10

—Volvamos adentro, Trav —dijo Mel, incómoda.

—Ahora mismo. Dame un minuto.

Al menos uno de los puntos de acceso al Enclave Cero se encontraba en las entrañas del Parlamento, en la bodega, para ser precisos. A petición de Travis, Mel, la primera en adentrarse en aquella dirección, le había conducido a través de los pasillos vacíos en los que reverberaba la electricidad, hasta salir a la calle, donde se encontraban entonces. Travis estaba tan preocupado que en ocasiones parecía estar a punto de llorar. Había visitado Westminster en un viaje con el colegio a Londres hacía unos años. No era así como recordaba el paisaje.

Para empezar, no había alambre de espino o barricadas, o tanques hundidos en el muro que rodeaba el patio del Parlamento, en la dirección opuesta al edificio en sí, o la panoplia de pequeños vehículos acorazados, algunos de los cuales estaban volcados, como si estuviesen tan borrachos que no pudiesen ni moverse. El palacio de Westminster, el verdadero nombre que hacía referencia al majestuoso y ornamentado edificio que albergaba en su interior el Parlamento de la nación, tal y como le había explicado a Travis su profesor, estaba rodeado por la última línea de defensa. El intento final de proteger el edificio, por el orden y la estabilidad que representaba, quizá, además de por su valor material de piedra y cristal, con el propósito de preservar la idea de Inglaterra.

En ese caso, había fracasado.

Las barricadas habían sido superadas y el alambre de espino, atravesado. Los defensores habían huido, abandonando sus puestos. Las férreas barreras de contención se extendían como oscuros y delgados centinelas en torno al perímetro del Parlamento, machacadas en numerosas secciones, pero sus autores también hacía tiempo que se habían marchado. Docenas de las ventanas del palacio, con rebordes de plomo, habían sido destrozadas, plagando de agujeros serrados la impresionante fachada gótica, como si fuesen heridas. Habían violado su regio esplendor más allá de cualquier posible restauración. La cercana estatua de Cromwell se vio reducida a una pierna: el resto del cuerpo, al igual que el conjunto de la política, había desaparecido. La inmortalización ecuestre de Ricardo Corazón de León, con la espada en alto, también había sufrido una amputación: la mano que sostenía el arma. A lo largo de la carretera, en torno a la abadía de Westminster, debían de haberse producido varios incendios, ya extintos después de ennegrecer el exterior del edificio, como si alguien, desesperado, hubiese querido borrar hasta la mera idea de la religión.

Solo la estatua de Churchill, sólida, resoluta y libre de cualquier alteración, se mantenía igual que durante la anterior visita de Travis. En su pasado de carne y hueso, el gran hombre había salvado el país en una época más sencilla en la que el país disfrutaba de una mayor cohesión. En aquel momento, la inmóvil representación marmórea no podía hacer nada.

Travis contempló la mirada vacía de Churchill. Tanto Travis como cualquiera que siguiese con vida aún podían hacer algo para defender tanto la nación como la humanidad. El mundo estaba bajo asedio, pero un asedio puede romperse.

—Travis —lo apremió Mel una vez más—. Se está haciendo tarde.

—Mamá y papá se estarán preguntando dónde estamos, ¿eh? —Travis sonrió con desgana—. Vale. Ya he visto todo lo que quería ver.

Pero cambió de opinión en cuanto regresaron al interior del Parlamento.

—¿Para qué quieres ir allí? —Mel arrugó la nariz, como si la propuesta de Travis oliese mal.

—Era un lugar importante. Significaba algo. —Como el palacio de Westminster, pensó Travis. Como las universidades de Óxford, arrasadas por los cosechadores. Herencia. Historia. Esperanza.

Aunque el Parlamento estaba desierto, otros habían estado allí antes que Travis y los Reyes del Ring. Los vándalos y los grafiteros habían dejado sus marcas en la sala de juntas, pintando formas soeces en las estatuas de los antiguos primeros ministros y escribiendo eslóganes en las paredes.

Los hooligans se habían empleado a fondo en la Cámara de los Comunes. Si cualquiera de los representantes electos del país siguiese vivo, hubiese declinado el privilegio de tomar asiento en aquella augusta cámara, al menos hasta que se llevase a cabo la necesaria renovación. Algunos de los bancos en los que se sentaban los parlamentarios habían sido calcinados; el acolchado de cuero verde de otros había sido rasgado y destrozado. La alfombra verde estaba hecha un asco y las bombillas, reventadas como globos. Sin embargo, y por sorprendente que fuese, la silla negra de los ponentes, en el extremo norte del Parlamento, permanecía intacta.

Travis y Mel permanecieron en el centro de aquella cámara oscura y arrasada. La expresión de ella era cínica y displicente; la de él, triste y melancólica.

—Es más pequeña de lo que parece por la tele, ¿verdad? —se burló Mel—. ¿Dónde se sentaba el primer ministro? —Travis le señaló el lugar—. Sí, bueno, la política siempre fue un asunto sucio lleno de promesas vacías… Supongo que el nuevo aspecto del Parlamento le hace justicia.

—No. Te equivocas, Mel —dijo Travis con calma—. ¿No lo sientes?

—¿El qué? ¿La humedad?

—El sueño.

—Eh… ¿qué sueño, Trav?

—El sueño de hacer lo correcto. Sigue aquí. Aspirar a la justicia. El deseo de marcar la diferencia.

