Travis se echó a reír. Ni él mismo esperaba aquella reacción, arrodillado y ante el cañón de una ametralladora, pero por algún motivo parecía de lo más apropiada. Su diversión, amarga e irónica, reverberó en la oscuridad entre los edificios vacíos.
—Eh, ¿qué te hace tanta gracia? —preguntó el que empuñaba la ametralladora.
—Vosotros. —Travis les señaló con el dedo—. Lo estúpidos que sois. —Sus ojos azules brillaron sin un ápice de júbilo—. ¿Decís en serio que vais a matarnos a sangre fría, a tirotearnos y ya está? ¿Creéis que esa es la mejor idea cuando el mundo entero está en ruinas? ¿De verdad? ¿Y por qué? ¿Porque creéis que estas calles son vuestras o algo así? ¿Porque creéis que sois los dueños de vuestro lamentable «territorio» de tres al cuarto? ¿Porque os estamos «faltando al respeto» al entrar en él mientras intentamos seguir con vida? Sí que tenéis las prioridades bien claras. Quizá deberíais colocar un letrero para que nadie se acercase, ¿qué os parece?
—Me parece que sería mejor que cerrases esa boca de listillo —respondió el joven que sujetaba la ametralladora. Tenía la edad de Travis, o tal vez un año más, una complexión fuerte, el pelo corto y un ceño fruncido que parecía permanente. El resto del grupo parecía estar volviéndose hacia él, a la espera de instrucciones—. Cállate y no te levantes.
Pero Travis se puso en pie, desafiante.
—¿Y no será porque somos blancos? ¿Eh? ¿Es que vais a compensar las injusticias del viejo mundo con racismo? ¿Es que no sabéis que con un error no se soluciona otro?
—He dicho que… —lo amenazó el adolescente, con gesto severo.
—Porque deja que te diga una cosa, en vista de que sois demasiado lentos como para deducirlo por vosotros mismos, la única piel blanca que debe ofenderos ahora es la de los cosechadores. Los alienígenas. Puede que los hayáis visto. Viajan en naves espaciales y parece que les gusta la esclavitud. Eso sí que deberíais saberlo. ¿Queréis verlos más de cerca? No tendréis que ir muy lejos. Los alienígenas se encuentran a poco más de un kilómetro a la redonda, en todas direcciones… y están estrechando el cerco. Podrían estar aquí mañana y quizá quieran discutir con vosotros acerca de a quién pertenecen estas calles, y la maldita ciudad, ya puestos. ¿Vais a decirles a ellos que tienen que aprender a respetaros?
—No os importará lo que les digamos a los alienígenas, tío. Nada os importará. —El joven del ceño fruncido encañonó a Travis en el pecho con la ametralladora.
Travis apartó el arma de un golpe.
—¿Y a ti te importaría escuchar? ¿Es que no lo entiendes? Los chicos no deberían apuntar a otros chicos con armas. Los jóvenes no son el enemigo. El enemigo son los alienígenas. Los jóvenes, hasta el último ser humano que quede con vida, deberíamos unirnos para combatirlos. Deberíamos aparcar nuestras diferencias para derrotarlos y salvar lo que queda de nuestro mundo. Eso es lo que deberíamos estar haciendo, «tío», tú y yo juntos. Pero eh, si no puedes afrontar la realidad, entonces haz el trabajo sucio de los cosechadores por ellos. Venga. Dispárame. No puedo escapar. —En aquella ocasión, Travis asió el cañón del arma y lo apuntó a su pecho—. Venga, si es lo que realmente quieres hacer. Mátame. Te reto.
—¡Travis, no! —Tilo, Antony y Ruth gritaron al unísono mientras se incorporaban. Los miembros de la banda los sujetaron en cuanto se pusieron en pie, impidiéndoles unirse a Travis. Tilo forcejeó, pero no sirvió para nada.
—¿Sabes, amigo? —respondió el del ceño fruncido, considerando sus opciones—. Me siento muy tentado de hacerlo.
Travis y él estaban muy próximos, separados por la distancia del cañón. Clavaron sus miradas en el otro, como si también se apuntasen con ellas, los ojos azules de Travis y los marrones del otro chico, ambos igual de penetrantes, intensos, fuertes y concienciados, y en aquella batalla de voluntades ninguno de los dos parpadeó, pestañeó o miró a otro lado.
—Me siento muy, pero que muy tentado.
—Pues hazlo o apártate de nuestro camino.
—Los Fantasmas nunca retroceden.
—Siempre hay una primera vez, Dwayne. —El adolescente que se encontraba a la diestra del de la mirada de pocos amigos puso su mano derecha en la ametralladora y la apartó hacia abajo.
—¿Qué demonios estás haciendo, Danny? —protestó el dueño del arma, aunque sin llegar a enfadarse.
—Estoy evitando que cometas un error y le estoy salvando la vida a este tío. Creo que no le falta razón. —El chico llamado Danny debía de tener uno o dos años menos que su compañero de los Fantasmas; tenía el pelo más largo y unos rasgos más suaves que parecían dispuestos a esbozar tanto una mirada severa como una sonrisa. Aparte de eso, los adolescentes se parecían mucho.
Sin embargo, no parecían compartir las mismas ideas.
—Sí, Danny, tú piensas —se quejó el ceñudo—. Eso es lo único que haces. Yo soy el que toma las decisiones aquí. Yo soy el que actúa.
—Tú eres el que asume que todo el mundo es el enemigo, Dwayne —observó el adolescente—. Lo sean o no, tú les pones la etiqueta.
Pese a que la expresión dibujada con tanta naturalidad en su rostro seguía ahí, Dwayne indicó al resto de los Fantasmas que dejasen marchar a los compañeros de Travis. Se volvió para tener una charla con Danny.
—¡Oh, Trav! —Tilo lo abrazó con fuerza—. ¿Qué creías que estabas haciendo? Iba a dispararte, iba a hacerlo de verdad.
—¿Es que quieres suicidarte y no nos lo habías contado, Travis? —exclamó Antony, con una débil sonrisa.
—Solo le he dicho un par de verdades, nada más. —Con Tilo abrazada a él, Travis le extendió la mano a Antony y este la estrechó, pero brevemente y sin la calidez que en el pasado había caracterizado su relación—. ¿No lo sabías? Al final, la verdad siempre gana.
—Bueno, pero la situación ha estado a punto de torcerse —dijo Antony.
—Me alegro de que estemos a salvo —le susurró Ruth Bell al oído—. Me alegro de que tú estés a salvo, Antony. No corras riesgos. Que de eso se ocupe Travis.
—Cállate, Ruth —contestó Antony, con la mirada severa.
—¿No deberíamos largarnos de aquí? —le dijo Tilo a Travis en voz baja. La atención de los Fantasmas parecía estar más centrada en Dwayne y Danny que en los cuatro recién llegados—. Podríamos intentar escapar.
—No creo que llegásemos muy lejos. Tenemos que convencer a estos tíos de que estamos del mismo lado.
Pues ya podían tardar poco en hacerlo: Dwayne estaba aproximándose hacia ellos de nuevo, con Danny a su derecha. Travis confió en que su ceñuda expresión no significase necesariamente que había malas noticias.
—Os venís con nosotros —dijo Dwayne, fulminante.
Algo era algo.
—Estupendo —dijo Travis—, pero…
—Pero como deis un paso en falso, bang, ¿me oís? —Y acompañó sus palabras imitando el sonido de su ametralladora.
Algo era algo. Pero no mucho.
* * *
—No.
—¿No?
—¿Tienes tapones en los oídos, Morticia? No.
—Pero, Richie, tienes que hacerlo. Eres el único de nosotros que tiene una oportunidad.
