De pronto, la propia ciudad parecía ponerse del lado de los cosechadores. Ante los adolescentes, un montón de coches accidentados bloqueaba el paso, formando una sólida barricada que ocupaba la calle de lado a lado. Extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista de Travis, era el resultado de incontables intentos, tan desesperados como condenados, por abandonar Londres. Los conductores de los vehículos habían fracasado (debían estar todos muertos) y su legado podía condenar a aquellos que intentaban eludir aquel destino.
El haz de energía que brotó de la vaina de batalla y destrozó el asfalto de la carretera era amarillo, no blanco. Los alienígenas no iban a tomar prisioneros.
Dadnos una oportunidad, rogó Travis para sí, abatido. Eso es todo lo que pido. Una oportunidad de pelear.
—¿Qué hacemos ahora, Travis? —dijo Tilo mientras le tiraba del brazo.
Sintió que la desesperación, el desánimo, la derrota, crecían en su interior. Como el dolor. Ante ellos había un muro de coches y la muerte en forma de centelleantes rayos a sus espaldas. ¿Qué podía hacer? ¿Qué hubiese hecho su padre?
No se hubiese rendido, eso desde luego.
Travis se recuperó y recordó sus responsabilidades. Vale, las reglas habían cambiado. También tendrían que hacerlo las tácticas.
—¡Dispersaos! —gritó. Tendrían que olvidarse de permanecer juntos por el momento. Eso solo pondría las cosas más fáciles al piloto de la vaina de batalla—. ¡Haced que tenga que pensar en su próximo movimiento! —La cuestión era confundir al alienígena, con suerte. Reducir el número de bajas. Algunos podrían llegar a conseguirlo. Tilo, por ejemplo.
Quería que ella permaneciese a su lado, pero no ganaría nada con ello. Así que la alejó de un empujón.
—¡Corre, Tilo!
—Travis, ¿adónde…?
¿Adónde iba? A ofrecer a la vaina de batalla algo de práctica de tiro.
Travis se subió al maletero de un coche y desde allí, al techo; se volvió y disparó un fútil pero desafiante rayo de energía de su subyugador hacia la veloz vaina de batalla.
—¿Me quieres, cabrón? Pues ven a por mí.
La vaina de batalla lo intentó. Mientras hacía una pasada a poca distancia de la cabeza de Travis, su abertura emitió un destello que impactó sobre un coche a varios vehículos de distancia del muchacho, separándolo de aquellos con los que había colisionado y haciendo que volase a varios metros de distancia del suelo. La sacudida resultante derribó a Travis, haciéndolo caer de rodillas. Se deslizó hasta llegar al capó del coche. La vaina de batalla era un péndulo volador entre los altos muros del edificio de oficinas, listo para regresar en su dirección. Cuando lo hiciese, Travis no podría permitirse permanecer donde se encontraba en aquel instante.
—¿Necesitas una mano? —Antony le extendió la suya.
—Pero ¿qué haces…? Deberías haberte marchado, Antony.
—Eso mismo pensaba yo. —El chico rubio mantuvo el equilibrio sobre el capó a duras penas, pero no iba a permitir que Travis Naughton lo superase.
Las piernas de Travis también temblaban. No tuvo tiempo para preguntar acerca de los demás mientras se incorporaba con esfuerzo, aunque pensó que podría escapar a través del humo provocado por el disparo de la vaina de batalla mientras Tilo y quizá Mel o Jessie huían en paralelo a Antony y él a través del estrecho hueco que había entre los vehículos y los edificios. Esperó que todos los demás estuviesen haciendo lo mismo.
Una segunda explosión de coches sacudió a los dos adolescentes hasta tirarlos sobre la carretera.
—Vamos a tomar la ruta turística —dijo Travis, apretando los dientes. Saltó de un coche al siguiente y se subió al tejado, con Antony tras él.
Otra vez a sus espaldas, la vaina de batalla abrió fuego una vez más. Una ola de calor quemó las espaldas de los muchachos y la superficie de metal que se encontraba a sus pies tembló y se bamboleó. No tuvieron la oportunidad de apuntar y disparar. Ni Travis ni Antony se atrevieron a dedicar su atención a cualquier otra cosa que no fuese su siguiente paso, frenético y traicionero. Como metiesen el pie en una de las lunas hechas añicos y agujereadas, sería el fin. Un tobillo roto o torcido al tropezar sobre los inclinados techos y capós y todo había terminado.
Habían tenido éxito en atraer a la vaina de batalla hacia ellos dos, pero si el piloto acertaba en los estrechos confines de la calle, entonces…
Alguien había querido alejarse lo máximo posible de la ciudad. Su depósito de gasolina debía de estar lleno hasta los topes. Cuando el haz de energía impactó sobre el vehículo, el combustible prendió. Una bomba incendiaria no hubiese provocado un caos más devastador.
Travis gritó al sentir a su espalda las abrasadoras llamas, que provocaron una reacción en cadena a medida que otros vehículos eran pasto del fuego, convirtiendo la calle entera en un horno y proyectándolo hacia delante sin que pudiese hacer nada por impedirlo, lanzándolo como a un muñeco incapaz de ponerse en pie. Aterrizó sobre el tejado de un coche, lo que le provocó moratones y sangre, pero ningún hueso roto, a juzgar por lo que podía sentir. Se hubiese sentido avergonzado de sus gritos de no ser porque Antony aulló del mismo modo tras caer a su lado.
