9

Antes de quedarse dormido, Travis decidió que por la mañana les hablaría a Dwayne y a Danny de todas las causas que explicaban la presencia del grupo en Londres: el Enclave Cero, el virus de transferencia genética, todo. Puede que los Fantasmas estuviesen dispuestos a ayudarle. Quizá hubiesen encontrado explosivos o algo entre los materiales abandonados por el Ejército, dinamita o granadas lo bastante poderosas como para abrirse paso por la fuerza hasta llegar al interior del Enclave, si es que encontraban una puerta antes de dar con Crispin. Travis asumió que podía implicar a los hermanos en su causa, al menos a ese nivel, incluso si colaborar con otras bandas parecía aún un objetivo muy lejano. Pero tenía la impresión de que, con el tiempo, conseguiría persuadirlos incluso en ese aspecto. Danny ya estaba prácticamente convertido, y Dwayne solo necesitaba un empujón. Travis tenía buenas vibraciones con respecto a la discusión que habían mantenido. Confiaba en que podría proporcionarles el incentivo final él mismo, si tenía la oportunidad.

Pero no la tuvo.

Dwayne estaba inclinado sobre él, sacudiéndolo con fuerza.

—Naughton, levanta tu culo blanco.

—¿Qué ha pasado? —Travis se incorporó de inmediato. Estaba acostumbrado a ponerse en marcha justo después de levantarse. Remolonear era un lujo que se había perdido para siempre.

—Trav, ¿qué ocurre? —Tilo se revolvió a su lado.

El amanecer grisáceo proyectó una luz débil que bastó para que Travis pudiese ver la resolución y el miedo en los rasgos de Dwayne Randolph. El edificio vibraba, como si temblase de miedo ante lo que estaba por venir. Escuchó el ruido de motores lejanos.

—Los cosechadores —dijo Travis, sombrío.

—La patrulla callejera dice que están en marcha y que vienen hacia aquí. Con soldados y naves. Tú y los tuyos tenéis que largaros de aquí a toda prisa. —Dwayne les entregó los subyugadores a Travis y Tilo y le lanzó su arma, más convencional, a Ruth, que asomaba bajo las sábanas. Estaba vestida, lo que no sorprendió a Travis lo más mínimo. Solo se había quitado los zapatos, igual que Tilo y él.

—¿Dónde está Antony?

—Danny ha ido a buscarlo.

Y lo había encontrado. Travis vio a los dos chicos corriendo a través de la oficina, aproximándose a ellos. También pudo ver la confusión y la desesperación que reinaba entre los Fantasmas mientras los miembros más mayores gritaban órdenes y los chicos y chicas se hacían con armas para dirigirse a toda velocidad hacia las escaleras. Los niños más pequeños se quedaron donde estaban, apiñados unos con otros. Algunos empezaron a llorar.

—¿Estás bien? —le preguntó Travis a Antony, a quien también le devolvieron el subyugador. El muchacho rubio asintió, lacónico—. Entonces, llévanos al frente, Dwayne.

—Ni de coña. —La negativa de Dwayne sonó definitiva, una reacción que no esperaba—. Tenéis que llegar a vuestro destino mientras aún podéis. Este es nuestro territorio. Es nuestra guerra.

—Y también será vuestra muerte —le advirtió Travis—. Necesitáis toda la ayuda que podáis encontrar.

—No me digas lo que tenemos que hacer, tío —respondió Dwayne, lanzándole una mirada feroz.

—Lo que mi hermano quiere decir —intervino Danny— es que probablemente nos ayudéis más siendo libres para que hagáis lo que habéis venido hacer a Londres. No somos tontos. Nadie con dos dedos de frente hubiese venido aquí sin una buena razón. No venís a buscar a vuestros familiares o amigos, sino que estáis buscando algo. Y tengo la sensación de que es importante para todos nosotros que lo encontréis.

—Tienes razón, Danny —se limitó a decir Travis—. Lo es.

—Entonces, ¿por qué seguís aquí? —gritó Dwayne—. Podemos contener a los alienígenas.

Travis se sintió dividido. Parte de él quería quedarse y pelear. Era una actitud honorable, incluso por una causa desesperada, puede que incluso más si ese era el caso. Pero otra parte de él sabía que los Fantasmas caerían y que, si sus compañeros caían con ellos, no habría virus de transferencia genética y, al final, la raza humana no triunfaría.

Así que tampoco es que tuviese elección al respecto. Travis estrechó la mano de Dwayne Randolph con calidez.

—Buena suerte.

* * *

Sin embargo, en ocasiones, la suerte no basta para salvar la vida. Los cuatro adolescentes acababan de emprender su camino en dirección este, hacia el Parlamento, cuando el recolector que se erguía en el cielo a sus espaldas puso en marcha su rayo tractor, iluminando la zona con su luz cegadora. La resistencia de los Fantasmas ya debía de haber terminado. El territorio de los hermanos Randolph pertenecía a los cosechadores.

—Venga. Más deprisa —urgió Travis sin parar de correr—. Pueden estar aquí de un momento a otro.

—Travis, ¿y si continúan avanzando? —Tilo pensó que las calles a su alrededor eran una trampa, callejones sin salida—. ¿Y si llegan al Parlamento antes que nosotros? ¿Y si este es el asalto final sobre Londres?

—Entonces, tendremos que cambiar de planes —declaró Travis—, pero, de momento, nos atenemos al plan A: ¡Correr!

—No puedo. No puedo —dijo Ruth entre jadeos, exhausta a más no poder.

—Antony, ayúdala. —A pesar de que el chico trataba de mantener la distancia con ella.

Apretando los dientes e incapaz de negarse, Antony estrechó la mano de Ruth.

—¿A que en realidad no te pasa nada? —le susurró.

—Ahora no —contestó, traviesa. Ella y Antony no tardaron en igualar el paso de Tilo y Travis.

Pero los cosechadores iban más deprisa que cualquiera de ellos.

Dos vainas de batalla flotaron a toda velocidad sobre la calle, volando desde el este. Los adolescentes echaron el cuerpo a tierra, entre los cadáveres de los coches, mientras las vainas de batalla pasaban sobre ellos.

—¿Crees que nos han visto? —preguntó Ruth, temerosa.

—En ese caso, nos hubiesen disparado. —Tilo intentó sonar reconfortante—. ¿Verdad?

—Quizá nos estén dejando para sus compañeros —aventuró Travis.

Al paso de las vainas aparecieron guerreros a pie, vestidos de negro, brotando del final de la calle y dirigiéndose de forma implacable hacia ellos, docenas de cosechadores distribuidos en grupos para adentrarse en los edificios, explorando incluso las carrocerías de metal de los vehículos.

—Están buscando esclavos —susurró Tilo.

—Pues vamos a ponérselo difícil. —Travis hizo una señal a Antony y a Ruth para que retrocediesen por donde habían venido con sigilo.