—Una oportunidad, Jessica, no es suficiente ni de coña. —Richie se cruzó de brazos, a la defensiva, y le dio la espalda a Jessica. Su expresión de rabia y, en parte, recriminación, le recordaba a la del gatito de la puerta de al lado, al que había pateado una de esas mañanas en las que no se molestó en ir a clase, y eso le hacía sentirse incómodo—. Buscaos a otro capullo para que acabe con el cuello roto en ese maldito ring.
—Por desgracia, Richie —suspiró Mel—, no tenemos un número ilimitado de «capullos», como tú mismo has dicho, entre los que elegir. —Echó un vistazo a la habitación iluminada por una lámpara en la que habían sido encerrados, la estancia que en el pasado había sido la oficina del gimnasio: su puerta estaba cerrada y vigilada y la única ventana, alta y pequeña, estaba cubierta con barrotes—. Yo solo veo cinco.
—Pues mira qué bien, Morticia, pero no voy a ser yo.
Mel cerró los ojos y deseó que se quedasen así. Antes de la enfermedad y de los cosechadores, nunca había caído en la cuenta de que la fatiga podía llegar a parecerse tanto al dolor físico, un sufrimiento que atormentaba cada fibra de su cuerpo sin descanso. Ojalá pudiese descansar. Ojalá pudiese dormir y estar en paz. Ojalá la pesadilla que estaba viviendo no fuese real. Pero lo era. Aunque fuese una locura, uno de ellos tenía que ofrecerse voluntario para enfrentarse a Cooper, de forma inmediata, además. Les habían dado media hora para tomar una decisión y el reloj no se detenía.
—Pensaba que ya habíamos pasado por esto, Richie —dijo Mel—, pero si va a servir de algo que te lo recuerde… No podemos ser Jessica o yo. Ninguna de las dos tenemos la fuerza necesaria para enfrentarnos a Cooper. Lo mismo pasa con Geoffrey y, además, es el más joven.
—Si fuese un concurso de conocimientos, podría competir —dijo el pequeño parangón.
—Estupendo. ¿Y qué hay de Crispito? Es mayor que cualquiera de nosotros.
—¿No esperarás que me enfrente a puñetazos a un bruto de mala sombra como Cooper, como si fuese un matón cualquiera? —Crispin tembló, aterrado—. Solo de pensarlo me entran náuseas.
—Ya, muchas gracias por tu contribución. —Mel negó con la cabeza, abatida—. Si tuviésemos que contar contigo, Crispin, los Reyes decidirían ahorrarse las molestias y nos dispararían de inmediato en la cabeza. Que es lo que van a hacer a menos que saques el valor necesario de alguna parte, Richie.
—Travis se hubiese ofrecido voluntario —comentó Jessica, lanzándole una clara indirecta.
Pero Richie ya lo sabía. Naughton. Claro que sí, Naughton extendería la mano y se pondría a gritar «¡yo, yo, yo!», sin que se lo llegasen a pedir. Para Naughton sería un honor que Cooper le machacase por el bien de todos. Y, sin lugar a dudas, Naughton estaría orgulloso de Richie, le admiraría si decidiese plantar cara por los demás, si hiciese el sacrificio de forma desinteresada, incluso (o especialmente) si le partían la cara. Pero Richie le había dado la espalda a Travis Naughton y a todo en lo que creía, ¿verdad?
—Yo no soy vuestro querido Travis —dijo de mala gana.
—Ya lo sabíamos —contestó Mel—. Eres Richie Coker, un cobarde de mierda y un egoísta. Siempre lo has sido y seguirás siéndolo.
—Cierra la boca, Morticia —gruñó Richie, sin llegar a levantar la voz. ¿Qué sabía ella?
—No, no voy a hacerlo, y te alegrarás de que no lo haga, Richie, porque esto que voy a decir te va a gustar: yo pelearé con Cooper.
—¿Qué? ¿Tú? —Richie estaba más que sorprendido.
Jessica no creía lo que acababa de oír.
—Mel, no. No puedes.
—Alguien tiene que hacerlo. De lo contrario, estamos muertos. —Y no iba a permitir que le ocurriese nada malo a Jessica. Aquel imperativo la mantendría con vida, le haría dar con el modo de ser más astuta para así vencer al boxeador—. He visto Million Dollar Baby y las películas de Karate Kid, así que conozco algunos movimientos. Dar cera, pulir cera. Puedo enfrentarme a Cooper.
—No, no puedes. —Jessica no se dirigía a Mel, sino a Richie—. Richie, díselo.
—Morticia, te estás comportando como una idiota, incluso más de lo normal.
—Como si te importase —contestó Mel, displicente.
Su desprecio hirió a Richie, pero no tanto como la verdad.
—Mierda —murmuró. Porque le importaba. Parecía que solo era capaz de caer en la cuenta entonces, en un momento de crisis. Le preocupaba lo que le ocurriese a Mor… a Mel Patrick. Le preocupaba lo que le ocurriese a Jessica Lane. No porque le gustasen. No porque quisiese enrollarse con ellas. Sino porque eran sus amigas. Porque eran importantes para él. Porque valían más que él—. Escuchad. —Intentó aparcar sus sentimientos, alejarse del peligroso camino al que le estaban empujando—. Esos malditos Reyes del Ring no pueden hablar en serio, ¿verdad? No van a matarnos peleemos o no con el puñetero Cooper, ¿cierto?
—Oh, yo creo que sí —dijo Geoffrey Thomas vivamente.
—¿Y a ti quién te ha preguntado, bicho raro? —contestó Richie.
Entonces, alguien giró el cerrojo. Escucharon. La puerta se abrió. Vieron. Y el grupo de Reyes que se adentró en la estancia, sonriendo, esperaba disfrutar de un entretenimiento espléndido… de una forma u otra.
Joder, maldijo Richie en silencio. Joder, joder, joder.
—¿Quién va a ser, entonces? —preguntaron.
Mel abrió la boca, lista para hablar.
—Yo…
Una mano en su hombro, sorprendentemente delicada, la silenció.
—Lo siento, Morticia. Cooper te partiría en dos como a una ramita. —Alguien dio un paso al frente—. Yo. Seré yo —dijo Richie Coker.
* * *
Los Fantasmas habían establecido su hogar en un edificio cuyas plantas llenas de oficinas nunca volverían a bullir con el jaleo del trabajo cotidiano, las quejas sobre ascensos frustrados, el exorbitante coste de la vida en la ciudad o el suplicio de viajar todos los días de casa al trabajo, las alabanzas y parabienes hacia los superiores cuando estos se encontraban presentes y las críticas y chismorreos a sus espaldas. Era una residencia poco apropiada para la banda en varios sentidos: pocos de sus miembros se hubiesen encontrado en un entorno similar bajo el sistema que prevalecía en el viejo mundo… a menos que fuese fregando suelos, por supuesto. Por eso los políticos se alegraban en secreto de que existiese la cultura de las bandas: contribuía a mantener a los pobres en su sitio.
Prácticamente cada centímetro cuadrado de espacio disponible estaba ocupado por un chico o un grupo de jóvenes y sus escasas pertenencias: mantas, sacos de dormir, lámparas, latas de comida y botellas, incluso un libro o una revista aquí y allá, así como ositos de peluche entre los niños más pequeños. Danny y Dwayne condujeron a Travis, como líder de los recién llegados, a una habitación privada en la que podrían hablar. El resto permaneció bajo vigilancia en la planta de la oficina principal y, aunque Danny ya no estaba armado, Dwayne no se separó de su ametralladora ni por un instante.
—Mi hermano es un poco desconfiado —dijo Danny.
—Mi hermano es un pardillo —dijo Dwayne.
Dwayne y Danny Randolph. Dwayne parecía el líder absoluto de los Fantasmas; el rol de su hermano pequeño parecía más complejo. Como Pepito Grillo y Pinocho, pensó Travis. Si podía hacerse entender con Danny, podría hacerlo con Dwayne.