Travis se revolvió hasta quedar tumbado bocarriba, apuntó con su subyugador al aire y lo sujetó con ambas manos. A través de la oscura humareda distinguió una silueta aún más oscura y esférica. La vaina de batalla. Seguiría disparando mientras le quedase aliento. Pero no iba a ser necesario, ya que el vehículo de los cosechadores que lo sobrevolaba estaba envuelto en llamas, devorado por el infierno que su propio sistema de armas había desencadenado. Travis se hubiese reído si su machacado diafragma se lo hubiese permitido.
La vaina de batalla cayó en barrena, fuera de control. Se precipitó sobre un montón de vehículos y la explosión resultante debió de ser la más feroz y devastadora de cuantas había habido hasta entonces. Ninguna de sus predecesoras dejó inconsciente a Travis.
Pero no murió. Estaba vivo. Lo supo gracias a su tos seca, a la sangre que manaba por su boca y su nariz, al dolor en sus extremidades; gracias también a los brazos de Tilo que lo estrechaban, a su calor, su suavidad y a la humedad de sus lágrimas y labios mientras le besaba. Y no se había desvanecido por mucho tiempo. Las calles seguían ardiendo. Tilo y él estaban abrazados en un portal. Antony estaba con ellos, recuperando la consciencia. Alguien estaba atendiendo a Antony.
Era Ruth Bell.
—Estás bien. Estás bien, Travis —lo consoló Tilo—. Te sacamos de entre los coches.
—Los demás —dijo Travis mientras se aferraba a su brazo con fuerza—. Mel. Jessie. Richie. ¿Dónde están los demás?
—No lo sabemos, Trav. —Los ojos de Tilo se volvieron hacia las refulgentes calles—. Los hemos perdido.
* * *
El silencio que siguió a las palabras de Dyona fue largo y sombrío, como el que tenía lugar tras las ceremonias de trascendencia. Etrion no parecía dispuesto a romperlo si no se le indicaba expresamente que lo hiciese. Parecía satisfecho con permanecer inclinado hacia delante y pensativo en la silla de los aposentos de su ama, sobre la que esta le había invitado a sentarse. Dyona se encontraba ante la ventana, igual de inmóvil. Fuera, en Regent’s Park, los guerreros cosechadores estaban llevando a cabo sus tareas de esclavización con la habitual eficiencia. En aquella habitación, sin embargo, parecía que toda vida hubiese sido drenada hasta la última gota.
—¿Y bien, Etrion? —preguntó Dyona al fin.
—Bueno, mi señora…
—Es un plan sencillo, ¿no es así?
El sirviente se vio obligado a admitir que el plan de su señora era, en efecto, claro y poco complicado.
—Esperará el momento oportuno hasta que los veinticuatro homólogos del comandante de la flota Gyrion estén reunidos a bordo de la Ayrion III para los festejos —repitió—. Entonces ocultará un dispositivo explosivo y…
—Colocaré la bomba, Etrion —simplificó Dyona, con la expectación brillando en sus ojos.
—Perdóneme, mi señora. Colocará la bomba en la cámara en la que estarán reunidos los comandantes de la flota. —Después hizo una pausa y preguntó a media voz—: ¿Sabe llevar a cabo semejante bomba, mi señora? No estaba al corriente de que la educación tradicional de las mujeres de las Mil Familias incluyese la fabricación de explosivos.
—Sé cómo hacerlo, Etrion —dijo Dyona con frialdad—. Me lo enseñó Darion.
El sirviente asintió.
—Colocará la bomba. La detonará desde una distancia segura. Masacrará a veinticuatro miembros de su especie de un solo golpe.
—Los asesinaré, Etrion. ¿Y no crees que lo mínimo que esos veinticuatro merecen es la muerte? —El ánimo de Dyona se ensombreció. Rondó por la habitación con paso acelerado, sin pausa, como un scarath enjaulado—. ¿Cuántas vidas se han perdido por culpa de Gyrion y los suyos? ¿Cuántos inocentes han sido asesinados o esclavizados? Y, pese a ello, si no lo hago, en unos días esos mismos monstruos se reunirán a diez plantas bajo nuestros pies en la Cámara del Triunfo y se regocijarán en la destrucción que han causado, en los planetas que han saqueado. Es enfermizo, Etrion, es inmoral y no voy a tolerarlo. Gyrion y sus cómplices comandantes de la flota son criminales, culpables de delitos contra las gentes de todo el universo en una escala prácticamente incalculable. Merecen ser castigados. Si ha de hacerse justicia, deben morir.
—Quizá, mi señora —dijo Etrion mientras se encogía de hombros.
—¿Quizá?
—No estoy seguro acerca de lo que los otros cosechadores merecen o no, mi señora. Lo único que sé es que, en la vida, los individuos han de escoger sus creencias, sus valores, deben elegir sus lealtades a partir de su propia voluntad y permanecer fieles a esa moralidad personal hasta el día de su muerte. En caso de que ocurra, cuando alguien entra en contacto con otra persona cuyas creencias desafían o incluso contradicen las suyas, el conflicto está servido. En la mayoría de los casos, se resolverá con violencia. Así es como funciona el mundo. Al final, un conjunto de valores, un código moral saldrá victorioso y será aceptado como la verdad absoluta, en todas partes y por todos.
—No estoy segura de entender lo que quieres decir, Etrion —dijo Dyona con ceño fruncido.
El sirviente sonrió con educación.
—Es porque soy una criatura humilde e ignorante, mi señora. Solo el tiempo dirá si la esclavitud es lo correcto o lo incorrecto, no yo. Pero sé a quién soy leal. A usted, mi señora Dyona. Siempre.
