuntarla con un arma. —Travis optó por mantener la calma. Confiaba mucho más en la cosechadora que en Crispin Allerton—. Ha demostrado que está de nuestro lado, como ya os he dicho.
—Eso fue entonces —dijo Ruth Bell, escéptica—. Pero, como se suele decir, esto es ahora. Puede que sea una infiltrada, una espía… Como ese tal Simon Satchwell de quien nos hablaste, Travis. Tú creíste que era tu amigo cuando no lo era.
La observación de Ruth pinchó en hueso y Travis se estremeció. No le gustaba que le recordasen a Simon. Pero Dyona era más fuerte que el chico de las gafas. Fue su propia vulnerabilidad lo que destruyó a Simon y lo convirtió en un traidor.
—No es lo mismo —contestó.
—Pero es toda una coincidencia que el único alienígena que Cooper ha capturado resulte ser el único cosechador con el que mantienes una buena relación, Travis. Deja que te diga una cosa: estadísticamente…
—Ahórratelo —intervino Jessica con una vehemencia impropia de ella, haciendo que Mel y Antony reaccionasen arqueando las cejas—. Los números no significaban nada a la hora de comprender la vida.
—En cualquier caso, puedo explicarme —dijo Dyona—. Si me lo permitís. No aparecí de noche en las calles de Londres por casualidad, sino de forma intencionada. Fue el comandante de la flota Gyrion quien lo preparó. Quería que me ejecutasen allí, en secreto, al margen del sistema judicial de los cosechadores.
—¿Así que descubrió que eres una disidente? —dedujo Antony—. ¿Y que Darion también lo era?
—Cuando me descubrió, disfruté de lo lindo contándole todo a Gyrion —explicó Dyona con una media sonrisa.
—Bien hecho —dijo Mel, dando su aprobación—. Espero que ese cabrón sufra.
—Lo hará —continuó la cosechadora—, pero no tanto como me hubiese gustado. Fui capturada mientras planeaba un asesinato, y Gyrion no iba a ser mi única víctima… —Dyona relató los detalles de su plan y la importancia de llevarlo a cabo en el momento preciso—. En dos días, los comandantes de la flota de la fuerza de esclavización de los cosechadores se reunirán a bordo de la Ayrion III para celebrar la subyugación de vuestro mundo. Lo que significa que solo disponemos de dos días antes de que los guerreros de mi gente ataquen el último sector libre de Londres y os condenen a todos al cautiverio. Mi patético intento de oposición ha fracasado. Lo siento. —Dirigió una triste mirada hacia los adolescentes—. Por mucho que me duela admitirlo, nada puede evitar que esclavicen toda la Tierra.
—Dyona —dijo Travis—, yo no estaría tan seguro de eso.
—Naughton —le advirtió Crispin—, la prisionera no tiene por qué saber nuestros planes.
—Bueno, pues yo creo que sí —sentenció Travis—. ¿Quieres que lo votemos, Crispin? Creo que Dyona tiene derecho a saber exactamente lo que estamos planeando, ya que es una parte importante de ello.
—¿Una parte importante de qué?
Y Travis se lo contó.
No estaba seguro de qué clase de reacción esperar de la cosechadora. Incredulidad, quizá, o puede que terror, o miedo e incluso ira al conocer el destino que aguardaba a toda su raza si los parangones demostraban ser merecedores de su título. Sin embargo, lo que no esperaba de ningún modo era una anticipación que rozaba la impaciencia.
—Así que un virus de transferencia genética. ¿Y funcionará como afirma Travis?
—Por supuesto. —Crispin se encogió de hombros y contestó a Travis, como si fuese él quien hubiese formulado la pregunta—. Yo nunca exagero ni desinformo. El virus funcionará. Por eso necesitamos a un prisionero.
—No tenéis a un prisionero —lo corrigió Dyona—. Tenéis a una voluntaria a vuestro servicio. —Extendió los brazos con las muñecas hacia arriba—. Si mi sangre puede poner fin a esta locura, ofrezco toda la que sea necesaria.
—Gracias, Dyona —dijo Travis.
Crispin ni siquiera le dirigió la mirada.