—Siéntate —le indicó Danny Randolph con un gesto mientras encendía la luz de una lámpara de aceite que descansaba sobre el escritorio.
—Pero no te creas que estás en tu casa —le advirtió Dwayne.
Travis resopló.
—No creo que lo haga, teniendo en cuenta que esa arma que llevas parece dispuesta a dejarme bien ventilado de un momento a otro.
—Lamentamos las hostilidades de antes, Travis —dijo Danny a la vez que se sentaba en una silla al otro lado del escritorio.
—No, no las lamentamos. —Dwayne prefería permanecer de pie, detrás de Travis—. No lamentamos nada. No nos la jugamos. No confiamos en nadie que no sea uno de los nuestros.
—¿Quién es «uno de los nuestros», Dwayne? —lo desafió Travis—. ¿Un superviviente? ¿Alguien que quiere vivir? ¿Alguien que quiere combatir a los cosechadores, quizá? ¿O solo hablas de aquellos que, por azar, son negros?
—El color de la piel importa, tío. No me vengas con chorradas de que no. Eso solo lo dicen los triunfadores y los poderosos, porque el dinero importa más que el color de la piel; pero no creo que la mayoría crea lo que dicen, aunque suene bien. De donde yo vengo, el color de la piel es lo primero que la gente ve y, para la mayoría, lo único. De donde venimos, el color de la piel marca tu destino, tío. No puedes escapar de ello.
—El lugar del que vienes, Dwayne —dijo Travis—, ya no existe. Como tampoco existe el lugar del que yo vengo. La enfermedad ha cambiado el mundo. Tenemos que cambiar con él.
—La gente no cambia —replicó Dwayne—. Solo dice que lo hace. Deja que te cuente una cosa, Travis, algo que mi hermano y yo no le contamos a mucha gente. Nuestro padre recibió una paliza de unos matones cabezas rapadas cuando éramos pequeños. Él iba a su bola, andando por la calle en la que vivía a plena luz del día, en este maravilloso país multicultural en el que vivimos (ya sabes, en el que todo va siempre a mejor) y cuatro de esos cabrones se le echaron encima y le dieron una paliza. Sí, y le llamaron negrata, y negro de mierda, todo eso, a nuestro padre, y cuando se aburrieron le dejaron ahí, tirado en el suelo en medio de un charco de sangre, y se marcharon riendo. Riendo. Nunca les pillaron, por supuesto. Quizá se hicieron policías al cabo de los años.
—No —dijo Travis, afectado—. Eso no es verdad. —Los miembros del cuerpo de policía que él conocía eran hombres buenos. Su padre. El tío Phil. Hombres que defendían aquello que era correcto, sin importarles las consecuencias. Hombres que ponían sus vidas en juego por el bien de todos. Hombres que, en algunos casos, llegaban a perderlas.
Dwayne debió de ver algo en los ojos de Travis cuando el chico blanco se volvió hacia él, porque de pronto no parecía tan seguro de sus palabras.
—Ya, bueno, puede que no lo hiciesen, pero no importa, porque lo que quiero decir es lo siguiente: ¿entiendes que cabrones como esos no cambian? La enfermedad los habrá matado, y espero que sufriesen, pero el que era un racista antes seguirá siendo un racista de mierda ahora, ¿verdad que sí? ¿O crees que los chicos negros no tienen que plantar cara y defenderse, que no tienen por qué estar preparados para defender sus derechos? Al final, el cuerpo de mi padre se recuperó de la paliza, pero su mente no. Nunca fue el mismo. Lo destrozaron por dentro, ¿sabes? Y nunca puedes superar algo así. Murió cuando yo tenía diez años. A los once, rondaba las calles con los Fantasmas. A los doce ya tenía un arma y salía todas las noches para proteger a los nuestros, para tomar las calles, haciendo lo que la ley no hacía y protegiendo a nuestros iguales… y a todo aquel que se metía en nuestro territorio le dábamos una lección, le enseñábamos respeto, con dolor. Puede que ahora sean alienígenas… los has llamado cosechadores, ¿no? Pero en el fondo, las cosas nunca cambian. Con enfermedad y cosechadores o sin ellos, el mundo sigue estando lleno de cabrones.
—Con una o dos excepciones, Dwayne —lo corrigió Danny.
—Una o dos, quizá. —Su hermano le concedió aquella observación a regañadientes.
—Hay personas en las que se puede confiar, de las que puedes fiarte, sean negras o blancas. Es lo que yo creo. Lo que queremos aclarar, Travis, es si eres una de esas personas o no. Dwayne cree que tú y tus amigos podéis ser espías de los Navajas o los Extremos.
—¿Quiénes? —Travis se encogió de hombros—. Nunca he oído hablar de ellos. Suenan como grupos malos de punk rock o algo así.
—Son bandas vecinas —dijo Danny—. Bandas rivales.
—No me digas que no lo sabías —observó Dwayne, desconfiado—. Por aquí, todo el mundo sabe quiénes son.
—Es que no somos de por aquí —dijo Travis.
—Pues entonces, ¿qué estáis haciendo en esta zona?
—Buscando el modo de devolvérsela a los cosechadores. —Aunque Travis no estaba preparado para darles más detalles. Quizá se los hubiese confiado a Danny Randolph, pero no las tenía todas consigo con respecto a Dwayne.
La sospecha parecía mutua.
—¿Devolvérsela? Ya, claro. Venga, ¿de qué parte de la ciudad sois?
—La verdad es que somos de fuera. —Travis les explicó cómo el grupo había llegado a Londres y cómo se habían separado. Tanto Danny como Dwayne parecían impresionados por el número de bajas que Travis y su grupo habían provocado, pero los Fantasmas no se habían encontrado con ningunos jóvenes que encajasen con la descripción de sus compañeros perdidos.
—Puede que los haya encontrado otra banda —dijo Danny—. Desde la enfermedad y la muerte de los adultos, Londres está fragmentado, machacado en pedazos. Ya no es una ciudad, sino un retal de territorios controlados por bandas como la nuestra, enfrentadas entre ellas, enfrentadas, enemistadas, en un conflicto permanente. Las cosas no van bien, la verdad, y además los alienígenas avanzan calle a calle, obligando a las bandas a retroceder y a estar más cerca unas de otras.
Travis se inclinó hacia delante en su silla.
—Quizá deberíais pensar en estar incluso más unidos. En combinar vuestras fuerzas. En ofrecer un frente común a los cosechadores.
—A veces me pregunto si podríamos —dijo Danny como si fantasease, distante—. Era lo que yo esperaba. Si fuese posible…
—No es posible —lo interrumpió Dwayne con celeridad—. Ni de coña, tío. Pero el hecho de que sugieras que las bandas deberían unir sus fuerzas demuestra que no mientes cuando dices que no sois de por aquí, Travis. Solo alguien que no entiende Londres hubiese dicho eso con la cara seria. Verás, Londres funciona como en el viejo mundo. No ha cambiado nada.
—Creo que lo que Dwayne intenta decir —continuó Danny—, es que este tampoco era un reino muy unido antes de la enfermedad, ¿verdad que no? El país perdió su sentimiento de unidad hace mucho. Los políticos estaban demasiado asustados, demasiado preocupados o eran demasiado cínicos como para proponer una identidad británica común, en vez de un amasijo de mal llamadas «comunidades» compitiendo entre ellas. Que si la comunidad musulmana. Que si la comunidad gay. Comunidades que, generalmente, habían sido maltratadas por la sociedad. Ninguna de ellas estaba interesada en vivir en un país unido, sino en actuar de acuerdo a sus pequeños y egoístas objetivos. Y ahora pasa lo mismo con las bandas. Nos hemos segregado de los demás. Bandas de negros como la nuestra, lo admito. No somos mejores que los demás. Bandas de blancos como los Navajas. Bandas musulmanas escondidas en las mezquitas. Bandas cristianas apiñadas en las iglesias. Las Hermanas, solo para feministas. Bandas de chicos de esta calle, bandas de chicos de esta otra. Vivimos en una sociedad dividida e irreconciliable y no tiene sentido fingir lo contrario.