—Entonces, ¿me ayudarás, Etrion? —preguntó Dyona, apremiante—. Porque si quiero que esto funcione, te necesito. Podrás recoger los materiales necesarios para la bomba en secciones de la nave en las que mi presencia como miembro de las Mil Familias llamaría la atención, cuando no levantaría sospechas. —Dyona era consciente de que estaba formando un vínculo con Etrion que iba más allá de lo contemplado en una relación entre ama y sirviente. No le importaba. Debía haber igualdad entre las razas del mismo modo que entre ellos. Dyona se arrodilló ante Etrion y le estrechó las manos—. ¿Lo harás? ¿Me ayudarás?
Y entonces, Etrion esbozó una sonrisa teñida de tristeza.
—Daría mi vida por usted, mi señora.
* * *
Al final, Mel dejó de correr. No porque se sintiese a salvo, sino porque caer de rodillas sobre el duro pavimento de hormigón se había convertido en una necesidad física. A su lado, Jessica también se derrumbó; incluso si sus piernas le hubiesen permitido retomar la marcha inmediatamente, jamás dejaría a Jessie a atrás. No podía decirse lo mismo sobre Crispin Allerton, a quien Mel hubiese abandonado sin ningún miramiento en el Martín Pescador, e incluso en la Universidad Wells, en Óxford. Pero, por algún motivo, el parangón se había pegado a ella desde el ataque de la vaina de batalla y, sorprendentemente, había conseguido mantener el ritmo. Se sentó sobre el suelo con delicadeza, como si su máxima preocupación fuese mancharse los pantalones.
—Mel —dijo Jessica entre jadeos—. ¿Qué le ha pasado a Antony? ¿Y a Trav? ¿Dónde está Tilo?
Mel no lo sabía. Había perdido de vista al resto del grupo tras la primera explosión. Las calles se habían convertido en un confuso borrón mientras las recorría a la carrera, sin rumbo, hasta que se detuvieron al fin, celebrando poder detenerse a tomar aliento pero asustados por la oscuridad de la inminente noche que se cernía sobre aquel desolado panorama, como el de una ciudad evacuada en tiempos de guerra. No había ni rastro de vida humana.
Aunque, por otra parte, la buena noticia era que tampoco había alienígenas.
—¿Ellos también han escapado, verdad? —siguió preguntando Jessica, ansiosa—. Quiero decir, todos.
—Por supuesto que sí. —Mel sonó más segura de lo que en realidad estaba.
—Es que la última vez que vi a Antony y a Travis, estaban sobre el techo de aquellos coches.
—Estarán bien, Jess. —Cualquier excusa era buena para abrazar a Jessica—. Se encontrarán cerca, en algún lado, y a salvo. Te lo prometo.
Crispin dio un respingo, escéptico.
—¿Tienes algo que decir al respecto, Doc? —escupió Mel.
—No, no. Nada. Mmm, pero bueno, respondiendo a tu pregunta, solo me planteaba cómo eres capaz de prometer algo que no puedes garantizar, que escapa a tu control. Me resulta ridículo, por decirlo con suavidad.
Mel se volvió hacia el parangón.
—Ya, bueno, estoy segura de que eres todo un experto en decir ridiculeces, Crispin, ¿sabes a lo que me refiero? Los demás están bien. De hecho, no me sorprendería que apareciesen de un momento a…
Pero cuando escuchó los pasos a su izquierda, procedentes de dos figuras oscuras que se abrían paso a través de aquel caos de coches, la primera reacción de Mel fue la de apuntar con su subyugador y prepararse para la violencia.
—Ten cuidado, Morticia, cualquiera diría que no te alegras mucho de vernos. —La silueta más alta levantó las manos. En una de ellas llevaba una escopeta.
—Richie. —Mel estuvo a punto de sonreír. Hasta que vio quién le acompañaba. No le deseaba ningún mal en particular a Geoffrey Thomas, pero preferiría haberse reencontrado con Travis, Antony o Tilo.
Sin embargo, los recién llegados tampoco habían visto a los chicos o a Ruth Bell.
—En cuanto nuestro noble líder nos dijo que nos dispersáramos, vaya si me dispersé —dijo Richie—. Si Naughton quiere llamar la atención de esa maldita vaina pegando botes como un idiota, que tenga buena suerte. Richie Coker no va a jugar a ser un héroe, te lo digo yo.
—Supongo que por «jugar a ser un héroe» te refieres a arriesgar su vida para darnos a los demás la oportunidad de sobrevivir —aventuró Mel—. No, estoy segura de que no podemos esperar eso de ti, chicarrón.
—La inclinación a gestos grandiosos de sacrificio suele ser sintomática de problemas psicológicos enraizados —recitó Geoffrey Thomas, que se encontraba en cuclillas sobre el pavimento—. Un intento de compensar algún acontecimiento traumático que el sujeto no fue capaz de prevenir, por ejemplo.
—Eh, Geoffrey —le dijo Mel—. ¿Has oído eso de que en boca cerrada no entran moscas?
—Sí, pero…
—Pues haznos un favor y ándate con ojo, no se te vaya a meter una.
—No nos peleemos —intervino Jessica—. Deberíamos estar buscando a nuestros amigos. —A Antony. Si no lo encontraba, si no volvía a verlo… No quería contemplar esa posibilidad. No cuando había empezado a concebir un futuro en el que también estaba él, en el que ambos seguían juntos.
—Jessie tiene razón. —Mel se puso a su lado—. Cuanto antes empecemos, antes daremos con ellos.