Sin embargo, era evidente que Ruth Bell creía que una retirada debía llevarse a cabo con rapidez, cualesquiera que fuesen las circunstancias. Sin esperar a Antony o al resto, echó a correr.

Y la vieron. Un cosechador gritó. Ruth profirió un alarido. Travis maldijo. Tilo y Antony abrieron fuego. Y parecía que, en ocasiones, la suerte sí podía salvarte la vida. Dada la brillante andanada de los subyugadores alienígenas, el hecho de que ninguno de los cuatro adolescentes hubiese sido alcanzado solo podía atribuirse a la buena fortuna.

Pero Travis no estaba dispuesto a quedarse de brazos cruzados para comprobar aquella teoría.

—¡En marcha!

Nadie preguntó adónde, pero todos corrieron tras él. Los rayos de energía chisporroteaban allí donde alcanzaban a los vehículos y soltaban chispas cuando impactaban sobre la acera o el asfalto: era como si el grupo estuviese siendo perseguido por fuegos artificiales. Huir hacia delante dejó de ser una opción viable. Aparecieron más cosechadores, probablemente alertados por sus camaradas de la retaguardia, y las vainas de batalla aparecieron de nuevo, convirtiendo en inútil cualquier dirección a través de la cual huir a pie.

Excepto, quizá, una.

Los tiempos desesperados exigen medidas desesperadas. Travis recordó con claridad lo que Dwayne Randolph le había contado la noche anterior acerca de los Carroñas y el lugar en el que moraban. Pese a ello, la entrada de la boca de metro de Pimlico, a escasos metros de distancia, parecía cada vez más tentadora. La oscuridad y lo desconocido esperaban en su interior. Pero cuando la certeza incluye el hecho de que una fuerza de cosechadores se abalance sobre ti, a punto de abatirte de un momento a otro, lo desconocido tiene su atractivo.

—¡A la estación de metro! —gritó Travis—. ¡Ahora!

Bajaron los escalones de dos en dos hasta llegar al andén. Por lo menos habían dejado atrás las vainas de batalla, pero no se atrevieron a detenerse porque no cabía duda de que los guerreros aún les estaban pisando los tobillos.

Alguien había estado allí recientemente. Sí, había oscuridad, una negrura subterránea propia de criptas y cuevas, pero una hilera de lámparas se extendía sobre el suelo de baldosas, lámparas de aceite que seguían encendidas y cuya débil llama amarilla iluminaba los terminales de venta y las ventanas de atención al cliente, las verjas de hierro y los tornos que bloqueaban el paso hacia las escaleras mecánicas. Alguien había retirado una sección de la reja. Las lámparas formaban un camino desde el exterior hasta las escaleras mecánicas, o quizá desde las profundidades hacia la superficie, una turbulenta posibilidad que inquietó a Travis. Carroñas.

—¿Qué hacen aquí abajo? —preguntó Antony, ceñudo, mientras señalaba las lámparas.

—Salvándonos el pellejo. —Travis cogió una de ellas—. Vamos. Coged una cada uno.

Tilo obedeció y solo entonces se atrevió a preguntar:

—Trav, ¿adónde vamos?

—Ya sabes adónde, Tilo. Los perderemos en los túneles.

—Travis, no puedo ir ahí abajo. —Iluminado a duras penas por la lámpara, su rostro era una máscara de terror—. Estará completamente oscuro, será como entrar en una tumba. No puedo hacerlo, Trav.

—Tilo, sé cómo te sientes. Yo estoy igual. Pero tenemos que ir ahí abajo. —Empezaron a resonar las primeras pisadas sobre los peldaños—. O perderemos.

Cuando Tilo asintió pese al terror que brillaba en sus ojos, Travis la amó más que nunca.

—Romped las otras lámparas —ordenó al tiempo que pateaba las que tenía más cerca, haciendo añicos el cristal y extinguiendo las luces—. Vamos a comprobar si pueden ver en la oscuridad con esos ojos.

—Antony —le imploró Ruth a medida que la oscuridad se cernía sobre ellos cada vez más, devorándolos, con cada lámpara destruida—. Deja que me quede a tu lado. Por favor. —Su tono de voz revelaba que no tenía ningún plan o segundas intenciones. Tenía los ojos clavados en él y abiertos de par en par.

Antony asintió. Por una vez, la necesidad era mutua.

La hilera de lámparas finalizaba en las escaleras mecánicas. Bajo ellos no había más que oscuridad; era como si se encontrasen al borde de la entrada a una mina. Puede que el cuarteto no hubiese tenido el valor para descender sosteniendo las lamentables fuentes de luz que portaban, incluso si así lo hubiese ordenado Travis, pero el violento estridor de las voces de los cosechadores que resonaba tras ellos los impulsó a seguir adelante.

Los adolescentes rezaron en silencio y se adentraron en el abismo.

La madre de Travis siempre las llamaba «escaleras móviles», aunque entonces no estaban en movimiento ni volverían a estarlo nunca. Sin embargo, los peldaños eran sólidos y reales bajo sus pies, y eso era más que suficiente cuando el oscuro vacío que se extendía a su alrededor y sobre sus cabezas parecía impalpable e intangible. Era como el universo antes de la creación, como la propia muerte. Travis respiró con fuerza para recordarse que seguía vivo. El titilar de sus lámparas era una promesa de esperanza.

Llegaron al final de las escaleras. Ruth sollozó, aliviada.

—¿Podemos quedarnos aquí? —dijo Tilo—. Vamos a quedarnos aquí… a esperar a que los alienígenas pierdan interés y se marchen. No nos seguirán hasta aquí abajo. Estaremos bien si nos limitamos…

A una altura que se les antojó inconmensurable, unos haces de luz atravesaron la oscuridad, multiplicándose y descendiendo lentamente.

—Lo que faltaba… deben de tener luces en sus cascos o algo así —dedujo Antony.

—Sí. Bueno, por lo menos les hemos sacado distancia. —Travis se alejó de las escaleras mecánicas, lo que en perspectiva resultó ser una buena idea.

Los destellos de los subyugadores atravesaron la negrura como meteoritos en la noche, alcanzando las escaleras y los muros del hueco, revelando carteles que anunciaban las últimas veladas de funciones que jamás volverían a representarse. Los cosechadores estaban abriendo fuego a ciegas, pero era evidente que disparaban a matar.

Los adolescentes echaron a correr por el túnel más cercano. Su redondez, revelada por las lámparas, le daba un aspecto orgánico, pero no había nada de natural en él. Para Tilo, la oscuridad era como una aterradora inundación que amenazaba con sumergirla y ahogarla.

—Travis, si salimos de aquí, recuérdame que nunca me dé por la espeleología. —Intentó reír.

Ruth Bell gritó.

—¡Tengo algo encima! ¡Tengo algo encima! —Y soltó la lámpara.