—Por eso no puedes permitirte el lujo de preocuparte por nadie más que no sea tu propia gente —dijo Dwayne.
—Pero si todo el mundo piensa eso, Dwayne —protestó Travis—, nunca cambiará nada. Alguien tiene que tomar la iniciativa, dar el primer paso, lo que sea. Jugársela. Hablar con los demás grupos, intentar unirlos.
—¿Y quién va a ser tan idiota como para hacerlo? —Era evidente que Dwayne Randolph no—. Al que intente hablar con los demás grupos le cortarán la mano.
—Puede que no sea fácil, Dwayne —dijo Travis—. Y puede que tampoco sea seguro. Pero sería lo correcto. Y, si nos ponemos pragmáticos, teniendo en cuenta que tenemos a los cosechadores encima, la única oportunidad que tienen las bandas de Londres de no acabar en un campo de prisioneros es unirse y pelear juntas.
—Ya, ya. Muchas gracias, Winston Churchill de las narices. —Dwayne se revolvió, incómodo—. Pero puede que tengas problemas más importantes que esos malditos alienígenas, tío.
—¿Ya te vuelve a picar el dedo en el gatillo? —dijo Travis.
—Hay una banda de la que Danny no te ha hablado. Los Carroñas. Carroñeros que viven bajo tierra, en las estaciones de metro, en los túneles. Supongo que empezaron a vivir ahí porque pensaban que estarían más seguros en la oscuridad. Solo salen de noche… a por comida.
Danny se estremeció.
—Y parecen haber adquirido unos hábitos culinarios bastante desagradables. En esta parte de la ciudad no hay muchos animales extraviados, y también han desaparecido algunas personas sin explicación.
—Vayáis adonde vayáis —le advirtió Dwayne—, alejaos del metro.
—¿Vayamos adonde vayamos? —Travis valoró las palabras del Fantasma con cautela—. ¿Quieres decir que vais a dejarnos marchar?
—Desde luego, a mí no me parecéis ni espías ni una amenaza —dijo Danny—. ¿Dwayne?
Su hermano se encogió de hombros, sin llegar a posicionarse.
—Y aconsejarnos, Dwayne —continuó Travis—, ¿no cuenta como ayudar a aquellos que no son como vosotros? —Danny se echó a reír—. Puede que las cosas estén cambiando, después de todo. Quizá la gente cambie.
Dwayne Randolph resopló.
—No fuerces tu suerte. Os dejaremos pasar la noche aquí. Mañana, me importa un carajo lo que hagáis.
Pero Travis no le creyó.
* * *
Estaba de mierda hasta el cuello. Richie protestó para sí mientras dos miembros de los Reyes del Ring lo conducían sin miramientos hacia la elevada estructura rodeada de cuerdas que daba nombre a la segunda parte de su banda. Sí, «hasta el cuello» era decir poco. Miró hacia abajo y vio aquellas botas una talla más pequeñas, los calzones una talla más grandes, los desgastados guantes de boxeo, que eran como llevar almohadas en las manos, y su pecho desnudo, que parecía mucho más fuerte y poderoso de lo que se sentía su propietario. Ojalá le hubiesen dejado llevar su gorra de béisbol puesta. Pero se había metido en aquel embrollo él solito. ¿A qué venía eso de dar la cara por los demás? ¿En qué demonios estaba pensando? Debería haber dejado que pelease Morticia y, mientras Cooper le daba una paliza, escabullirse de allí. En el pasado, es lo que hubiese hecho.
Pero ya era demasiado tarde.
La banda, compuesta por chicos y chicas entre ocho y dieciocho años y apiñada en torno al ring, vitoreó y gritó con salvaje expectación cuando lo vio, empujando y estirando el cuello para asegurarse una buena perspectiva de la masacre cuando esta tuviese lugar. No esperaban que durase mucho. Cooper le esperaba, listo para la pelea, con los guantes y los calzones ya puestos.
Richie se volvió hacia uno de sus acompañantes.
—Escuchad, ¿no podemos aplazar un poco la pelea? Creo que necesito ir al servicio. —Quizá allí hubiese una ventana por la que escapar.
—Da mala suerte que un luchador se quite los guantes una vez se los ha puesto antes del combate —explicó el Rey—. Puedes ir si quieres, pero tendríamos que ayudarte… y después volveríamos a traerte aquí.
—¿Sabéis qué? Creo que me aguantaré.
La muchedumbre se hizo a un lado para dejarle paso. Los espectadores levantaron los puños y le señalaron con el dedo, en parte por el frenesí, en parte para burlarse de él. La masa lo zarandeó mientras le daba palmetazos en los hombros y la espalda. Plantaban sus caras ante la suya solo para apartarlas de inmediato, como si le lanzasen puñetazos: en algunas había odio; en otras, mofa. Sed de violencia en todas ellas, pero ninguna con pinta de apoyar a Richie Coker en lo más mínimo. ¿Dónde estaban Morticia y Jessica? ¿Es que no tenían coraje para verle, no confiaban en que podía ganar? Quizá fuesen ellas las que estaban aprovechando la ocasión para escapar. En ese caso, no podría culparlas de nada.
Richie recordó ver un dibujo en el colegio de unos franceses con camisas de volantes y pelucas siendo abucheados mientras se dirigían a la guillotina: no parecían muy felices. Entonces supo cómo se sentían.
Y, además, ¿por qué llamaban ring a aquella maldita cosa? Era cuadrado, no redondo como un anillo.
—Sube ahí, paquete —dijeron los dos guardias con una sonrisa mientras le empujaban.
—Y el contendiente sube al ring. —Richie pudo oír a Cooper comentando su propia pelea mientras bailaba de un lado al otro del ring. ¿Es que ese gordo cabrón no se callaba nunca?—. Pero Cooper está preparado. Cooper está centrado. El campeón invicto de los Reyes del Ring está listo para ponerse manos a la obra esta noche y el contendiente va a acabar en la lona.
Puede que no fuese el momento ideal para preguntar, pero Richie lo hizo igualmente en cuanto apareció de entre las cuerdas.
—¿Y ahora qué va a…?
Y lo que pasó fue que Cooper se le echó encima y le asestó un golpe en el lado derecho de la cara con su gran puño enguantado. Richie no oyó pájaros trinar al precipitarse sobre la lona, solo un grito entusiasta procedente del público y el timbre de la campana para anunciar el comienzo de las hostilidades. Vio a duras penas a Cooper alejándose de él con las manos en alto, triunfal.
—Y el campeón da el primer golpe. Un devastador derechazo tumba al contendiente y no le deja ninguna duda de que Cooper es un rival que no hay que tomar a la ligera.
—Maldita sea… —Richie sintió el golpe hinchándose en su mejilla.
—Levántate. Richie, levántate.
—Richie.
Era Morticia. Y Jessie. Y los dos parangones, también, aunque Crispito no tenía buen aspecto. Estaban allí, prácticamente pegados a uno de los lados del ring. Las nenas parecían preocupadas. No lo permitiría.
—No pasa nada. Solo le estoy engañando, para darle una falsa sensación de seguridad. —Y se puso en pie, expresando su dolor con una mueca.
—¡Richie, ten cuidado! —gritaba Morticia por encima del tumulto de la muchedumbre—. ¡No hay asaltos, no hay árbitro y no hay reglas. Eso es lo que han dicho!