—Mmm. Me temo que, pese a todo, la cosechadora tendrá que permanecer encarcelada después de que acabemos. En cuanto hayamos recogido las muestras apropiadas de material genético, deberá permanecer en una cámara de aislamiento en los laboratorios. —Inmediatamente, interceptó las protestas de Mel y Travis—. Por su propia seguridad, naturalmente. No queremos que nuestra noble aliada se contagie, ¿no es así? Que es lo que podría ocurrirle mientras perfeccionamos el virus, a menos que tomemos precauciones. Desarrollar mediante bioingeniería un virus capaz de contagiar a los alienígenas solo nos supondrá un reto por el limitado tiempo del que disponemos. Sin embargo, llevar a cabo uno que distinga entre alienígenas buenos y alienígenas malos es mucho pedir, hasta para unos genios.
—Pero bueno, si vuestro laboratorio está adecuadamente sellado y aislado…
—No importa, Travis —dijo Dyona—. Estoy segura de que me acomodaré a la perfección en la cámara de aislamiento. He estado dispuesta a sacrificar mucho más que unos cuantos días de libertad para asestar semejante golpe contra mi gente.
—Mmm. Aprecio la cooperación de la prisionera —dijo Crispin, displicente.
Sin embargo, a Mel no terminaba de gustarle la idea.
—Pero no será cuestión de unos días, ¿verdad? Cuando liberemos el virus a la atmósfera, permanecerá ahí. Estamos condenando a Dyona a cadena perpetua.
—Oh, estoy segura de que encontraremos el modo de inmunizarla —dijo Ruth—. Con el tiempo. Pero solo podemos dedicarnos a un proyecto al mismo tiempo, y parece que este escasea.
—¿Trav? —preguntó Mel.
Por suerte, no tuvo que decidir si debería proteger el futuro de los demás sacrificando el de Dyona. Ya lo hizo ella por él.
—Melanie —dijo—, mi vida es solo una vida, y una vida no es nada comparada con la libertad de un mundo. —Mel vio resignación en su sonrisa, la misma que lucían quienes iban montados en el carrusel. Dyona se volvió hacia Crispin Allerton—. ¿Nos ponemos en marcha, entonces?
—Mmm. —Crispin se puso en pie; los parangones lo siguieron—. Y puede que Cooper deba acompañarnos, por si después de todo resulta que la cosechadora no era digna de confianza.
—Lo es. Ponte a trabajar, Crispin. —Travis frunció el ceño—. Necesito a Cooper aquí. Y también a Antony y a Richie. Teniendo en cuenta lo que nos ha contado Dyona, es el momento de que tengamos un pequeño consejo de guerra.
* * *
—Veréis —empezó Travis cuando los cuatro chicos estuvieron solos en la sala de conferencias—, ya he hablado con Crispin acerca de cuál es el mejor modo de liberar el virus.
—¿No podríamos colocar una bomba o algo por el estilo?
—Más o menos, Richie, pero necesitaremos que los cosechadores estén cerca. Crispin dice que podrá desarrollar el virus en estado líquido, de modo que se evaporará en contacto con el aire, y eso es bueno. Nos lo proporcionará en unas cápsulas, como si fuesen granadas, lo cual también es bueno. Porque eso es lo que vamos a hacer: arrojarles cápsulas como si fuesen granadas. Se romperán, liberarán el virus e infectarán a los cosechadores. Crispin cree que el efecto debería ser tan inmediato como el de una dosis de cianuro. Eso es lo que espera, al menos, y tendremos que confiar en que así será.
—Como no salga bien, estamos jodidos —murmuró Richie.
—Los Reyes del Ring pelearán duro por su campeón, puedes apostar las pelotas por ello —declaró Cooper, orgulloso.
—Qué emotivo —comentó Antony, revolviéndose adrede en su silla—. Aunque preferiría no tener que poner ninguna parte de mi cuerpo en juego, gracias. Entonces ya tenemos el cómo, Travis. ¿Qué hay del cuándo y el dónde?
—Te dije que serías un buen organizador —dijo Travis con una sonrisa—. Cuándo: cuando los cosechadores organicen su último asalto sobre la ciudad, sobre nosotros. Tenemos que partir del hecho de que el virus estará listo para entonces.
—Si no, estaremos…
—Lo sé, Richie. La palabra con jota. Del todo. En cuanto a dónde, Antony: allá donde establezcamos nuestra línea de defensa para detener en seco a los cosechadores. El problema, y esto sí que no es bueno, es que ahora mismo, incluso con los Reyes del Ring de nuestro lado…
—En vuestra esquina —lo corrigió Cooper.
—No somos suficientes como para retrasar siquiera a los alienígenas. Sin embargo, vamos a tener que aguantar todo el tiempo posible para dar al virus la oportunidad de causar el máximo efecto. Vamos, que necesitamos más combatientes.