—Pero va a oscurecer de un momento a otro. —Richie no parecía tan convencido—. Ya sé que te encanta la noche, Morticia, pero…
—A callar y en marcha, Richie.
—No pueden estar muy lejos —dijo Jessica—. Si intentamos volver sobre nuestros pasos…
—¿Y si los cosechadores aún nos están buscando? —preguntó Geoffrey, asustado.
—Mmm. Efectivamente. —Crispin volvió la mirada hacia el edificio de oficinas desierto que se extendía a sus espaldas—. ¿No os parece que sería más sensato discutir nuestras opciones dentro?
—¿Opciones? —repitió Mel, extrañada—. ¿Qué quieres decir con eso de «nuestras opciones»? No es una elección. Es nuestro deber. Tenemos que encontrar al resto.
—La verdad es que no —contestó Crispin—. No es en absoluto obligatorio. Dedicar nuestro valioso tiempo y energía rondando las calles en busca de aquellos que perfectamente podrían, por decirlo de un modo eufemístico, no estar entre nosotros…
—Están vivos, Crispin —afirmó Jessica, vehemente.
—No es una tarea provechosa. Tendría más sentido que nos dirigiésemos al Enclave Cero, de acuerdo a nuestro plan original. El Enclave Cero debería ser nuestra principal prioridad.
—Puedes meterte el Enclave Cero por donde no da el sol —replicó Mel—. Estoy segura de que tendrás espacio. Mi prioridad son mis amigos desaparecidos, quizá estén heridos y necesiten nuestra ayuda. Pero no espero que entiendas conceptos como la lealtad y la amistad, doctor Allerton. Por lo que a mí respecta, puedes venir con nosotros o puedes irte al infierno. Larguémonos de aquí, Jess.
—Espera un momento, Patrick —la detuvo Crispin—. ¿Somos un grupo o no? Tenemos que permanecer unidos.
—Entonces venid con nosotros, Crispin, Geoffrey —dijo Jessica—. ¿No queréis encontrar a Ruth? —Aunque la que no estaba segura de querer hacerlo era ella.
—¿No éramos un grupo democrático? —preguntó, ladino.
—¿Adónde pretendes llegar, Crispin? —dijo Mel.
—Votamos para elegir un líder. En su ausencia, ¿por qué no votamos cuál debería ser nuestro próximo movimiento?
Richie escuchó la cantinela de Crispin en silencio. Le había parecido que Crispito le había estado observando antes de proponer la votación, como si lo estuviese estudiando. No sabía por qué. Quizá el parangón aún no hubiese salido del armario. Pero tampoco le preocupaba… Morticia y la princesita habían dicho que respetarían la decisión de la mayoría como buenas demócratas. Y él ya sabía qué iba a votar.
—Buscamos a los demás. —Morticia.
—Vamos al Enclave Cero. —Crispito.
—Tenemos que ir con nuestros amigos. Nos estarán buscando. —Jessica.
—Al Enclave Cero. —El maldito Geoffrey, como la mascota de Allerton.
Tilo. Lo único que tenía que hacer era dejar a Naughton y elegirle a él, a Richie, en su lugar. Eso era todo. Entonces Richie antepondría sus deseos a los suyos, cuidaría de ella, la protegería, haría la clase de cosas que a la gente como Naughton le resultaba fácil pero que nunca había pensado que estuviesen hechas para gente como él, cosas de las que solía reírse y burlarse con saña. Podría haber dejado a Travis. ¿Por qué le daba tantas vueltas? En el entorno en el que él solía moverse, las nenas les ponían los cuernos a sus novios continuamente.
—Richie. ¿Hola? —Era Morticia, mirándole frente a frente y moviendo la mano como si fuese subnormal.
—¿Qué?
—Di que estás con nosotras y nos pondremos en marcha.
La hippie. No Tilo. La hippie, a secas. Y la hippie podría haberlo elegido a él. Pero no lo hizo. Escogió a Naughton. Así que a la mierda. Y a la mierda con Naughton también.
—No estoy con vosotras, Morticia —gruñó Richie Coker.
Mel retrocedió a la vez que gritaba:
—¿Qué?
—¿Richie? —dijo Jessica con incredulidad. Casi dolida. Como si contase con él.
Pero ya era demasiado tarde. Tiró de la visera de su gorra de béisbol hacia abajo para que no pudiesen verle los ojos.
—A partir de ahora voy a preocuparme por mí. Por el número uno. Richie Coker. Como nos metamos en esas malditas calles vamos a palmar. Así que no estoy con vosotras, Morticia. Estoy con Crispin.
Este intentó mitigar una tenue risita burlona, pero fracasó.
—Ah, la democracia. ¿Sabes una cosa, Patrick? Creo que empieza a gustarme.
—Richie, ¿cómo has podido? —lo acusó Jessica.
—Piérdete —contestó Richie, hosco.
—Jess, no tenemos por qué acatar la votación. No es obligatorio. —Si Mel se hubiese quedado mirando la expresión de superioridad y satisfacción de Crispin Allerton durante un segundo más, no hubiese sido capaz de resistir la apremiante tentación de darle una buena bofetada. Se volvió hacia la chica rubia—. Podemos separarnos y buscarlos por nuestra cuenta. Tú y yo.
—No. Hemos votado. —Jessica negó con la cabeza, desolada—. Tenemos que obedecer las normas. Eso es lo que diría Antony.