—Y el contendiente se levanta una vez más, pero Cooper va a la carga…
En aquella ocasión no hubo ataques por sorpresa. Al menos de momento. Cooper estaba demasiado ocupado retransmitiendo sus próximos movimientos. Richie levantó las manos para protegerse la cara con los guantes. Cooper pasó a atacar el cuerpo de su rival, machacándole las costillas, sacándole el aire de los pulmones con dolorosos impactos.
—El campeón ejecuta una combinación letal. Y el público enloquece.
Richie lanzó un golpe; Cooper lo esquivó. Richie falló, pero el impulso del golpe lo lanzó hacia delante. Cooper le golpeó con los dos puños juntos, lanzando un martillazo sobre la nuca de Richie. La lona lo abofeteó, como si no hubiese tenido ya suficiente, cuando los dos se reencontraron. Richie estaba convencido de que el ring estaba quieto cuando accedió al interior de este. Entonces, ¿por qué no dejaba de girar en vertiginosos círculos? Quizá por eso lo llamaban ring, anillo. Pensó en los niños a los que solía aterrorizar cuando él también era pequeño subiéndolos al pequeño carrusel del patio, en cómo se aferraban a él, como si su vida dependiese de ello, mientras él lo hacía girar cada vez más deprisa, escuchando cómo gritaban: «Richie, por favor, ¡para! ¡Para!».
Entonces sí que no iba a parar. Ese cabrón de Cooper no iba a ganar a Richie Coker.
Cerró los ojos con fuerza y se obligó a levantarse de la lona. El mundo seguía dando vueltas, pero lo que le dolía era una articulación dislocada que, una vez puesta en su sitio de nuevo, dejó de doler y recuperó la normalidad.
Sus piernas flojeaban, pero aún era capaz de tenerse en pie. Todo ante él estaba borroso, pero aún podía ver. Y sentía algo raro en el oído, como el ruido del océano al chocar contra las rocas.
—Y el contendiente cree que aún puede enfrentarse a Cooper, pero es evidente lo que el campeón piensa al respecto. En dos palabras: menudo imbécil.
Una lluvia de golpes se precipitó sobre él, pero Richie resistió con valor. Valor: aquella sí que era una palabra propia de Naughton. Absorbió el castigo, defendiéndose lo mejor que podía, lanzando golpes al borrón rojizo que flotaba ante su afectada visión, aquella mancha llamada Cooper, llegando incluso a acertar. Algunos de sus golpes estaban dando en el blanco. ¿Y por qué no? Richie Coker no era ningún novato a la hora de liarse a puñetazos. Podía pelear, plantar cara. Tenía los músculos adecuados en los sitios adecua…
La bota de Cooper se estrelló entre sus piernas, provocándole un dolor agónico. Aquello sí que era un golpe bajo. Richie bajó las manos por instinto para proteger la zona dolorida. No había reglas. Al hacerlo, dejó la nariz y la mandíbula al descubierto, al alcance de los aplastantes puñetazos de Cooper. Una brillante rociada roja manó de sus labios y su nariz, salpicando la lona, dejándola como un cuadro de Jason Pollock en sus mejores tiempos, mientras Richie caía por enésima vez.
Cooper no iba a permitir que se levantase en aquella ocasión.
—El campeón entra a matar. Cooper quiere sacar a patadas a Coker. —En su estómago, para ser preciso, una y otra vez. El Rey del Ring aullaba como un animal. La cara de Richie no dejaba de verter sangre sobre la lona. Se vio obligado a hacerse un ovillo, la retirada propia de un cobarde camino de la tumba. Ni se le ocurrió plantar cara. No opuso resistencia. Había terminado. Le había derrotado. Había perdido y le daba igual. Solo tenía que escapar, alejarse de las poderosas patadas con las que Cooper le castigaba el estómago, la espalda y la cabeza. En cualquier caso, puede que no necesitase aquellos dientes… Tenía que huir—. Y Cooper tiene al contendiente contra las cuerdas. Y el público enloquece.
Ni siquiera llegó a correr. Tuvo que conformarse con arrastrarse. Richie avanzaba por el ring apoyándose en los codos, con la vaga idea de que si llegaba hasta las cuerdas y se escurría bajo ellas como la serpiente que algunos siempre dijeron que era, la paliza concluiría. Ojalá pudiese terminar de una…
Se desplomó hacia delante y asió la cuerda de abajo con su mano enguantada.
Mel estaba al otro lado, y Jessie. Mirándolo fijamente e implorándole algo. Le suplicaban, le rogaban, le apremiaban.
—Richie, levántate. —Qué fácil era decirlo—. Richie, levántate. Por favor. No puedes rendirte. No lo hagas. Levántate. Pelea. Por favor.
Era como si dependiesen de él.
—Pero la pelea no puede concluir. El público quiere más. Y Cooper quiere darles más. —Asió las piernas de Richie y tiró de él. Su víctima se aferró a la cuerda con todas sus fuerzas.
No, estaba haciendo algo más. Estaba aferrándose a lo que leía en los ojos de las chicas. Lo necesitaban. Lo estaban animando. Estaban a su lado, puede que por primera vez. Lo estaban mirando del mismo modo en el que miraban, cuando las cosas iban mal, a Naughton.
Y Richie sintió una intensa emoción en su interior que no supo identificar. Puede que fuese orgullo. Quizá fuese valor, o determinación. Tal vez incluso heroísmo. No lo sabía. Nunca antes la había experimentado. Pero sí que sabía dos cosas. En primer lugar, que aquella sensación no era que tuviera ganas de rendirse. En segundo, que le gustaba.
Cooper tiró de él hasta separarlo de las cuerdas y lo arrastró hasta el centro del ring cogiéndolo de las botas, y la muchedumbre vitoreó porque pensaban que Cooper lo había conseguido gracias a su fuerza, pero Richie sonreía porque había soltado la cuerda a propósito. Sonrió hacia Mel y Jessica para que supiesen que no iba a rendirse. Naughton jamás lo hubiese hecho.
—¿Debería Cooper patearle la cara al contendiente? —arengó a sus seguidores casi hasta el éxtasis—. Que yo os oiga. ¿Debería Cooper patearle la cara al contendiente?
El consenso general era que sí, que Cooper debería hacerlo, inmediatamente y en repetidas ocasiones.
Richie respiró hondo y relajó su cuerpo dolorido por un segundo, reuniendo todas sus fuerzas. Estaba teniendo lugar lo que había deseado durante tanto tiempo. En aquel instante y lugar, podía ser como Travis, igualarlo, y no mediante sórdidas artimañas, seduciendo a su novia. En el buen sentido. Peleando por sus amigos. Eso fue lo que le dijeron las expresiones de Jessica y Mel. De hecho, en aquel instante y lugar podía superar a Travis. Naughton tenía una debilidad: solo sabía pelear limpio. Travis jamás hubiese vencido a Cooper. Sin reglas. Pero Richie Coker sí podía. Richie Coker podía pelear sucio con los mejores… y con los peores.
Y lo haría, joder.
—Y Cooper levanta el pie para dejarlo caer sobre el rostro del conten…
Richie barrió la pierna sobre la que se apoyaba su rival. Cooper, sorprendido por la rapidez del ataque de aquel oponente al que daba por derrotado y por la irresistible fuerza de la gravedad sobre su abundante masa, cayó como un peso muerto. El ring tembló a causa del impacto de Cooper sobre la lona.
—Y el público enloquece, cabrón. —Richie se puso en pie y observó que el boxeador había caído con torpeza, en una mala postura, con el brazo derecho retorcido en una dolorosa posición bajo su cuerpo. El público reaccionó horrorizado tras contemplar la escena, paralizado momentáneamente por el impacto, como si el momento se hubiese detenido para la posteridad. Cooper había caído.