—¿Y de dónde puñetas los vamos a sacar? —dijo Richie—. ¿Los pedimos por teléfono como si fuesen una pizza, Naughton?
—De las otras bandas —se limitó a decir Travis.
Aquella afirmación sorprendió a Cooper. Sus ojos porcinos se abrieron de par en par.
—Ni de coña. No es posible. Las bandas se odian unas a otras.
—Bueno, entonces tendrán que aprender a odiar a los cosechadores todavía más. Tendrán que verse como aliadas, no como enemigas, o acabarán esclavizadas. Mientras vosotros dos estabais en el ring, Antony y yo estábamos con los Fantasmas…
—Esos tíos no se andan con tonterías, tío —dijo Cooper—. Hay que tener cuidado con los hermanos Randolph. Y pelean en la esquina negra, ¿sabes a lo que me refiero? No van a escuchar a un blanquito.
—Lo harán. —Travis hablaba con una certeza imperturbable—. Ya he estado a punto de tenerlos de nuestro lado antes y lo habría conseguido de no ser porque los alienígenas atacaron. Si los Randolph siguen libres, y espero por Dios que así sea, puedo convencerlos. Danny estaba dispuesto a colaborar, así que en cuanto les hablemos del virus, cuando les digamos que tenemos una oportunidad…
—¿Cómo se lo vamos a contar, Naughton? —quiso saber Richie—. Y en cuanto a las otras bandas…
—Los Navajas. Los Extremos. Los Victorianos. —Cooper empezó a hacer una lista de todos.
—Por eso estáis aquí vosotros dos, Cooper, Richie —dijo Travis—. Ahí es donde entráis vosotros. Quiero que los Reyes del Ring sean nuestros emisarios, nuestros mensajeros, Coop. Quiero que contactéis con todas las bandas que queden, puesto que ya sabéis dónde encontrarlas, y que invitéis a varios representantes de cada una de ellas a una reunión que celebraremos más tarde, este mismo día. Aquí, para ser exactos. —Y señaló al techo—. En el Parlamento. Si Gyrion puede celebrar una reunión especial, ¿por qué no íbamos a celebrar una nosotros antes?
—Pero ¿qué quieres que haga yo, Travis? —preguntó Antony. Conversar con bandas de matones no era lo suyo, aunque esperaba que Travis tuviese otras tareas en mente para él, si es que tenía pensado algo en particular. Su respuesta fue de lo más gratificante.
—Tú vas a planear nuestra defensa, Antony, como hiciste en Harrington contra Rev, para que cuando las bandas lleguen yo pueda decirles a qué vamos a enfrentarnos y cómo vamos a hacerlo. Cuando me escuchen, querrán pelear a nuestro lado. Tendrán que hacerlo. —Travis echó un vistazo alrededor de la mesa. Sus ojos azules brillaron con férrea determinación—. La pequeña celebración del comandante de la flota Gyrion va a ser muy, pero que muy prematura. Está acabado y todavía no lo sabe, pero lo sabrá. Como he dicho antes, esto es un consejo de guerra, pero cuando las bandas se reúnan en el Parlamento y me dirija a ellas, será una llamada a las armas. —Travis hablaba con creciente intensidad—. Y la escucharán. Sé que lo harán. Se unirán a nosotros y responderán. Porque somos seres humanos y, por primera vez, no solo podremos combatir a los cosechadores. Tendremos la posibilidad de ganar.
* * *
—No es justo que tengamos que mantener a la alienígena con vida —se quejó Geoffrey Thomas en el laboratorio—. Sería mucho más divertido si pudiésemos diseccionarla.
—Tranquilo, Geoffrey, tranquilo —trató de sosegarlo Ruth—. No te preocupes. Habrá un montón de alienígenas muertos con los que podrás jugar más tarde. Ahora céntrate en el ADN de los cosechadores.
—Sí, Ruth —dijo Geoffrey mientras asentía, y devolvió su atención al microscopio que tenía ante él sin dejar de mover su velluda cabeza.
—Mmm. Sí, un montón de alienígenas muertos —dijo Crispin, mostrando su acuerdo—. Una gran victoria para la raza humana, que sin duda vendrá acompañada por un gran júbilo. Pero ¿hasta qué punto nos llevaremos el mérito de haber derrotado a los cosechadores?