En el instante en el que cayó al suelo, vieron a las ratas corriendo en torno a los pies de Ruth como peludos trozos de cuerda. Entonces la lámpara se hizo pedazos y la oscuridad volvió a engullir a los roedores. Pero seguían allí. Tilo sintió sus garras correteando sobre sus pies, los repugnantes cuerpos de aquellos animales frotándose contra sus talones, rondando entre sus piernas. Ella tampoco pudo contener un grito. Quería oír a Travis quitándole hierro a la situación con el discurso de rigor acerca de no tener miedo, pero él estaba demasiado ocupado pateando a ratas invisibles, y las palabras que escupía solo contenían cinco letras.

—¡Otra luz! ¡Puedo ver otra luz! —Antony pasó ante Tilo como una exhalación. Esta miró en la dirección hacia la que se encaminaba el chico y comprobó que tenía razón. Y había algo más… Figuras humanas cruzando el túnel que se extendía ante ellos, visibles de forma tan vaga que bien podían ser desvaríos de una imaginación alterada, o fantasmas—. Son personas. Travis, aquí abajo hay gente.

—No vayas tras ellos, Antony —le advirtió Travis—. No te interesa conocerlos, créeme. Malditas ratas.

Pero las criaturas, como Tilo comprobó, parecían haber desaparecido. O quizá se encontrasen a pocos centímetros de ellos, rondando entre la oscuridad, reagrupándose, esperando.

—¿Por qué no queremos conocer a esa gente, Travis? —inquirió Antony.

—Deben de ser los Carroñas. Dwayne Randolph me habló de ellos. Han convertido el metro en su hogar. Y, al parecer, también han desarrollado un par de hábitos de lo más desagradables.

—¿Como cuáles, Trav? —preguntó Tilo, tragando saliva.

—Dejémoslo en que lo más inteligente es apartarnos de su camino.

—Y del suyo. —Las voces de los cosechadores se abrían paso a través del túnel—. Ruth. —Antony la llamó para que se acercase a él y así poder protegerla. Después se dirigió hacia todos—. Los Carroñas se han largado hacia la izquierda. Sugiero que vayamos a la derecha cuanto antes.

—Eres mejor que un GPS, Antony —dijo Travis a la vez que asentía.

Avanzaron con rapidez hasta llegar a una bifurcación en forma de te, el lugar en el que habían visto marcharse a los Carroñas. En la pared había un letrero de información en el cual se indicaba que el andén de la izquierda conducía hacia Victoria Lane, al norte, y el de la derecha de vuelta al Támesis, al sur. Preferían ir en esa dirección antes que hacia los carroñeros, y las voces de los cosechadores parecían estar ganándoles terreno.

Los adolescentes echaron a correr; la luz amarilla se vertía y derramaba por todas partes mientras las lámparas se bamboleaban y saltaban en sus manos. Alcanzaron unas escaleras que conducían a una planta inferior. El túnel en el que concluían llevaba al andén en dirección sur. Ni que decir tiene que no había ningún tren, ni se esperaba que llegara. Pese a ello, había gente esperando.

En ausencia de Richie, Travis profirió su palabra más característica.

—Mierda.

Carroñas. Estaban puestos en cuclillas en el andén, agrupados en torno a lámparas y linternas, antorchas, e incluso un par de fuegos alimentados por libros y revistas. Había chicos y chicas, adolescentes la mayoría al parecer, aunque había algunos niños de menos edad; todos compartían el mismo aspecto desaliñado, sucio, casi salvaje, apenas humano. Sus rostros eran pálidos, sus lenguas colgaban de la boca y tenían la mirada perdida, como si fuesen pacientes de una institución mental. Sus provisiones estaban apiladas contra una de las paredes: gatos, perros y ratas muertas, y la sangre y los huesos de los animales devorados estaban esparcidos en torno a la carne que serviría para futuras comidas. También había otras viandas crudas, de articulaciones más grandes. Por primera vez, Travis agradeció la ausencia de electricidad: la reinante oscuridad le permitiría pasarse el resto de su vida convenciéndose de que lo que había visto no era lo que él pensaba.

Los Carroñas vieron a los cuatro intrusos con toda claridad. Los que estaban más próximos a ellos profirieron risitas agudas y dementes. Una niña pequeña con los labios manchados de rojo dio palmas con sus manos cubiertas de carmesí. Algunos de los chicos ladraron y aullaron. Otros caminaban a cuatro patas, mostrando sus dientes a los recién llegados y gruñendo.

—Maldita sea. —Antony sintió que estaba a punto de perder la cabeza. Se aferró a ella con tanta fuerza como asió su subyugador.

—Esto es una locura —gritó Tilo—. Una locura.

Uno de los Carroñas blandía una ametralladora. Disparó sobre el grupo de Travis. El estruendo de las balas en un lugar tan cerrado fue ensordecedor. Pero la puntería del carroñero era, como mucho, rudimentaria. Acribilló la pared, pero no alcanzó a los vivos. Un único disparo del subyugador de Travis se aseguró de que continuase siendo así.

Pero los habitantes del metro se habían incorporado y puesto en pie. Su comunidad estaba siendo atacada. Tenían enemigos que matar. Tenían hambre.

Se abalanzaron, rabiosos, sobre los cuatro adolescentes, con las bocas abiertas y los dedos extendidos hacia ellos.

Como los perros, pensó Tilo, aterrada. Aquí abajo, en la oscuridad, se han convertido en animales. Son bestias. Y, en parte, se alegró de poder distanciarse emocionalmente de ellos de aquel modo. Hacía que disparar contra niños fuese algo más fácil.

En cualquier caso, sus subyugadores estaban dispuestos para incapacitar, y los haces blancos paralizaban a los Carroñas en el instante en el que los acertaban, haciéndolos caer sobre el andén. Pero eran demasiados. Un chico sujetó a Tilo del brazo izquierdo y tuvo que soltar la lámpara, aunque no iba a darle tiempo a apuntar con la pistola antes de que… Ruth cogió la lámpara y golpeó en la cabeza al carroñero con ella. Ruth era la única que no estaba disparando y aquella intervención fue la única acción violenta que llevó a cabo, protegiéndose detrás de Antony. Los chicos también habían soltado sus lámparas para sostener sus subyugadores con ambas manos y poder llevar a cabo una implacable defensa. Pero estaban entre la espada y la pared, o entre los carroñeros y la pared para ser exactos: Tilo ya estaba acorralada contra una máquina expendedora de chocolatinas. Aquellos rostros de pesadilla, desfigurados y blancos hasta parecer fantasmas por la luz proyectada por los haces, se abalanzaron sobre ella y, aunque consiguió abatir a varios atacantes, uno de ellos seguía en pie. Tilo imaginó sus dientes hundiéndose en su cuello, tan afilados como los de un vampiro.

Travis sintió que ella estaba empezando a perder la fe.

—Sigue peleando, Tilo —la apremió—. Sigue disparando.