Pero estaba levantándose de nuevo. Richie tendría que sacar partido a la breve ventaja que había conseguido. Corrió hacia una de las esquinas, en la que uno de los chicos (cuya boca estaba tan abierta a causa del asombro como la del resto de Reyes del Ring) sostenía la campana en la mano, haciendo las veces de cronometrista. Pero no era la expresión del muchacho lo que interesaba a Richie. Le quitó la campana de las manos antes de que este tuviese la ocasión de protestar. Se trataba de una de esas antiguas campanas de metal con un asa de madera, el modelo que usaban los profesores en el pasado para señalar el fin del recreo.
Y podía utilizarse como una maza con idéntica facilidad.
Richie cogió impulso y, con una vigorosa volea, estrelló la campana contra la sien de Cooper.
—Atento, no se te vayan a pasar las campanadas, gordo de mierda. —Y lo golpeó en la otra sien con un arco inverso—. Tolón, tolón. —Cooper trastabilló, grogui, mientras la sangre que manaba del corte que tenía en la frente se le metía en los ojos. Por primera vez, bajó las manos.
Richie le dio un cabezazo. Tosco pero eficaz. Cooper empezó a sangrar por la nariz. Seguramente estaría acostumbrado, en vista de que ya se la habían roto en el pasado.
—Y esto es por lo de antes. —Y le pegó un puntapié en la entrepierna con un simple y satisfactorio movimiento.
—Cooper encaja un… ataque… pero sigue siendo… el campeón. —Retrocedió dando tumbos, lanzando golpes ciegos.
—Eh, tú, me he fijado en que has reunido a un buen público. —Richie cogió a Cooper del brazo antes de que este se hubiese recuperado y lo sujetó con fuerza—. ¿Por qué no vas a conocerlo? —Tensó sus músculos y lanzó a su pesado oponente hacia las cuerdas, a través de ellas.
Si los miembros de la banda que estaban apiñados en torno al ring se hubiesen quedado donde estaban, Cooper hubiese disfrutado de un aterrizaje más mullido. Pero ellos no lo hicieron, así que él tampoco. Rebotó un poco sobre el suelo de madera. La sangre borboteaba en sus labios. Entonces sí que parecía colorado.
—Fuera guantes, ahora de verdad. —Richie se quitó los suyos y bajó del ring, aterrizando sobre la espalda de Cooper. Ninguno de los Reyes intentó detenerlo o interferir en el inevitable curso que había tomado la pelea. Al parecer, tenían su propio código de honor.
—Como no hay árbitro, contaré yo. —Richie hizo rodar a Cooper hasta ponerlo bocarriba y acompañó sus palabras con puñetazos—. Uno. Dos. Tres. —El silencio se adueñó de los Reyes del Ring, cuyo campeón había perdido la categoría de invicto—. Cuatro. Cinco. —De hecho, parecía que estaba inconsciente.
—Richie, para, lo vas a matar. —Era Jessica.
—Buena idea. Seis. Siete.
—No, sigue pegándole. Pégale duro. Mira cuánta sangre. Podríamos clonarlo a partir de ella. —El maldito Geoffrey.
—Richie.
—Ocho.
Era Morticia.
—Ya has demostrado lo que querías. Para.
—Nueve. ¿Eso crees? Una más. Diez. —Y propinó un último impacto a la destrozada cara cubierta de rojo de Cooper—. Se acabó, cabrón. El combate ha terminado. Y el ganador es… —Se esforzó por ponerse en pie y apuntó con ambos puños al techo, pese a lo mucho que le dolían las heridas, y dejó caer la cabeza hacia atrás—. Rocky… perdón, Richie Coker.
Y, de improviso, el público enloqueció.
* * *
—Travis, ¿podemos hablar un momento?
Había pasado la medianoche. La mayoría de los Fantasmas, exceptuando aquellos que estaban en el turno de guardia, se habían ido a dormir. Travis y Tilo se estaban acomodando todo lo posible, estirándose entre un escritorio y una pared. Pensaban que Antony se habría ido a la cama.
—¿No puedes esperar a mañana? —dijo Travis, con una falta de tacto poco habitual en él.
—Preferiría no tener que hacerlo. —Antony volvió la mirada hacia Tilo con timidez—. ¿Podemos hablar en privado?
—Vale, de acuerdo. —Travis se puso en pie a regañadientes—. Pero date prisa, Antony.
Se abrieron paso a través de cuerpos acostados hasta llegar a las ventanas con vistas a la calle. Al otro lado, Londres estaba sumido en la oscuridad. Había poco que ver, pero los dos chicos parecían más dispuestos a mirar el exterior con los brazos cruzados antes que al otro.
—¿Sabes, Travis? Cuando mi madre vivía, solía decir que nunca hay que dejar que el sol se ponga guardando rencor. Y bueno, ya es un poco tarde para lo del sol, pero haciendo honor a lo que quería decir con esa frase, te pido disculpas.
—¿Por todo en general o por algo en particular?
—Por la tensión que ha habido entre tú y yo últimamente. Por las discusiones infantiles que hemos mantenido. Ha sido mi culpa y te pido perdón.
Travis volvió la cabeza hacia Antony con interés y un renovado afecto. Era difícil seguir enfadado con él por mucho tiempo, independientemente de lo válido que fuese el motivo.
—¿Por qué dices eso?
—Porque es la verdad. Y me resulta duro admitirlo… —Y así era, pues Antony había tardado horas, desde que fueron capturados por los Fantasmas, en reunir el valor para solucionar aquella situación con Travis—. Pero me temo que estaba empezando a cogerte manía, a sentirme celoso de ti. Eres el líder. Te has convertido en líder por elección popular, casi por derecho y, antes de tu llegada, en Harrington yo era el líder. Era yo el que fue designado como delegado, ¿te acuerdas? —Antony sonrió con nostalgia—. Parece como si hubiese pasado tanto tiempo… En cualquier caso, parte de mí todavía deseaba asumir el liderazgo y eso es lo que ha provocado tensión entre los dos. Por mi parte, al menos. En el Enclave, antes de que descubriésemos el proyecto Parangón. En el supermercado, lo cual es incluso más estúpido.
—Has dicho que parte de ti quería asumir el liderazgo, Antony —observó Travis—. Lo has dicho en pasado. ¿Qué ha cambiado?
Antony suspiró.
—Más que cambiar, lo que ha pasado es que me he aclarado. Por cómo te plantaste ante Dwayne Randolph, Travis, ante toda la banda. Fue impresionante. —Se volvió hacia su compañero, admirándolo con envidia en sus ojos en lugar de con amargos celos—. No podría haber hecho algo así, no podría haber actuado de ese modo. No lo hice. Pero tú sí, con desafío, con valor, con fuerza y resolución…
—Tranquilo, Antony —rio Travis—. Que estoy saliendo con Tilo.
—No. Es que me hizo ver las cosas con claridad, me hizo darme cuenta de que un líder tiene que poseer unas cualidades que yo no tengo. Confianza en sí mismo. Visión. La capacidad de inspirar. La única habilidad genuina que poseo es ser bueno con la organización.
—No seas tan duro contigo mismo. Las comunidades necesitan a gente que las organice —observó Travis, comprensivo, y dejó caer los brazos.
—Sí, es cierto. Pero lo que necesitan por encima de todo es un liderazgo inspirador que tenga una perspectiva clara. Y, entre nosotros, Travis, tú eres el único que puede proporcionarlo. —Antony cruzó las manos tras su espalda—. No puedo competir contigo y no voy a seguir intentándolo. Fue una idiotez por mi parte hacerlo, y perjudicial para el grupo. Lo siento.
—Bueno, si crees que necesitas pedir disculpas, Antony —dijo Travis, arrepentido—, entonces yo también. En primer lugar, no deberíamos haber permitido que algo tan importante se convirtiese en una competición.
—En eso estamos de acuerdo. Aunque creo que hubiese aceptado la realidad un poco antes si Crispin no hubiese estado animándome a creer que merecía el liderazgo más que tú.