—Creo que te hace falta sentarte. Aunque, bueno, yo no lo haría. No aquí, al menos.

—Mel, ¿en serio que no puedes sentirlo? Aquí todavía queda un rastro de energía. La razón de ser de un Parlamento, de que exista un lugar así, no ha perdido su relevancia. Todavía importa. El sueño de que la gente se una para construir una sociedad mejor.

—¿No te estarás refiriendo al sueño de lucrarse diciéndoles a los demás lo que tienen que hacer?

—No, Mel. Si antes de la enfermedad la política estaba en el estado en el que estaba era por culpa de políticos individuales y su incapacidad de inspirar o ser inspirados. Pero ahora están muertos y enterrados. Los viejos partidos políticos, el viejo sistema, está obsoleto. Hablo de los ideales que esa generación pudo haber olvidado, pero que nosotros aún podemos poner en práctica. En cuanto hayamos derrotado a los cosechadores.

—Lo dices como si fuese a suceder de un momento a otro, Trav —dijo Mel.

—Podemos conseguirlo. Con el virus de transferencia genética, sé que podemos lograrlo. —Travis alzó la mirada hacia el techo cubierto de sombras que se extendía sobre la silenciosa cámara—. Y, cuando eso ocurra, tendremos que empezar de nuevo. Una nueva sociedad. Una mejor. Eso será lo que construiremos. Un nuevo futuro para todos.

* * *

Richie Coker no estaba interesado en la política, a menos que fuese tomando parte en manifestaciones que se iban de las manos y que le proporcionaban una excusa para darle una paliza a alguien en nombre de los principios. Sin embargo, se alegraba de que Naughton tuviese conciencia política. Significaba que, mientras Travis y Morticia daban una vuelta por el Parlamento, él podía tener unas palabras en privado con Tilo.

Otro Enclave. Otro pasillo. Pero en aquella ocasión, las cosas serían diferentes.

—Richie, ¿qué quieres? —Sin embargo, Tilo parecía esperar exactamente lo mismo—. ¿Qué pasa, vas a volver a intentar chantajearme ahora que Travis se ha marchado? Puede que hayas engañado a Mel y a Jessie con eso de que has cambiado, pero a mí…

—No engaño a nadie, Tilo —dijo Richie—. He cambiado. Lo digo en serio.

—¿Que lo dices en serio? —se burló Tilo.

Richie frunció el ceño.

—No es fácil. No es fácil para mí, Tilo, pero no tienes que preocuparte. Por eso quiero que lo sepas. Se acabaron los chantajes. Se acabó eso de amenazarte con contarle a Naughton lo que pasó. No le diré nada. Te lo prometo.

—¿De verdad? —preguntó Tilo, dubitativa—. ¿Como antes, verdad? Y en esta ocasión sí que puedo confiar en ti, ¿a que sí?

—Eso es. En esta ocasión, sí que puedes. Como siempre deberías haber podido.

Tilo observó a Richie con una creciente confusión. ¿Estaba inclinando la cabeza, como si estuviese avergonzado? Y se había fijado en que Cooper y los demás, sus nuevos seguidores, lo miraban como si fuese digno de admiración. Del mismo modo que Richie miraba a Travis. Su madre le había enseñado que la vida es un viaje y que en ocasiones tomas un camino equivocado, pero incluso si lo haces, siempre puedes corregir el rumbo.

—Así que has cambiado —concluyó, sorprendida.

—No del todo. No en todo. —Richie levantó la mirada y ella vio dolor en sus ojos—. Todavía siento lo mismo por ti, Tilo. Todavía te deseo con locura.

—Oh, Richie. —Retrocedió con las manos levantadas—. Justo cuando estaba empezando a creer que…

—No, no. Tilo. No tienes que… Sé que no va a ocurrir. No entre nosotros. No otra vez. Lo sé. De verdad. —Sonrió de medio lado—. El nuevo Richie Coker va a tener que acostumbrarse. Y lo hará.

—Ahora estás hablando de ti mismo en tercera persona, Richie —dijo Tilo—. Empiezas a sonar como Cooper.

—Soy más guapo que Cooper —replicó con una sonrisa.

—Desde luego, eres mucho más atractivo que el viejo Richie Coker.

—Entonces, ¿estamos en paz? —Había esperanza en su voz—. ¿Podemos… podemos hacer lo que solían decirme en el colegio después de expulsarme: borrón y cuenta nueva? ¿Empezar de cero?

—No lo sé, Richie. Me gustaría pensar que sí. Estoy segura de que es lo que mereces, pero… En cualquier caso, quizá deberíamos separarnos todo lo posible. Quiero decir, no hace falta que nos evitemos, pero tampoco deberíamos buscar la compañía del otro.

—¿Por qué, Tilo, si…?

—Me gusta el nuevo Richie —dijo Tilo—, pero voy a ser honesta contigo. No puedo estar segura de que el viejo no esté rondando en tu interior, en alguna parte.

—Te demostraré que no —le aseguró Richie—. Te lo demostraré, Tilo.

—Espero que sí, pero de momento… —Tilo suspiró—. También es por mi propio bien, Richie. No debería haberme acostado contigo y me odio por ello. Fue algo puramente físico, la necesidad del momento, de juntarme con quien estuviese más cerca de mí para quitarme el miedo de encima, y desde entonces he estado con Travis y he intentado mirar hacia el futuro. No es culpa tuya, Richie, pero sacas lo peor de mí. Travis saca lo mejor. Así que deberíamos separarnos. Lo siento.