Porque, de pronto, dejaron de estar solos. Una salva de fuego de subyugador brotó del túnel que tenían a su izquierda, abatiendo a un grupo de carroñeros. Pero los cosechadores no contaban como aliados.

Los guerreros se abrieron paso a tiros hasta el andén, implacables, imparables. Efectivamente, sus cascos estaban equipados con linternas, que escudriñaban en la oscuridad desde el centro de sus frentes. Los cascos estaban diseñados para parecer depredadores de otro mundo, pero quienes los portaban se enfrentaban a una especie distinta de cazadores, originarios de aquel que habían invadido. Atrapados entre dos grupos, y ninguno de ellos es humano, pensó Tilo.

—Tilo. Tilo. —Travis la estaba sujetando del brazo, tirando de ella, conduciéndola desde el andén hacia el túnel. La amenaza de los cosechadores, mayor que la que ellos planteaban, había desviado la atención de los Carroñas. Despejando el camino con sus subyugadores, los adolescentes se abrieron paso hacia su única vía de escape.

Saltaron a las vías. Tilo aterrizó sobre una rata y sintió la columna del animal quebrarse bajo su talón.

—Esperad. —Antony regresó al andén rápidamente y cogió la única lámpara que estaba a su alcance—. Vamos a necesitarla.

Se detuvieron para echar la vista atrás, hacia la estación. Escucharon gritos adultos entre el fragor del combate. Quizá los primeros Carroñas que Antony vio habían regresado, emboscando a los cosechadores desde la retaguardia. Quizá los guerreros vestidos de negro no fuesen a salirse con la suya, después de todo. A Travis no le importó lo más mínimo. Le parecía bien que sus enemigos se eliminasen entre ellos.

—Larguémonos de aquí —dijo.

Una débil luz brillaba entre los cuatro. Se agruparon entre ellos, cogiéndose de los brazos con fuerza, sin atreverse a soltarse. Ruth sostenía la linterna mientras los demás mantenían sus subyugadores listos. Pero desde la estación de Pimlico no llegaron perseguidores, ni carroñeros ni cosechadores y, a medida que el túnel se aproximaba al Támesis, dejaron atrás en primer lugar la visión y después los sonidos del conflicto. Los adolescentes se vieron envueltos, una vez más, por una oscuridad completa.

—Caminad con cuidado —les advirtió Travis, aunque no fuese necesario. Nadie quería torcerse o romperse el tobillo tropezando sobre los raíles.

—¿A qué distancia crees que estará la próxima estación? —preguntó Tilo.

—Cada paso nos lleva un poco más cerca —fue la respuesta de Travis, lo cual no dejaba de ser un modo inspirador de reconocer que no lo sabía.

—Al menos parece que por fin nos hemos quitado de encima a los cosechadores —observó Antony—. Podemos contarnos entre los afortunados.

—¿Contar? Se me da bien contar —les recordó Ruth—. Uno, nos hemos quitado de encima a los cosechadores. ¿Dos?

—Ruth. —Antony estuvo a punto de echarse a reír, pese a todo—. No me refería a contar… —De pronto, el túnel se vio sacudido por un temblor—. ¿Qué ha sido eso?

Y tembló una vez más, esta vez de forma más violenta aún, como si se estuviese aproximando una avalancha. Los adolescentes se tambalearon.

—No es posible que se acerque un tren, ¿verdad? —Aunque sabía que la idea era ridícula, Travis miró en ambas direcciones.

—No hay ningún tren. —Antony alzó la vista hacia la impenetrable oscuridad sobre sus cabezas—. Pero está pasando algo. Ahí arriba.

Un tercer seísmo hizo que el suelo vibrase y el propio túnel se agitase. Escucharon un sonido lejano parecido a una explosión. Cerca de ellos, oyeron resquebrajarse el cemento.

—Pero ¿qué demonios…? —Travis también miró hacia arriba. Todos lo hicieron.

—¿Y si…? —preguntó Tilo—. ¿Y si los cosechadores están llevando a cabo un ataque aéreo, Travis? Con un recolector, o una nave esclavista. Como el que vimos en Óxford.

—¿Un ataque aéreo contra qué? —Otro crujido, como si el hielo estuviese resquebrajándose en un lago helado en el que patinar tenía consecuencias funestas, como una fisura aumentando de tamaño en un terreno desierto antes de un terremoto. Travis tenía los labios secos. Si pudiese ver el techo…, ¿estaría abriéndose?

—Contra los Carroñas. Contra la estación. —A Tilo le sobrevino una ocurrencia calamitosa—. Trav, no estamos debajo del Támesis, ¿verdad?

Antony le proporcionó la respuesta con un grito de terror.

—Agua. ¡Está cayendo agua!

En regueros helados y densos. De pronto, Tilo estaba empapada. Ruth se puso a gritar. Independientemente de la causa, la presa del túnel había reventado y, sin aquella protección, se encontraban varados bajo el fondo del poderoso río.

Hacía un rato, Tilo había imaginado que era la oscuridad la que la estaba sepultando. Entonces, mientras el cemento empezaba a desprenderse del techo agrietado, parecía que las aguas del Támesis tenían la intención de hacerlo literalmente.

* * *

¿Por qué no podían verlo? Dyona no cabía en sí de asombro. ¿Por qué no podían ver los demás cosechadores la traición en sus ojos?

En su interior, su sed de asesinar había crecido hasta alcanzar tales dimensiones que apenas podía creer que no se expresase a través de su cuerpo, de su rostro, en público, hasta traicionarla antes de que llegase el momento. Pero los oficiales de la nave con los que había intercambiado unas protocolarias palabras en el puente y los miembros de la tripulación con los que se había cruzado en los pasillos no parecían haber detectado nada raro. Daba la impresión de que ninguno de ellos tenía la menor idea de que los odiaba a todos.

Por supuesto, a eso contribuyó el hecho de que las castas inferiores de su gente no tuviesen permiso para mirar directamente a los ojos a un miembro de las Mil Familias.

Pero Gyrion sí podía. Y Gyrion no sospechó nada. Así que, después de todo, el comandante de la flota era un imbécil. Alguien debería acabar con su desgracia y así sería. Dyona prácticamente podía predecir la fecha exacta de su bien merecida muerte.

Tendría lugar en tres ocasos. Tras el avance a través de las zonas de Londres conocidas como Pimlico y Holborn en el norte y el Támesis y Lambeth al sur, Gyrion había ordenado detenerse a sus fuerzas. Westminster y Saint James, el núcleo de la vida política de los terrícolas británicos, que incluía el palacio en el que su fallecida monarca había residido, estaba reservado para dentro de tres días, para que coincidiese con la llegada de sus homólogos a la Ayrion III. El asalto final a aquellos distritos emblemáticos representaría el fin del proceso de esclavización del Reino Unido, convertido en un reino derrotado. En aquel momento, comenzarían las celebraciones. Y, poco después, estas se verían interrumpidas… de forma definitiva. Dyona imaginó a Gyrion con una bebida en la mano y una sonrisa en su cara en el momento en el que la bomba detonaba, arrasando la Cámara del Triunfo. Le imaginó con un alarido manando de sus labios mientras su carne blanca ennegrecía.