—¿Te refieres a nosotros tres, Crispin? —dijo Ruth—. ¿Qué quieres decir?
—Me refiero a la gratitud, al honor, al respeto, o a la falta de ellos. —Crispin se volvió hacia sus compañeros, especulativo—. Dime que te sientes tan valorada como deberías, como mereces, por los primitivos intelectos que ahora nos acompañan, Ruth. Dímelo con franqueza. Venga. Ahora que estamos solos. —Señaló al laboratorio, cuyos únicos ocupantes eran los tres prodigios—. Podemos hablar con libertad; todo quedará entre nosotros.
—No me gusta ese bestia de Richie Coker —dijo Geoffrey sin pedir permiso mientras echaba un vistazo por el microscopio—. Me llamó bicho raro. Él sí que es un bicho raro. Es una especie de eslabón perdido entre simios y humanos. Seguro que, si pudiese revolverle en el cráneo, revolucionaría las teorías de la evolución.
—Cállate, Geoffrey —le ordenó Crispin con aspereza—, a menos que se te hable. ¿Y bien, Ruth?
Ella estaba pensando en Antony, que se atrevió a rechazarla: «Te lo advierto… No te quiero… Ni siquiera me gustas…». También en Jessica, que tuvo el coraje de amenazarla: «Si vuelves a acercarte a mi novio otra vez… Te colgaré de esas ridículas coletas…». Pensó en ambos, en cómo la habían desafiado al negarle aquello que quería, al frustrar sus deseos. Y, pese a todo, tenían el valor de depender de ella, esperando que su genio los salvase a todos. Sin ella, estarían condenados.
En el interior de Ruth Bell, aquellas nuevas emociones crecieron y se hicieron fuertes, como niños díscolos. Resentimiento. Amargura. Odio. Les había puesto nombre y las había cuidado y alimentado. Y estaba a punto de dejarlas salir a jugar.
—Te comprendo, Crispin —dijo con frialdad—. Estoy de acuerdo contigo. No recibimos el respeto que merecemos, y es necesario que se den cuenta de ello. Necesitan que alguien se lo muestre. Nosotros tres deberíamos ser admirados y obedecidos, no puestos a trabajar como si fuésemos lacayos. Deberíamos ser los líderes.
—Yo debería ser el líder, ¿verdad que sí? —puntualizó Crispin—. Y lo seré.
Y Ruth sintió que en algún lugar tras el pálido rostro de Crispin, casi carente de sangre y con un aspecto parecido al de los cosechadores, bullía la misma rabia que en su interior. Al caer en la cuenta se sintió emocionada, casi excitada.
—¿Tienes algo en mente, Crispin?
—Vamos, Ruth. Tenemos un virus que perfeccionar. Mmm, pero, respondiendo a esa pregunta…
Una ladina sonrisa se dibujó en el rostro de Crispin Allerton. Ruth sintió que su corazón latía con fuerza. Le sorprendió no haberse dado cuenta antes: Crispin era atractivo en más de un sentido.
* * *
Jessica estaba esperando fuera de la sala de conferencias cuando los cuatro chicos salieron de ella tras concluir el consejo de guerra. Solo estaba interesada en uno de ellos.
—Antony, ¿puedo hablar contigo un minuto?
Como si es una hora, pensó Antony. O todo el día. O el resto de su vida.
—Claro —dijo. Pero no podía ignorar la realidad—. Aunque será mejor que te des prisa. —Tenía una batalla que preparar.
—No pasa nada. No me llevará mucho. —Echó un vistazo hacia los compañeros de Antony, que tardaron en desaparecer. Richie en particular estaba quieto, sonriendo como si estuviese a punto de ojear aquellas revistas que el quiosquero guardaba arriba del todo—. ¿Es que no tienes nada que hacer, Richie?
—Sí, sí que tiene. —Travis cogió a Richie del codo y tiró de él—. Ya nos vamos, Jessie, no te preocupes.
—Jo, Naughton, iba a darle algo de apoyo moral a Tony.
—Apoyo inmoral, querrás decir…
Los dos chicos y Cooper desaparecieron por el pasillo.
—Volvamos adentro —sugirió Jessica, guiando a Antony al interior de la sala de conferencias una vez más.
—No esperaba que tuvieses ganas de hablar conmigo —dijo Antony súbitamente—. Después de lo que pasó anoche, no estaba seguro de que quisieses volver a verme. Jessie, lo siento mucho. No quería asustarte. Pensé que…
Jessica colocó uno de sus dedos sobre los labios de él.