—Lo que tú digas, Tilo —aceptó Richie Coker con frialdad.

* * *

En el cuarto de Antony, bien entrada la noche, Jessica y él estaban tumbados en la cama con los brazos y las piernas entrelazadas, como dos Houdinis gemelos en una trampa de la que ninguno de los dos quería escapar.

—Aunque sea un tópico, Jess —dijo Antony—, no quiero soltarte jamás.

—Eso me parecía. —Jessica rio—. ¿Y si tengo que ir al baño?

—Puedo mirar en otra dirección.

—Qué rico. —Le dio un beso.

—Y que lo digas. —Y él le dio otro a ella—. ¿Sabes? Estaba preocupado… Bueno, cuando peor estaban las cosas, cuando estábamos vagando sin rumbo por las calles, me preguntaba si volvería a verte.

—Yo sabía que estaríamos todos bien. Tú y Travis estabais destinados a encontrarnos. Tarde o temprano.

—Hubiese sido más bien tarde si no nos hubiésemos dado cuenta de que Crispin nos había estado manipulando para volvernos al uno contra el otro —reflexionó Antony.

—Vaya jugarreta por su parte —dijo Jessica, y se acercó todavía más a su novio—. No entiendo a los parangones, Antony. La vida que han llevado, encerrados en laboratorios experimentando todo el día… Quiero sentir lástima por ellos, pero no puedo. Geoffrey da miedo, para empezar. Creo que no me cae nada bien. Y después de cómo ha intentado dividiros a Trav y a ti, estoy convencida de que no puedo confiar en Crispin. —Se preguntó si realmente era aquel el momento ideal para sacar el tema que realmente rondaba por su cabeza—. Y también tengo mis sospechas acerca de Ruth.

—¿Sospechas?

—Creo que le gustas, Antony. —Cuando el cuerpo de él se alejó de forma casi imperceptible, supo no solo que estaba en lo cierto y que Antony lo sabía, sino también que había ocurrido algo entre él y Ruth—. ¿Qué pasa?

—Me temo… que no te equivocas, Jess.

Jessica se apartó de Antony y se incorporó al sentir que se le encogía el corazón. Puede que estuviese siendo paranoica, pero ¿era culpa lo que se dibujaba en aquellos rasgos perfectos?

—¿Qué? —¿Lo estaba perdiendo por culpa de Ruth Bell? No podía perderlo. Estaba empezando a amarlo.

—Bueno, no quería contártelo, para ser sincero…

—Nada de secretos, Antony. Cuéntamelo.

—La otra noche… —Le costaba hablar—. Cuando estábamos con los Fantasmas… Bueno, creo que puedo decir sin miedo a equivocarme que Ruth intentó seducirme.

—¿Qué pasó? —exigió saber Jessica.

Antony le contó todo como si estuviese recitando un juramento.

—Yo no estaba interesado, por supuesto. Me marché y dormí en la escalera para estar fuera de su vista. Ya le había dicho que no estaba interesado en ella cuando se me acercó la otra noche, en la granja.

—¿Ruth se te acercó la otra noche en la granja?

—En la cocina. Nos viste juntos, ¿te acuerdas?

—Pues parece que llegué justo a tiempo. Pero entonces no me dijiste que había tonteado contigo, Antony.

—No quería que te enfadases, y tampoco quería crear tensiones dentro del grupo. Además, Ruth no significa nada para mí. No pensé que le costase tanto aceptar un no por respuesta.

—La verdad, Antony —dijo Jessica, ceñuda—, es que me cuesta creer que le dijeses que no a una chica desnuda con una idea muy clara en mente que, de algún modo, apareció a tu lado en la cama.

—Jessie —protestó Antony, dolido—. ¿Cómo puedes decir eso?

Porque su madre siempre le había advertido que tuviese cuidado con los chicos. Siempre andaban detrás de lo único… excepto Travis Naughton, que era muy agradable, por supuesto. Jessica podía confiar en él y ¿no había sido una desgracia lo que le ocurrió al padre del pobre chaval? Pero los demás solo pensaban en una única cosa, y esa cosa era sucia.

Pero Antony también era agradable. Antony era como Travis. Su madre lo hubiese visto claramente. Jessica también podía confiar en él. Quería hacerlo.

No quería perderlo.

—Te lo digo en serio, Jessie —insistió él—, no pasó nada.

—¿En serio? —Su enfado perdió fuerza.

—Por supuesto. —De pronto sonrió—. Aunque claro, podría haber ocurrido.

—¿Cómo que podría haber ocurrido?

—Si la chica hubieses sido tú. Puedo resistirme a cualquier chica salvo a ti, Jessica. Tú eres la única para mí. Tienes que creerme.

—No tengo que creerte. —Y respondió con otra sonrisa—. Pero quiero hacerlo.