Y lo estaba disfrutando. Estaba a salvo y nadie sospechaba de ella. Así es como iba a ocurrir. El hecho de que quienes la rodeaban no conociesen sus intenciones la envalentonaba, pues sabía que tenía el éxito asegurado. Cuando anunció su nombre ante la puerta de sus aposentos y esta obedeció, haciéndose a un lado para dejarla pasar, se sintió poderosa, serena, al mando.

Etrion estaba sentado esperándola.

—Ah, Etrion. Te recluto para mi conspiración y enseguida empiezas a tomar confianza. Los sirvientes deberían ponerse en pie ante la presencia de un miembro de las Mil Familias. —Dyona sonrió—. Pero si tú no se lo cuentas a nadie, yo tampoco lo haré. Supongo que estás aquí porque ya has conseguido los materiales que necesito para nuestra sorpresa especial de cara a la fiesta. ¿Dónde están?

El sirviente no contestó.

—¿Etrion? —La sonrisa de Dyona se vio reemplazada por una expresión confundida—. ¿Te encuentras bien?

Pero él tampoco estaba en condiciones para discutir acerca de su salud.

El miedo atenazó el corazón de Dyona.

—Viejo amigo…

Supo que estaba muerto antes de tocarle el hombro, propiciando que se cayese a un lado de la silla.

—Contacto físico con un sirviente —observó Gyrion, apareciendo desde una de las habitaciones interiores—. Otro cargo que añadir a tu lista de crímenes, Dyona. —Sostenía un subyugador. Y estaba apuntándole con él—. Ojalá pudieses verte la cara ahora mismo. Me temo que tu jueguecito ha terminado.

* * *

Dejaron de avanzar con precaución. A través de las grietas del techo manaban torrentes de agua oscura. Llovían pedazos de cemento sobre ellos. Tilo sangró por la frente después de que un pedazo de escombro le hiciera un corte. Corrieron a toda velocidad; sus pies chapoteaban en unas aguas que no paraban de crecer… y que no tardarían en cubrirles hasta las rodillas.

Ruth había gritado que deberían volver, dar la vuelta, pero Travis le había contestado que no tenían modo de saber qué dirección era la más corta y que regresar solo los conduciría directamente hacia los cosechadores. De modo que insistió en seguir avanzando, y Ruth tropezó y cayó, haciéndose pedazos la linterna, que brilló por última vez bajo aquel líquido tan negro como el petróleo. Antony la ayudó a incorporarse y todos se cubrieron con los brazos, en un desesperado intento por protegerse de aquella ducha de cascotes. Y así, se separaron.

No podían verse los unos a los otros, no podían sentirse. Parecía como si estuviesen solos en una caverna sin luz, dando vueltas a tientas, con el agua hasta las rodillas.

—¡Gritad vuestros nombres! —dijo Travis. Tilo le escuchó y corrió hacia él—. Gritad vuestros nombres. ¡Travis! ¡Travis!

De este modo volvieron a encontrarse, manteniéndose juntos aun sin tocarse, asegurándose de que los cuatro estaban bien.

—¡Tilo! —gritó ella—. ¡Tilo! —No se sintió estúpida o abochornada, ni mucho menos. La supervivencia se sobreponía a la vergüenza.

—¡Ruth!

—¡Antony!

Gritaron sus nombres como si los estuviesen llamando por megafonía.

—¡Travis! ¡Tra…!

—Tranquilo, Naughton —dijo una voz metálica venida de ninguna parte—. Ya te he oído la primera vez.

—¿Crispin?

A Tilo le daba vueltas la cabeza. ¿Crispin? ¿Cómo era posible…? Quizá estuviese alucinando o algo por el estilo. Puede que fuese eso. Entonces, la pared se replegó como si fuese un envoltorio y una brillante puerta apareció en el muro que tenían ante ellos. Aquello no podía ser cierto, ¿verdad? Una luz iluminó los cuerpos desaliñados y exhaustos de Antony y de Ruth. Y de Travis. Corrió hacia él hasta abrazarlo. Pero lo más seguro es que nada de aquello fuese real. La puerta de metal se levantó, revelando un pasillo de metal tras ella. Una experiencia al borde de la muerte, eso era lo que estaba sucediendo. Había leído acerca de ellas. Quienes están a punto de fallecer creen recorrer brillantes túneles que los conducen al Más Allá. Quizá se estuviese muriendo. Tendría más sentido que aquello. Pero había peleado tanto por…

—Si queréis vivir, os sugiero que crucéis la puerta —les aconsejó la voz incorpórea de Crispin Allerton.

—Vamos, Tilo. —Travis le dio un abrazo para tranquilizarla. Ella sintió su cuerpo a través de las ropas empapadas. Travis seguía siendo real, de modo que su rescate también lo era… aunque fuese completamente inexplicable.

Avanzaron con esfuerzo hacia la puerta, internándose en el pasillo y apoyándose entre jadeos y resoplidos contra los suaves muros que zumbaban por el paso de la electricidad mientras la puerta descendía hasta sellar el túnel inundado. El agua que se había colado con ellos se escurrió hacia el exterior. Tenían frío y estaban calados hasta los huesos, pero estaban vivos.

El intercomunicador crujió una vez más.

—Bienvenidos al Enclave Cero —dijo Crispin.

* * *

—¿Lo has matado, Gyrion? —Dyona sintió que estaba temblando, fruto del profundo odio y la intensa rabia que sentía.

—Yo no. Por supuesto que no. —Gyrion descartó la pregunta con un bufido—. Ningún miembro decente de las Mil Familias se rebajaría a matar él mismo a un sirviente. Uno de mis leales Corazones Negros acabó con la miserable vida de Etrion. Después de torturarlo, huelga decir…

—¿Lo has… torturado?

—Oh, considerablemente. No nos dejó otra opción. Se negaba a confirmar lo que de todos modos sabía que era cierto.

—¿Qué?

—Que eres una traidora a tu raza, querida —dijo Gyrion como si tal cosa—. Que has estado conspirando contra nosotros.

Dyona no llevaba su subyugador. ¿Por qué iba a hacerlo estando a bordo de la Ayrion III? Y la hoja de redención coriolana estaba fuera de su alcance, en una vitrina de exposición tras el comandante de la flota. A todos los efectos, estaba a merced de Gyrion.