—¿Qué? —Sus ojos azules se entrecerraron con sospecha.
—Pero tampoco estuvo bien que hicieses de menos mi contribución al grupo, Travis.
—Lo volveré a preguntar: ¿qué? ¿Me oíste decir algo en tu contra, Antony?
Antony frunció el ceño.
—Bueno, no. La verdad es que no. Pero Crispin me dijo…
—¿Quieres que te cuente lo que me dijo Crispin a mí? —Travis negó con la cabeza, incrédulo—. Que tú andabas criticándome a mis espaldas.
—Pero yo no… nunca haría algo así. Entonces, por eso me dijiste aquello en el supermercado. —Antony se dirigió a Travis con seriedad—. Pero no es verdad.
—Como tampoco lo es el que yo haya estado empleando mi tiempo en meterme contigo. Eres mi amigo, Antony.
—Pero eso significa… —La verdad lo asustó.
—Exacto. Eso es lo que significa. El inestimable doctor Allerton ha estado intentando enfrentarnos entre nosotros, dividiéndonos con la esperanza de asumir el poder, eso seguro. Era el candidato al liderazgo número tres.
—Lo que me asusta —dijo Antony— es que estuvo a punto de conseguirlo.
—Pero no lo hizo.
—Hemos sido unos imbéciles dejándonos manipular.
—Pues se acabó. Aquí tienes mi mano. —La extendió hacia él—. Creo que me sobrestimas, Antony, pero, utilizando tus propios términos: «Para que una comunidad sobreviva, necesita inspiración, organización y colaboración».
—Entonces, eso es lo que haré. —Antony estrechó la mano de Travis con firmeza—. No volvamos a distanciarnos, Antony. Por nada.
—No lo haremos —prometió Travis—. Y cuando volvamos a encontrarnos con Crispin Allerton, nos aseguraremos de que lo sepa.
* * *
Antony se encontró mejor después de haber arreglado las cosas con Travis. Se tumbó en el colchón tirado en el suelo, se quitó los zapatos, se arropó con la sábana y empezó a contemplar una posibilidad que cada vez resultaba más absurda desde la enfermedad: que podría, por una vez, conciliar el sueño. Ojalá pudiese estar seguro de que Jessica no estaba en peligro en alguna parte. Ojalá estuviese allí, a su lado, envolviéndolo con sus brazos, pero se conformaría con tener la certeza de que ella estaba a salvo. En cualquier caso, si conseguía dormir, quizá soñaría con ella.
Pero Antony no llegó a soñar.
Tenía los ojos cerrados cuando un cuerpo se escurrió bajo la manta y se apretó contra el suyo. Un cuerpo cálido, desnudo, piel contra su ropa. Sus ojos se abrieron de par en par en un instante. Era un cuerpo con curvas femeninas.
—Hola —susurró Ruth Bell.
—Pe… pero ¿qué…? —Si sus padres no le hubiesen enseñado que no había que decir palabrotas, y mucho menos en presencia de una chica, Antony lo hubiese hecho en aquel preciso instante. En vez de eso, movido por un pánico súbito a estar en contacto íntimo con Ruth Bell en aquel estado de desnudez, retrocedió con violencia, saliéndose del colchón y golpeándose la cabeza contra el suelo, para rematar.
Lo más probable es que aquella no fuese la reacción que Ruth esperaba.
—Pero ¿qué… pero qué crees que estás haciendo? —Antony pestañeó como si su única esperanza fuese que aquello no fuera más que un sueño, o una pesadilla, que se desvanecería en cuanto despertase, sin avergonzarlo más.
—Ssh… —susurró Ruth—. Antony, no queremos que los demás se queden mirando, ¿a que no?
¿Los demás? El que no quería mirar era él. Por suerte, las pocas lámparas que seguían encendidas proyectaban un brillo muy débil sobre ellos, mientras que las inmóviles y acurrucadas figuras esparcidas por el suelo sugerían que el resto de sus compañeros estaban profundamente dormidos, ajenos a lo que estaba ocurriendo.
—Vuelve aquí, bajo la sábana —le invitó Ruth—. Pensé que esta noche podríamos estar juntos.
—Creo que ya te dije que no estaba interesado —dijo Antony, tragando saliva.
—Dijiste que estabas saliendo con Jessica —lo corrigió Ruth—. Bueno, pues eso se acabó.
—¿Qué quieres decir con que eso se acabó? —Antony agravó su tono de voz, una vez recuperado de la sorpresa inicial.
—Jessica está muerta. O, si no lo está, se ha perdido junto a los demás. Nunca los encontraremos.
—Sí que los encontraremos.
—No, Antony. Sé realista. Nunca volverás a ver a Jessica. Estadísticamente, la posibilidad de que…
—Me dan igual tus estadísticas. —La rabia le hizo alzar la voz hasta límites peligrosos—. Encontraremos a Jessica, y la encontraremos viva. Y ni se te ocurra pensar lo contrario.
Ruth continuó, desconcertada.
—Solo te estoy diciendo lo que es más probable que haya ocurrido. Quiero ayudarte, Antony. No deberías perder el tiempo pensando en quienes se han ido. Piensa en los que están aquí. Yo estoy aquí. —Desde luego, Antony la vio perfectamente cuando la chica retiró la sábana, de los pies a la cabeza—. Estoy convencida de que mi cuerpo es perfectamente aceptable.
Y Antony supo que debía apartar la mirada. Quería hacerlo. Pero era difícil, imposible.
Ruth rio y se mordió el labio.
—¿Ves? No te avergüences de tu excitación, Antony. Es perfectamente natural.
Antony negó con la cabeza.
—Tápate —murmuró a duras penas.
Ruth no lo hizo.
—No tenemos elección en ese aspecto, Antony. Solo los sentimentales y los tontos lo creen. Llevamos el deseo en nuestros genes.
—He dicho…
—Y, hablando de lo que llevamos dentro, a ver qué guardas en los pantalones…
Antony detuvo la mano de Ruth en cuanto la extendió hacia él. Sus padres también le habían enseñado que nunca había que ser violento con una chica, pero ya pediría disculpas a su recuerdo más tarde por haber incumplido aquel mandato. Oprimió los dedos de Ruth con tanta fuerza que sus nudillos se juntaron.
—He dicho que te tapes —siseó entre unos apretados dientes.
—Ah, Antony, me haces daño.
—Te estoy advirtiendo, Ruth. —Aunque le soltó la mano, en gran parte para poder utilizar las dos para envolverla con la sábana, apretándola contra el contorno de su cuerpo, como si fuese una red—. Si vuelves a intentar algo así otra vez, te habrás metido en un buen lío. Tienes mi palabra de honor, como delegado del colegio Harrington. No te quiero. Y, después de esto y de lo que has dicho sobre Jessica, ni siquiera me caes bien. Así que, a partir de ahora, aléjate de mí, ¿entiendes, Ruth? Porque yo, desde luego, pienso alejarme de ti.
Y para demostrar que iba en serio, Antony se puso en pie de un salto y se alejó al otro extremo de la oficina. Ruth lo vio marcharse con lágrimas en los ojos. No de tristeza, sino de rabia. Se había ofrecido a Antony Clive y la había rechazado. No estaba acostumbrada a que la rechazasen. Un parangón siempre obtenía lo que quería. Un parangón podía hacer lo que quisiese y tener aquello que desease por el hecho de ser, bueno, un parangón. Alguien excepcional. Antony Clive no solo era un estúpido y un sentimental por rechazar su invitación, sino que tampoco tenía derecho a hacerlo. Tenía que pagar por ello, tenía que ser castigado. Su comportamiento era irracional, inaceptable, imperdonable. No podía consentir que la rechazasen.
Pero, sin embargo, había algo interesante en aquella situación.