Se tumbó de nuevo, recostándose a su lado una vez más, y le permitió que la besase y la abrazase. ¿Y qué más estaba dispuesta a dejarle hacer? Si aquella noche hubiese sido ella la que estuviera desnuda con él, hubiesen hecho algo más que besarse y hacerse mimos. Aquella noche era ella la que se encontraba con él, pero tenía toda la ropa puesta. Aunque eso podía cambiar. Si él quería. Si ella quería. «Los chicos, Jessica, siempre andan detrás de lo único». Pero ¿y si era aquello lo que necesitaba hacer para conservar al chico al que amaba? Si no se acostaba con él, estando Ruth más que dispuesta a rondar bajo las sábanas con él, ¿por cuánto tiempo sería capaz Antony de resistir los encantos de la parangón?

—Antony, ¿quieres…?

Sí, quería. Claro que quería. Estar a solas con Jessica era emocionante, excitante, el sabor de sus labios era embriagador, al igual que el cosquilleo de su lengua y la suavidad de su piel. Podía dejarse llevar por aquellas sensaciones. Podía consumirse en el momento.

—Jessie —le susurraba—. Jessie. —Sus manos estaban bajo su jersey, acariciándole la espalda y la tripa con los dedos, levantándole la prenda.

Sus amigos de Harrington, los más experimentados, decían que todas las chicas lo deseaban, incluso las pijitas, hasta aquellas que parecían de hielo, y si no estabas a la altura de la tarea, si no eras un hombre de verdad, entonces la chica decidiría buscarse a uno que sí lo fuese. Los hombres de verdad daban el paso. Los hombres de verdad llegaban hasta el final.

Antony siempre se había sentido presionado para ser un hombre de verdad. Le quitó el jersey a Jessica por la cabeza.

Sus brazos quedaron al descubierto. Como sus hombros. Como su sujetador blanco.

Antony la estaba viendo en sujetador. Iba a desabrochar el cierre y quitárselo. Tenía que permitírselo, porque no quería perderlo y, sin embargo…

Él no estaba muy seguro de cómo funcionaba el cierre de un sujetador, pero tenía que quitárselo de algún modo, porque si no la perdería y, sin embargo…

Lo único.

Ser un hombre de verdad.

—No. —Jessica se puso como un tomate mientras las lágrimas empezaban a asomar por sus ojos y recuperaba su jersey—. No. No puedo.

—¿Jessie?

Se bajó de la cama y se dirigió hacia la puerta mientras se vestía de nuevo, tapándose.

—No puedo hacerlo, Antony. Lo siento.

—Jessie, no… —Se levantó de un salto, pero era demasiado tarde—. Pensé que era… —Se marchó dando un portazo—. Lo que tú querías.

Jessica corrió por el pasillo. Demasiado lejos, demasiado pronto. No estaba lista. Quería a Antony, pero no estaba lista para hacer el amor con él o con ningún otro chico. Era algo demasiado novedoso y le daba miedo dar un paso tan grande.

El tiempo estaba pasando demasiado deprisa y quería detenerlo. Quería volverlo hacia atrás. Ojalá pudiese regresar al pasado, al viejo mundo, al mundo en el que estaba a salvo, a su vida en casa con sus padres, sus pósteres y sus humildes y cotidianas fantasías.

Necesitaba hablar con alguien, alguien a quien pudiese explicárselo. Alguien que siempre hubiese estado allí y que ya la conociese en el pasado. Necesitaba buscar refugio en la calma que le proporcionaba lo familiar. ¿Trav? Tilo estaría con él y, en cualquier caso, era un chico. Jessica pensó que quizá prefería la compañía de otra chica aquella noche. En ese caso, solo le quedaba una opción.

Mel.

* * *

Dyona pensó que quizá debía ver el lado bueno de la situación.

En primer lugar, estaba consiguiendo más experiencia de primera mano sobre Londres de la que consiguió recabar sobre Óxford. Ser conducida a través de aquellas desoladas calles por un pequeño grupo de Corazones Negros armados, cuyos cascos con linternas escudriñaban la oscuridad, no contaba como la expedición propia de una alienóloga, pero le permitía verse inmersa en las condiciones locales. Ella no estaba protegida por casco alguno, pero su armadura dorada brillaba con un destello tenue. Quizá solicitase un desvío en el rumbo hacia el museo Británico, aunque dudó que se lo permitiesen. No estaba esposada ni atada, ya que no tenía ninguna posibilidad de escapar de su siniestra escolta. El objetivo de su excursión nocturna no era el estudio, sino una ejecución.

Su ejecución.

—Será una pena que un miembro orgulloso y patriota de las Mil Familias, Dyona, del linaje de Lyrion, sea asesinado trágicamente en el cumplimiento de sus quehaceres —había exclamado Gyrion en sus aposentos.

—¿Ah, sí? —replicó Dyona—. Pues discúlpame si no derramo una lágrima.

—Lo harás, querida. Verás, no deberías haber partido en contra de lo aconsejado por tu precavido comandante de la flota. Él te advirtió de que las calles de esa parte de Londres aún no habían sido aseguradas por el Ejército de los cosechadores, por lo que te recomendó no llevar a cabo una operación de alienología en un territorio potencialmente hostil, pero motivada por una abrumadora pasión por demostrar una vez más la supremacía racial y cultural de tu pueblo, desobedeciste a aquel que te amaba como a una hija, quien, si se hubiesen dado unas circunstancias más felices, se hubiese convertido en tu suegro, y decidiste continuar bajo tu propia responsabilidad. —Gyrion suspiró, con falso dolor—. Y nunca regresaste.

Dyona esbozó una amarga sonrisa.