—Yo no…

—No insultes mi inteligencia negándolo, querida. Llevo sospechando de ti desde que reaccionaste de forma tan vehemente ante la destrucción de Óxford. Pensé que había demasiada pasión en tu defensa de aquel asentamiento, propia de una mente impura, mancillada por el afecto hacia simples alienígenas, una mente indigna para los cosechadores. He hecho que te espíen desde entonces, a ti y a tu sirviente. Cuando Etrion empezó a apropiarse de materiales adecuados para la fabricación de una bomba, pensé que era el momento de actuar. —Gyrion hizo un gesto hacia el cadáver con su arma—. Por desgracia, incluso cuando se decidió a soltar su lengua de traidor, no me contó todo aquello que quería saber.

Etrion, pensó Dyona, llorándolo. Le dijo que daría su vida por ella y así fue. Una nueva muerte que lamentar. Un nuevo motivo para la venganza.

—¿Esperas que te lo diga yo, cerdo asesino?

—Una boca sucia es síntoma de una mente sucia, Dyona, ¿o es que no recuerdas tu formación protocolaria? —Gyrion esbozó una débil sonrisa. Después, su expresión se tornó abiertamente hostil. El subyugador tembló en su mano. Dyona cayó en la cuenta de que el comandante de la flota estaba esforzándose por contener la rabia que bullía en su interior—. La Furion, Dyona. ¿Fuiste tú la responsable de su pérdida? ¿Estabas conchabada con el sucio traidor que tenía a bordo? ¿Eres la responsable de la muerte de mi hijo?

Ah. Así que era aquello lo que le preocupaba. Darion.

—¿Y si me niego a hablar, Gyrion? —se burló Dyona.

—Debes hablar. Lo harás. Te obligaré. —En los ojos color rojo sangre de Gyrion brillaba la locura—. Te arrancaré una confesión de tu garganta personalmente.

—Oh, no será en absoluto necesario —dijo Dyona—. Hablaré. Quiero hablar. Es hora de que sepas la verdad, Gyrion. —Especialmente entonces, que no tenía nada que perder, y dado que un padre merece saber qué clase de persona era realmente su hijo—. Pero te lo advierto: te arrepentirás.

—Traicionaste a Darion, ¿no es así? Te volviste contra tu prometido.

—No fue así, Gyrion.

—Sí que lo fue. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Ocultaste tu naturaleza criminal a mi confiado y noble hijo, lo engañaste para que creyese que eras digna de su amor.

—No, jamás engañé a Darion. Pero él te engañó a ti, Gyrion.

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo te atreves…?

Dyona se preguntó si lo habría deducido ya por sí mismo. A juzgar por su reacción, Gyrion parecía a la defensiva, más que sorprendido. ¿Cuál era el auténtico motivo de su ira?

—Sí, conspiré con el revolucionario que iba a bordo de la Furion. Ambos pertenecíamos al movimiento disidente. Pero no tenía que ocultar mis creencias políticas a Darion. Las compartíamos, Gyrion. Ese «sucio traidor» era tu propio hijo.

—No —gruñó Gyrion.

—Darion ayudó a los terrícolas y luchó por el fin de la esclavitud.

—No, no lo hizo. Mientes.

—Darion murió odiándote, Gyrion, así como yo te odio. Murió aborreciéndote a ti y a todo aquello que representas.

—Falso. Son invenciones tuyas.

—Y lo amaba por ello.

—Cállate. No sabes qué es el amor, Dyona —la acusó Gyrion, y por un instante hubo un dolor en su voz que, viniendo de cualquier otra persona, hubiese despertado la simpatía de Dyona—. Mi hijo era puro. La sangre de Ayrion corría por sus venas y no pudo haber traicionado a su gente, a sus ancestros. A su padre. Me niego a creerlo. Me niego. Incluso si se vio tentado a desviarse lo más mínimo del camino recto de su linaje, lo hizo porque tú lo tentaste, Dyona, tuya sería la culpa. Los errores de mi hijo, si es que los cometió, nacieron de la debilidad, no de una elección voluntaria. Tú lo engañaste. Tú lo sedujiste. La muerte de Darion es culpa tuya y pagarás por ella. Serás castigada por tus delitos contra el descendiente de Ayrion y contra la raza de los cosechadores. —La expresión de Gyrion se tornó ladina, cruel—. Pero no en público, Dyona. Nadie debe saber de tu traición. Las Mil Familias deben permanecer libres de toda mácula. No serás juzgada, querida, pero morirás de todos modos. Morirás, llevándote tus mentiras contigo, y con tu muerte, la memoria de mi hijo se verá limpia y brillará con furia para siempre en los anales de nuestros ancestros.

Dyona dio un paso atrás. Gyrion iba a disparar. Levantó las manos por instinto, indefensa. Era imposible que fallase el tiro. Sus ojos se abrieron de par en par, conscientes de un hecho terrible.

En un segundo, estaría muerta.

* * *

Primero tuvo lugar el reencuentro, tan feliz como cualquier otro (aunque algo más húmedo que la mayoría); después, una ducha para el grupo de Travis y un cambio de ropa gracias al espacioso y variado armario del Enclave; por último, las explicaciones en la sala de conferencias número 2.

En torno a la mesa se encontraban todos aquellos a quienes Travis esperaba ver: el resto del grupo, con Jessica pegada como una lapa a Antony, y un tipo cuya presencia no tenía prevista, dado que no conocía a Cooper de nada. El rotundo adolescente, parecido a un boxeador sonado, estaba sentado a la derecha de Richie, y Travis dedujo que tendría algo que ver con los violáceos moratones que plagaban al resto de los inesperados habitantes del Enclave.

Travis tenía un montón de preguntas que hacer.

—Este Enclave está diseñado igual que los demás, Trav —le dijo Mel—. Tiene tres niveles: el militar, el científico y el de descanso, en orden descendente, solo que es más pequeño y todo está más concentrado. Se han llevado todo lo que había en el arsenal, pero para que te hagas una idea de su tamaño, a duras penas hubiese entrado un Josué.

—Sin embargo, Naughton, tiene energía de sobra —intervino Crispin Allerton. Después de todas las desgracias que había sufrido para llegar al Enclave Cero, no le gustaba la idea de denigrar a aquella instalación en lo más mínimo. Esa pesada de Patrick era un completo estorbo—. Todos los sistemas están completamente operativos, incluyendo los del centro de seguimiento y comunicaciones. De no ser así, estaríais nadando por vuestras vidas en ese horrible túnel del metro.

—Suerte que había una entrada al Enclave aquí abajo —exclamó Tilo.

—De suerte nada, Darroway —replicó Crispin—. Fue la previsión de quienes construyeron este complejo. Hay diecinueve puntos de entrada, todos ellos controlados desde el centro de seguimiento y comunicaciones, y accesibles de forma individual si se introducen los códigos. El Enclave Cero se diseñó para ser una guarida, no una trampa.

—¿Y qué hay de los laboratorios? —Aquella cuestión era la más relevante de todas—. ¿Están equipados con lo que necesitáis, Crispin? ¿Podéis diseñar el virus aquí?