—Antony. Silencio. No pasa nada. Yo también tengo algo que decir sobre lo que pasó anoche.
Retiró el dedo, dejando que los labios se juntasen de nuevo, para poder rodear sus brazos en torno al tibio cuerpo de Antony y apretar con fuerza.
—Y ya está —dijo, triunfal, una vez se separaron—. Espero que estuvieses escuchando.
Antony pestañeó varias veces, acompañando sus parpadeos con el abrir y cerrar de su boca.
—Vaya. No sé, Jess. Debo tener algo en los oídos… ¿Me lo podrías repetir?
Ella se echó a reír. Le abrazó de nuevo entre carcajadas. Se alegraba de haber pasado la noche con Mel. Era como si la madurez y confianza de su amiga se le hubiesen contagiado. Se sentía fuerte y viva.
—Lo que pasó anoche fue culpa mía, Antony, no tuya.
—¿Y si repartimos la responsabilidad a medias?
—Lamento haberme ido de ese modo. Te prometo que una noche será distinto. Una noche, me quedaré.
Al oír aquella perspectiva, Antony sintió que la emoción recorría todo su cuerpo.
—Iré a por mi diario.
—Todavía no.
—Bromeaba. No quiero meterte prisa y no lo haré. Estaré listo cuando tú lo estés.
Jessica suspiró.
—Parte de mí aún quiere quedarse en el viejo mundo, Antony. Aún no me he adaptado al nuevo.
—¿Y quién lo ha hecho? —dijo Antony, sobrio.
—Pero lo haré. Y cuando lo haya hecho, podremos estar juntos.
—Entonces supongo que ayudarte a que así sea también me beneficia, Jessica Lane.
—Supongo que sí… Antony Clive. Si estás dispuesto a hacerlo.
—Intenta detenerme. —La besó. Ella respondió—. El viejo mundo, el mundo que conocimos —susurró—, nunca se perderá del todo. Vivirá en nosotros.
* * *
Travis caminaba a paso ligero a través de los pasillos del Enclave Cero. Como alguien que sabía adónde iba y qué estaba haciendo. Como un líder.
En varias ocasiones desde la llegada de la enfermedad se había preguntado si sería capaz de volver a sentirse feliz de nuevo. Pensó en aquella terrible posibilidad durante aquellos días angustiosos que siguieron al asesinato de su padre, días en los que se vio sumido en un profundo pesar, en los que el tiempo parecía paralizado, como si el camino que conducía al futuro fuese un recorrido que debía evitar, pues lo distanciaría del periodo en el que su padre aún vivía, alejándolo de él más aún que la misma muerte. Pero por lo menos, por aquel entonces su madre estaba ahí para ayudarle a sobrellevarlo, y tenía familiares, y amigos, y la mansa comodidad que otorgaba lo cotidiano, el paulatino cicatrizar de la rutina. Los mismos programas en la televisión. Las mismas tiendas abiertas a las mismas horas. Gente sacando a pasear al perro. Conduciendo coches. El colegio. Por aquel entonces, aunque un hombre, el hombre que había significado un mundo para Travis, hubiese muerto, el mundo seguía su curso.
No fue así tras la enfermedad. La pandemia convirtió el planeta en un cementerio, países enteros en tumbas. Travis llegó a pensar que, tras una catástrofe a semejante escala, no había recuperación posible, que era imposible recuperarse a nivel emocional. Ante él no había más que sufrimiento, dificultades y penurias. Estaba preparado para llevar una existencia de angustia y dolor. Pero tenía experiencia en ello. Sobreviviría.
Entonces, milagrosamente, había un futuro más allá del sufrimiento. Había risas. Alegría. Satisfacción. El futuro empezaba a dibujarse como una bendición en vez de una maldición. Pese a la enfermedad. Pese a los cosechadores. Empezó con Tilo, con lo que sentía por ella. Su amor por Tilo le había ayudado a seguir adelante. Y, en aquel momento, con la esperanza de derrotar a los invasores… la vida tenía sentido una vez más. El optimismo corría por sus venas.