—¿Cómo será la versión del asesinato que escuchará la gente?

—Tu expedición fue emboscada por unos violentos terrícolas, me temo. Fuiste asesinada, hecha pedazos. El único superviviente, uno de mis leales y valerosos Corazones Negros, me transmitió los detalles tras regresar, valeroso…

—Has dicho «valeroso» dos veces en la misma frase, Gyrion.

—Tras regresar de un viaje amargo y tortuoso hasta la Ayrion III, momento en el que me transmitió tus últimas palabras: «¡Larga vida a mi pueblo! ¡Larga vida a los cosechadores!». —Gyrion parecía genuinamente motivado por su propaganda—. Nunca encontraremos tu cuerpo, por supuesto. El plan es la solución perfecta al problema que supone tu existencia. Mientras vivas, Dyona, no serás más que una miserable traidora, pero al morir te convertirás en una heroína y una mártir de la causa que tanto desprecias. Espero que te duela saberlo.

—¿Y cómo moriré? Realmente, quiero decir.

—Deprisa, Dyona. Más rápido de lo que mereces por tu papel en la muerte de mi hijo. Solo desearía poder estar allí para verte morir, pero no siempre salen las cosas tal y como las deseamos, y tengo una reunión que organizar. Adiós, Dyona, del linaje de Lyrion. Que los scaraths roan tus huesos.

Había intentado mantener una expresión valiente ante la presencia de Gyrion y, probablemente, hubiese tenido éxito. Tampoco lo estaba haciendo mal en ese aspecto en aquel momento, pero no era capaz de sacudirse todo el miedo de encima. Respiraba de forma entrecortada y le temblaban las piernas. Cada paso podía ser el último.

—Muy bien —dijo el Corazón Negro que iba tras ella—. Ya es suficiente. Quieta, traidora.

Quieta. En una calle llena de escaparates destrozados, cubierta de cascotes y vehículos calcinados. Dyona jamás hubiese imaginado que moriría en un lugar así.

—De rodillas. Pero con cuidado, no vayas a raspártelas. —La broma propició frías carcajadas.

Dyona se arrodilló.

—Hora de morir —se regodeó el Corazón Negro.

Las balas de ametralladora atravesaron tanto su armadura como su cuerpo. Borboteó sangre mientras se desplomaba y su cuerpo sin vida cayó como un peso muerto al lado de Dyona, que se extendió sobre el suelo cuan larga era y apoyó las manos sobre el asfalto. Era una postura fruto del pánico, pero sensata en cualquier caso.

Los otros Corazones Negros consiguieron disparar sus subyugadores unas cuantas veces, puede incluso que causasen algunas bajas, pero los atacantes eran invisibles en la noche, parecían haberlos rodeado y estaban equipados con armas que sabían muy bien cómo manejar. Los mataron con eficiencia. Los Corazones Negros fueron abatidos.

Los disparos cesaron tan súbitamente como empezaron. Dyona vio figuras oscuras apareciendo de entre las sombras. Sus salvadores, pensó ella. La habían rescatado de una ejecución a manos de su propia especie, sus enemigos. ¿O quizá estuviese asumiendo demasiado? Por irónico que fuese, Gyrion había dado en el clavo con lo de la emboscada terrícola; quizá después de todo consiguiese su heroína y su mártir. Los cosechadores tenían un dicho: «Pasar de la mirada del guerrero a las mandíbulas del scarath».

Los terrícolas se aproximaron a Dyona, apuntándola con sus armas.

* * *

Mel estaba soñando.

Estaba en un parque al que su madre solía llevarla cuando era pequeña, y sabía que estaba soñando por varias razones. En primer lugar, aquel parque ya no existía: tanto este como el jardín en el que se encontraba habían sido arrasados años antes para construir un supermercado de gran interés comercial. En segundo, su madre (que parecía feliz y contenta en su sueño) no tenía ese aspecto la última vez que Mel la vio, ya que entonces estaba muerta. Por último, estaba el pequeño detalle de que Mel había dejado de ir a parques cuando tenía ocho o nueve años; sin embargo, mientras sujetaba la mano de su madre y esta caminaba a su lado hacia el carrusel, los balancines y columpios, pudo comprobar que tenía la misma edad que en la vida real. Así que estaba soñando, pero no le importaba. Era un buen sueño.

Al principio.

Volver a estar con su madre era algo especial. Algo de lo que alegrarse. Mel quería hablar con ella, escuchar la voz de su madre, pero las escenas del sueño se sucedían como las de una película muda, en completo silencio. Lo único que podía oír era su propia respiración mientras dormía.

Su madre estaba sentada a su lado en el carrusel, riendo, y su boca se abrió de par en par, como un foso en el que un niño descuidado pudiese llegar a caer. Mel se sujetaba a una barra con todas sus fuerzas mientras su madre empujaba y el carrusel no paraba de girar, haciéndola sentir como la manilla de un reloj mientras el tiempo giraba a su alrededor a una velocidad de vértigo. Su madre debía de haber estado entrenando desde que murió, o algo por el estilo, porque estaba haciendo girar el carrusel a semejante velocidad que Mel solo podía ahogar un grito, y el viento se aferraba a su pelo y tiraba de él como un muchacho travieso. Deseó que ese chico tan horrible, Richie Coker, no estuviese allí, porque a él también le gustaba empujar el carrusel muy deprisa, y cuando Cheryl Stone se cayó aquella vez, raspándose las rodillas y sangrando, Richie se había reído.