—Las instalaciones, Naughton —declaró Crispin— son todo lo que podríamos pedir.

—Son incluso mejores que las de Wells —intervino Geoffrey, feliz como un niño con su juguete favorito recién sacado de la caja.

—Gracias a Dios. —Travis sintió una ola de calma recorriéndole el cuerpo. Cerró los ojos. Ya podía dormir tranquilo. De haber querido, hubiese empezado en aquel preciso instante. Pero no quería. No era el momento de relajarse ni de bajar la guardia—. Bueno, pues ya sabéis cómo hemos llegado aquí. ¿Qué hay de vosotros? —Fijó una atenta mirada en Cooper—. ¿Es a ti a quien tengo que dar las gracias por conducir a nuestros amigos hasta aquí, eh… Cooper?

—Sí, Cooper, y Coop se alegra de que los Reyes del Ring os hayan sido de ayuda.

—¿Los quiénes del qué? —preguntó Antony, perplejo.

—Los Reyes del Ring. —Cooper le proporcionó lo que él consideraba una explicación más detallada, fintando y esquivando desde su silla—. Pero de no ser por nuestro recientemente coronado campeón, seguramente seguiríamos en el gimnasio.

—¿Recientemente…? ¿De quién hablas? —dijo Antony, aún confundido.

—Hola, Tony. —Richie hizo un modesto ademán con la mano.

—Antony, no te vas a creer lo que nos ha pasado —dijo Jessica.

—Jessie, creo que tienes razón. —Definitivamente, seguía aturdido.

Pero al final, todo quedó claro. Cómo fueron capturados. El desafío. La pelea. La victoria de Richie. Su primera acción como Rey del Ring: reclutar a sus nuevos seguidores como guardaespaldas para su viaje hasta el Enclave Cero. Cómo descubrieron la entrada a la instalación exactamente donde Crispin les había indicado, en el sótano del desierto palacio de Westminster. El Parlamento se extendía sobre sus cabezas.

—Tenías razón con eso de que el Enclave Cero serviría para dar refugio al Gobierno en tiempos de crisis, Crispin —dijo Travis—. Es una pena que no decidiesen quedarse a ayudar a la gente de Londres.

—Oh, sí que lo hicieron, Travis —dijo Geoffrey con una sonrisa—. Algunos, por lo menos.

—¿Qué quieres decir, Geoffrey?

El chico del pelo enmarañado rio.

—¿Por qué crees que estamos en la sala de conferencias número 2?

La número 1 estaba ocupada. Hacía semanas debía haber tenido lugar una reunión que nunca llegó a concluirse. No contó con la participación de todo el gabinete: quizá algunos habían huido para encontrarse con sus familias, o simplemente habían muerto en otra parte. En la sala no había más que cinco cadáveres masculinos trajeados y el de una mujer vestida de ejecutiva. Pudieron deducir sus sexos gracias a las ropas y los peinados. Sin embargo, dados los estragos de la enfermedad y el grado de descomposición, sus identidades personales fueron más difíciles de determinar; por otra parte, el hedor de los cuerpos en descomposición no animaba a inspeccionarlos de cerca ni a quedarse por mucho tiempo en aquella estancia. Pese a ello, Travis creyó reconocer el cadáver del que había sido primer ministro, un hombre famoso por su sonrisa llena de dientes, para el cual mentir era tan fácil como respirar. En aquel momento ni sonreía ni respiraba. Al lado del primer ministro se encontraban los restos del ministro de hacienda, cuya renombrada sobriedad y seriedad en el cargo parecían cobrar fuerza en aquel instante, dada la gravedad de la escena.

—No creo que podamos contar con la ayuda de nuestro fabuloso Gobierno, ¿no te parece? —dijo Mel, con una sonrisa macabra—. Aunque tampoco es que fuesen a contribuir si estuviesen vivos. ¿No te parece que huele como a corrupción?

—¿Hay más cuerpos en el Enclave? —inquirió Travis.

—Había —puntualizó Jessica—. La mayoría eran soldados. Richie se ocupó de que los sacasen de aquí y los tirasen al río.

—No podíamos enterrarlos aquí abajo —se justificó Richie—. Y pensé que si encendíamos un fuego o algo así, los cosechadores sospecharían.

Travis lanzó una mirada cargada de curiosidad hacia Richie, pero no se opuso a su decisión.

—Tienes razón, por desgracia. También deberíamos librarnos de los políticos.

—Haré que los Reyes se ocupen de ello —dijo Richie, asintiendo—. Coop, ¿podéis ocuparos?

Era evidente que Cooper podía.

—Arrojados al Támesis… —reflexionó Mel—. Los hombres más importantes del país. Hasta qué punto han caído los poderosos.

—Nadie es poderoso, Mel —dijo Travis, sombrío—. No si tenemos en cuenta el orden de las cosas. Ni siquiera los cosechadores, como espero que no tarden en descubrir.

Y no tardarían, como se ocupó en verificar Crispin Allerton; pero había un asuntillo que todavía quería discutir en la sala de conferencias número 2 antes de que los parangones empezasen a trabajar en el virus de transferencia genética.

—Parece que tenemos que darte las gracias, Richie —dijo Antony mientras el grupo entraba de nuevo en la sala de conferencias—. Por salvar a las chicas.

—Richie el héroe —bromeó Mel, de buen humor—. Yo misma podría haberme ocupado de Cooper si hubiese hecho falta. —Pero cuando hablaba de las chicas, Antony se refería a Jessica.

—Gracias. —El chico rubio estrechó la mano de Richie con calidez.

—No hay de qué. Ya te he mandado la factura.

—No, en serio Richie, buen trabajo. —Travis dio su aprobación asintiendo con la cabeza—. Parece que, después de todo, estás contribuyendo al grupo.

—No te emociones, Trav —bufó Tilo, pero su escepticismo no contó con el apoyo ni de Jessica ni de Mel.

Richie no miró a Tilo. Miró a Travis y sonrió.

—Supongo que en ese caso podría hacer tu trabajo, ¿verdad, Naughton? ¿A que podría ser el líder? —Un líder. Su anciana madre hubiese estado orgullosa de ello.

—Por cómo te trata Cooper, Richie, diría que ya lo eres. —Travis rio—. Tendré que andarme con ojo.

—Hablando de liderazgo… ¿podemos sentarnos? —Crispin llamó la atención del grupo. Una vez más, sus compañeros parangones le flanqueaban, mientras que los seis miembros del grupo original de Travis se congregaron automáticamente. Pero, a juzgar por la ambiciosa mirada de Crispin, no esperaba que esa unidad durase mucho tiempo.

—¿Hablando de liderazgo, Crispin? —preguntó Travis, inocente—. ¿Qué ocurre, tienes algo que decir al respecto?