—Bien, entonces. —Crispin Allerton se frotó las manos como un hombre de negocios—. Si estamos listos, sugiero que nos pongamos en… —Su optimismo empezó a perder fuelle de forma súbita—. Marcha…
En aquella ocasión, las figuras que emergían de entre las sombras no le eran familiares, y eran mucho más numerosas que el pequeño grupo, al cual no tardaron en rodear. Por lo menos eran humanos, jóvenes de un variado elenco de razas, pero todos ellos armados. Apuntaron a los cinco adolescentes, que se apiñaron entre ellos por instinto y levantaron las manos como signo de rendición.
—Parece que ahora somos nosotros la minoría —murmuró Mel.
* * *
A medida que la oscuridad del atardecer se asentaba, contemplaron la posibilidad de gritar los nombres de los demás, pero finalmente optaron por no hacerlo. Lo más probable era que no mereciese la pena el riesgo de llamar la atención de todo aquel que no respondiese al nombre de Jessica, Mel, Richie, Crispin o Geoffrey, sobre todo cuando dichos elementos desconocidos podían ser hostiles. Pero Travis tenía muy claro que no iban a abandonar a sus amigos. Iban a encontrarlos a todos, sanos y salvos.
—¿No deberíamos quedarnos y buscar por las calles de alrededor, entonces? —dijo Antony—. Lo más probable es que se encuentren por aquí.
El cuarteto había abandonado la zona arrasada por la vaina de batalla, en la que los coches seguían ardiendo con intensidad. Desde entonces, habían avanzado bien poco en cualquier dirección, pues las heridas que ambos chicos sufrieron a causa de las explosiones los ralentizaban. Travis aliviaba su pierna derecha apoyándose en Tilo de vez en cuando para tenerse en pie, mientras que Ruth se empeñaba en sostener a Antony, lo quisiera o no. No obstante, sus heridas eran superficiales, nada que un periodo de reposo y unas cuantas noches de descanso no solucionasen. Por desgracia, tanto el reposo como las noches de descanso eran un bien escaso.
—Tenemos que alejarnos de los cosechadores, Antony —dijo Travis.
—¿Los cosechadores? —protestó el muchacho rubio—. Yo no veo a ningún cosechador.
—Si los vieses —dijo Tilo—, ya sería demasiado tarde.
Travis asintió.
—Hay que seguir caminando. Es lo que estarán haciendo los demás.
—¿Y si están heridos o algo así y no pueden correr?
Travis ignoró la pregunta de Antony, aunque a él también se le había ocurrido aquella posibilidad. Pero lo único que podía hacer era escoger con franqueza el que consideraba el plan con más probabilidades de tener éxito, ceñirse a él y esperar lo mejor.
—No podemos permitirnos vagar en círculos. Eso no servirá para nada. Todos sabíamos adónde nos dirigíamos antes de separarnos. Creo que es lógico pensar que, tarde o temprano, es allí hacia donde todos nos dirigiremos. Al Parlamento. Allí es donde nos reencontraremos y allí es adonde vamos a ir.
—Espero que tengas razón —espetó Antony, con una rudeza de la que Richie Coker hubiese estado orgulloso.
Le preocupaba Jessica. Le preocupaban todos aquellos a los que había perdido, por supuesto, y si cualquiera de ellos estuviese muerto lamentaría su pérdida e intentaría seguir adelante, pero de haberle ocurrido algo a Jessica… no se veía capaz de recuperarse de algo así. Miró a Travis y no pudo evitar sentir cierto resentimiento. Travis y Tilo estaban juntos y la chica lo rodeaba con su brazo. La novia de Travis estaba a salvo mientras Jessica… Dios, esperaba que también lo estuviese. Deseó que estuviese con Mel. Mel no permitiría que sufriese daño alguno. A su manera, Mel quería a Jessica tanto como él mismo. Pero hubiera sido infinitamente mejor que Jessica estuviese allí, del mismo modo que Tilo estaba con Travis. Y Antony sintió la amargura corriéndole por las venas, como si fuese veneno. ¿Por qué siempre era a Travis a quien le salía todo bien?
—Ruth —dijo el líder del grupo—, ¿sabes cómo acceder al Enclave Cero?
—No sin Crispin. —Esperó no haber decepcionado a Antony por ello—. Sé que hay entradas al complejo en el número diez de Downing Street y en el edificio del Parlamento; Crispin nos dijo dónde se encontraban, aproximadamente. Al parecer, también hay otras vías para entrar y salir, pero los accesos estarán camuflados, escondidos, e incluso si los encontrásemos, tendríamos que introducir los códigos que están almacenados en los ficheros a los que accedió Crispin. Él fue quien los memorizó.
—Así que necesitamos a Crispin. —Travis frunció el ceño.
—El doctor Allerton está empezando a coger la costumbre de volverse indispensable —observó Tilo en voz baja—, por desgracia.
—No te preocupes, Tilo —dijo Travis—. Buscaremos el modo de acceder al interior del Enclave, incluso si no damos con Crispin. —Sujetó la empuñadura de su subyugador—. Aunque tengamos que liarnos a tiros con…
—Eh. ¡Eh! —De pronto, Antony se separó de Ruth y echó a correr—. Jess… —Pero ninguna de las dos figuras que habían echado a correr de una de las tiendas que se encontraban ante él resultó ser Jessica. Eran más pequeñas, más jóvenes, y bajo la luz de la luna pudo verse la expresión de decepción y vergüenza de Antony al descubrir que eran dos muchachos negros. No fue solo el dolor en las piernas lo que le hizo detenerse.
Sus compañeros lo alcanzaron mientras los dos chicos se esfumaban en la distancia y la oscuridad.