Los demás debían de estar sintiendo lo mismo. A juzgar por cómo se comportaban, por cómo estaban cambiando. Jessica se había enamorado de Antony y, por lo que parecía, suya fue la iniciativa de llevarlo a la sala de conferencias. Travis sonrió. Aquella intensidad era nueva. Nunca hubiese sido así en el viejo mundo. Los chicos le asustaban demasiado a Jessie como para haber intimado con ellos, hasta el punto de que se encerraba en su casa como Rapunzel en su torre. Y la súbita madurez de Richie como líder de los Reyes del Ring… ¿Quién hubiese pensado que el matón del colegio público de Wayvale iba a transformarse en alguien digno de confianza? Mel aún se mantenía al margen, a lo suyo, y no podía quitarse de encima la sensación de que había algo que ella no le había contado, pero ya tendría tiempo más adelante para echar una mano a Mel. Confiaba en ello. En cuanto hubiesen derrotado a los cosechadores.
Porque tenían el éxito al alcance de la mano. Se aproximaba el momento de la victoria. Era el destino. En primer lugar, encontraron a los parangones. Después, la fortuita reaparición de Dyona. Las bandas. Todas las piezas estaban en su lugar. Podía unir a las bandas. Se sentía capaz de hacerlo, tenía las palabras, la inspiración. Aunaría a las bandas y, juntos, aplastarían a los cosechadores. Y Tilo le amaría y su padre estaría orgulloso de él; Travis habría conseguido darle un sentido a su vida, tal y como había jurado años atrás, durante el funeral de su padre. Quiero ser como tú, papá. Haré lo correcto. Defenderé lo que es justo. Lo prometo.
A todo esto, ¿dónde estaba Tilo? Quería… necesitaba verla. Quería compartir con ella lo que estaba sintiendo. La había buscado en su habitación y en la cantina, sin resultado. ¿Dónde se habría metido? Travis caminó con rapidez, como alguien que sabe adónde va y lo que está haciendo. Como un líder.
Sintió que el destino le sonreía.
* * *
—Richie, no puedes hacer eso.
—No creo que tenga elección, Tilo.
Richie y Tilo estaban en el centro de seguimiento y comunicaciones. A su alrededor no había más que pantallas desde las que se podían vigilar las muchas entradas que conducían al Enclave Cero. Sin embargo, allí dentro nadie era capaz de ver a los adolescentes. Esa, por supuesto, era la idea.
—Bueno, pues no debes hacerlo. —Se abrazó los codos, como si necesitasen ser consolados. Estaba más cerca de Richie de lo que le gustaría.
—Pero es que no lo consigo. —Él tenía la gorra de béisbol calada hasta el fondo, ocultando su rostro tras la visera—. Mira, Tilo, tienes que comprenderme. Ahora mismo podría extender los brazos y tocarte…
—Richie, ni se te ocurra. —Tilo retrocedió alarmada, como si estuviese más que dispuesta a ilustrar sus palabras con acciones.
—No lo haré. Te dije que no lo haría. Pero es lo que quiero… y, cada vez que te veo, lo deseo aún más. Y no puedo soportarlo, maldita sea; me está sacando de quicio y el único modo de solucionarlo es que me marche. Así que eso es lo que voy a hacer.
—Richie…
—Los Reyes y yo. Ellos están fuera, convenciendo a las bandas para que vengan a la fiestecita de Naughton, y no voy a dejarte tirada antes de que el virus esté listo y nos hayamos ocupado de los malditos cosechadores, pero después, si sigo vivo, después de la batalla los Reyes y yo nos largaremos de aquí. —Richie sonrió con amargura—. Puede que encaje más con tipos como Cooper de lo que nunca encajé con gente como Naughton y tú.
—Eso no es verdad, Richie. Escucha, no quiero que te marches.
Él respondió con una amarga y sarcástica carcajada.
—Pero tampoco quieres que esté cerca de ti. ¿Qué os pasa a las tías? Nunca os aclaráis.
—No se trata de mí, Richie —protestó Tilo, cada vez más desesperada—. Se trata del grupo, de lo que aportas al grupo. Derrotar a los cosechadores solo es el principio. Tendremos que fundar una nueva comunidad, una que pueda prosperar y salir adelante. Tendremos que crear una buena vida para todos nosotros, y os necesitaremos a todos para ello. A ti. A los Reyes. Tenéis que quedaros, Richie. Tenéis que quedaros para ayudar a Travis.
—No funcionará, Tilo.
—Richie, podemos hacer que funcione. No podemos permitir que lo que pasó entre nosotros te haga irte del grupo y afecte a nuestras posibilidades de…
—Perdón. —Era Travis. Desde la puerta—. Lamento interrumpir. —Travis. Sus ojos se clavaron en ella como filos azules—. ¿Qué pasó entre vosotros?