Él no estaba cerca, pero otras personas sí lo estaban; en concreto, había tres en el carrusel con ella. Le sorprendió no haberse dado cuenta antes. Simon Satchwell estaba allí, sonriendo bajo sus gafas. Y Rev, vestido de cuero, como siempre, aunque su presencia se le hizo extraña porque, por lo que Mel era capaz de recordar, no conocía al motero en Wayvale. Y, por incongruente que fuese, también había adultos a su alrededor, la directora Shiels, el señor Greening, el capitán Taber, la doctora Mowatt, Darion, todos estaban sentados en el carrusel, sonriendo hacia ella con las manos apoyadas tranquilamente sobre las rodillas. Lo cual no era nada bueno. Estaba mal. Era peligroso. Deberían haber estado sujetándose. Tenían que sujetarse, porque estaban girando a tal velocidad que, si no lo hacían, acabarían resbalando y, si resbalaban, se caerían.

¿O es que querían caerse?

Porque Mel no quería. Mel se sujetó. Quería decirle a su madre que frenase, que se detuviese, pero cuando miró hacia ella, su madre se había marchado y había otra persona haciendo girar el carrusel. Mel lo comprendió.

No se alegró de volver a ver a su padre.

Gerry Patrick estaba empujando el carrusel con tanta fuerza que lo convirtió en un borrón circular, y Mel comprendió qué lo motivaba. Quería que todo el mundo cayese. Era lo que buscaba. Pero ella no caería. No quería. Se aferraría con todas sus fuerzas. Sollozaba.

Y su padre se rio, porque el carrusel se había separado del suelo y estaba ascendiendo hacia el cielo, más arriba, y más, y el mundo quedó muy lejos y Mel ya no pudo ver a su padre, ni el parque, ni el jardín. Bajo sus pies había una ciudad, una ciudad en llamas, un mundo en ruinas. La devastación se extendía bajo el carrusel, que no paraba de girar.

La directora Shiels cayó. Sin mediar palabra. No gritó, ni chilló, ni protestó ni se quejó. La directora se limitó a caer, y el señor Greening cayó tras ella, cumpliendo su tarea de fiel asistente hasta el final. La distancia los empequeñecía, a ellos y a todo cuanto habían sido, volviéndolos insignificantes. El capitán Taber cayó del carrusel para unirse a ellos, y después la doctora Mowatt, y Rev. Todos estaban cayendo. También Darion. Mel gritó el nombre de Simon para sí y extendió el brazo hacia el muchacho; este vio la mano, pero no la tomó. La miró con resignación, tranquilo, casi con lástima. Y cayó.

Y Mel también sentía que se estaba escurriendo, que se estaba precipitando hacia el borde. Pero no podía. No lo haría. Quería quedarse en el carrusel, aunque le costase, aunque tuviese que emplear todas sus fuerzas en ello. Sus compañeros de viaje se habían rendido a la gravedad, pero ella no claudicaría. Todavía no. Aún había cosas que hacer. Todavía estaba Jessica. Tenía que asegurarse de que Jessica estaría a salvo. Pero su agarre se estaba debilitando. Sintió que se soltaba…

* * *

Mel no supo decir si se había obligado a sí misma a despertar para escapar del sueño o si era el frenético aporrear en la puerta lo que la sacó del letargo. Le alegró haber dejado la desagradable experiencia atrás y se levantó para responder a los golpes. Echó un vistazo a su reloj: casi era la una de la mañana.

—¿Quién es? Pero ¿no has visto qué hora es…?

—Mel. Soy yo.

Mel abrió la puerta de inmediato. Cuando Jessica quería estar con ella, daba igual la hora.

La pregunta era: ¿seguía queriendo a Jessica? Porque, si ese era el caso, entonces aquel era el momento de demostrárselo. Resultaba evidente con solo comprobar el alterado estado emocional en el que se encontraba su amiga, que entró corriendo en la habitación.

—¿Qué ha pasado?

—Mel, es que… Soy una cobarde. —Empezó a dar vueltas por la habitación, agitada—. Podría haber… Quería… Pero al mismo tiempo estaba asustada. Y ahora he perdido a Antony del todo, lo sé, y no puedo culparlo, y qué voy a hacer si es mi culpa, y qué puñetas me pasa…

—Eh, eh. Lo primero que vas a hacer va a ser sentarte —le aconsejó Mel—. Después vas a respirar hondo unas cuantas veces. Luego vas a contarme cuál es el problema, con todos los signos de puntuación en su sitio, sin dejarte ningún detalle, con claridad y orden. Harían falta subtítulos para entender lo que acabas de decir. —Aunque Mel podía deducir, por lo que había entendido, que había habido problemas entre Jessica y Antony.

El atribulado relato de Jessica confirmó todas sus sospechas, aunque la noticia de la seducción de Ruth Bell fue toda una sorpresa.

—Tenía que hablar con alguien —dijo la rubia—, alguien en quien pudiese confiar. Contigo, Mel. Pero… —Pareció darse cuenta por primera vez de que Mel seguía en ropa interior. El Enclave Cero no tenía un amplio suministro de pijamas apropiados para chicas adolescentes—. Quizá debería haberlo dejado para mañana por la mañana. Lo… lo siento. Te he despertado. Ha sido muy egoísta por mi parte. Me voy. —Y empezó a levantarse.