—¿No sabréis si hay algún oftalmólogo por aquí cerca? —bromeó, sarcástico—. Creo que tengo que examinarme la vista.
—Antony. —Tilo le tocó la mano, comprensiva.
Y él reaccionó.
—Quizá deberíamos seguirlos en cualquier caso, sean quienes sean. Es obvio que son de aquí. Puede que hayan visto a Jessica y al resto. Podrían decirnos dónde están.
—No lo creo —dijo Travis.
—¿Qué es lo que no crees? —replicó, con tono paranoico. A Travis todo le sale bien.
—Creo que lo más seguro es que sigamos avanzando.
—Pero ¿y si hay una posibilidad? ¿No quieres…? ¿Es que no quieres encontrar a los demás, Travis?
—Antony. —Sus palabras le hirieron como una puñalada—. Claro que sí. Ya lo sabes. Pero mira. Mira. —Señaló hacia la calle desierta—. Si teníamos una oportunidad, se ha esfumado. Que es lo que tendríamos que hacer nosotros.
—No.
—¿Disculpa?
—Ya me has oído. ¿Es que tus orejas son tan inútiles como mis ojos? ¿O es que entre las habilidades de liderazgo que pareces haber dominado tan bien está la sordera selectiva?
—Antony, ¿de qué estás hablando?
—Si no vamos tras esos chicos, propongo que descansemos un rato, que busquemos algo de comida y agua. Mira. —Antony extendió el dedo hacia el establecimiento que los dos muchachos habían abandonado con tanta celeridad. En el pasado, cuando aún era importante hacer aquellas distinciones, había sido un supermercado. Sus ventanas estaban hechas añicos y la puerta había desaparecido por completo—. Puede que aún quede comida ahí dentro.
—No tenemos tiempo para detenernos, Antony.
—¿Por qué no? ¿Porque tú lo dices, Travis?
—¿Qué? No, porque tenemos que continuar.
—Porque yo lo digo. Porque yo sé lo que nos conviene.
—Pero ¿a ti qué te pasa, Antony, es que te vas a enfurruñar?
—Los demás no somos idiotas, ¿sabes? Era delegado del colegio Harrington. Merezco que se me escuche.
—¿Es eso lo que has estado diciendo a mis espaldas?
—Yo no he…
—Crees que tengo delirios de grandeza, ¿verdad? Pues deja que te diga una cosa…
—¡Ya basta! —Tilo se interpuso entre los dos chicos, que parecían haber olvidado que la idea era atravesar las calles en silencio—. Ya os vale a los dos. ¡Callaos, joder!
—¿Tilo? —Travis vio miedo y rabia en los ojos de la chica. Se dispuso a abrazarla, pero ella le apartó los brazos.
—No, Trav. No hasta que… Deberíais escucharos el uno al otro. ¿Qué demonios os pasa? ¿Qué os ha pasado?
—Te puedo asegurar, Tilo… —empezó Antony, pero no tuvo la oportunidad de concluir la frase.
—¿A qué viene tanta discusión, tantas críticas? ¿Por qué? Estáis a la que salta, como… iba a decir que como niños pequeños, pero es todavía peor. Es como si de pronto fueseis rivales o enemigos, cuando no lo sois. Sois aliados. Sois un equipo. ¿Es que ya se os ha olvidado? Sois amigos. Y los amigos no… No deberíais pelearos. Antony. Trav. —Su voz se quebró—. El resto os necesitamos. A los dos.
—Vale, Tilo. Vale. Lo siento. —En aquella ocasión no rechazó el abrazo de Travis.
—Lo sentimos. —Antony contempló al otro chico con discreción. Los líderes no hacían llorar a quienes dependían de ellos. De pronto, se sintió avergonzado—. Travis…
—¡Antony! —Ruth, a quien casi había olvidado, estaba llorando y se llevaba las manos a las sienes. Parecía mareada, como si estuviese a punto de desmayarse.
Antony la sostuvo antes de que llegase a caer.
—Estoy bien, estoy bien. —Travis y Tilo contribuyeron a tumbarla poco a poco en el suelo, pero Ruth solo rodeó con sus brazos a uno de los tres—. Estaré bien —aseguró, con expresión decidida.
—¿Estás segura? ¿Te duele algo? —Antony no sabía mucho de medicina. Estaba preocupado por Ruth, honestamente, pero deseó que para encontrarse mejor no tuviese que quitarse la ropa.
—Es solo que me siento débil —explicó la chica—. Creo que en cuanto coma algo me encontraré mejor.
Antony consultó a Travis.
—¿Al supermercado, entonces?
Al supermercado, entonces. El cual, milagrosamente, aún se encontraba bien abastecido, dentro de lo razonable. Se agenciaron barritas de chocolate y latas de refrescos para subir los niveles de azúcar en sangre de Ruth Bell. Los demás no creyeron adecuado que comiese sola y saquearon los estantes. Y Ruth mejoró. Solo necesitaba algo que llevarse a la boca. En cuanto asestó el primer mordisco y bebió el primer trago se recuperó de pronto, quedando casi como nueva. Quizá parte de su mejoría se debiese a las cuidadosas atenciones de Antony.
Travis no le quitó el ojo de encima a Ruth mientras masticaba el chocolate.
—Vale —dijo cuando hubieron vaciado las latas y los envoltorios—. Se acabó la pausa. Nos vamos.
—Vosotros no vais a ningún lado, tío.