Ruth Bell había vivido una vida carente de emociones en el proyecto Parangón. En aquel momento, sin embargo, percibió nuevos y misteriosos sentimientos en su interior. Aquel ardiente dolor, por ejemplo, ¿eran celos? Nunca antes los había experimentado, desde luego. Los encontró estimulantes, desde un punto de vista algo masoquista. Y aquella amargura, aquel resentimiento que empezaba a crecer en su interior, quizá fuese odio. Sed de venganza. Sí, definitivamente lo era.
Desnuda y sola, Ruth Bell degustó aquellas misteriosas e irresistibles emociones que bullían en su interior, regodeándose y disfrutando de las pasiones que empezaban a generar. Se preguntó adónde la conducirían después de nacer.
* * *
—¿Qué aspecto tengo? —preguntó Richie, nervioso.
—Bueno, por decirlo de alguna forma —dijo Mel, incapaz de reprimir por completo una sonrisa—, no es que seas clavado a Orlando Bloom. Pero da igual, porque lo que importa es el interior. —Le dio unas palmaditas en su pecho desnudo, sobre el corazón.
—Muchas gracias, Morticia. Pero no estoy seguro de eso que dices.
—Los cortes y golpes se te curarán pronto, Richie —intervino Jessica, queriendo darle ánimos—. Y Mel tiene razón. De no ser por ti, lo más probable es que no estuviésemos aquí.
«Aquí» era la antigua oficina del gimnasio Kenton, que había hecho las veces de celda antes del combate de la noche anterior. Había cumplido aquella función hasta entonces, con el añadido de varias camas rudimentarias. La luz gris del amanecer se asomaba por la ventana, pero parecía reacia a entrar, lo cual quizá era comprensible.
Crispin, con Geoffrey revoloteando a su lado como Igor, el asistente del doctor Frankenstein, miró a las chicas con severidad mientras frotaban las heridas de Richie con linimento.
—Estoy seguro de que todos apreciamos tus esfuerzos pugilísticos, Coker —observó, como si hablase por todos salvo por él mismo—, pero parece que han sido en vano, ¿no es así?
—¿De qué hablas, Crispin? —dijo Mel con un suspiro, harta—. Pero bueno, como si nos importase. —Enroscó el tapón en el frasco de pomada que estaba sujetando. Los Reyes del Ring habían sido inesperadamente generosos al proporcionarles los remedios para el contusionado cuerpo de Richie—. Listo, grandullón, ya puedes ponerte la sudadera.
—Igual preferís que siga sin ella puesta, nenas. —Richie tensó sus bíceps, ostentoso.
—Me temo que ya tengo pareja, Richie —le recordó Jessica.
—Y a mí me gustaría terminar el día sin vomitar —dijo Mel—. Así que ponte la sudadera. Ahora. —Richie obedeció, guiñando el ojo mientras tensaba sus doloridas extremidades—. Y para rematar… —Le entregó su querida gorra de béisbol.
—Gracias. —Richie se la puso con cariño en la cabeza. Las chicas no hacían más que sonreírle, pero sabía que tenía que estar hecho una piltrafa. Un ojo morado, el labio roto, la mejilla hinchada y el torso amoratado. Sintió que estaba hecho polvo y le dolía todo el cuerpo. Pero al menos no estaba sufriendo como hacía seis horas. Era fuerte. Como había dicho Jessie, se acabaría curando. Y había algo en su interior que no estaba allí el día anterior, que nunca había estado allí, algo que lo ayudaría a sobreponerse al dolor, algo más poderoso que cualquiera de los linimentos con los que las nenas lo habían embadurnado desde el final de la pelea. Naughton lo hubiese llamado confianza en uno mismo. Richie lo llamó orgullo.
Ojalá el Crispito de las narices se callase de una vez.
—No me estáis escuchando, ¿verdad que no?
—La verdad es que no. —Morticia no era capaz de contener una pulla, desde luego. Richie se hubiese reído si no le doliera tanto.
—Pues deberíais. Nuestras vidas todavía corren peligro. En caso de que tu memoria se haya visto tan afectada por la música alta y el alcohol barato que seas mentalmente incapaz de recordar, los postulados de esta horda de matones eran que si nuestro contendiente derrotaba a su campeón, como hizo Coker poniendo a ese imbécil de Cooper en su lugar, entonces seríamos libres. Y seguimos encerrados.
—Sí, lo sé —dijo Mel, ácida—. Y, créeme, estoy disfrutando de tu compañía tanto como tú de la mía. Pero, ya puestos, si tu memoria tiene espacio para algo más que teoría genética e historia de la condescendencia, Crispin, recordarás que Cooper solo dijo que viviríamos si ganábamos y, si tienes corazón, descubrirás que sigue latiendo.
Jessica frunció el ceño.
—Para ser justa con Crispin, asumía que Cooper nos dejaría marchar.
Hubo movimiento tras la puerta y alguien la abrió.
—Quizá tengamos la oportunidad de preguntarle —dijo Richie. Después bajó el tono de voz—. Siempre y cuando no quiera una maldita revancha.
Cooper se adentró en la habitación, renqueando y escoltado por un grupo de Reyes del Ring. Su estado era igual de lastimoso que el de Richie, puede que incluso más, aunque por extraño que fuese, parecía mucho más feliz. Su sonrisa era como un carillón roto. Llevaba puesta su vieja camiseta de Tyson y, sobre un hombro, un enorme cinturón de cuero con ornamentos de playa. Con una mano sujetó el cinturón y extendió la otra hacia Richie.
—Y, a la mañana siguiente al combate, el campeón caído ofrece sus felicitaciones al triunfal contendiente.
—¿Perdona? —dijo Richie, preguntándose si Cooper no pasaría del boxeo a la lucha libre y le lanzaría por los aires si le estrechaba la mano. Notó que Crispin y Geoffrey se acercaban sigilosamente tras él.
—Solo te quiero estrechar la mano —se justificó Cooper—. Que no se diga que Cooper no puede mostrar dignidad en la derrota. Sin trucos. Saber perder es parte del noble arte del boxeo. Lo hiciste bien, Richie Coker.
—Sí. Sí. Vale. —Richie estrechó la mano de su antiguo rival. Este no hizo ninguna jugarreta… hasta entonces. Los ojos de Richie estaban clavados en la puerta abierta—. ¿Lo he hecho lo bastante bien como para que mis amigos y yo nos marchemos de aquí?
—Oh, no —contestó Cooper.
—¿No? —Richie se tensó y le soltó la mano de golpe.
—No. No querrás hacer eso. Esto es tuyo. Por derecho. —Cooper retiró el cinturón de su hombro y se lo mostró a Richie—. Es el cinturón Lonsdale. En el viejo mundo, era entregado a aquellos boxeadores que ganaban títulos. Con los Reyes del Ring, sigue cumpliendo su función.
A Jessica le importaba un comino el significado del cinturón Lonsdale.
—Cooper, antes viniste a decir que nos dejarías marchar si Richie ganaba —dijo, con tono de queja.
—Vosotros sí que podéis, si queréis, pero puede que no queráis.
—¿Y por qué no íbamos a querer dejar atrás toda esta chorrada de boxeadores y tíos duros cuanto antes? —se preguntó Mel.
Cooper estaba detrás de Richie, colocando el cinturón en torno a la cintura del ganador.
—Porque hubo una cosa que no os contamos antes de la pelea, porque el viejo Coop no pensaba que fuera a perder. Pero lo hizo, y ahora ha pasado a ser uno más de la banda y los Reyes del Ring han coronado a un nuevo campeón.
—¿Y? —preguntó Richie.
—Ganaste la pelea, Rich. Ganaste el cinturón. No solo vivirás, sino que también liderarás. Eres el número 1. La banda es tuya. Cooper se inclina ante el nuevo Rey del Ring.