Las manos de Mel, apoyadas en sus hombros, la hicieron sentarse de nuevo.

—No, no te vas a ir. Tú te quedas, Jessie. Solo estaba durmiendo. Puedo hacerlo todas las noches. Si quieres hablar, hablaremos.

—¿Qué voy a hacer, Mel? —preguntó Jessica, desolada.

—¿Crees que Antony te mintió cuando te dijo que rechazó a Ruth?

—No. Le creo. No está interesado en ella.

Mel, que estaba sentada en el lado opuesto de la cama, le estrechó las manos.

—Entonces, supongo que todo depende de lo interesada que estés tú en él. Es hora de que tengas en cuenta tus emociones. Olvídate del mal rollo que has pasado ahora. Si no hubiese ocurrido, ¿qué le dirías a Antony con respecto a cómo te sientes? —Conservaba una pequeña y frágil esperanza de que Jessica no diría lo que, en el fondo, Mel sabía perfectamente que iba a decir.

—Que lo quiero.

Te lo dije. Mel rezó para que Jessica no notase su mueca. Por lo menos, no pudo ver cómo su corazón se rompía definitivamente, más allá de cualquier posible reparación.

—O sea, que lo quieres.

—Sí, pero esta noche quería estar conmigo, que me acostase con él, y yo no pude. Así que, quizá… —Lanzó una mirada hacia Mel—. Quizá tenga un problema con los chicos y el sexo. Es tan difícil saber qué hacer o qué no hacer. Tanta presión. Tantas, no sé, expectativas. Quizá sería más fácil, no sé… —Sus ojos verdes se volvieron, nerviosos, hacia los de Mel, azules—. Si después de todo me gustasen las chicas.

Por fin, después de tanto tiempo. Después de todo por cuanto había pasado. Después de todas las ocasiones en el viejo mundo en las que Mel contempló la fotografía (ahora extraviada) en la que salían Jessica y ella juntas, preguntándose cómo sería si estuviesen juntas, deseando que ocurriese. Antes, en el primer Enclave, había intentado maquinar una situación que diera al traste con la relación de Jessica y Antony, conduciendo a su amiga a sus brazos en busca de consuelo, pero su plan fracasó. Sin embargo, en aquel momento y lugar, en el Enclave Cero, Jessica estaba haciendo lo que su amiga morena siempre había querido sin que esta la presionase lo más mínimo, estaba invitando a Mel a mover ficha. Lo único que tenía que hacer era acariciarla, rozar sus labios. No la hubiese rechazado. Por primera y, como pensó Mel, última vez, Jessica estaba disponible.

Qué irónico.

—No —dijo casi sin querer, tranquilizadora—. Eso no es lo que quieres, ¿verdad?

—No lo sé. Quizá. No se me dan bien las relaciones. No comprendo a los chicos. —Se puso colorada—. Pensé que era lo que tú querías.

—Pero bueno, siempre es así, ¿no te parece? —Mel sonrió con desgana—. Todos intentamos deducir lo que quieren los demás cuando basta con preguntar.

—¿Qué quieres decir, Mel?

Qué joven parecía Jessica. Qué distante, como si Mel estuviese viendo a su amiga desde un carrusel en el cielo. ¿Cómo iba siquiera a contemplar la posibilidad de aprovecharse de la vulnerabilidad de Jessica para su propio beneficio? Jessica estaba con Antony. Mel lo sabía, por doloroso que resultase asumirlo. Todavía quería a Jessie, por supuesto, pero solo algunos tipos de amor implicaban sexo. Otros se centraban en el sacrificio.

—Antony no te obligó a hacer nada, ¿verdad? —dijo.

—No, por supuesto que no. Solo pensó que me encontraba más preparada de lo que realmente estaba para… bueno, para estar con él. Pero no estoy lista. Todavía no. Es demasiado pronto.

—Pero no lo expresaste, así que las cosas fueron demasiado lejos y saliste corriendo hecha polvo.

—Más o menos —reconoció Jessica, abatida.

—Bueno, antes te dije que no iba a darte ningún consejo sobre sentimientos, pero somos chicas. Es normal que cambiemos de opinión. Así que aquí viene el tratamiento recomendado por la doctora Patrick, Jess. En una palabra: honestidad. Puede curar los malentendidos y todo tipo de confusiones. Puede hacer que las personas se reúnan de nuevo. En este caso, tú y un atractivo antiguo delegado del colegio Harrington. Sé sincera con Antony. Cuéntale lo que me has contado. Nunca se sabe, puede que él también sintiese la misma presión que tú, que creyese que esperabas que se comportase de algún modo, que no te decepcionase. Puede que esté tan dispuesto a esperar al momento adecuado como tú.

—¿Tú crees? —dijo Jessica, con un precavido optimismo.

—Lo sé. Antony es de los buenos. Me lo demostró cuando él, Travis y yo nos fuimos a buscar a Darion aquella vez. Puedes confiar en él, Jess, y si puedes confiar en él, también puedes ser honesta con él. —Mel hizo una pausa y sonrió—. Pero puede que aún no. Creo que con irrumpir en una habitación de noche ya es suficiente, así que será mejor que esperes a mañana.

Jessica asintió. Después, habló con prudencia.