La voz masculina que les había amenazado provenía del umbral. Las sombras cobraron vida y se adentraron en el lugar. Travis, Antony y Tilo extendieron las manos hacia sus subyugadores. Les respondió el brillo argénteo de los cañones de armas automáticas listas para disparar.
—Yo que vosotros no lo haría.
Travis optó por mantener las manos vacías y bien visibles.
—No buscamos problemas.
—Qué pena, tío. Porque es lo que vais a tener.
—Estáis de mierda hasta el cuello, chaval. Hasta el puñetero cuello.
Las voces se multiplicaron a medida que sus dueños accedían a la tienda.
—No deberíais estar aquí.
—No deberíais haber venido.
—Desearéis no haberlo hecho.
—Esto es territorio de los Fantasmas, tío.
Los cuatro adolescentes fueron rodeados y unas manos les arrebataron las armas. Ruth chilló, Antony gritó, Tilo maldijo y Travis no pudo hacer más que apretar los dientes. Los dos muchachos negros habían regresado, si es que eran ellos los que daban saltitos nerviosos, alternando los pies, bajo la luz que se filtraba a través del agujero en el que antes hubo una ventana. Cuando los vieron por primera vez, parecían muy jóvenes. Pero habían traído a chicos mucho mayores. La banda arrastró al grupo de Travis a la calle; todos ellos eran de ascendencia afrocaribeña. Parecía que los recién llegados iban a tener más de un problema a la hora de hacerse entender con aquel grupo.
Pero Travis tenía que intentarlo.
—Escuchad, no tenéis por qué hacer esto. Lo sentimos. No sabíamos que era vuestro territorio. No queríamos…
—Respeto, tío. —Travis y el resto del grupo fueron arrojados sin miramientos sobre el asfalto—. Tenéis que aprender algo de respeto. —La banda los rodeó, como la soga en un linchamiento.
—Trav. —Tilo le estrechó la mano. Las suyas estaban frías.
—Antony —gimió Ruth.
—Esto no puede estar pasando. No puede… —Pero Antony sabía que así era.
—Aquellos que entran en el territorio de los Fantasmas, tío…
—No son perseguidos…
—No —dijo Travis—. No.
—Se llevan una bala.
Una docena de armas apuntó hacia ellos.
* * *
Los cinco prisioneros fueron conducidos a través de unas calles cercanas. A Mel le tranquilizó en cierta medida comprobar que hasta entonces no habían sido violentos con ellos, pero no quería tentar al destino intentando escapar o algo por estilo. Hizo lo que le ordenaron y cerró la boca. No se alejó de Jessica.
La mayoría de sus captores se comportaban como si hubiesen sido delincuentes antes de la enfermedad. No tenía duda de que estarían familiarizados más que de sobra con los centros de internamiento para menores de todo Londres. Le sorprendía que no hubiesen recibido a Richie como a uno de los suyos, en vez de conducirlo con los demás. Del mismo modo, le sorprendía que Richie no se hubiese presentado voluntario para unirse al grupo. Así que no le pareció especialmente raro que la banda tuviese su escondrijo en un viejo gimnasio. En aquel lugar no había máquinas de pesas controladas por ordenador, saunas o anuncios de clases de pilates: solo sacos de boxeo, balones medicinales desgastados, muros desvencijados, lámparas de aceite y un ring de boxeo en medio, con las cuerdas colocadas y listo para celebrar un combate. Era la clase de lugar ideal para que los chicos díscolos canalizasen su agresividad natural en direcciones más disciplinadas y socialmente aceptables. Sin embargo, la banda no solo estaba compuesta por chicos jóvenes. También había unas cuantas chicas, sentadas o tumbadas en el suelo con apatía, entre colchones, montones de comida y alguna que otra estufa de gas.
Sin embargo, fue un chico quien se les aproximó. Era blanco, o más bien tirando a rojo, como si lo hubiesen hervido hace no mucho, de entre diecisiete y dieciocho años de edad, con la cabeza rapada y ojos porcinos. La camiseta que llevaba puesta lucía un retrato ajado del boxeador Mike Tyson, con el nombre del antiguo campeón del mundo de los pesos pesados y el eslogan «R —y del Rin—» apenas legible. Era evidente que Tyson era el héroe del chico, quien, saltaba a la vista, intentaba emular el físico del boxeador. Hasta entonces había tenido éxito: tenía una presencia imponente, para empezar, y era mucho más grande y corpulento incluso que Richie… pero su musculatura parecía cubierta por una capa de grasa. El líder de la banda (o eso asumió Mel) debía haber sido un habitual del gimnasio en el pasado, pero si estaba entrenándose para ser boxeador profesional, su entrenador (si es que había sobrevivido a la enfermedad de algún modo) merecía ser denunciado. Tenía una oreja de coliflor, prueba de que había recibido un buen puñetazo, la nariz rota y le faltaban varios dientes. Mel recordó la vieja réplica: «Pues deberías ver cómo quedó el otro». No tenía claro si aquel bruto lleno de músculos debía provocarle miedo o resultarle gracioso.
Lo tuvo todavía menos claro cuando levantó los puños para cubrirse la cara, encogió los hombros y se puso a hacer fintas y esquivas delante de ellos.
—Bueno —dijo—, ¿qué tenemos aquí?
Un miembro de la banda le respondió. Los describió como cinco extraños que se habían adentrado en el territorio de los Reyes sin permiso.
—¿El territorio del los Reyes? —se atrevió a preguntar Mel—. Probablemente ya esté muerta, pero ¿no debería ser también de las Reinas?