—Mmm. Pues ahora que lo dices, sí. Nuestras circunstancias han cambiado ahora que nos encontramos a salvo en el Enclave Cero. Por lo tanto, considero que este es el momento apropiado para llevar a cabo un cambio de líder. Propongo que realicemos una nueva votación para el cargo, y quiero ofrecerme como candidato.

—Qué sorpresa —gruñó Mel—. Todo por el poder. Puede que los políticos estén muertos, pero su espíritu perdura.

—Vaya cara le echas, Crispin —exclamó Richie.

—No, no. —Travis lo tranquilizó—. Crispin tiene razón. Quizá debamos aclarar todo este asunto del liderazgo de una vez por todas.

—Eres más inteligente de lo que pareces, Naughton. —Crispin esbozó una fina sonrisa.

—Entonces, ¿por qué no nos dices por qué deberías ser elegido líder, Crispin?

—El señor Coker no es el único miembro de este grupo que ha alcanzado la excelencia y, si bien la aptitud para la violencia física puede llegar a ser valiosa en ocasiones, es la inteligencia lo que finalmente derrotará a los cosechadores. En ese aspecto, Coker no está tan capacitado, lamentablemente. Sin embargo, yo soy un genio. Fui yo el que encontró el camino hasta aquí y el que abrió las puertas del Enclave Cero. Fui yo el que os salvó a ti y a tu grupo de ahogaros, Naughton. Y será mi brillante capacidad en el campo de la genética lo que hará que los cosechadores sean vencidos. Teniendo en cuenta estos hechos, ya que no creo en la falsa modestia, incontestables, es obvio que a partir de ahora yo debería ser el líder. —Ruth y Geoffrey mostraron su apoyo con efusividad—. Pero ¿puede que tengamos más candidatos? —Crispin jugó su mejor carta: dividir el voto aumentando el número de candidatos—. ¿Clive, quizá?

Antony sonrió.

—La verdad, Crispin, hace un par de días hubiese dicho que sí. Ya sabes, cuando me convenciste para creer que yo debería ser el líder al contarme que habías oído a Travis criticar mi contribución al grupo.

—¿Trav? —Jessica estaba perpleja—. ¿Eso hiciste?

—Deja terminar a Antony, Jess —le pidió Travis con calma.

—Sí. Por aquel entonces, justo cuando le comentabas a Travis que me habías oído a mí hablando mal de él a sus espaldas.

—No lo harías, ¿verdad, Antony? —inquirió Tilo, incrédula.

—Claro que no, Tilo —dijo Travis.

—Lo que sugiere, Crispin —continuó Antony—, que tu sentido del oído es tan avanzado como tu inteligencia, e incluso más creativo, porque lo que decías haber escuchado era en realidad un montón de mentiras, ¿a que sí? Elaboradas para crear división entre Travis y yo.

Crispin Allerton se puso en pie, orgulloso y condescendiente, mientras su pálido rostro se coloreaba.

—No tengo por qué escuchar estas tonterías.

—Nosotros creemos que sí —exclamaron Travis y Antony simultáneamente.

—Así que siéntate —dijo Antony.

—Y escucha —añadió Travis.

—Tu patético intento de dividir y vencer no ha funcionado, Crispin —continuó Antony.

—Antony y yo tuvimos una pequeña charla y aclaramos las cosas. Nos dimos cuenta de la verdad —concluyó Travis—. Y ahora estamos más unidos que nunca.

Crispin se desplomó sobre su silla.

—No voy a enfrentarme a Travis, y supongo que nadie lo hará. —Lanzó una mirada a los demás, que confirmaron su afirmación—. Así que una nueva elección sería una pérdida de tiempo, ¿no te parece? Travis es el líder y se acabó, como se han acabado tus manipulaciones.

—Me limité a decir lo que creía haber oído, honestamente —murmuró Crispin, excusándose. Solo Ruth y Geoffrey parecían creerle.

—Podrías haber comprometido la seguridad de todos —dijo Travis—. Separarnos no nos hace ningún bien. Tenemos que estar unidos.

—Sí, así que ahora mismo voy a unir mi puño con la cara de Crispin. —Richie se levantó de la silla de un salto, amenazador.

—Alejad a ese neandertal de mí —advirtió Crispin.

—No pasa nada, Richie. —Las palabras de Travis bastaron para calmarlo. Richie se sentó de nuevo, entre murmullos—. Recuerda, Crispin, que si votásemos qué hacer contigo, ahora mismo el resultado sería echarte de aquí y dejarte a merced de los cosechadores.

—Yo voto porque lo tiremos al Támesis —dijo Mel—. No le pasará nada: la mierda flota.

Crispin miró a Mel con aborrecimiento. Cómo la odiaba. Cómo los odiaba a todos, comprendió entonces, tan satisfechos con su maldita mediocridad, su estúpida solidaridad de plebeyos, su terca negativa a aceptar que él era alguien superior al resto o su obstinación por no darle el respeto que merecía, por la humillación que tenía que soportar. Él, Crispin Allerton, el orgullo de los parangones. Pero tenía que contener aquel sentimiento. Sus maquinaciones habían fallado de una forma tan estrepitosa que se encontraba en una posición comprometida. Pero la situación no era irreversible. Su genialidad lo salvaría.

—Mmm. No podéis echarme, Naughton —replicó—. No os atreveríais. ¿Quién desarrollaría el virus de transferencia genética entonces?

—Tienes razón —admitió Travis—. Te necesitamos, Crispin. Os necesitamos a los tres, también a Ruth y a Geoffrey. Pero lo que no necesitamos son mentiras, engaños y que cada uno tenga sus propios planes. Así que recuerda: has dicho que podéis diseñar un virus de transferencia genética que infectará a los cosechadores y os hemos creído… hasta ahora. Pero también has demostrado que eres capaz de mentir si te conviene. Así que más vale que empieces a demostrar que el virus es real, y pronto, o empezaré a plantearme la idea que ha tenido Mel sobre el Támesis.

—Hemos perdido parte de nuestra confianza en ti —dijo Antony—. Vas a tener que trabajar duro para recuperarla.

—Creo que ya sabes dónde están los laboratorios —concluyó Travis.

—Oh, claro. Pero antes de irnos, hay algo que deberíais saber. —La característica sonrisa ladina de Crispin Allerton regresó a su rostro—. Tenemos acceso a la tecnología necesaria para desarrollar el virus, pero la bioingeniería está compuesta de ingeniería y de biología. Necesitamos células vivas para trabajar con ellas, así que necesitamos tejido.

—¿Tejido humano? —Travis se encogió de hombros—. ¿Una muestra de sangre, quieres decir? Podemos ocuparnos de eso.

—Mmm. No solo humana. La clave de nuestro éxito es mezclar material genético humano y de los cosechadores. Por lo tanto, necesitamos tener acceso a ADN alienígena. ¿No habíais caído en eso? —Aquellos seis rostros perplejos animaron de nuevo a Crispin—. En resumen, Naughton, antes de poder crear el virus, necesitamos un prisionero cosechador.