—¿Puedo pasar la noche aquí?

—¿Qué? ¿Aquí? ¿Esta noche? Jessica, no…

—No me refiero a hacer nada, Mel. Quiero decir, como si fuera una fiesta de pijamas, como solíamos hacer en mi casa cuando mamá y papá vivían y éramos jóvenes. Me encantaban, las esperaba con un montón de ganas.

—Jessie, creo que ya somos mayores para fiestas de pijamas —dijo Mel, burlona.

—Lo sé. Lo sé, de verdad. —Jessica suspiró—. Pero ¿no podríamos fingir lo contrario por última vez? Solas tú y yo, Mel. Por el mundo que hemos dejado atrás y las niñas que no volveremos a ser. Antes de seguir adelante. Antes de que vuelva con Antony. Vamos a pasar una última noche juntas. Por favor.

—Vale, Jessica. ¿Quieres una fiesta de pijamas? Tendremos una fiesta de pijamas. —Mel no podía negarle nada a Jessica.

Más tarde, se quedó despierta mientras su amiga dormía a su lado en la cama, contemplando cómo respiraba, apartándole un mechón de pelo que había caído sobre sus entreabiertos labios. La dulce y encantadora Jessica Lane merecía algo mejor que Mel, después de todo. Más le valía a Antony cuidarla bien, después de…

¿Después de qué?

Mel sintió que se le helaba la piel. El sueño. Ella y los muertos volando sobre la tierra, cómo caían los demás al vacío, sin resistirse, sin protestar, mientras ella se aferraba. Qué pequeño parecía el mundo desde aquella altura, qué minúsculos resultaban sus problemas. Podría dejarlos atrás soltándose del carrusel. Todos los viajes tocan a su fin. Quizá sus compañeros estuviesen en lo cierto al dejarse llevar. Quizá hubiese que aceptar el destino.

Mel se inclinó sobre Jessica y la besó en la frente. Esta se revolvió, sin llegar a despertarse.

—Buenas noches, Jessie —susurró Mel—. Que duermas bien.

Cuando consiguió dormir, los sueños no la atormentaron.

* * *

Antony se contuvo todo lo posible, pero mucho antes de las siete de la mañana ya estaba ante la puerta que conducía a la habitación de Jessica, aporreándola.

—¿Jess? Jess, ¿estás aquí? Por favor, Jess, si estás aquí, solo quiero hablar. Quiero pedirte perdón por lo de anoche.

—He oído la expresión esa de que hablar con algunos es como hablar con una pared —dijo Mel mientras caminaba por el pasillo hacia él—, pero eso de hablar con una puerta es nuevo, Antony. Me temo que la respuesta será muy parecida. Al otro lado hay una habitación vacía. Jessica ha pasado la noche en mi cuarto.

—¿En el tuyo? ¿Sigue ahí? —preguntó con urgencia—. Necesito verla.

Mel le indicó que no haciendo un ademán con el dedo.

—Sí, sigue ahí, pero no, no puedes ir.

—Pero Mel, no entiendes…

—Sí que lo entiendo. Jessie me lo contó todo. —Le dio unas palmaditas a Antony en el hombro—. Hablará contigo cuando esté preparada y en condiciones. Confía en mí. —Y le guiñó un ojo—. No tardará.

—Lo que me preocupa es lo que me pueda llegar a decir —le confesó Antony.

—Insisto en que confíes en mí. No te preocupes. Venga, vamos a por una taza de ese café especial del Enclave, aunque me da la impresión de que lleva de todo menos café. ¿A ti qué te parece?

No fueron los primeros en llegar a la cantina. Sin embargo, ninguno de sus ocupantes parecía interesado en desayunar, ni Travis ni Tilo, tampoco Richie, ni siquiera los numerosos miembros de los Reyes del Ring. Parecía que estaba teniendo lugar algo mucho más importante.

—Acabo de enviar a alguien a buscaros —dijo Travis—, ¿dónde está Jessie?

—Ahora viene —dijo Mel—. ¿Qué pasa?

—Cooper ha vuelto —declaró Richie, orgulloso—. Con un prisionero. Ahora mismo lo trae.

—Fantásticas noticias. Buen trabajo, Cooper —lo elogió Antony.

—¿Ya habéis avisado a los parangones? —preguntó Mel.

—Deberían estar al caer —dijo Tilo—. Creo que a Crispin le lleva un rato vestirse por las mañanas.

—Olvidaos de ellos —gruñó Richie—. ¿Qué hay de Coop, eh? ¿Qué hay de mis Reyes del Ring?

Como si acabase de oír su nombre, Cooper apareció en la cantina, armado y acompañado por un grupo de adolescentes. Y por un individuo más significativo.

—Muy bien, entonces —dijo Richie con una sonrisa—. Vamos a echar un buen vistazo a ese maldito cosechador.

Un brusco empujón hizo avanzar al prisionero.

Travis ahogó un grito de sorpresa. Antony abrió la boca de par en par. Mel hizo lo mismo.

—Nunca había visto a un cosechador como este —dijo Cooper—. Lleva una armadura dorada. Y a mí me parece una tía. —El prisionero también reaccionó con sorpresa—. Y, por lo que hemos visto, a los otros alienígenas no les importará un carajo lo que hagamos con ella.

—¿Travis? —preguntó la cosechadora con extrañeza.

—Dyona —afirmó Travis.