—En este gimnasio no hay reinas, cariño —gruñó el de la cabeza rapada. Se volvió hacia Crispin, receloso—. Al menos hasta hoy. Los Reyes. Los Reyes del Ring. Esos somos. Aquí las normas las escribimos nosotros. Decidimos cómo se hacen las cosas. Y yo soy Cooper. Soy el rey de los Reyes.
—El rey de los imbéciles, querrás decir —murmuró Richie.
—Vale, pues ya que vamos a intercambiar nombres… —Mel presentó al grupo. Empezaba a pensar que el tal Cooper parecía un tipo razonable. Quizá no estuviesen en un lío tan gordo como habían pensado.
Pero entonces intervino Crispin.
—Es intolerable que nos hayáis arrastrado a este repugnante antro. Seguro que está infestado de ratas. Exijo que se nos libere de inmediato y se nos deje marchar.
Cooper y los Reyes del Ring rompieron a reír.
—Pero ¿oís lo que dice este tío? —El agudo tono de voz con el que le imitó estuvo a punto de arrancarle una sonrisa a Mel—. Exijo no se qué, es intole-lo-que-sea. —La voz de Cooper se tornó más grave mientras bajaba el torso y lanzaba directos con sus gruesos puños a escasos centímetros de la asustada cara de Crispin.
El parangón tropezó hacia atrás. El cañón de una pistola se hundió en su espalda. Geoffrey gimoteaba, moviendo el tronco arriba y abajo, como acostumbraba a hacer. A Mel se le pasaron las ganas de sonreír.
—Fijaos en este chaval —se mofó Cooper a costa de Crispin—. Me juego lo que sea a que nunca ha puesto uno de sus pies de nenaza en el ring. Seguro que ni siquiera ha guanteado durante un solo asalto. Joder, fijo que sangra enseguida, a borbotones. Espero que te elijan a ti, niño bonito. Sí, Niño Bonito Allerton contra el rey Cooper. —Cooper pasó a imitar a un comentarista—. Esta noche ha tenido lugar el combate más desigualado del año en el gimnasio Kenton, cuando Niño Bonito Allerton se enfrentó al campeón invicto de los Reyes del Ring, el rey Cooper en persona. El público se volvió loco.
—Lo siento. Lo siento. —Mel interrumpió el monólogo del boxeador—. Pido disculpas en nombre de Crispin. No se siente cómodo cuando está rodeado de gente que no ha ganado el premio Nobel. Normalmente le ignoramos.
—Patrick —le reprochó Crispin—, ¿cómo te atreves a…? —Una mirada de Mel le silenció.
—Pero no le falta razón, en parte. Si nos hemos metido donde no debíamos, no era nuestra intención. Si nos dejáis marchar, no nos volveréis a ver. Quiero decir, podríamos largarnos en cuestión de segundos. Incluso antes. Ahora mismo. No queremos causaros problemas.
—No nos estáis causando problemas, cariño —dijo Cooper con una sonrisa—. Haberos encontrado supone un cambio después de tanto esquivar y evadir a esos cabrones alienígenas del demonio. Hasta ahora no he podido dejar fuera de combate a ninguno, pero cuando Coop tenga la oportunidad, no va a detenerse por nada. Cuando Coop ve un hueco, ¡bam! —Sus nudillos rozaron la mandíbula de Mel, pero no retrocedió. Ni siquiera parpadeó.
—¿Has terminado? —dijo ella.
—¿Qué querías decir con eso de que esperas que elijan a Crispin? ¿Quiénes lo van a elegir? ¿Y para hacer qué? —preguntó Jessica.
—Tú vas a ser quien elija, Jessica Lane —dijo Cooper—. Tú tendrás que elegir a un miembro de tu pequeño grupo como vuestro campeón.
—¿Para qué? —preguntó Richie, asustado.
—Para pelear contra mí. Para enfrentarse a mí. En el ring. Segundos fuera, primer asalto, toda esa mierda. Oh, sí, y Coop es el Rey del Ring, invicto. Los contendientes caen uno tras otro. Veréis, no podéis marcharos sin más. Las cosas no funcionan así por aquí.
Mel sintió un nudo en el estómago.
—¿Y cómo funcionan las cosas por aquí exactamente, Cooper?
—Si os metéis en nuestro territorio, aunque sea por accidente, lo tomamos como un desafío hacia los Reyes del Ring, y Cooper nunca escurre el bulto ante un desafío. —De hecho, parecía que la idea le gustaba cada vez más—. Uno de vosotros va a ponerse los guantes y pelear con el viejo Coop por el resto.
—¿Y si todos nos negamos? —inquirió Mel.
Cooper hizo un guiño.
—Entonces, moriréis todos. Tenemos que asegurarnos de que nadie nos chulea, ¿sabes? Tenemos que demostrar que vamos en serio. Pero, no te aflijas; si vuestro campeón gana y Cooper cae, si deja de estar invicto, entonces todos viviréis. Por supuesto, eso no ha ocurrido hasta ahora, pero cuando dos luchadores entran en el ring puede pasar cualquier cosa…
—Esto… ¿Cooper? —intervino Jessica de nuevo—. ¿Y si nuestro campeón pierde?
—Lo mismo que si no peleáis —explicó Cooper—. Estáis muertos. Son las reglas. —Cooper lanzó una última combinación de golpes que, de haber alcanzado a alguien de carne y hueso en vez de al aire, hubiese noqueado de inmediato a su objetivo, y se alejó bailando de puntillas—. Vuela como una mariposa. Pica como una abeja. Preparad el ring, chicos —dijo—. Tenemos un combate entre manos.